SOLEDAD Y SILENCIO

Alquilé una casa en Guanabo por cuatro días y me fui solo. No quería ver a nadie, ni hablar, ni escuchar. Necesitaba soledad y silencio. Llegué el domingo al mediodía. Dejé la bolsa en un rincón. Me puse la trusa y unas chancletas de goma. Salí. La playa está treinta metros atrás de la casa. Compré una botella de ron en un kiosco, caminé un poco por la arena y me senté a la sombra de unos pinos. Demasiada gente. Demasiado ruido, música, niños, todos soltando energía. Lo más entretenido era mirar a los que templaban dentro del agua. Una pareja quimbaba sin parar hacía un buen rato. El tipo movía la pelvis frenéticamente. Los dos con los ojos cerrados. Ella tenía un hermoso pelo negro, muy largo, y cada dos minutos echaba la cabeza atrás y se iba del mundo. Supuse que eran orgasmos. El tipo llegaba al lugar exacto y no dejaba ni un milímetro vacío. Algo perfecto. Quimbar dentro del agua es lo mejor del mundo, con la mujer a horcajadas y los pies de uno apenas rozando la arena del fondo.

El único problema del hombre es aguantar la eyaculación lo más posible, y eso es fácil: se saca un poco, se enfría en el agua durante unos segundos y se introduce de nuevo. Con ese truco se vuelven locas. Esta pareja cerró los ojos y la humanidad dejó de existir. La gente vociferando y saltando a pocos metros y ellos en otro mundo.

Entré en el agua, me acerqué, los miré disimuladamente. El tipo era flaco, con los brazos tatuados y cara de jodedor de la calle. Ella tenía aspecto de muchachita decente y bien alimentada. Para venirse de aquel modo no podía ser callejera. Los cohetes de la calle saben controlar sus orgasmos para no cansarse demasiado.

Tuve una erección riquísima. Aguanté la tentación. Me fui a nadar bien lejos. Me alejé trescientos metros de la orilla, pero se oía el ruido. Miles y miles de personas bebiendo ron y cerveza, escuchando música, gritando, dando saltos, jugando, los niños berreando. Un sol terrible, calor y humedad insoportables. Los policías caminando arriba y abajo, pidiendo documentación a algún que otro posible sospechoso. Las nubes muy oscuras, corriendo y acumulándose.

Cuando me cansé de nadar salí a la orilla y seguí tragando ron, sin prisa, filosóficamente. Me recosté en el pino y dormí un poco. No sé qué tiempo. Cuando desperté, la gente seguía igual de loca. Corriendo y vociferando sin rumbo. Normal. Es lo que siempre hacemos. Correr y gritar, con el rumbo perdido.

Soplaba un viento fuerte de sur. Muy refrescante. Llovía en una franja amplia a mis espaldas. Ya todo el cielo estaba cubierto de nubes negras, muy cargadas. En pocos minutos cesó el viento y comenzó el aguacero. Con rayos y truenos. Un chubasco intenso, con enormes goterones fríos y unos truenos diabólicos que metían miedo.

Me levanté y entré al agua tibia. Al mismo tiempo comenzó la estampida. Todos huían de la playa. La manada corrió a refugiarse. La gente le teme a la lluvia y a los rayos. Y a muchas cosas más. Desde que nacemos nos inoculan esa mierda en la sangre: respeto y miedo. Así nos controlan perfectamente. Hasta la sepultura. Lo importante es que nunca alces demasiado la voz.

Quedamos unos pocos dentro del agua. Es hermoso ver la lluvia en el mar. Las enormes gotas caen en la superficie lisa y salpican. Hundí mi cabeza hasta la nariz. Los ojos quedaron al nivel del agua, y ahí tenía un cuadro gris y plateado de arte cinético.

Salí y caminé un poco más por la arena, bajo la lluvia. Dos grupos de maricones se divertían. Un grupo era de cuatro jóvenes musculosos que se golpeaban, besaban y sobaban las nalgas alternativamente. El otro estaba liderado por un mulato perverso, gordo y barrigón. Muy vulgar pero efectivo. Rodeado por tres jovencitos que le obedecían y adoraban, como hacían los efebos con Calígula. Se toqueteaban y calentaban, en un juego inocente pero in crescendo, prólogo de la noche.

Fui hasta el kiosco. El aguacero no cesaba. Cinco muchachitas de doce o trece años bailaban alocadamente bajo la lluvia. Eran pelandrujas. Inconfundibles. Movían la pelvis provocativamente, se reían a carcajadas sin motivo. Era una risa glandular. Querían ser estrellas y miraban a todas partes, buscando público. El ansia sexual se les salía por los poros. Un empleado del kiosco subió más el volumen de la música. Ahora se oía en veinte kilómetros a la redonda. Era una canción de salsa y el estribillo repetía:

... y tremenda miradera.

¿Conmigo? ¡Sí!

¡Que estás muy buena!

Y tremenda miradera.

Me pareció que era el estribillo. No. Eso era todo. Apropiado para los tiempos. Es mejor no pensar. Y bailar. Bailar mucho. Y sonreír.

Las adolescentes deliciosas cantaban y bailaban. Usaban unos bikinis diminutos que apretaban sus culitos y teticas. Uf, quiero estar solo, pero me hace daño la soledad. Siempre busco el peligro. A veces pienso que el peligro me persigue.

Me guarecí bajo el toldo del kiosco. Pedí un pedazo de pollo frito y una cerveza. La mayor de la tropa dejó de bailar y se acercó. Podía tener trece años. No más. Me pidió pollo graciosamente:

—Regálame un pedacito.

