Capítulo 9

Es una mujer florero —comenzó Vera—, y lo sabe; es guapa, con el pelo rubio rojizo. Y es perfectamente consciente de lo que vale su belleza en la gran ecuación de la vida: no mucho.

» No obstante, sabe de sobra que su belleza es una buena baza, un instrumento afilado, y que su seguridad económica depende en gran medida de ella. Le paga la desintoxicación a su hermana; es el pegamento que impide que la familia de su otra hermana se desintegre. Evita que su madre se pudra en un asilo mugriento de un pueblucho polvoriento del valle de San Joaquín e insufla oxígeno en la bombona que lleva arrastrando su padrastro. —Vera List apuró el café y le hizo un gesto de negativa al camarero, que se encaminaba ya a la mesa para rellenarle la taza—. Elise es una mujer pragmática... con un corazón que no lo es —prosiguió la psicoanalista—. Pasó los primeros doce años de su vida en una caravana oxidada que su padre, soldador, iba arrastrando valle de San Joaquín arriba, valle abajo, en busca de «trabajo y sombra encontrando poco de lo uno y menos de lo otro», en palabras de ella. La madre se acostaba con los lugareños para sacar un dinero extra, mientras que su padre se metía en la cama con Elise sin pagar un centavo.

» Cuando tenía trece años plantaron el campamento en una arboleda a las afueras de un pueblecito cualquiera del valle. En una tarde bochornosa hizo autoestop hasta la ciudad y se plantó en la oficina del sheriff, donde denunció a su padre por abusar de ella y de sus hermanas, que por entonces tenían nueve y siete años.

» El padre fue a la cárcel. Las chicas desfilaron por distintos centros de menores y «lugares» de acogida. Elise no les llama «hogares». Consiguió terminar por fin el instituto en Modesto y se pagó la carrera en Berkeley trabajando de camarera. Acudió a una cita a ciegas con un estudiante de Derecho. Se casaron apenas él se licenció y se mudaron a San Francisco cuando lo contrató una empresa de aquí. —Vera se detuvo—. No sé si esto es lo que usted quiere oír.

—Va bien.

Vera asintió y continuó:

—Elise se vio de repente en un mundo nuevo, a años luz del que había dejado atrás. Descubrió la delicada jerarquía de los abogados y sus esposas, las fiestas de empresa, la ropa buena, las habilidades sociales. Se trataba de un juego que ella entendía por instinto, y se le daba muy bien. Su belleza se había convertido en una baza que podía utilizar para algo más que para sacar buenas propinas: supuso un espaldarazo para la carrera profesional de su marido. Pero entonces este empezó a padecer jaquecas terribles. Fue perdiendo la vista. Un tumor cerebral, de los peores. Al cabo de cuatro meses había muerto.

» Elise estaba desesperada, y no solo por perderle a él. Le aterraba volver a su antigua vida; no habría podido soportarlo. De modo que cuando un veterano del bufete, divorciado en tres ocasiones, la reconfortó y la asesoró como un caballero, ella le siguió el juego. Siete meses después estaban casados. Por su parte fue un caso flagrante de venalidad: su cuerpo a cambio de estabilidad económica. Se trata de una transacción muy vieja y común, pero a ella no le resultó nada reconfortante. No tardó en martirizarla. Tenía veintisiete años.

» A los ocho meses se estaban divorciando. Y fue atroz. Él amenazó con revelar su pasado, el padre maltratador, la madre prostituta. Elise se achantó y se fue con las manos vacías.

Vera hizo una pausa, mientras seguía dándole vueltas al platillo del café con las yemas de los dedos.

—Sin embargo para entonces —retomó el hilo— ya era bastante conocida en esos círculos legales que habían supuesto una novedad para ella hacía solo unos años. La apreciaban, y ella había aprendido a manejarse en ellos.

» Entonces llegó Jeffrey Safra Currin. Estuvieron saliendo un año. Se casaron hace cuatro.

—Lleva yendo a su consulta dos años, ¿no es cierto?

—Así es.

—¿Había estado en terapia con anterioridad?

