MUÑECA

Era una tarde de fines de octubre, plomiza, húmeda y un poco fría. Frente a la casa pasaron varios tipos con sus avíos de pesca y pensé: «El pescador tiene que aprovechar el momento.» Cogí la caña, le puse dos señuelos de cucharilla y bajé la colina hasta la playa. La noche antes, en la televisión, dijeron algo de un ciclón que pasaba por el Caribe, de este a noroeste, y se internaba en el Atlántico. El mal tiempo en octubre es muy bueno para pescar. Estos ciclones lanzan a los peces contra la costa. O ellos huyen de la tormenta. No sé. Lo cierto es que pican en la orilla y hay que estar allí.

Había mar de leva y rachas de viento. Cuatro tipos pescaban juntos. A dos metros uno del otro, en una playa de quince kilómetros de longitud. Eso me jode muchísimo. Si a uno le pican, enseguida aparecen dos o tres a pegarse al que tiene buena suerte. No saben que la suerte es del que se la encuentra y no del que la busca.

Me alejé bastante. Puse un plomo pequeño. Entré en el agua hasta la cintura y lancé mi sedal. Las olas de leva son muy potentes. No me podía sostener. Entré un poco más. Con el agua al pecho. La playa tiene cien metros o más de arena desde la orilla hacia lo profundo. Está bien. En dos minutos picó una lisa mediana. Después una lisa grande. Después otra mediana. Sentía que el agua fría me agarrotaba los músculos. Picó un bicho más grande, que me hizo entrar en acción, y logré sacarlo. Era una cherna de cinco kilos más o menos. Cono, qué bien. Salí. Me calenté un poco y volví a entrar. Había oscurecido mucho y me pareció que el mar de leva aumentaba su potencia. Salí de nuevo y amarré la cubeta con los peces a un cocotero para que las olas no se los llevaran. Estuve media hora más dentro del agua. Atrapé dos lisas y un pargo de dos kilos. Mejor imposible. La noche cerró y salí. El mar de leva seguía aumentando y rugía fuerte. Cuando pasara el temporal habría buena pesca. El agua ya invadía la callecita de asfalto agrietado y con grandes huecos que une la avenida y la playa.

Una bombilla en lo alto de un poste daba una luz amarillenta y débil. Apenas se veía para caminar hasta la avenida que corre paralela, a unos doscientos metros de la playa. No había un alma en todo aquello. Subiendo la callecita, a la derecha, hay un terreno con hierbas y fango, y en el centro de ese solar, una vieja casa de madera muy arruinada. Parece que en cualquier momento puede desmoronarse. Allí vive una mujer de sesenta o setenta años. Muy fuerte y conversadora. Siempre nos saludamos. Ahora está en el portal y me llama:

—Ay, hijo, ven acá, ayúdame un momento.

Sobre la puerta se conserva un vidrio esmerilado con el año de construcción: 1925. El agua invade y rodea la casa. Chapoteando en el fango llegué al portal. Pensé que el constructor era un imbécil o un estafador. Debió levantar el piso por lo menos dos metros sobre el nivel del mar. La casa está apenas a cien metros de la orilla. Hasta un niño se da cuenta del error. La señora andaba sin zapatos y con una bata de casa muy ligera, casi transparente, y empapada. No llevaba ropa interior. Sólo un bloomer. Entonces percibí que llovía fuerte y con ráfagas de viento que aumentaban. Más parecía un ciclón que un simple temporal.

La vieja era una mujer sólida, con manos fuertes. El carácter recio se le salía por los ojos y en la musculatura.

Me fijé mejor: no tenía más de sesenta años. Con los pechos redondos, muy firmes, y unos pezones grandes, oscuros, potentes, erizados, pegados a la tela empapada de la bata. Eran una tentación para morder y chupar. La señora parecía un capitán de barco en medio de la tormenta, un asidero firme y macizo. Me gustó. A veces el bebé que llevo dentro eclipsa al hijoputa.

Dentro de la casa sólo había dos bombillos mortecinos que apenas iluminaban. La señora se había acostumbrado a esas situaciones. Sabía exactamente lo que debía hacer.

—Ven acá. Ayúdame aquí. Esto es agua sala, que se lo come todo.

La ayudé a subir un viejo televisor ruso encima de una mesa. También colocamos allí tres cajas de cartón con ropa y zapatos, una radio viejísima, y otra caja de arroz, frijoles, azúcar y algunas latas.

Miré nuestra obra y me quedé preocupado. La mesa apenas levantaba ochenta o noventa centímetros del piso. El agua podía subir mucho más. No abrí la boca, pero ella me adivinó el pensamiento.

—No te preocupes que el agua no sube tanto. Llevo cuarenta años viviendo aquí.

—El mar está cabrón. Dicen que hay un ciclón cerca.

—Ah, eso es cuento. Algo tienen que decir pa' ganarse los frijoles. Ayúdame con el colchón.

