Capítulo 5
Fane se encontraba a pocos minutos en coche de su casa de Pacific Heights, un antiguo y elegante barrio encaramado en la cresta de una de las numerosas colinas de la ciudad. Al estar muy por encima de la bahía de San Francisco, gozaba de unas fabulosas vistas panorámicas que se extendían desde el Pacífico, al oeste, hasta Oakland, en el este. Del gusto de los ciudadanos más ricos y prominentes, las tranquilas calles arboladas del vecindario estaban flanqueadas por mansiones de una amalgama de estilos arquitectónicos que iban desde el victoriano y el misión hasta el Beaux Arts y el art decó. Algunas de las antiguas residencias se habían convertido en sobrios consulados extranjeros y colegios privados; únicamente el repiqueteo ocasional de las campanas de la iglesia turbaba la envidiada tranquilidad del barrio.
Sin embargo la geografía sin igual de la bahía era lo que dotaba a Pacific Heights de uno de sus mayores atractivos: las espectaculares panorámicas. Al ser el Golden Gate, a las puertas de la bahía, el único corte a nivel del mar de la cadena montañosa de la costa, el variado clima marino se colaba por el estuario en caprichosas brisas de poniente que podían alterar el ambiente de manera rápida y contundente.
Un día cualquiera se podían ver veleros por la bahía, bordada adelante, bordada atrás, sobre un reguero líquido de cegadora luz solar para, en cuestión de horas, contemplar la bruma que se extendía por el Golden Gate, en un impresionante despliegue de insólita belleza que envolvía la bahía en un sudario de frío gris. Por las mañanas eran habituales las bóvedas de niebla que se formaban sobre Alcatraz y Angel Island: en ocasiones las ensombrecían y otras veces creaban la ilusión de que levitaban sobre plácidas capas de nubes.
Era un paisaje impresionante, en constante cambio. En los últimos años Fane lo había convertido en parte integrante de su ritual diario: se levantaba cada mañana con las sorpresas que le deparaba y no se acostaba ninguna noche sin dedicarle un último vistazo.
Su casa no era de las más majestuosas del famoso barrio, pero era grande y hermosa, y aunque apenas llevaba viviendo en ella tres años, ya estaba colmada de recuerdos intensos, concentrados en torno a la vida —demasiado corta— que había compartido allí con Dana.
No la pagaron con el dinero de él, sino con el de Dana. Fane había dejado de preocuparse por lo que la gente de ciertos círculos pensase al respecto más o menos por la misma época en que dejó de preocuparse por los rumores que lo relacionaban con el asesinato de Jack Blanda. De hecho, este se las apañó solito para que lo matasen, y si la gente se empeñaba en creer otra cosa, Marten no podía hacer nada. Además, lo cierto era que había sido Jack quien se había casado con Dana por su dinero; Marten había tenido la fortuna de enamorarse de ella de verdad.
Al doblar la calle llegó a un aparcamiento de paredes de ladrillo oculto tras un muro de enredaderas. Estacionó y pasó por una verja de forja hasta un jardincillo con un camino de roca caliza, flanqueado por palmeras, que llegaba hasta la puerta principal. La casa era una mezcolanza de estilos, ladrillo rojo con dinteles y revestimiento de caliza y tejado de pizarra. A lo largo de su vida había pasado por varias restauraciones radicales que habían dado como resultado una estructura única en su género, difícil de clasificar. A Fane le gustaba.
Colgó la gabardina en el recibidor y atravesó el gran pasillo central hasta la sala de estar, donde encendió un par de luces antes de ir hasta la cocina. Una vez allí se echó unos hielos en un vaso, los regó con un dedo de Glenfiddich y regresó a la sala de estar. Se quedó un momento parado en medio del cuarto, dio un sorbo al escocés y ordenó sus pensamientos. Había vuelto a aquella estancia más por inercia que por un motivo concreto. Miró a su alrededor. Había libros de fotografía diseminados por todas partes, algunos abiertos por el suelo, otros en el sofá. Siendo como había sido siempre un autodidacta con una curiosidad insaciable, tenía por costumbre sumergirse en gran variedad de temas en los que tendía a ver relaciones en lugares donde los demás no veían nada.
