Capítulo 19

Eran casi las once de la mañana cuando Fane llamó al móvil de Vera, quien le devolvió la llamada media hora después:

—Lo siento, estaba con un paciente.

—Quiero enseñarle el vídeo de anoche. ¿Puedo pasarme por allí?

—No estoy en la consulta, estoy justo pasado el puerto deportivo, cerca de las calles Green y Union. Nos podemos ver donde quiera.

—Está a cinco minutos de mi casa.

Fue a recibirla a la puerta. La terapeuta llevaba un vestido sin mangas negro y liso, con cuello barca y un degradado blanco a la altura del pecho. El pelo recogido en la nuca dejaba ver unos discretos pendientes ovalados de ónice rematados con un ribete de plata.

—No es muy largo —le dijo mientras recorrían el pasillo—, unos diecisiete minutos.

Le ofreció una silla junto al escritorio y clicó en el vínculo que le había mandado Bücher. Mientras Vera contemplaba la pantomima que había tenido lugar en su consulta apenas unas horas antes, Fane estudiaba su cara. Concentrada como si tuviese rayos láser en los ojos y con la espalda recta, vio cómo Celia Negri se comía sus caramelos, trasteaba por los cajones de su escritorio y curioseaba sus objetos personales.

Cuando terminó, sacudió la cabeza:

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó.

Fane pensó que iba a enfadarse, como suele hacer la gente cuando ve a extraños inmiscuirse en su mundo privado. Vera, por el contrario, prefirió comprender lo que acababa de ver.

—Se llama Celia Negri. ¿Le dice algo el nombre?

—Nada.

Fane le contó lo poco que sabían sobre Celia, y lo que pensaban que hacía. La terapeuta escuchó con atención, manteniendo a raya la turbación. En cambio, cuando le contó que la forma en que aquel hombre estaba llevando el asunto —lo elaborado de las medidas de seguridad con Lore y Elise, los múltiples alias, el hecho de utilizar a Celia Negri como intermediaria para no correr riesgos— olía a profesional, se puso tensa.

—¿A él lo ha contratado alguien?

—No lo sabemos. Puede que actúe por su cuenta, pero en cualquier caso es posible que se trate de una situación más grave de lo que creíamos en un principio.

Le explicó que si aquel hombre era realmente un profesional debían andarse con mucha más cautela y actuar más rápido, dado lo sensible de la información que el sujeto tenía en su poder.

Fane se preguntó si Vera era capaz de ver todas las implicaciones que surgían de esos nuevos supuestos. Le contó asimismo la conversación con Lore del día anterior, y le dijo que pensaba que se podía confiar en ella en caso de necesidad. De todas formas, le gustaría poder hablar con Elise antes de tomar una decisión sobre qué hacer.

—Tengo una sesión con ella dentro de un par de horas —le informó Vera—. Veré qué puedo hacer para ponerla en contacto con usted. Algo parecido a lo que hice con Lore.

—Bien —dijo, y se quedó un momento dubitativo—. Mire, sé que tiene la sensación de no poder contarme todo lo que yo querría saber sobre esas mujeres, pero tenga en cuenta que al retener información tal vez esté usted obviando algo que es crucial para que yo pueda ayudarla.

No había medio alguno de hacérselo más llevadero. Estaba en una situación insostenible; y cuanto más le ocultara a Fane sobre sus pacientes, escudándose en una preocupación legítima por la privacidad de estas, mayores eran las posibilidades de que ella misma se convirtiese en un escollo para la solución de su propio dilema.

Incómoda, Vera vagó con la mirada por las fotografías del escritorio, fijándose por turnos en una y otra. Reparó en la maqueta del viejo Huron para luego mirarle y asentir pensativa:

—Ya lo sé, lo he pensado, pero no sé qué hacer al respecto.

—No le puedo ayudar si no sé con quién estamos tratando, y ellas son las que tienen las claves de su identidad.

Vera se quedó mirándole en silencio; a pesar de su postura rígida y su expresión firme, se sabía a las puertas de una concesión dolorosa. Fane la compadeció. Pese a las advertencias y las recomendaciones de aquella primera noche en el hotel Stafford, no existía modo alguno de prepararla para el momento inevitable en que tendría que comprometer su ética profesional.

