TE PARECES A DICK TRACY

Vivir solo es muy bueno. Julia comienza a disolverse lentamente. Mi espíritu gana serenidad y aplomo después de la tormenta. Al atardecer bajo la colina y me voy a un bar cerca de la playa. Si me quedo solo en casa puedo beberme una botella de ron y finalmente me acuesto borracho, sucio, sin bañarme y sin comer. No debe ser. Siempre que reúno fuerza de voluntad, evito la soledad nocturna y me voy al bar. Hay dos mesas de billar. Bebo cerveza y practico algunos tiros a banda. Logro concentrarme en las carambolas y olvidar la tentación del ron en solitario.

He sacado cuentas: mi primera borrachera la cogí en la Nochebuena del 67. Yo tenía diecisiete años y mi primera novia. De entonces acá he pasado treinta y cinco años bebiendo fuerte. He vomitado la bilis unas cuantas veces, entre otros desastres que es mejor olvidar. Supongo que mi hígado es de calidad superior, porque, al parecer, ha resistido bien.

En fin, evito el alcohol siempre que puedo. Pesco en la playa. Juego al billar. Paseo en bici y leo un poquito. Cada día hay más libros y menos que leer.

Frente al bar hay una cafetería con dos o tres mesas al aire libre. En realidad es un timbiriche barato y pequeño. Venden pollo frito, perros calientes, cervezas y refrescos.

Cuando me aburro del billar, voy allí a comer algo. Cada segundo día me encontraba a Lena. Tenía un horario larguísimo, de dieciséis horas. En días al ternos. De siete de la mañana a once de la noche. Es una mujer muy delgada, de unos treinta y pico de años. Excesivamente delgada. Creo que pasa hambre a pesar de los pollos y las papas que fríe. Es muy blanca, con el pelo corto, teñido de rubio, y los ojos verdiazules, una boca grande y sonriente y cierto aire de serenidad-melancolía-tristeza-impavidez.

Desde que la vi por primera vez me pareció que andaba igual que yo: grogui, escuchando el conteo de protección, intentando levantarse de la lona después de un nock out.

Nos vimos y nos gustamos. Hasta ahí solamente. Atracción y magnetismo. Ni un paso más. Pero era agradable llegar hasta ahí. Me parecía que se relajaba mucho cuando me veía salir del billar, cruzar la calle y dirigirme a la cafetería. Siempre hay pocos clientes. O ninguno. Yo me recostaba en la barra, le pedía una cerveza y conversábamos. Es de San Miguel del Padrón, un barrio en las afueras de La Habana. Allí la gente vive más distendida. En Centro Habana la gente tiene mucha rabia contenida. Furia, desespero, agresividad. Es contagioso. Te acostumbras a vivir con los colmillos y las garras afiladas, listo para destrozar al primero que te mire mal. Quizás por eso me gusta hablar con Lena. Por su relax, su lentitud, ese aire melancólico y suave. Me contaba detalles de su vida:

—Mi nombre es Elena, pero desde niña me han llamado Lena.

—Mis abuelos eran polacos. Mi padre siempre quiso enseñarme el polaco, pero no me gusta. Es muy difícil.

—Tengo dos hijos, de ocho y diez años. Vivo con ellos y con mi madre. Mi padre murió.

—Trabajé quince años como enfermera, pero hace años lo dejé. Aquí gano un poco más.

Yo bebía cerveza y miraba con deseo sus hermosos ojos y su boca grande. La imaginaba desnuda. Debe de ser caliente y ansiosa por la tranca. Las flacas menuditas se mueven mucho y la gozan. Quizás es un prejuicio contra las gordas. Que yo recuerde nunca he templado con una gorda. Rellenitas sí. Y embarazadas mejor aún. Pero gordas, gordas, no.

En fin, nos vimos unas cuantas veces. Siempre con el mostrador por medio. Si llegaba algún cliente ella se callaba, recuperaba su compostura y no sonreía.

Una vez le pedí que cerrara una hora antes para invitarla a otro sitio, beber algo y conversar tranquilamente.

—No puedo.

—¿Tienes novio?

—Estoy sola.

—¿Te gustaría hablar conmigo más despacio?

—Ehhh..., bueno... —¿Bueno qué? Miró al piso, lo pensó un momento y me dijo en voz baja:

—Me separé hace poco del padre de mis hijos.

—¿Un matrimonio largo?

—Doce años..., doce años de sufrimiento.

—Todo no habrá sido sufrimiento. Deja el drama.

—Demasiado mujeriego.

—Los dos estamos en las mismas. Me separé hace poco.

Nos quedamos en silencio. De pronto me miró, con una sonrisa muy picara, y me dijo:

—Vamos a ser amigos nada más. No quiero sentir la mano de un hombre encima de mí.

—Suave, suave, no hay lío. Yo soy un tipo lento.

—No lo parece. Vas acelerao.

—Ya tú ves, las apariencias engañan.

—Te voy a freír unas papitas, pa' que se te alegre la noche.

—Fríe un pedazo de pollo también.

—No, el pollo lleva mucho tiempo en la nevera. Cómete las papitas fritas nada más.

—¿Me estás cuidando?

Me miró sonriendo y no me contestó. Me pareció que necesitaba un marido, pero no abrí la boca.

