A LO BESTIA
Miriam me llama por la tarde. Hace quince días que no nos vemos. Ella no viene a Centro Habana y yo no voy a Guanabacoa. Hablamos tonterías. Al fin llega a donde quiere:
—Antier me hice un aborto.
—¡Cojones!
—Tenían casi dos meses.
—¿Tenían?
—Eran jimaguas.
—Ehh..., ¿te sientes bien?
—Perdí mucha sangre. Tengo la hemoglobina en nueve.
Guardo silencio. Al fin me decido:
—¿Serían de tu marido o míos?
—¿Eso es lo único que te preocupa?
—No, pero... no sé..., es más probable que fueran de él.
—Eso no se sabe. ¿Por qué más probable?
—Porque tiemplas más con él que conmigo.
—No es así. Nunca se sabe.
—¿Cuándo nos vemos?
—Cuando tú quieras. Llámame.
—Está bien. Te llamo mañana. Cuídate. ¿Qué podemos hacer con esa anemia?
—No sé. Ni tengo dinero, ni hay carne, ni hay nada. No se consiguen ni huevos.
—Cuando nos veamos te doy dinero. Tienes que comer carne. ¿Qué estás comiendo?
—Lo que hay: arroz con frijoles. No tengo dólares.
—Bueno, Miriam, okey. No te preocupes. Voy mañana y lo resolvemos todo. Tranquilízate.
—No dejes de venir. Tengo ganas de verte.
—Yo también quiero verte. Un beso. Chau.
—Chau, mi cielo.
Colgué y me quedé pensando. No quiero mezclarme tanto con Miriam. Ni con ninguna mujer. En los últimos meses, después que Julia me dejó, nos hemos visto con mucha frecuencia. Y del sexo estamos pasando al cariño. No puede ser. Quiero estar solo. Necesito silencio y soledad. De todos modos, tengo que verla, darle dinero y ayudarla a conseguir carne. Tiene que reponerse. La anemia en los negros es peligrosa. Mucho peor que en los blancos.
Eran las cinco de la tarde. Encendí el televisor. Daban noticias del desastre de las Twin Towers. El caos y el vértigo siguen haciendo estragos. Me puse los zapatos y me fui a El Calvario. Cuando estoy un poco atormentado regreso al vientre materno. Me aíslo en posición fetal.
La guagua demoró bastante. Lógico. Lo extraño es que algo funcione. Cuando llegué a casa de mi madre ya era de noche. Serían las ocho. Al frente, en la calle, organizaban un pequeño mitin. Habían colocado una tribuna y banderas. Por los altavoces se oían himnos. Un gran letrero decía: «Estamos contra la guerra y contra el terrorismo.»
Mi madre andaba muy nerviosa, dando paseítos por la casa. Me dio un beso desabrido y me preguntó:
—Ay, hijo, por Dios, ¿qué irán a hacer ahora?, ¿para qué es eso?
—No sé.
—Todos los días inventan algo.
—Tranquila, mamá. Ven, vamos a escuchar. Cálmate.
Salimos hasta la portadilla de la cerca. La tribuna estaba a pocos metros. En medio de la calle. Sólo había quince o veinte personas. Los vecinos no querían salir de sus casas.
Una muchacha muy joven habló a gritos sobre la guerra y el terrorismo. Se la veía muy alterada y casi no se entendía lo que decía. Después habló un tipo, más pausado. Usaba una camisa de civil, pero el pantalón y las botas eran de un uniforme del ejército. Fue directo al grano:
—Bien, compañeros, estamos en una situación difícil para el país.
Había escuchado cientos de veces esa frase a lo largo de mi vida. El tipo continuó. Al menos hablaba con tranquilidad y sin histeria:
—En los próximos meses el país puede enfrentarse a un caso de emergencia de guerra. Nuestra misión es informar de los planes de evacuación para este municipio. Presten atención: en las dos primeras horas de ataque, el lugar de refugio para este vecindario es el sótano de la panadería y las plantas bajas de los edificios en construcción, aquí al doblar la esquina. Repito: eso es para las dos primeras horas de ataque. ¿Está claro? Suena la alarma de ataque aéreo y buscamos refugio inmediatamente. Debemos estar preparados psicológicamente para no titubear en ese momento. ¿Está claro, compañeros? Ahora bien. Continuamos, compañeros. Atiendan acá. Después de las dos primeras horas pasaremos a la fase de evacuación de los niños de cero a trece años, con un acompañante. Las personas de trece a sesenta y cinco años se quedarán aquí para las tareas de la defensa civil, operaciones de la retaguardia, etcétera.