Observó cómo se le suavizaron los ojos y una de las comisuras se le arrugó ligeramente mientras intentaba tomar una decisión.

—Dios santo —dijo.

Apartó la mirada para reflexionar y una vez más sus ojos fueron a parar a los recuerdos de la mesa. Fane la contemplaba e imaginaba la mente de ella intentando escabullirse, postergando la decisión por un momento.

—¿Su padre era piloto? —le preguntó, señalando con la cabeza la maqueta del avión.

—No.

Lo miró y siguió interrogándole:

—¿Vuela usted?

—¿Le cuesta creerlo?

—Bueno..., no, no sé por qué me ha sorprendido.

—Ese modelo es más grande que el viejo Beechcraft que yo pilotaba.

—¿Y eso en qué otra vida fue?

—Cuando tenía dieciséis, diecisiete, dieciocho... diecinueve.

Vera sonrió escéptica:

—Venga...

—Vale. Versión corta: padres que mueren en accidente de coche en Texas cuando tenía siete años. Hogares de acogida, muchos. A mi suerte desde que tenía dieciséis. Consigo trabajo como ayudante de mecánico en un aeródromo cerca de San Angelo. Me enseña a volar un viejo piloto de fumigadores. Me saco el permiso. Me levanto una mañana en El Paso y soy piloto de un turbio negocio de «transporte» transfronterizo, pasando «cosas» a través de la frontera, en ambas direcciones.

» Era joven y arrogante, un gallito. Se me daba bien volar a ras de tierra, esquivar radares, pasar a centímetros de las olas nocturnas del Golfo de México, del Caribe o del Pacífico. Nunca llegué a ver la mercancía que transportaba, me decía a mí mismo que yo no formaba parte del «negocio»; yo solo volaba. A ese punto llegaba mi estupidez.

» Un día se me presentó un hombre con muy mala pinta y me dijo que tenía un viejo Huron C–12F. —Señaló la maqueta con la cabeza—. Necesitaba un piloto. Pagaba de miedo. Así que me pasé buena parte de los tres años siguientes volando de arriba abajo, desde aquí hasta cualquier punto de Suramérica. Todo el día volando, me encantaba. El de la mala pinta me acompañaba en casi todos los vuelos. Transportábamos gente, equipamiento, de aquí para allá. Una vez más, me abstuve de preguntar. Estaba mejor que quería.

—¿Cómo acabó en el lado bueno del sistema legal?

Fane sonrió.

—Me hice amigo de aquel desaliñado, que era demasiado joven para hacer de figura paterna; más bien era una especie de hermano mayor macarra. Aunque ignoraba qué se traía entre manos, sí sabía que no traficaba con drogas. Yo me dedicaba a lo mío, pero también pegaba la oreja. Aquel hombre hacía algo complejo, y resultaba fascinante.

» Pasaron un par de años y un día se presentó en una pista de aterrizaje a las afueras de San Diego, donde estaba yo reparando el motor del Huron. Parecía otra persona. Afeitado, con traje, otros modales, afable incluso.

» Siguiendo sus indicaciones volé hasta Napa. Había reservado habitación en un hotel de lujo. Una mujer se reunió allí con nosotros, y la primera noche nos juntamos para cenar y me la presentó como su esposa. No tenía ni idea de que estuviese casado.

» «Bienvenido a tu nueva vida», me dijo, «se acabó el volar». Aquellos tres días en Napa dieron un vuelco a mi vida. Resultó que era agente de la CIA. Me había pasado dos años pilotando misiones de apoyo para operaciones clandestinas de la CIA por toda Suramérica.

» Mi amigo trabajaba para la central de San Francisco pero le iban a dispensar del trabajo de campo para ser trasladado a Washington. Lo averiguó todo para que yo pudiera presentarme a unos exámenes que equivalían al bachillerato y luego a las pruebas de ingreso de Berkeley. Me pagó el primer año y después me buscó un trabajo legal de piloto para que me pudiese costear por mi cuenta la facultad.