—No. Pero sabía a qué se atenía. Ser la señora de Jeffrey Currin la situó en un sistema solar distinto a los anteriores. Las mujeres con las que se codea en esos círculos no son ajenas al psicoanálisis, y una vez que decidió que necesitaba ayuda, la aconsejaron.

—¿Quiere decir que alguien le recomendó su consulta?

—Sí.

—Y en ese tercer matrimonio con Currin, ¿las motivaciones eran las mismas que con el segundo marido? —quiso saber Fane.

—Eran algo distintas. En esa ocasión el razonamiento fue más complejo. Se dejó hacer la corte. Si no había amor, bien podía aceptar el romance, el amor de imitación. Ya por entonces no tenía tan a flor de piel el deseo de aferrarse a la buena vida, pero persistía. Y ella lo sabía.

Un estruendo de silbidos y gorgoteos llegó desde la máquina de café de detrás de la barra y en la sala de al lado alguien soltó una sonora carcajada que pronto se esfumó.

—Desde que empezó la aventura —preguntó Fane—, ¿habla de algún tema más, tiene otras preocupaciones?

Vera inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado y frunció el ceño.

—Los temas y las preocupaciones no han cambiado mucho que digamos, pero tal vez ahora los aborde de una forma algo distinta. En cierto modo la aventura la ha... aliviado del aislamiento de su matrimonio.

—¿Aislamiento?

—Los floreros se ponen en las repisas de cristal de las vitrinas. Cogen polvo. Nadie los toca en mucho tiempo.

—Pero ¿ha notado algún cambio en ella desde que empezara el idilio?

—Sí.

—¿Cómo lo describiría?

—Un incremento de la pena.

A Fane le sorprendieron aquellas palabras:

—Pero ¿no dijo que la aventura supuso para ella una vida nueva? Afirmó que ese hombre la tiene embrujada, como hechizada.

—Embrujada y hechizada no son necesariamente palabras positivas. Creo haberle mencionado ya que en realidad a ella le resulta todo un tanto inquietante.

—Vale, bueno, retrocedamos un poco —dijo Fane—. ¿Le contó cómo lo conoció?

—Por casualidad; un encuentro fortuito, una cosa llevó a la otra.

—¿Alguna vez hablan entre ellos de Currin?

—Si es así, Elise no me ha contado nada.

—¿Seguro que nunca lo ha mencionado?

—Solamente al principio. En cuanto ese tipo se enteró de quién era su marido, se obsesionó con que mantuviesen sus encuentros en secreto. Temía que Currin hubiese puesto a un detective privado a vigilarla.

—¿Y a Elise le ha preocupado eso alguna vez?

—No, en absoluto.

—Antes de que empezara el idilio, ¿le había dado a Currin razones para que la vigilase?

—No lo creo; la aventura fue un gran paso para ella, algo nuevo.

Fane había olvidado el café, en cuya superficie la espuma se estaba replegando en volutas deshilachadas. Vera se estaba mostrando más escurridiza en su relato sobre Elise Currin de lo que Fane había esperado, aunque tampoco le sorprendió.

—Ha dicho que el idilio era una vía de escape para su soledad. Pero ¿cree que puede haber algo más?

Vera llevó las manos al platillo, repasó el borde con el dedo y paró.

—Creo que ser la señora de Jeffrey Safra Currin —dijo alzando la mirada hacia Fane— es más de lo que Elise había esperado. Ignorada, tratada como propiedad, sí. Utilizada para sexo sin amor, sí. Sacada en exposición cuando él quiere enseñarle a la gente qué buena pieza de carne tiene, sí. Elise decidió vivir con todo lo que conlleva, por las razones que le he contado. —Vera midió con cautela las siguientes palabras—. La mayoría de las mujeres en su situación viven sin más con ello. Sus mecanismos de defensa son la acritud y el cinismo, y parecen bastarles y sobrarles. Pero hay algo en Elise que nunca le permitiría caer en esa falta de sensibilidad; la empuja a plantarle cara a la vida y a las decisiones que toma, sin amedrentarse. Explora con estoicismo su propia vergüenza; sopesa su desesperación. Y quiere de veras comprender la combinación humana de todo ello. No mucha gente es capaz de soportar esa clase de enfrentamiento con uno mismo. Es brutal, y de un coraje tremendo.