INFIEL HASTA LA MUERTE

La playa estaba absolutamente desierta a las siete de la mañana. El mar azul, transparente y tibio. En julio hay tanto sol y calor que en la orilla el agua no se enfría durante la noche. Yo nadaba despacio. No había aire. Apenas una brisa leve que no lograba rizar la superficie. Parecía una piscina.

Me gusta ir a nadar temprano. Mi padre nos llevaba al amanecer a la playa. Mi hermano y yo aprendimos a nadar entre las seis y las siete de la mañana. A veces recuerdo aquel tiempo con toda nitidez. Pero mis sentimientos de entonces no aparecen. Es sólo una película agradable. Lo veo todo, hasta los más mínimos detalles. Y me inquieto. ¿Estaré bloqueado? Bueno, da igual. Han pasado cincuenta años como una tromba por encima de mí desde aquellas madrugadas placenteras de natación.

Por una calle medio cubierta de arena apareció un tipo. Era un hombre calvo, de unos cincuenta años. Usaba un pantalón azul y una camisa blanca. Me pareció que era chofer de guagua. La terminal de ómnibus está cerca. El tipo buscó la sombra de un cocotero. Había una pequeña duna de arena cubierta de hierba y flores violetas. Subió hasta lo alto de la duna, se sentó y comenzó a llorar. Sacó un pañuelo. Miró a un lado y a otro. No había nadie. Siguió llorando. Yo nadaba a unos doscientos metros de la orilla y no me podía ver. El brillo del sol, muy bajo, restallaba en la superficie del agua como en un espejo. Yo flotaba en medio de ese golpe de luz, invisible desde la orilla.

El tipo se secaba los ojos una y otra vez pero seguía llorando. Tenía los codos apoyados en las rodillas.

Nadé un poco más. Suavemente. Sin chapotear. Y lo tuve siempre bajo observación. Al fin se levantó. Se sopló los mocos. Guardó el pañuelo en el bolsillo trasero. Metió bien la camisa dentro del pantalón. Ajustó el cinturón y regresó caminando lentamente por la misma calle. Me pareció triste y agotado.

Salí del agua. Serían las ocho y unos minutos pero el sol ya calentaba en exceso. A lo lejos aparecieron unas pocas personas y un par de perros. Fui hasta un cocotero, a unos treinta metros de la orilla, y me refugié en la sombra. Allí tenía mi pequeña mochila con la toalla, una gorra, las gafas oscuras, unas chancletas de goma y un libro. Caminé un poco relajadamente. Sin pensar en nada. Es difícil pero a veces se logra. Insistir en la nada. Insistir en la nada. Muchas veces al día. Entrenarse para la nada. En la mochila tenía la biografía de Leopold Sacher-Masoch, pero ahora no quiero leer, me dije. No quiero leer. No quiero saber nada de nada. Ya es suficiente.

Seguí caminando y mirando a la arena. Al pie de otro cocotero había un preservativo usado, repleto de esperma. Mucho semen. Cientos de hormigas se movían nerviosas, excitadas, dentro del condón y en sus alrededores. Bebían, comían, masticaban y tragaban espermatozoides. Cientos de pequeñas hormigas, alegres y divertidas, devoraban los microscópicos cadáveres de miles de seres humanos. Me quedé un instante observando cuidadosamente la fiesta de las hormigas. El banquete de las hormigas.

Caminé un poco más por la orilla hasta que el aire me secó totalmente. Me vestí y me marché a casa. Quizás todo se organiza a mi alrededor y no tengo que seguir solo y en silencio, observando la brutalidad descarnada y visceral, como si la vida fuera un drama interminable.

«La vida es una comedia», me dije. Hay que repetirlo hasta que sea cierto. La vida es una comedia. La vida es una comedia.