Capítulo 22

Roma estaba metida en su coche delante del aparcamiento de la calle Carl. Cuando el viejo Volvo de Celia Negri apareció y se dirigió hacia el este, rumbo a Stanyan, la colombiana empezó a seguirla. Unos minutos después Celia doblaba por una calle y se detenía delante de una tiendecilla que hacía esquina.

Roma esperó: demasiados transeúntes; aunque tampoco quería abordar a Celia en el coche ni en la casa, pues podía haber micros en ambos.

Cuando salió de la tienda se estaba haciendo de noche y Roma siguió el Volvo por el laberinto de calles retorcidas que rodeaban Kite Hill. Apostó por que Celia no podría aparcar justo delante de su piso y tendría que andar un breve trecho.

Las viviendas de la zona estaban bastante pegadas entre sí, en una amalgama de casas victorianas de tres plantas y otras de aires modernos de revoque liso. Cuando Celia se detuvo a casi una manzana de su piso para aparcar en una calle, Roma pasó por delante de su coche y estacionó junto a una boca de incendio frente al piso de Celia, algo más arriba de donde había aparcado la chica.

Roma se apeó, rodeó el coche y abrió la puerta del pasajero, simulando coger algo del asiento. Justo en el momento en que Celia se acercó, bajo un palio de ficus a solo unos pasos del coche de Roma, esta última se giró en redondo.

—¡Celia! —exclamó, como sorprendida de verla.

La joven levantó la vista, esbozó una sonrisa mientras reflexionaba y al punto la borró, en cuanto se dio cuenta de que no conocía a aquella mujer.

Los ojos de Roma guiaron la atención de Celia hasta una cartera abierta con una identificación que sujetaba discretamente junto al costado. El escudo dorado y las mayúsculas FBI eran fáciles de reconocer pese a lo pobre de la luz.

—Me llamo Linda —dijo Roma.

Celia alzó la mirada, con la mandíbula encajada en una expresión de «mierda, no». Parecía dispuesta a salir por piernas.

—Espera un segundo —le advirtió Roma—. Venga, relájate, anda.

La joven estaba asimilando la situación.

Era atractiva, mezcla de sangre hispana y afroamericana, supuso Roma. Tenía una espesa cabellera encrespada que domaba peinándola hacia atrás y recogiéndola en la nuca. Llevaba unos pendientes de aro plateados.

—Actúa como si fuésemos amigas —le indicó Roma—, no hace falta que llamemos la atención.

—¿Qué pasa?

—Me gustaría hacerte un par de preguntas, de modo que si haces el favor de meterte en el coche, te lo agradecería.

Celia miró de reojo la puerta abierta y el asiento trasero vacío. La mujer estaba sola, la amenaza era menor.

—¿Preguntas sobre qué?

—Por favor —insistió Roma.

Celia titubeó, pero Roma volvió a sonreír:

—Tenemos una cinta de vigilancia en la que apareces entrando en la consulta de la doctora Vera List ayer por la noche.

La joven tragó saliva y se cambió de mano la bolsa de la compra; miró cuesta abajo.

—Joder —exclamó. Acto seguido se subió al coche.

Serpentearon desde Pomroit hasta la avenida Clarendon y el bulevar Laguna Honda. El tráfico estaba horrible y Celia iba callada mientras avanzaban a paso de tortuga por las inmediaciones de Forest Hill y Miraloma Park. Para cuando bajaron por la larga pendiente de la calle Taraval la bruma se estaba desplegando desde el Pacífico e iba a su encuentro. Las engulló al anochecer, bajo el nebuloso neón azul del motel Sunset.

Roma aparcó en la calle, dejaron las compras en el coche y entraron en el motel. El recepcionista del turno de noche levantó la vista por un segundo del televisor mientras Roma pasaba por delante, se encaminaba a la parte de fuera y bajaba por unas escaleras hasta los austeros módulos que había detrás de la recepción.

Habitación veintiséis. Roma llamó a la puerta; le abrieron y entraron las dos.

—Hola —saludó Fane acercándose a Celia—. Mi nombre es Townsend. —Tenía abierta la cartera con la identificación a la vista. Había dejado la americana en el respaldo de una silla.

Los ojos de Celia sobrevolaron la identificación pero se detuvieron en Fane, que le señaló una mesilla de noche:

—Hay café.