» Durante los dos años siguientes estuvo encima de mí; asumió la responsabilidad y me enseñó autodisciplina. Él y su mujer hicieron todo lo que estuvo en sus manos por ponerme en el buen camino. Se debieron de gastar una fortuna en billetes de avión de una punta a otra del país. Cuando empecé a sentar cabeza, aflojó los lazos, pero nunca se alejó; ninguno de los dos lo hizo.

Vera se quedó un momento mirándole sin decir nada.

—Es una historia realmente increíble. ¿Todavía vuela?

—No, lo dejé después de doctorarme en Berkeley. Descubrí que la vida era más grande y más rica de lo que yo creía. Quería aprender y hacer otras muchas cosas.

—¿Conserva la amistad con ese hombre?

—Claro. Sigue viviendo en Washington.

—¿Qué sentimientos le produce lo que hizo, acogerle bajo su ala de esa manera?

—Yo iba a acabar en la cárcel, o peor todavía, y él decidió salvarme la vida. Siento lo mismo que sentiría cualquiera por quien hubiera hecho eso. Es difícil de expresar.

Vera siguió mirándole como si ahora viese algo distinto, algo en lo que no había reparado con anterioridad.

—¿Le importa si le pregunto... qué circunstancias acabaron llevándolo a ser expulsado de la Unidad de Operaciones Especiales?

Fane sonrió. Después de lo que le había contado la pregunta era comprensible.

—Hace unos cinco años estaba yo investigando un caso de tráfico ilegal de personas cuando descubrí una red de corrupción. Un compañero de la UOE llamado Jack Blanda estaba de infiltrado. Y empecé a sospechar que trabajaba para las dos aceras de la calle. Conocía bastante bien a Jack y me parecía un fantoche, pero tampoco estaba en posición de juzgarle porque yo estaba liado con su mujer. Él lo sabía y yo sabía que lo sabía. Era un follón, y ninguno de los dos lo llevó de forma muy adulta.

» En fin, que presenté un informe confidencial con todas mis pruebas contra Jack, pero no sentó nada bien porque mi aventura con Dana había salido a la luz. Era normal que la gente pensara que yo estaba amañando la partida.

Fane hizo una pausa; no le gustaba hablar sobre el tema, pero por alguna razón sentía que Vera tenía derecho a oírlo. Parecía justificado, incluso aunque no le gustase.

—Ambos casos se fueron complicando —prosiguió— y al final nos dimos cuenta de que había involucrados nombres muy destacados. Y muchos caminos pasaban por Jack Blanda. Una noche, durante una operación de vigilancia, algo salió mal, se desató el infierno y se produjo un tiroteo realmente demencial y confuso en The Tenderloin. Yo disparé, Blanda disparó, otros dos infiltrados dispararon, así como algunos de los malos a los que no llegamos a ver. A Jack le pegaron un tiro en la cara y murió.

—Vaya...

—Hubo una investigación y yo salí limpio del tiroteo. Bueno, todo el mundo salió limpio. Pero Jack estaba muerto. Se descubrió que le estaban untando, que los traficantes le pagaban para que les ayudase a sortear las trampas y la vigilancia que teníamos montada con los federales. Algunos de sus compinches ocupaban puestos muy altos e hicieron correr el rumor de que yo estaba detrás del asesinato de Jack.

» Me pidieron que abandonase el departamento de policía. Me dijeron que era una cuestión de «irregularidad aparente». Cinco meses después me casé con Dana. Catorce meses más tarde ella moría de un aneurisma en el cerebro.

—¿Cuándo fue eso?

—Ahora hace un año. —Hizo una pausa—. Ayer.

Vera asintió, como comprendiendo; volvió la cabeza hacia las tres fotografías.

—Una última pregunta: ¿quiénes son?

—Mi madre, Georgia. Helen, a la que conocí en Berkeley; ella fue la que me descubrió esa vida más grande y rica. Y Dana.

Fane vio que ella se detenía en cada imagen para al cabo bajar la vista hacia sus manos sobre el regazo.

—Haré lo que pueda para que Elise hable contigo —dijo, en un significativo tuteo—. E intentaré... colaborar todo lo que pueda.