En realidad era una colchoneta. Pesaba bastante y olía a diablo. La subimos encima de la meseta de cemento de la cocina. Todo se veía sucio, pegajoso, viejo, abandonado. Casi no había muebles. Se respiraba un aire de frugalidad y estoicismo máximo, mezclado con desidia, abandono y suciedad. En ese momento se fue la electricidad. O la cortaron para evitar accidentes. La oscuridad era total.

—No te muevas, hijo, que ya estoy prepara.

Encendió una vela. Yo calzaba unas chancletas de goma. El agua entró en la cocina y rápidamente me llegó a los tobillos. De un salto me senté sobre la meseta de cemento y me recosté en la colchoneta apestosa a meao. Para animarla un poco dije:

—Hace falta una botella de ron ahora.

—Para ti. Yo no he bebido jamás en mi vida. Los hombres todo lo resuelven bebiendo.

—Un par de corujazos, pa' entrar en calor.

—No es necesario. Yo no he bebido ni he fumado jamás. Y si fuera por los momentos malos que he tenido en mi vida, ya me habría bebido dos fábricas de ron.

—Ah, bueno, si usted lo dice...

—Lo contrario de mi hijo, que bebe todos los días, fuma sin parar, toma café, yo se lo digo: te estás matando tú sólito. Tiene un estado de ansiedad permanente.

—Yo lo he visto con usted unas cuantas veces. Me parece que con un uniforme...

—Es guagüero. Lo único que sabe hacer en la vida es manejar guaguas. Inútil y vago. No parece hijo mío.

Se movió hacia la oscuridad. Era un gesto de escape ante lo que acababa de recordar con aquella frase. La vela apenas daba un poco de resplandor. Podía apagarse. La llama vacilaba por el viento que se filtraba entre las tablas podridas. Me dijo:

—Trátame de tú, no me respetes tanto. ¿Qué edad yo represento?

Pensé decirle sesenta y pico, pero hay que ser cuidadoso con las mujeres.

—Cincuenta y pico.

—Tengo sesenta y uno. Yo nací en el cuarenta. ¿Y tú?

—En el cincuenta.

—Más o menos somos contemporáneos.

—Sí.

Es que los hombres se conservan más. Las mujeres nos acabamos mucho.

Me dio la impresión de que la vieja quería salsa. Me fijé mejor. Sí, se le podía dar un trancazo. Podía ser buena gozadora en la cama. Estaba sólida. Tosca y poco femenina, pero podía ser una reserva para tiempos de emergencia y escasez. Guardamos silencio.

Sólo se oía el rugido del mar y del viento. Me sentía muy bien allí, en la oscuridad, escuchando la furia del temporal in crescendo, y mirando a una mujer tan áspera. Parecía clavada en la tierra. Al fin le dije:

—¿De verdad llevas cuarenta años aquí?

—Ehh..., llevo más. Cuarenta tiene mi hijo. Yo vine del campo en el cincuenta y seis. A vivir aquí, con la dueña de la casa.

—Ahh...

—Ella me trajo de sirvienta, para atender las habitaciones.

—Tú con dieciséis años eras una muñeca.

—Ay, muchacho, tú eres adivino. Jesús, María y José!

Se persignó dos veces. Un poco turbada, fue hasta una ventana y la abrió para asomarse. No se veía nada. La oscuridad era total. Entraron ráfagas de viento y lluvia. Cerró rápidamente, pasó el pestillo y regresó a la pequeña zona apenas iluminada por la vela.

—A ti te decían Muñeca. Y todavía te conservas.

—¿Cómo tú lo sabes? —me preguntó con mucha seriedad.

Yo no sabía nada, pero tengo mis trucos para hacer hablar a la gente, y le dije:

—A veces me dicen cosas al oído.

—¿Tienes un negro congo?

—Un negro cimarrón y un indio.

—Se ve que eres un hombre entero. ¿Y tú consultas?

—Eso no viene al caso, Muñeca. Otro día hablamos del tema. ¿Dónde te decían Muñeca? Dímelo porque yo lo sé de todos modos.

—Te lo voy a contar. Contigo se puede hablar. Es más, un día de éstos te voy a enseñar unas fotos de esa época. Me hacían muchas fotos. No está bien que yo lo diga, pero la verdad es la verdad. La señora tenía un bar aquí al lado, y atrás tenía habitaciones. Tú sabes cómo era la vida.

—Y tú trabajabas de mesera.

—Siempre tenía ocho o nueve meseras. Las traía del campo. Yo estuve en eso..., bueno..., desde el cincuenta y seis hasta el sesenta, que cerraron los bares. En todo ese tiempo era la Muñeca. Nunca hubo una más linda ni con más cuerpo. La señora decía que yo le traía suerte porque..., bueno, el bar se llenaba todas las noches, de lunes a domingo...

—Todavía te queda buen culo.

—Y duro como una piedra. Y buenos pechos. Es natural en mí. Una gracia que Dios me dio. Tú no te imaginas los americanos con dinero que venían aquí para que yo los atendiera. A veces un día entero. No me dejaban salir de la habitación. Y el dinero corriendo. Ay, si me acuerdo de esa época y me dan ganas de llorar.

—¿Y nunca te propusieron matrimonio?