Uno de los que escuchaban preguntó:
—¿Evacuación adonde?
—La evacuación será para Cienfuegos. A pie. No disponemos de medios de transporte. Sólo niños de cero a trece años, con un acompañante. ¿Alguna pregunta?
La gente empezó a murmullar. Y a reírse. Supuse que era una risa nerviosa. Un tipo se fue, diciendo en voz baja:
—Están locos. ¡Qué cosa más grande, caballeros!
La muchacha que gritaba de nuevo tomó el micrófono y empezó a hilvanar frases. Decía todo lo que le pasaba por la mente. La gente comenzó a dispersarse. Mi madre me miró asustada:
—¿Será verdad?
—¿Qué?
—Que hay que irse para Cienfuegos. ¿Tú no lo oíste?
—Sí, pero no te preocupes.
—Yo no voy a dejar mi casa abandonada. ¡Ay, mi madre, aquí no salimos de una pa' entrar en la otra!
—Tranquila, vieja.
La muchacha del micrófono vociferaba. Unos mulaticos jóvenes del solar de enfrente ya cantaban una rumbita improvisada:
Hasta Cienfuegos a pie
qué paso más chévere,
hasta Cienfuegos a pie.
Príquiti pra, príquiti pra, pra pra.
Entramos en la casa. Cerramos la puerta. Mi madre fue a la cocina. Hizo café. Afuera de nuevo pusieron los himnos. Tomamos el café. Me asomé al portal. Ya lo desmontaban todo rápidamente, lo colocaban en un camión y se iban.
Puse el televisor. Seguían con las Twin Towers por los dos canales. Lo apagué. Me quedé sentado en la sala. No había nada que hacer. Mi madre me contó un sueño que tuvo la noche anterior y quería jugar dos números a la bolita. La vecina del frente apunta. Es clandestino.
—Voy a ponerle un peso a cada número. ¿Quieres jugar?
—No.
La acompañé hasta la portadilla. Estaba oscuro. Sólo había un bombillo en la esquina. Mi madre se internó por un pasillo que parecía una boca de lobo. Es un solar con unos veinte cuartos pequeñísimos y más de cien personas. Al rato salió de nuevo. La perseguía un niño de cuatro o cinco años. Con una piedra en cada mano. La amenazaba:
—¡Dame un peso o te meto una pedrá!
—¡Niño, niño!
—¡Te meto una pedrá por las patas, vieja puta! Dame un peso que tú tienes dinero.
Mi madre logró cruzar la calle. Venía asustada. Salí a detener al pequeño asaltante. Le quité las piedras y lo amenacé:
—Que no te vuelva a ver haciendo eso. Se lo voy a decir a tu papá.
—¡Tú no lo vas a ver na'! Mi papá está preso porque es un tipo durísimo.
—Pues voy a ver a tu mamá y te va a castigar.
—Mi mamá no me castiga na' y tú eres tremendo comemierda.
—Oye, respeta. Yo soy el hijo de esa señora. Respeta porque llamo a la policía.
Bajó la cabeza. Se quedó callado y se retiró un poco para ponerse fuera de mi alcance. Agarró otra piedra. Se alejó más y me gritó:
—Tú no vives ahí. Cuando tú te vayas me tiene que dar el peso. O le meto una pedrá por la cabeza.
Le di la espalda y entré en la casa. Ya se le pasaría la furia al asaltante de caminos. Mi madre me dijo:
—Ese niño tiene cuatro años nada más. Me vio dándole el dinero a su madre para la apuesta y me cayó atrás con las piedras.
—¿Su madre es la que apunta la bolita?
—Sí.
—No vayas más.
