PERDERME DEL MUNDO

Tres ciclones se movían por el Caribe. El tiempo asquerosamente húmedo y caluroso, nublado y con ráfagas de viento. Era un atardecer de octubre y yo no sabía qué hacer. Me sentía inquieto, con ansiedad y desasosiego. Hacía dos días que llovía sin cesar. La tarde anterior, un tipo que se hace pasar por escritor y teórico y medio amigo vino a casa y me pidió cincuenta dólares para un gran negocio. Me lo contó de un modo convincente, con todos los detalles, y juró que me devolvería el dinero en dos meses. Le presté treinta, pero me quedé con mal sabor en la boca. Me olió a estafa. Al día siguiente por la mañana me llamó y me dijo que la policía le había confiscado la mercancía. Lo atraparon en la calle con todo aquello sin factura. «Pero no te preocupes. Yo te devuelvo el dinero. Yo soy un hombre de palabra», me dijo con mucha convicción, pero yo sabía que era un cuento chino. Creo que perdí. Después, por la tarde, otra señorita muy educada que se hace pasar por abogada intentó tumbarme doscientos cincuenta dólares. Me puse un poco agresivo. Casi la boté de mi casa. ¿Tendré cara de viejo estúpido? Después me llamaron: Julia está bebiendo como nunca y posiblemente tiene que ponerse bajo tratamiento, internada en una clínica. Me dolió muchísimo. Ha perdido el control. Me dijeron que se pone excesivamente furiosa y agresiva. Hace dos meses que estamos separados y tengo la impresión de que no volveremos a vernos jamás. De todos modos, es terrible. Se está suicidando.

Ahí me encontraba. Encabronado conmigo mismo, mirando la lluvia, viendo cómo se colaba por las rendijas de las ventanas y formaba charcos en toda la casa. Apesadumbrado por Julia. Quizás también por mí. Me pareció que atravesaba una crisis de culpabilidad. Julia, a mis espaldas, había leído todos los cuentos donde la menciono. En un ataque de furia me maldijo y me acusó de escribir contra ella. Jamás escribo a favor o en contra de alguien. Sólo escribo y utilizo el material disponible. Lo que tenga a mano en ese momento. De todos modos, creo que sentía culpabilidad y no lograba aclarar qué había sucedido realmente entre Julia y yo. Eso me tenía desequilibrado emocionalmente. Lo peor es que todos esos pensamientos negativos, obtusos y metafísicos descargan mi energía. Me dejan sin fuerza y aplastado. Y me cuesta mucho recuperarme. Por eso el cinismo es tan necesario. El verdadero cínico, el cínico de nacimiento, sólo reconoce la fidelidad a sí mismo. Y se ahorra muchos trastornos.

Para salir del hueco intentaba darme psicoterapia: nadie tiene cáncer, no hay problemas con la justicia, nadie va para la cárcel, estos problemas me fortalecen, podría ser peor, etcétera. Fui hasta la cocina y me serví medio vaso de ron. Era una hora adecuada para libar.

Tocaron a la puerta. Elizabeth. Es bailarina. En los últimos meses bailaba tres noches a la semana en el Club Normandía, un tugurio cerca del mar, en las afueras de La Habana. Para complementar, se hacía pasar por travesti y bailaba varias noches en Chez Alberto, un cabaret gay clandestino, en Mantilla, a dos pasos de la casa de un escritor policíaco famoso. El Normandía lo cerró Salud Pública porque los baños estaban tupidos y botaban mierda en vez de tragarla. En Chez Alberto los travestís la descubrieron y una noche la desnudaron en público. El escritor policíaco me lo contó en detalle. Elizabeth no se imaginaba que yo lo sabía todo. Ella, sonriendo nerviosamente al respetable público, dijo que su cuerpo tan femenino se debía a operaciones quirúrgicas perfectas. Intentó que todo quedara como un número muy original de striptease. Los travestís, enfurecidos, la amenazaron con tasajearla con una navaja si volvía a aparecer por allí.

—¡No tienes ética, cacho de puta, no tienes ética! —le gritaron cuando la sacaban a patadas.

Elizabeth ya tiene más de cincuenta años, pero no quiere aceptarlo. Ahora vende leche fresca de vaca. Va al campo y la trae a Centro Habana dos veces por semana. Siempre tengo que soportarle sus cuentos:

—Este negocio me tiene mal. ¡Yo de lechera! ¡Yo! ¡Elizabeta de Cuba! Siempre me han presentado así.

En las mejores pistas de La Habana. ¡Elizabeta de Cuba! ¡Yo hago hasta la danza del vientre, mi amolll! Muy pocas en el mundo pueden hacerla.