—Había uno de California que por poco se vuelve loco conmigo. Pero era marinero. Mecánico de barcos. Me enseñaba fotos de su casa, de sus padres. Tenía una granja en California. Estuve a punto de ceder, pero...

—¿Pero qué?

—¿Yo con un marinero? ¿Siempre sola? Y tenía que hablar inglés con sus padres..., no, no, no.

—Hubieras vivido muy bien.

—No me gustaba. Yo no sentía nada con él. Mucho cariño, regalos, mucho dinero, pero... te voy a decir la verdad: tenía la picha cortica como un niño. Yo ni me enteraba si estaba dentro o afuera.

—Jajajá, ¡tremendo sacrificio!

—Y yo pensé: ¿La vida entera con este pichi corto? No, porque le voy a coger odio y después va a ser peor. A mí me gustan los hombres hombres. ¡Machos! Que me hagan sentir mujer. Además era muy noble, medio bobalicón.

—Te gustan perversos...

—Y que me lleven con la rienda corta.

Mientras hablaba se pasaba la mano por el vientre y un poco más abajo. Me pareció que Muñeca se había calentado un poco con sus recuerdos y quería un trancazo allí mismo. Pero yo no tenía deseos. Un hombre de cincuenta años, con una mujer en la casa, no anda por ahí con el rabo tieso y listo para meterlo en cualquier hueco. A no ser que tenga intenciones suicidas. Traté de seguir conversando para hacerle olvidar el calentón:

—¿La señora se fue a Miami?

—En cuanto cerraron el bar y se quedó sola. En el sesenta aquí cerraron todo: los billares, los bares, las casas de citas. A cortar caña to' el mundo. No había ni ron. Como si fuéramos curas.

—Me acuerdo perfectamente.

—Ella me dejó cuidando la casa. Me parece que la estoy escuchando: «Muñeca, cuídame la casa que este revolico no va a durar mucho. Yo regreso y voy a montar el negocio otra vez. Y lo voy a montar más grande y bonito.»

—Y han pasado cuarenta años.

—Y ella se murió en Miami, y la casa se está cayendo a pedazos, y Muñeca es una vieja fea que no la quieren ni los perros.

—No digas eso.

—Ahhh, yo no me engaño.

—¿Y tu hijo?

—Ese es un pasmao y un vago. Igualito que su padre, que sólo servía para chulo de putas.

—Pero tu hijo no es un chulo.

—No tiene gracia ni pá eso. Es guagüero y esta noche tiene turno hasta las doce. Aunque se caiga el mundo a pedazos, él no viene antes de las doce y media.

—Hay ciclón. Debe estar al llegar.

—¡Qué va! ¡Tú no lo conoces! Vive en el aire. Él sabe que esta casa se inunda y que yo sola no puedo subir las cosas... Ay, carajo, qué aburrida estoy de la vida.

—Pues no te aburras, Muñequita, porque en cualquier momento te sacan de aquí para una casa buena. Esto es zona turística.

—Están con ese lío hace tres o cuatro años. Dicen que van a hacer un hotel en toda esta área y quieren sacar a todo el mundo, son como diez o doce casas.

—¿Y te han ofrecido una casa mejor?

—Sí, pero yo quiero irme pa' la loma.

—Ahí vivo yo, en las colinas.

—Los añitos que me quedan, que no han de ser muchos, quiero pasarlos en el campo. En la loma, oyendo los pajaritos en los árboles. Ya está bueno de mar y de agua sala y de ciclones y jodienda arriba de mí.

—Pa la loma, Muñeca, pa la loma.

—Jajajá.

Al fin logré que riera un poco.

—Toda mi vida la he pasado entre el campo y esta casita. No conozco más na'.

—No jodas, Muñeca.

—Aunque no lo creas. Nunca he ido ni a La Habana.

—No te lo creo. La Habana está a veintisiete kilómetros.

—¿Pa' qué voy a ir? Dicen que hay mucha gente y mucho tráfico, que es muy grande y uno se pierde. No, no. Me atosigo con todo eso. Y gracias a Dios nunca me he enfermado ni he tenido que ir a un hospital.

—Se ve que eres del campo.

—Y a mucha honra. Eso es lo que me gusta. Me fui del campo con la señora para poder vivir yo y

ayudar a mis padres y a mis hermanos. No íbamos a seguir toda la vida comiendo harina y boniatos.

Quería irme, pero no me atrevía a dejarla sola. Le dije:

—Vamos a salir para la avenida. El agua va a seguir subiendo.

—No, señor. Aquí me quedo hasta que llegue mi hijo. El agua nunca sube tanto.

—¿Tú estás segura?

—Segurísima.

—Bueno, es que tengo que irme.

—Vete. No tengas pena. No pasa nada.

Cogió la vela. Protegió la llama con la mano, y fue hasta la puerta de entrada. Abrió sólo un poquito para que el viento no apagara la vela. El agua nos llegaba a media pierna. Salí al portal y me despedí:

—Mañana te veo, Muñeca.

—Oye, no. Olvídate de ese apodo. Mi nombre es Antonia.

—Mañana te veo, Antonia.

—Hasta mañana.