—¿Tienes hambre?

—Sí.

Su resplandor de lujuria se podía ver a simple vista. Era una mulata compacta, alta, tetas macizas, culito pequeño, sólido y redondo. Tenía una mirada lasciva. Tan intensamente lasciva que me puse nervioso. Le di el pollo que quedaba y la lata de cerveza y pensé: «No puede ser, nene. Tranquilo, relax.»

La mulatica devoró aquello en un segundo y me dijo:

—Compra más.

—No.

—Dale, chico, no seas pesao. Tú tienes dinero. Compra más y nos vamos a donde tú quieras.

—¿Qué edad tienes?

—Veinte años. ¿No ves lo buena que estoy?

—No jodas. Tú tienes trece o catorce.

—¿Y qué? ¿Tienes miedo? Dale, chico, compra más y nos vamos. Dale, anda, que tengo hambre.

—Sigue bailando. Me gusta verte.

Me hizo una mueca y me sacó la lengua, como una niña malcriada. Regresó con las otras, que bailaban desaforadamente a unos metros de nosotros, bajo el torrente de lluvia fría. Compré otra botella de ron y regresé a la playa, empapado. Las cinco muchachitas pasaron corriendo junto a mí, gritando como locas, y se precipitaron al mar. Tenían todas las glándulas disparadas a máxima velocidad. Allí se quedaron jugando y alborotando.

Al fin cesó la lluvia. A unos pasos de mí había un grupo de gente borracha. Uno de los hombres se fajó con la mujer. Una gorda grandísima. El tipo le dijo:

—¡No tienes que hablar con nadie ni pinga! ¡So puta!

—La pinga te la metes por el culo y puta es tu madre, ¡singao!

El tipo le dio un galletazo por la cara. La gorda empezó a llorar, pero le sonó otro galletazo a él. Los otros se metieron en el medio y los obligaron a alejarse. La gorda lloraba mucho, pero era bravucona. Intentaba darle otro piñazo al tipo. Un niño de dos o tres años se agarraba de la mano de la gorda y lloraba berreando a rajarse la garganta. La gorda fue hasta el mar y se tiró bocarriba en el agua de la orilla. Parecía una ballena. Lloraba y hacía muecas. Era muy cómico. Me recordó las películas del gordo y el flaco. Hizo pucheros. Estaba a punto de vomitar un chorro de alcohol. Dos hombres seguían agarrando al marido de la gorda. El tipo tenía cuatro cadenas de oro colgadas al pescuezo, con una medalla enorme de alguna santa, el pecho pelú como un oso, y una borrachera total. Arrastraba la lengua y decía:

—¡La voy a matar! ¡No tenía ni cojones que hablar con ese negro!

Uno de sus amigos le dijo:

—Oye, aquí el macho eres tú. Fíjate que el negro salió echando y ni miró patrá. Ese negro es un jutía.

Agarré mi botella, me levanté y me fui. Siempre es lo mismo en todas partes. Llegué a la casa. Puse música en la radio y me senté. No. Me levanté de nuevo y apagué la radio. Silencio. No quería pensar en nada. Ese era mi propósito. Estaba saturado de ruido y de gente. Me senté en el portal. Había un sillón muy cómodo. Bebí un poco más de ron. Desde mi sillón veía el crepúsculo perfectamente. Un hermoso atardecer sobre el mar.

En pocos minutos se hizo de noche. Iluminaron el kiosco. Se encendieron algunos bombillos en las casas de los vecinos y un par de lámparas en la calle estrecha y medio cubierta de arena que va hasta la orilla del mar. De pronto: ¡TUPP! Apagón. Todo quedó a oscuras. Bebí un poco más. Intenté no pensar. Es muy importante. No pensar. Lo intento muchas veces al día. Abandoné el sillón y fui caminando despacio hasta la playa. Respiré profundo: aire fresco y limpio. Al fin había silencio y soledad. Un avión centelleaba mientras descendía lentamente para acercarse al aeropuerto. Oí el zumbido de las turbinas y vi su luz flasheando, hasta que se perdió tras las colinas de Campo Florido. En el aire sólo quedó el rumor tenue de las olas en la orilla. Olas muy pequeñas. No corría la brisa. No había nadie. Todas las casas a oscuras y en silencio. Pensé: «La muerte lo cubrió todo con un manto negro.»

La tranquilidad apenas duró un minuto. Fue interrumpida brutalmente por el traqueteo de un motor. Era un pequeño auto Lada. El chofer lo traía a punto de estallar. Lo aceleraba a fondo y rugía como un camión. Bajaba a oscuras por la callecita. Con todas las luces apagadas. Era tanto el estrépito que me pareció que explotaría en pedazos. Las ruedas saltaron desde el último centímetro de asfalto y mordieron la arena. El auto se enterró. El tipo aceleró más. El auto rugió. El tipo lo aceleró a fondo. Se hundió más en la arena. Sonó una explosión en el motor y se apagó. Silencio. El tipo bajó muy furioso y le entró a patadas y a piñazos al carro. Lo golpeó con rabia incontrolable y salió corriendo hacia el mar. Se lanzó de bruces en la arena mojada de la orilla y la golpeó unas cuantas veces con las palmas de las manos. Después se quedó allí, bocabajo, respirando sofocado. Casi se ahogaba. Y comenzó a llorar.

Nunca había visto a un hombre con un ataque de histeria tan exagerado. Agarré mi botella de ron y me fui para la casa. No tenía idea de qué hacer. Bebí un trago largo y me senté en el sillón del portal, a mirar la oscuridad. La inmensa oscuridad. Es terrible no poder detenerse.