—Pero el tiempo pasa, Elizabeth.

—¡Ay, no seas hijo de puta! ¿Por qué me desanimas de ese modo? ¿Tú eres mi amigo o mi enemigo?

—Quiero ayudarte a pensar. Quizás puedas dar clases.

—Eso es lo que me gustaría.

Por ahí sigue un buen rato. Siempre es lo mismo. No acepta que llegó al final del camino y que de ahora en adelante será lechera.

Al fin se va. Hiervo la leche. Es muy buena. Hace una gran capa de crema. Salgo a la terraza con el vaso de ron en la mano. Escampó un poquito y hay viento del norte, así que puede despejar. El barrio está tranquilo. Hasta donde es posible. La gorda de los bajos le dice horrores a su marido. El tipo es camionero, flaco y desnutrido. La escucha atentamente, como si ella le recitara poemas de amor. Es un caradura. Él en la acera, junto al camión. Y la gorda en el balcón. Si se cambiara el monólogo de la gorda parecerían Romeo y Julieta. Es una opereta de pacotilla, con la misma escena, que se repite a diario. No me explico cómo ese tipo puede escuchar impasible esa enorme cantidad de insultos gritados en plena calle. Entro de nuevo. Son las ocho de la noche. Si me quedo aquí me tragaré la botella completa. Me voy para casa de Miriam. Quizás esté sola.

Bajé las escaleras pensando que las mujeres me salvan y me hunden. Siempre es lo mismo. La que hoy te salva y convierte tu vida en una comedia ligera, mañana te hunde, tú la hundes a ella, y comienza el drama, que se calienta rápidamente. Y si no cortas a tiempo, todo puede desembocar en tragedia. Cogí la 195, que a esa hora iba medio vacía. En cuarenta minutos llegué a Guanabacoa. Seguí hasta el final del trayecto y me metí en un camino oscuro y enfangado, entre unos hierbazales altísimos. Sólo había unas pocas casitas cayéndose a pedazos, de gente pobrísima, y corrales de puercos, que hedían a mierda. Miriam me decía que en aquel tramo tan oscuro los pajeros aparecían a cualquier hora del día y de la noche, completamente desnudos. Cuando veían a una mujer se quitaban el short, y quedaban en cueros y pajeándose delante de las damas. Muy superiores a los de Centro Habana. En mi barrio al menos no se quitan la ropa. Ya eso es el colmo de la perfección exhibicionista.

No había pajeros. O al menos yo no les gusté, y se mantuvieron agazapados entre la hierba. De nuevo lloviznaba y me enfangué los zapatos y los pantalones. Me acerco a la casita de Miriam y Luis. Es un bajareque de madera, endeble y maltrecho: dos habitaciones y un patiecito de tierra. Me asomo por una ventana. Están fajados. Ella cocina y Luis le grita que no use tanto aceite y que es una derrochadora. Me parece que está un poco borracho. Tienen el televisor puesto y alguien habla infinitamente de justicia y del futuro y de un mundo sin hambre. Ponen escenas de negritos africanos famélicos, a punto de echarse a llorar. Ellos dos siguen discutiendo y gritan por encima del televisor. Yo, desde el camino, miro através de la ventana abierta y no me atrevo a entrar. Grandes macizos de hierba alta me protegen. Ellos no me ven. Pasa un tipo en bicicleta. Me mira insistentemente. Cuando se aleja, me grita: «Ten cuidado, aquí a los mirahuecos les entramos a machetazos.»

Tomo la amenaza por un consejo y voy por la parte de atrás de la casita. Hay una pequeña cerca con una portadilla. Entro en el patio. Tienen un puerquecito amarrado con una soga. Chilla y me hociquea los pies. Luis sale. Cree que le roban el puerco. Cuando me ve se alegra:

—¡Ah, mira quién es! ¡Ven acá, acere! Por poco te entro a palos. Yo creí que me robaban el puerquecito.

—Tranquilo, Luis, tranquilo.

Nos damos un apretón de manos. Está borracho y pierde el equilibrio. A pesar de eso, tiene que demostrar que es macho, y me extiende la botella como si me diera un fusil para defender a la patria agredida:

—Toma un buche, que esto es pa' hombres.

Me doy un trago. Uarfarina. Por poco vomito. Es para hombres con el hígado de acero. Entro en la casita. Miriam me da un beso muy distante y sigue cocinando: arroz blanco, dos plátanos hervidos y dos huevos fritos. Luis insiste en que tengo que comer. Imposible. Lo que tienen no alcanza ni para ellos. Llegué en mal momento. Luis me ofrece de nuevo la botella. Hago como si bebiera. Apenas me mojo los labios. El bebe buches largos. Está completamente ebrio. Intenta conversar algo conmigo, pero no puede coordinar las ideas:

—Hoy empecé a repellar... la casa de un socio... me paga...