Celia rechazó la bebida y luego vio el portátil que había sobre la cama. Fane fue hasta él y pulsó una tecla que inició la cinta de vigilancia en la que se la veía entrando en la consulta de Vera List. Cinco minutos más tarde Fane le dio a otra tecla y la imagen de Celia quedó congelada.

La chica no había dado un paso desde que entrara en la habitación. Fane le acercó una silla para que se sentase y luego apartó el portátil para acomodarse a los pies de la cama, frente a ella.

Celia le miró.

—Eso no me importa mucho —le dijo Fane señalando con la cabeza el portátil.

—Ah, no, claro. —No era ninguna estúpida.

—No mucho. —Fane le dio un trago al café—. ¿Por qué no me cuentas qué está pasando?

Celia miró de reojo a Roma, que se estaba sirviendo un café a la vez que le devolvía la mirada. La joven echó otro vistazo al portátil y sacudió la cabeza por el marrón en el que se había metido.

—Bueno, debe de ser algo gordo... si el FBI tiene cámaras de vigilancia allí. —Clavó los ojos en el dobladillo de la colcha, abatida—. Es solo la segunda vez que entro —señaló el portátil—, aunque supongo que eso ya lo saben.

Fane no dijo nada, como si su conclusión fuese de lo más obvia.

—Hace cinco o seis semanas me llamó un tío a la oficina. Trabajo en el Departamento de Informática del UCSF, el hospital universitario. Total, que me dice: «Tienes mi maletín del portátil». Resulta que esa mañana cuando me paré en una panadería que estaba abarrotada confundimos los maletines, o eso creo.

» Como no podía quedar con él hasta que saliese de trabajar, me dijo que me invitaba a cenar para disculparse por haberla liado con las carteras. Muy bien. Quedamos en el San Juan Grill de Noe Valley.

» Se llamaba Robert Klein. Cuarenta y pocos, diría yo. Bien parecido, un tío agradable. La cena resultó ser bastante divertida. Me contó que estaba en el negocio inmobiliario, una especie de corredor de propiedades de lujo. Solo con cita previa, exclusividad.

—¿Hurgaste en su ordenador en algún momento del día? —le preguntó Roma.

—Sí, la verdad. Por curiosidad, ya se sabe. Tenía contraseña. En cualquier caso, nos vimos unas cuantas veces. Nada serio. Estaba divorciado, dos veces. Sin hijos. No buscaba nada, igual que yo. La cosa funcionó.

—¿Tienes su móvil? —le preguntó Fane.

—Pues no. Me contó que estaba en la última etapa de su segundo divorcio y que había sido bastante feo. Por eso no daba su móvil a nadie. —Se encogió de hombros—. En fin.

—O sea, ¿que siempre ha sido él el que te ha llamado?

Celia asintió con la cabeza.

—¿Alguna vez fuiste a su casa?

—No, ni siquiera sé dónde vive; por lo mismo, supongo que se escondía de los abogados de la mujer.

—O sea, que el tipo ese simplemente aparece cuando aparece —comentó Roma—. ¿Y a ti te convenía?

—Claro. Mire, era inteligente, divertido y, como he dicho, ninguno de los dos buscaba una relación. Era fácil, y no iba a ninguna parte. Y siempre pagaba él.

—¿No tuviste ninguna sensación «rara» con él?

Celia alzó la cabeza para encarar a Roma:

—¿Acaso debería? —Pausa—. ¿Qué está ocurriendo aquí?

—Parece que el perfil borroso de la vida de ese hombre no le preocupa mucho.

—A ver, esta ciudad está llena de hombres con perfiles borrosos. Si me preocupara por eso, lo mejor es que me metiese a monja.

Roma asintió. Celia miró a Roma primero y luego a Fane.

—Así que... si son del FBI, entonces no están trabajando para su ex mujer. —Pausa—. Entonces está metido en alguna movida bien gorda.

—En realidad lo que nos interesa es lo que estabas haciendo en esa consulta —le dijo Fane.

—¿No tienen nada más aparte de café?

—Agua.

—Tiene que haber alguna máquina de refrescos o algo cerca.

—Me gustaría saber qué negocio te propuso.

Celia reflexionó al respecto, mirando al vacío, pensando en cómo proceder. Dejó entonces caer los hombros y volvió a cabecear ante la situación en la que estaba.