Si bien a Fane le había interesado la fotografía desde que estudiaba en Berkeley, en los últimos cinco años había experimentando una atracción particular por los retratos. Todo empezó cuando estaba todavía en la UOE, trabajando en una investigación en la que tenían a varios informantes ocultos en distintos pisos francos. Uno de ellos se encontraba recluido en un pequeño bungaló en el valle del río Russian. Cuando ese mismo informante no se presentó al encuentro que habían fijado, Fane fue hasta aquel refugio apartado y se lo encontró muerto. Estaba en el suelo del salón de la cabaña, como dormido, rodeado por cuarenta y siete fotografías, concretamente retratos de niños pequeños, adolescentes y jóvenes.
El hombre se había suicidado con un cóctel de pastillas y vodka. Lo primero que a Fane le pasó por la cabeza era que se trataba de un pederasta; sin embargo, cuando empezó a estudiar las fotografías, dispuestas en el sentido de las agujas del reloj en torno al cuerpo, y en orden cronológico según las edades de los retratados, a Fane le sorprendió descubrir que todas las instantáneas eran del propio muerto.
Turbado por aquel descubrimiento, Fane se pasó casi una hora a solas con el informante allí muerto estudiando las fotografías. Por alguna extraña razón sentía la obligación de mirar las imágenes una por una, repasarlas en el orden en que el hombre las había dispuesto, tomándose un tiempo para analizar al detalle la cara cambiante del niño que crecía, hasta que vio algo con lo que se identificó: el leve fruncido de preocupación en el ceño, el asomo de una sonrisa tímida, un vacío evocador, la felicidad fugaz, la ausencia final de inocencia.
¿Por qué había conservado aquel hombre esas fotografías? ¿Por qué se había rodeado de ellas en el momento de su muerte? ¿En qué había estado pensando en esa última hora que pasó ordenando las fotografías, mirando por última vez las caras del niño que fue? Todas esas preguntas tuvieron cautivado a Fane durante semanas.
Empezó una colección de libros de retratos fotográficos. No le importaba la edad de los individuos, ni la nacionalidad, el sexo o la raza; todas las caras contenían información para él, todas eran relatos de sus historias particulares y ventanas a los misterios del individuo. Fane no tenía claro si entendía lo que veía en aquellas caras, lo único que sabía es que quería hacerlo y que, en cierto modo, al mirarlas, se acercaba a esa posibilidad. Ahora tenía decenas de esos libros y de tanto en tanto los sacaba de las estanterías y se pasaba horas hojeándolos.
Dejó la chaqueta en el respaldo de una silla y se fue con su copa hasta las puertas cristaleras que daban a la terraza. Hacía nada que la lluvia se había reanudado, muy poco a poco. Contempló las luces del puente del Golden Gate a la izquierda y el atracadero de debajo. Tal vez uno llegase a acostumbrarse a la vista pasado un tiempo, una vida, quizá, pero cansarse de ella, nunca.
Vera List asaltó sus pensamientos. Inteligente, asustada, tenía una historia muy interesante y un objetivo al que había que echarle valor. Pero el tema de la confidencialidad iba a suponer un problema. Aunque ella no lo había dicho expresamente, sin duda a Fane le había dado la impresión de que no iba a tener acceso ni a Elise ni a Lore. Vera no quería que supiesen lo que les estaba ocurriendo. Eso tendría que cambiar.
Sin embargo, Fane no había querido tratar el tema todavía. Vera ya estaba bastante agobiada por la situación, al borde del pánico; esa conversación podía esperar.
Aun así, le había impresionado que fuese una mujer capaz de mantenerse en sus trece hasta el final. Parecía comprender en qué estaba metida y las advertencias de Fane no habían resquebrajado su determinación. Tal vez una terapeuta fuese capaz de leer entre líneas mejor que cualquier otra persona.
Por lo demás, cuando Vera recurrió a Shen Moretti en busca de ayuda ya parecía decidida a hacer algo. Fane se preguntaba si habría podido decir algo que la hubiese hecho cambiar de parecer.
Sacó el teléfono del bolsillo y la llamó.
—¿Cómo tiene la mañana?