—¿No me digas? ¿Le voy a coger miedo a un chiquillo bandolero de cuatro años?
—Este barrio se está poniendo malo.
—Cada día es peor, hijo. Tú no sabes nada porque vienes un ratico y te vas.
Salgo al portal a respirar un poco de aire fresco, Dentro de la casa hay calor, polvo, humedad, mosquitos. Y me siento atrapado por la cháchara continua de mi madre. Tiene miedo. Siempre tiene miedo. Y no tengo modo de quitárselo. Ahora el barrio está tranquilo y se oye música en las casas. Hay una pequeña luna en cuarto creciente asomando por encima de los tejados y los árboles.
Fui hasta la cocina. Cogí una botella vacía. Crucé la calle y me interné en el solar. Pregunté en dos o tres cuartos. No me conocen. Y cada día tengo más aspecto de policía: tosco, bruto y sin amigos. Todos me dicen que no tienen ron. Yo sé que todos venden ron, cigarros, mariguana, polvo, apuntan números para la lotería. Y más, mucho más. Es un antro sucio y maloliente, lleno de cucarachas y de mierda. En un cuarto hay un negro viejo y solitario. Me asomo a su puerta:
—Buenas noches.
—Buenas.
—Yo soy el hijo de la señora de enfrente.
—Ah, ¿usted es el que vive en La Habana?
—Yo mismo. ¿Usted sabe quién vende ron por aquí?
—Aquí al lado tienen. Y está bueno.
—Me dijeron que no tienen.
—Jejejé, porque no lo conocen, m' hijo. Usted no es de este barrio.
El viejo golpeó la pared de madera y gritó:
—Flores, atiende a este hombre, que va de mi parte.
—Gracias, señor.
Asomé la cabeza por la otra puerta. Flores era una mulata maciza. Una bola de culo, tetas y alegría. Bonachona y lujuriosa. Me miraba y se reía. Tenía las tetas sueltas, con unos pezones grandes, muy bien marcados. Usaba una licra rojo brillante y un pequeño topecito blanco, con el ombligo al aire. Todo ajustado y mínimo. La carne se estremecía y se insinuaba. Con una mujer así se vive pornográficamente las veinticuatro horas del día. Pornografía total. Y al final uno termina loco y destrozado. Me gusta eso. De algo hay que morir.
Flores estiró la mano, cogió la botella, sacó una tanqueta plástica de un rincón. Y en ese momento se fue la luz. Nos quedamos a oscuras. La mulata gritó:
—¡Vaya, cojones, pinga! ¡Otro apagón! Yo no sé qué piensan estos síngaos. ¡¿Hasta cuándo?!
Busqué mi encendedor en el bolsillo. No tenía. La mujer no tenía fósforos tampoco. Ella se movió y chocamos. Sentí sus tetas duras y sólidas en mi brazo. Aprovechó para restregármelas bien y me dijo:
—Espérate, papi. Voy a buscar fósforos.
La esperé un momento sin moverme. Regresó con un mechero de keroseno. Llenó la botella con ron. Me la dio. Le di veinticinco pesos. Los cogió sin abrir la boca ni para dar las gracias. Salí al pasillo del solar. La luna iluminaba un poquito, la mulata se asomó a la puerta y me llamó. Tenía el mechón en la mano y se le veía excitada. Regresé sobre mis pasos. Me dijo:
—¿Tú no brindas? ¿Te lo vas a tomar sólito o ya tienes compañía?
—Busca un vaso.
Le di la botella y se la llevó a la boca. Pegó las bembas al pico de la botella como si estuviera chupando otra cosa. Se dio un trago largo. Se pasó la lengua por los labios y me miró fijamente con cara de loquita perdida. Se estaba regalando. Me repitió la pregunta:
—¿Te la vas a tomar sólito?
—Ya veremos. No sé.
—Yo estoy aquí.
—Okey. Espérame. Vengo dentro de un rato.
—Te espero.
Regresé a la casa. Mi madre tenía una vela encendida en la cocina y había cerrado todas las puertas y ventanas. Me serví un trago y le brindé:
—No, hijo, no.