Cuando freía las papitas se recostó de nuevo en la barra y me miró fijamente. Tenía un modo especial de entregarse. Aquellos ojos y aquella boca pulverizaban estrógeno. Eran como un spray de estrógeno puro y yo sentía que en pocos segundos alcanzaba mis testosteronas y las excitaba. La miraba y ya veía el cuadro perfecto: acostados uno sobre el otro, amándonos y templando desaforadamente. ¡No podía ser, cojones! ¡No podía ser! Yo necesitaba unas vacaciones solitarias. ¿Por qué aparecen siempre más y más mujeres? ¿Llegaré a ser un viejo verde y ridículo, cambiando siempre de mujer? ¿Saltando de pelandruja en pelandruja? Ah, carajo.

Lo cierto fue que dejó las papas (riéndose, me miró de aquel modo, y me dijo sonriendo:

—Te pareces a Dick Tracy. ¿No te lo han dicho?

—Jajajá. No jodas, Lena.

—En serio. ¿No has visto la película?

—No.

—Eres igualito.

—De niño leía las revistas de Dick Tracy. Me gustaban muchísimo. Un poco absurdas.

—La vida es absurda.

Dijo esto último muy seria. Regresó a las papas. A veces tengo percepciones extrañas. En ese momento percibí que Lena tenía una carga insoportablemente pesada sobre su espalda:

—Eres demasiado obediente, Lena.

—Es malo desobedecer. Se paga caro.

—Es muy bueno desobedecer, aunque cueste caro. Lo malo es ser un cordero.

No me contestó. Siguió colocando en un plato las papas fritas. Las roció con sal y me las puso delante.

—Es peligroso ser un cordero, Lena. Tú arrastras una carga muy pesada. Y te puede aplastar hasta matarte. Reacciona y ponte en el duro.

—¡Ay, mi madre! ¿Cómo tú sabes eso? Y me miró con aquellos ojos verdes, tan dulces y suaves.

—Ponme otra cerveza, Lena.

—¿No me vas a contestar?

—¿Te puedo invitar una tarde de éstas a una cerveza?

—No bebo.

—¿Nunca?

—Quizás en una fiesta una cerveza. No más de una.

—¿Tampoco fumas?

—Me da asco.

—Tú eres la mujer que necesito. Se sonrojó como una niña. ¿Sería sincera? Las mujeres nacen con el don de la actuación.

—¿Te puedo visitar en tu casa?

—Sí, ¿por qué no?

—¿Te traigo problemas si voy a tu casa?

—Puedes ir como amigo, y nada más.

En ese momento nos interrumpieron unos clientes. Ella tuvo que atenderlos. Enseguida llegaron otros. Esperé una hora. La cafetería a tope. No pudimos hablar más. Cuando me fui, al pagarle, le dije:

—Te veo pasado mañana, aquí mismo. Tenemos cosas pendientes.

Sonrió dulcemente y afirmó con la cabeza.

Al día siguiente me llamaron de El Calvario y me fui una semana para casa de mi madre. Después seguí con un socio para Batabanó, a pescar langostas en la costa. En fin, regresé a Guanabo quince días después.

Tenía tremendo queso y el corazón me palpitaba cuando pensaba en Lena. Así que fui a buscarla. En su lugar había una mulata joven y saludable, muy bonita, con unos labios carnosos, maquillada delicadamente, con partículas de brillo dorado en las mejillas.

—Buenas tardes. Dame una cerveza. Me puso la cerveza delante y me dijo:

—El pollo frito está muy bueno. ¿Quiere una ración?

—Ese pollo lleva un mes en la nevera y no sirve.

—¿Y cómo usted sabe tanto?

—Porque yo soy adivino.

Hizo un gesto desdeñoso. Se alejó y cortó la conversación. La llamé de nuevo.

—Dígame.

—¿Cuándo trabaja Lena?

—Ya no trabaja aquí.

—¿No me digas?

—Sí le digo.

—¿Dónde trabaja ahora?

—No sé. Usted es adivino. Adivínelo.

—No, chica. Atiéndeme. Hablando en serio..., es que Lena y yo... somos amigos y... ¿tú tienes su dirección?, ¿teléfono?, ¿algo para localizarla?

—Yo sé que vive en San Miguel del Padrón.

—Sí, pero ese barrio es grandísimo.

—Sí.

—¿Y qué fue lo que pasó?

—Hubo un problemita. Faltó dinero y mercancía y...

—¿Y el administrador la botó?

—No. Él le dio a escoger. O se iba calladita o él llamaba a la policía.

—Eso me suena a hijoputá del administrador.

La mulata me miró lanzando dagas y espadas contra mi corazón y se alejó hasta el otro extremo de la barra. El administrador debía de ser su amante o su hermano. Algo había allí. Le pregunté una vez más:

—¿De verdad que no puedes conseguirme su dirección?

—No.

Terminé la cerveza y me fui. Cerca de allí, en casa de Martica, tienen una videoteca clandestina. Casi todo es prohibido en estos tiempos. Le pregunté si tenían la película de Dick Tracy. No. Unos parientes de Miami estaban a punto de traerla, junto con las de Batman y Superman. También traerían algunas de pellejos. Martica me enfatizó:

—Todas son originales, directas de Yuma. Y las de pellejo son de seis horas. Esas salen a diez pesos diarios.

—Está bien. Cuando las tengas, vengo a alquilar las de Dick Tracy y las de Batman.

Martica se sonrió y me dijo:

—Mirándolo bien, usted se parece a Batman.

¿A Batman o a Dick Tracy?

—A los dos.

—Jajajá. Está bueno eso. Nos vemos. Chau.

Compré una caneca de ron y me fui hasta la playa. Ya era de noche y había brisa. Muy agradable beber ron, sentado en la arena, en la oscuridad y el silencio. Pensé que quizás sea cierto y vivamos dentro de un cómic. Sumergidos en el absurdo y la irrealidad.