Hubo una pausa.
—Tengo una cita a las diez... No, la han anulado. Estoy libre entonces. Aunque luego estoy ocupada toda la tarde, a partir de la una.
—Perfecto. Hay un par de cosas que tenemos que hacer.
Eran casi las once cuando terminó de pasar al ordenador las notas de la conversación con Vera List. Cerró el fichero y al levantarse captó un destello de la cabina de la maqueta de un avión que tenía en el escritorio. Era un viejo Beechcraft C–12F Huron, el modelo que había pilotado con dieciocho años, cuando transportaba lo que creía que era contrabando desde el continente hasta Isla Margarita. Junto al Huron había un trozo de coral que había recogido ese mismo año en Bonaire.
A pesar de que la habitación estaba llena de recuerdos, no había fotos de Fane con nadie; no era de esa clase de gente. Aunque sí tenía tres fotos de tres mujeres a la izquierda del escritorio: de su madre de joven, tomada cuando rondaba los veintidós años, con las montañas tejanas de Caddo al fondo; de una joven montada en bici pasando por debajo del arco de Sather Gate en Berkeley; y de Dana posando delante de las buganvillas de la terraza, al medio año de su corto matrimonio de catorce meses.
Todas sonreían.
Todas se habían ido para siempre.
Fane posó la mirada durante un momento en cada foto, aunque apenas un instante. Dana llevaba ya un año muerta, las otras más, y resultaba muy dañino mortificarse con ello; era peligroso, sobre todo a esas horas de la noche. Hubo un tiempo en que esa mortificación estuvo a punto de acabar con él; ahora tenía un sano respeto por los pensamientos nocturnos.
En lugar de eso apagó las luces, echó un vistazo a los monitores de seguridad y llevó el vaso vacío por el pasillo principal hasta la cocina. Lo dejó en el fregadero y miró por la ventana que daba a la calle.
Sin pensar mucho en lo que estaba haciendo atravesó a paso lento el comedor, con sus vistas a la bahía y sus ecos de cenas y fiestas pasadas. Salió por un extremo de la sala al pasillo central y de ahí por la cristalera hasta la terraza, donde se quedó un rato bajo el goteo de los toldos.
En las noches despejadas Dana y él solían ponerse unos jerséis y salir a la terraza con una botella de vino y un cuenco de aceitunas. No entraban hasta que no quedaban más que huesos y copas vacías. Hablaban de todo, con tanta historia tras ellos y tanto futuro por explorar..., podrían haber hablado por siempre jamás. Dios, con todo lo que habían pasado juntos, ¿cómo lograron conservar su ingenuidad?
Dio media vuelta rápidamente y volvió adentro. Fue una vez más a la sala de estar con la idea de pasar un rato mirando los libros de fotografía, pero la luz estaba apagada y la idea de encenderla era menos atrayente que la oscuridad. Un tenue reducto de claridad se extendía por el suelo en su dirección desde el corredor abovedado al otro lado de la habitación. Lo siguió hasta fuera. Recorrió el pasillo y llegó al dormitorio pasando por el estudio; ambas habitaciones daban a la terraza.
Se quitó la ropa antes de meterse en la cama y quedarse despierto en la penumbra, contemplando el dibujo intrincado del techo. Ojalá no hubiese llamado tan pronto a Roma. Así podrían haber hablado en esos momentos y hubiera alargado la conversación para que se comiera parte de la noche. Roma se habría dado cuenta de que intentaba prolongar la cháchara, pero no le habría importado; lo habría entendido.
Su mente volvió a Vera List. La extraña situación en la que se había visto envuelta había debido de hacer temblar su mundo desde los cimientos. Pero, a pesar de que estaba claramente decidida a afrontar esas desconcertantes dificultades con valentía y resolución, Fane había notado un matiz de incredulidad en su voz. Vera sabía que, aunque cualquiera puede sobrellevar mínimamente lo que le depara este mundo, ella había perdido el control de su vida. Había cambiado para siempre, y el alcance de ese cambio dependía ahora en gran medida de Fane.
Escuchó el repiqueteo de la lluvia sobre la terraza hasta que el tiempo se tiznó de infinito y se quedó dormido.