—Date un trago, vieja. Uno solo.
—Si me tomo el primero sigo hasta el fondo de la botella. Y no puede ser. Tú lo sabes.
Sí. Era mejor. Hace un año que no bebe. Tal vez más. Tiene mucha fuerza de voluntad. Primero cortó los cigarrillos. Cincuenta y seis años fumando dos cajas diarias. Desde los catorce hasta los setenta. Ya es tarde, pero está bien. Dice que respira mejor. Ahora cortó el ron. No tenemos de qué hablar. Le pregunto a qué hora pondrán la electricidad de nuevo.
—¿Quién sabe? A veces son dos o tres horas, o la noche entera. O veinticuatro horas. Nadie sabe.
Y suspira pesadamente. Bebo despacio. Me gustaría salir al portal. Me pongo claustrofóbico con la casa totalmente cerrada. Por decir algo, le hablo de la mulata que vende el ron:
—Está buenísima esa mulatona. Tiene unas tetas macizas.
—Flores es una cochina. Se acuesta con cualquiera por unos pesos. Eres igual que tu padre. Te gustan las mujeres de orilla.
Me toco el bolsillo del pantalón. Traje un cassette de Paquita la del Barrio. Corridos de amores y traiciones. Rancheras y boleros de gente infiel y gente que sufre. Por causas simples. Nada importante. Pero no lo podemos escuchar sin electricidad.
—Vieja, ¿te quedan más velas? Esta se acaba.
—Nada más tengo ese cabito. No hay velas ni en las shopping.
—Cuando se acabe hay que acostarse.
—Uhumm.
Volvemos a guardar silencio. Nada que decir, nada que hacer. Sigo bebiendo. Quiero anestesiarme con el ron. Cuando caiga en la cama, me duermo como una piedra. Y de paso evito la tentación de buscar a Flores. Mi madre vuelve sobre el tema:
—Tu padre vivió así. A lo bestia. Putas, bares y cantinas. Mujeres de orilla. Y yo aguantando. Y encima de eso inútil. Inútil hasta que se murió.
—Yo no soy inútil.
—Bueno, no sé qué decirte. Mulatas, ron, música. La vida fácil. Y sin romperte el lomo. Cuidándote como un gallo fino. Si no eres un inútil, te pareces bastante.
—Papi no era así. Bastante que trabajó...
—No lo creas. Fue un inútil y un indeciso toda su vida. Que Dios lo tenga en la gloria, pero es la verdad. Y tú eres idéntico a él. Ya vas por cinco hijos, con cinco mujeres diferentes, y todavía te gusta Flores, que es la negra más vulgar de este barrio. Una puta barata de cuatro pesos.
Me quedé en silencio. No quiero discutir. Y menos con este calor en esta casa completamente oscura y llena de mosquitos, humedad y cucarachas. Mi madre todo se lo toma en serio. No parece cubana. Ha perdido el sentido del humor, la flexibilidad de la risa.
—Me voy a dormir, hijo. Mañana será otro día.
Llevó la vela hasta el fregadero. Empezó a sacar pastillas de varios frascos y paquetes. Reunió siete pastillas. Sedantes, tranquilizantes, adormecedoras. No sé. Las tragó con un vaso de agua.
—¿Te vas a acostar también?
—No, vieja. Me voy a sentar un rato en el portal.
—Ten cuidado. Hay mucha oscuridad y no se ve nada. Cualquiera viene y te da un palo para robar. Este barrio cada día está peor.
—No te preocupes, vieja, duérmete tranquilita.
Se llevó la vela. A tientas cogí la botella y el vaso y me fui al portal. Me senté en el piso. Corría buena brisa. Voy a seguir bebiendo hasta que tenga sueño y caiga desnucao. Creo que mañana veré al tipo de los tatuajes. Hace tiempo que estoy indeciso. No sé si tatuarme una pantera negra y feroz, con los colmillos y las garras a punto de saltar. O un tigre de Bengala en esa misma posición furiosa. En lo alto del brazo izquierdo, cerca del hombro.
Creo que me gusta más el tigre. A lo bestia, como dice mi madre. Un tigre salvaje y feroz.