Capítulo 46

Se quedaron un rato sin terciar palabra. La lluvia se reanudó y empezó a aporrear el techo del Mercedes con un arrullo sordo. Caía con fuerza sobre las calles, formando una capa turbia de charcos de un palmo de profundidad.

Aunque resultaba absurdo, Fane estaba pensando en que no sabía qué cara tenía Kroll. Ya estaba deformada cuando le entrevió en ese milisegundo antes de pegarle con el cañón de la Walther. Cuando acabó con él estaba irreconocible. Tampoco había trascendido ninguna fotografía suya, y probablemente nunca lo haría. En la autobiografía de Kroll su cara sería su último secreto.

—Dios santo —repitió Roma.

Fane hubiese preferido permanecer en silencio pero la mente de Roma estaba rumiando.

—Lo que me fastidia de este asunto con Kroll es que no ha sido más que un vistazo entre bambalinas. A saber lo que habríamos visto si hubiésemos podido tener levantado el telón más tiempo.

Fane compartía su frustración. No podía quitarse de encima la sensación de que habían estado a nada de algo terrible, pero se lo habían perdido justo antes de llegar a entender qué estaban viendo.

—Repasemos nuestro anonimato —terció Roma, mirando de frente a la lluvia tras el parabrisas—. A través de Elise y Lore no somos vulnerables. Tú siempre has usado «Townsend», ¿no es así?

—Sí.

—Somos vulnerables por parte de Vera.

—Como siempre lo somos con los clientes.

—Pero esta vez tenemos a Vector.

—Ellos no conocen a Vera. Solo saben que alguien estaba buscando a Kroll, pero no por qué. Alguien le ha encontrado y ha querido dejarle en sus manos.

» Eso es todo lo que saben. Todavía no tienen ni idea de quiénes somos.

—Pero la muerte de Kroll no les va a frenar, van a seguir intentando averiguar quién se lo ha puesto en bandeja. Asumirán que Kroll tiene ordenadores que contienen información perjudicial para ellos, y que quienquiera que les haya entregado a Kroll ahora los tiene en su poder.

—Ya.

—De modo que aquí no ha acabado nada.

La lluvia tamborileó algo más fuerte por un momento para al cabo reanudar su ritmo uniforme.

Roma se quedó callada. A pesar del modo renqueante en que había terminado el caso, las identidades de Fane y su equipo permanecían ocultas. La única excepción era Vera List, quien en realidad deseaba mantenerlas en secreto más que ellos mismos.

Pero Vector, el titán del trabajo sucio, seguía suelto, y la mancha de sus negocios oscuros se había filtrado hasta su órbita a través de los delirios de Kroll. Fane sabía que no le resultaría fácil borrar de sus asuntos esa mácula.

Contempló el perfil de Roma contra la luz cuarteada que entraba por la ventana en lluvia. Aunque la colombiana trataba de mostrarse estoica ante ese negocio de los secretos, en realidad la había privado de su familia, un precio muy alto por vivir en los márgenes de su incertidumbre.

Por supuesto, Fane sabía que su compañera estaba considerando las sombrías perspectivas que habían generado al despertar a Vector..., y en lo cerca que habían estado de descubrirse a sí mismos.

Para Fane, en cambio, el secreto no era algo incompatible con él. Ni lo temía ni lo odiaba. Lo aceptaba por lo que es: otro dilema moral que define lo que significa ser humano. El hombre es indisociable de los dilemas éticos de sus secretos, de lo que son, de quién los guarda, quién no... y por qué.

Ya no recordaba cuándo había dejado de desear que la vida fuese distinta a como era. Pero sí que recordaba lo que dolía desearlo. Mirando en ese instante a Roma se dio cuenta de que tal vez incluso sentía cierta nostalgia por el dolor.

Roma volvió la cabeza, hacia la lluvia, y Fane arrancó el coche.

Habían pasado solo unos minutos de la medianoche cuando Fane estacionó el Mercedes detrás del todoterreno de Roma en Pacific Heights. La lluvia había hecho una pausa. Cansados de estar sentados en el coche salieron y se quedaron en la acera bajo los ficus goteantes.

Ambos estaban agotados: las posibles implicaciones de los frenéticos acontecimientos de los últimos cinco días tendrían que esperar a conversaciones posteriores.

—¿Vas a ir ahora a ver a Vera? —le preguntó Roma al tiempo que sacaba las llaves del bolso.

—Es mejor no demorarlo. Tiene que saber que Kroll ha muerto, que se ha acabado.

No distinguía bien la cara de Roma bajo la luz lluviosa de la calle, solo un destello pálido sobre el puente de la nariz, un triángulo amarillento sobre un pómulo prominente. Ninguno de los dos lograba leer el vocabulario del rostro del otro. Pero Fane notaba la mirada de ella fija en las cuencas oscuras de sus ojos. Era como mucho una comunicación mixta, abierta a interpretación, igual que otras muchas cosas que habían pasado en los últimos días.

Roma se acercó a él y le rodeó con los brazos. Sorprendido, Fane la abrazó a su vez.

Si, al rememorarlo, habría quien diría que se quedaron así más tiempo de la cuenta, si Fane recordaba demasiado bien el calor de la cara de Roma contra su cuello, y su olor, sería sin duda por un fallo de evocación, una jugarreta de la memoria.

Sin mediar palabra, Roma se dio media vuelta, abrió el todoterreno, se montó y se fue. Fane se quedó mirando hasta que se perdió de vista. En unos minutos iría a ver a Vera List. La hora no importaba; sabía que estaría esperando a que la llamase. Pero no se movió. Respiró lenta y profundamente e intentó no pensar en nada, con la mente puesta en las luces aureoladas de niebla pendiente abajo.

Y entonces empezó a llover.

Se montó en el Mercedes y arrancó el motor. Cambió el sentido de la marcha y puso rumbo a la casa de Vera en Russian Hill.