—Robert se enteró de que su mujer estaba yendo a una psicoanalista —dijo con resignación—. Quería saber lo que le estaba contando a la loquera y entonces contrató a un investigador privado para que se colara en la consulta de la doctora y copiara los archivos sobre la mujer. Pero como el colega no pudo burlar la seguridad del ordenador, Robert me preguntó si yo sería capaz de entrar y hacerlo.

—¿Por qué no lo hacía él mismo? —le preguntó Roma.

—Tampoco él sabía violar la seguridad.

—¿Y tú sí?

—A eso me dedico en el USCF, a la seguridad de los archivos médicos. Lo de saber hackearlos forma parte del lote... ingeniería inversa.

—¿Y accediste a hacerlo así sin más? —siguió interrogándola Roma.

—No. Al principio me quedé un poco pillada, le dije que si estaba loco, que se olvidase del tema. Pero insistió; me juró que me diría dónde estaba todo exactamente, y yo solo tendría que entrar, grabarlos y largarme. Aunque seguía un tanto escamada. Entonces me dijo que me recompensaría cada vez que le grabase los archivos.

—¿Y eso hizo que cambiaras de opinión?

—Pues claro que sí. Era casi el sueldo de una semana.

—¿De verdad? —se sorprendió Roma.

—Sí, yo tuve la misma reacción —asintió Celia—. Le dije que me lo pensaría, pero ya me tenía en el bote. No podía permitirme rechazar esa cantidad de dinero.

—¿Con qué frecuencia te pidió que lo hicieras?

—Una vez a la semana.

—Así que hasta la semana que viene no tienes que volver —comentó Fane—. ¿Hablas con él después?

—No, le dejo la memoria USB en un buzón muerto, igualito que en las pelis de espías. Cada vez en un sitio distinto.

Fane asintió pensativo y se quedó mirando a Celia. Acto seguido se levantó y dijo:

—Tengo que hacer una llamada.

Una vez fuera, Fane recorrió la galería exterior, sumida en la bruma de las tenues luces del porche. Fuera quien fuese, el tal Klein era una buena pieza. No iban a sacarle mucho más a Celia. Había conocido a Robert Klein pero, por desgracia, este no existía. Se detuvo a los pies de la escalera, junto a una máquina de refrescos, llamó a Bobby Noble y le pidió que rastrease el nombre de Robert Klein.

—Vaya, el colega no para de trabajar —comentó Noble—. Fijo que es un nombre con R y K.

—Eso parece. Cuanto antes mejor, Bobby.

—Vale. La verdad es que de momento no he tenido suerte con el resto. Hay un tal Frank Krey, de la Interpol, en Buenos Aires, pero sigue por allí. Y luego está Bryan Klein, del FBI, en Detroit, pero también está allí.

—Has dicho que tiene que ser un nombre con R y K, pero los dos que me has dicho empiezan por F y por B. A lo mejor las iniciales son R y K... en ese orden.

—Vale, voy a hacer otra búsqueda, me pongo manos a la obra.

Fane compró una Pepsi de la máquina y regresó a la habitación. Celia estaba dando vueltas de un lado para otro, con una cara que había pasado de la gravedad a la ansiedad. Él le tendió el refresco.

—Celia nos va a ayudar —le informó Roma.

—Miren —Celia le dio un buen trago al refresco—, ¡no puedo hacerlo!

—No es tan difícil —le dijo Fane.

—No puedo creerme que me esté pidiendo eso —dijo con la voz tensa por la ansiedad—. Es de locos. La gente normal no va por ahí... haciendo este tipo de cosas.

—No tienes que hacer nada distinto de lo que has hecho hasta ahora. Hasta te puedes quedar con el dinero.

La chica dejó el refresco en la mesita de noche y enterró la cara entre las manos, pensativa. Fane sabía que estaba repasando sus opciones y que chocaba una y otra vez con la cinta de vigilancia. Sabía que estaba jodida.

Celia miró hacia arriba:

—¿Durante cuánto tiempo tengo que estar haciéndolo?

—No sé. —Esa no era la respuesta que la chica esperaba oír—. Mira, estás metida en un buen jaleo. Lo bueno es que por lo menos te vamos a dar la oportunidad de salir de él.