Se queda mirando al vacío. Parece hipnotizado. Miriam le dice:

—Luis, acuéstate.

El la mira, completamente noqueado. No puede responder. Ella lo agarra por un brazo para llevarlo a la cama. El se sacude y balbucea algo:

—Suelta, suelta... los hombres no...

Se recuesta en la pared. Se le aflojan las rodillas y cae al piso como un trapo. Cierra los ojos y se queda allí, desmadejado sobre el piso húmedo. Tiene la ropa y los zapatos sucios de fango y cemento. Miriam me indica que haga silencio. Cierra la puerta que da al patio. En realidad es la única puerta de la casa. Apaga la luz y el televisor. Me agarra por la mano y me lleva hasta la cama. Me besa. Nos besamos, pero estoy preocupado:

—Miriam, y si Luis...

—Hasta mañana no abre los ojos. Despreocúpate. Lo más probable es que se despierte al mediodía. Cada día es peor. Pero olvídate de eso, mi chini...

Lo hacemos sin prisa y sin alzar la voz, dulcemente. Es una negra encantadora. Tenemos las cuentas claras hace mucho tiempo, pero cuando templamos se nos sale una pasión que podría confundirnos. Intento controlarme y actuar con frialdad. No quiero más enredos. Al menos, no por ahora. Terminamos en veinte minutos. Un palito silencioso, discreto y rápido, nada de grandes coreografías. Además, la cama chilla demasiado. Luis puede despertar. Nos recuperamos y nos vestimos.

Miriam enciende la luz de nuevo y abre la puertecita del patio. Luis ronca, con la boca abierta. La saliva le corre por la cara y gotea al piso. Siempre fue un negro fuerte, de hombros anchos, alto y bien parecido. Me parece que en los últimos tiempos ha perdido mucho. Se lo digo a Miriam:

—Luis se ha puesto flaco.

—Claro, no come nunca y se bebe una botella diaria de esa porquería.

—Si sigue así se va a morir.

—Ojalá se muera antes de que yo lo mate.

—Ah, no digas tonterías, Miriam.

Ella se queda mirándome fijamente y me dice:

—Le he cogido odio. Cuando lo veo así me dan ganas de aplastarle la cabeza con una piedra y que el cráneo le estalle en pedacitos.

—¡Miriam, cojones, no digas esas cosas! Atraes la sangre y la tragedia pá arriba de ti.

—Si tuviera manera de irme del país, por mi madre que lo mataba y me iba tranquilamente. Sin remordimientos.

—Tú no sabes lo que estás hablando.

—Sé muy bien lo que digo. Tengo ganas de perderme del mundo. A veces me dan deseos de matarme. Ya no confío en nadie, ni quiero compromisos de ningún tipo, ahh..., tú no te imaginas todo lo que pasa por mi mente.

—Tú estás loca pa'l carajo. Ni sabes lo que estás hablando.

—¿Y tú sabes lo que es vivir con este imbécil quince años? A veces creo que voy a seguir igual toda la vida, y agarro unas depresiones que me matan.

—Vete de aquí y déjalo. Cada vez que nos vemos te quejas, pero no haces nada.

—¿Qué voy a hacer?

—Te puedes ir con alguna de tus hermanas.

—¿Tú crees que no lo he pensado? Pero serían nuevos problemas. Cada una de ellas tiene su vida y su marido y sus propios líos.

No se me ocurre nada más. Hay etapas así. Los problemas lo buscan a uno. Los que se amaron se odian, y todo se oscurece. ¿Qué le voy a decir? Salgo al patio. Estamos en el campo y el cielo es bellísimo y despejado. La humedad y las nubes de la tarde desaparecieron. Está fresco y agradable. Hay mucha oscuridad y se ven todas las estrellas. Llamo a Miriam. La abrazo, la beso en la nuca, y le digo:

—Mira qué belleza. No te desanimes.

—Sí, muy bonito. Pero yo no vivo en las estrellas. Yo vivo aquí abajo.

Entró y sirvió dos platos. Los trajo al patio y comimos de pie, recostados en el lavadero de cemento. Un poquito de arroz blanco, un plátano hervido y un huevo frito. Todo frío y demasiado desabrido.

—Miriam, ¿tienes un poquito de sal?

—No. Ni sal hay en esta casa.

Tenía hambre y me tragué aquello. No hablamos más. El silencio es importante.