Capítulo 21
A las dos y media el teléfono de Fane vibró. Vera había acabado su sesión con Elise y estaba muy afectada. ¿Podía reunirse con ella en su casa, a solo un par de manzanas de su consulta en Russian Hill?
El edificio databa de la década de 1930 y tenía un pórtico de estilo colonial por entrada y un vestíbulo con artesanía de forja. El piso de Vera, en cambio, casi en la última planta, era todo modernidad: suelos de madera de ébano, muebles cromados con tapicería en chocolate y gris marengo. Había librerías de cristal, esculturas abstractas de líneas elegantes sobre pedestales de piedra y vistas a Alcatraz. El día se había cubierto, y el ánimo sombrío de Vera combinaba bien con el tiempo. Estaban de pie en la cocina de pizarra y acero inoxidable, un espacio inmaculado, como si nunca se hubiese usado.
A su llegada Fane encontró a Vera calentando agua para el té, pero apartó la tetera en cuanto este rechazó una taza. Demasiado preocupada y alterada para pensar más allá de aquel acto sencillo, apoyó las caderas contra la encimera y empezó a hablar de la sesión que había mantenido con Elise Currin solo una hora antes.
Conforme escuchaba, Fane comprendió que aquella última cita había cambiado la naturaleza del juego para Vera. Su voz denotaba urgencia, así como ansiedad, y Fane sintió que la situación había cruzado un umbral. A la psicoanalista le faltaba lo justo para sucumbir al pánico.
—Ese hombre está haciendo algo realmente aterrador —decía—. No sé, a lo mejor me he pasado de la raya al querer dejarlas al margen de todo.
Si pretendía darle pie para que debatiesen sobre el tema, nada más lejos de las intenciones de Fane, que prefería no hablarlo para añadir así más presión. Vera estaba imaginando posibilidades, y todas eran funestas.
—No olvides retocar las notas de la sesión de Elise —le recordó.
—Pero... tardará todavía una semana en volver.
—Puede que cambie de opinión. ¿Y si quiere saber cómo han reaccionado a lo que hizo la última vez que las vio? Las notas deben seguir... sin novedad.
—Pero tiene que saber que ellas están mal por lo que ha hecho. ¿Y si... y si eso es justo lo que quiere, alterarlas, asustarlas si me apuras?
—Sí, muy bien pero ahora mismo no le vamos a dar lo que quiere —terció Fane—. Mejor no precipitar los acontecimientos, hay que pararle un poco los pies.
—¿Y si su incapacidad para alterarlas le altera a él?
—Mira, es mejor que no le demos más vueltas de la cuenta. Todavía no sabemos suficiente sobre lo que está pasando.
—Pero está pasando..., y tan rápido, ahora de repente.
—Por eso hay que controlarlo en la medida de lo posible. Tienes que hacernos ganar tiempo con el cebo que le cueles en los archivos; para intentar descifrar quién es y bajar el ritmo.
Vera asintió y apartó la mirada.
—¿Sabe ya Elise que la va a llamar alguien? —le preguntó Fane.
—Sí, está muy enfadada. Seguramente te resultará más fácil hablar con ella que con Lore. En el caso de que... si vas a ceñirte al mismo guion, claro. Que yo no sé...
Fane asintió:
—Sí, lo mismo. —Sacó el teléfono de un bolsillo—. ¿Te importa que llame desde la habitación de al lado? Tengo que darle el nombre que me has dicho a una persona.
Vera asintió, distraída ya en sus pensamientos, y Fane pasó al salón, presidido por una chimenea enmarcada en mármol blanco en medio de la pared de enfrente.
Llamó a Noble para decirle que tenía otro alias que darle y luego contactó con Roma y le contó dónde estaba.
—Elise estuvo anoche con nuestro amigo, y la cosa se salió de madre, igual que con Lore la última vez que lo vio. Se está embalando. Asegúrate de que Bücher y tu gente estén en sus puestos todas las noches. Te llamo en cuanto acabe aquí.
De camino a la cocina Fane sorprendió a Vera con las manos en la cara. Por un instante creyó que lloraba, pero al alzar ella la vista, sin saber que la estaba observando, sacudió lentamente la cabeza, con incredulidad.
Fane apartó la mirada mientras avanzaba, a sabiendas de que ella le vería con el rabillo del ojo. Al entrar en la cocina Vera estaba rellenando la tetera con agua.
—A lo mejor no es mala idea tomarse un té —comentó Fane, a lo que ella asintió y volvió a encender el fuego.
Se acomodaron en el estudio, cada uno con una taza de té que ninguno de los dos quería. No había ni una luz encendida en todo el piso y, conforme el día se fue poniendo cada vez más gris, la luz desvaída tamizó el color de la habitación y los sumió en una neblina ceniza.
Aunque lo hizo con tacto, Fane fue directamente al tema del asesinato de su marido. Se disculpó por preguntarle al respecto, pero quería saber más por tratarse de un hecho inusual.
Vera no pareció sorprendida de que él supiese que había muerto. Ni tampoco le sorprendió la pregunta. Asintió y se quedó un momento callada.
—La verdad es que no llegaba a comprenderlo —empezó a decir— cuando me dijeron que Stephen estaba muerto. El detective que vino a comunicármelo era demasiado joven. Se me quedó eso grabado, que era demasiado joven para traer una noticia así. Después me pasé un tiempo siendo el centro del universo. Lo único que importaba era mi duelo. El luto fue... indescriptible.
—¿Cuándo fue eso?
—Esta semana hace nueve meses.
—¿Arrestaron a alguien?
—No creo ni que estuvieran cerca. —Titubeó—. Pero, para serte franca, lo de «pillar» a la persona que mató a Stephen nunca ha sido una prioridad para mí.
—¿Qué quieres decir?
—Si miro las cosas desde fuera, con perspectiva, el «arresto», la «justicia» o la «venganza», independientemente de lo que se piense sobre ellas, se le ponga el nombre que se le ponga, para mí no suponen un requisito indispensable para seguir con mi vida. Por lo que a mí respecta le cayó un rayo. Así de fortuito me resulta, de sin sentido.
—Entonces, ¿no has seguido de cerca la investigación policial?
—Ni de cerca ni de lejos. El lastre psíquico y moral de la muerte de Stephen pertenece al hombre que apretó el gatillo. Yo no cargo con eso. Mi duelo no se ve afectado por lo que le pase o le deje de pasar al asesino de Stephen. Ambas cosas no están relacionadas. Y sé que mi pena no es única; solamente es especial para mí. E intento guardármela para mis adentros.
Se detuvo, pero mantuvo los ojos clavados en Fane como si se estuviese desafiando a sí misma a no apartar la vista.
—Pero te diré una cosa —prosiguió—: por muy dura que resultase para mí la muerte de Stephen, mi confrontación moral más real con la muerte irracional fue unos meses después. Y no tiene nada que ver con Stephen. —Se llevó la taza a los labios pero no bebió—. Qué frío.
Fane captó el doble sentido de las últimas palabras de Vera. La actitud templada de la doctora respecto a la muerte de su marido le resultaba asoladora. Sabía lo que estaba haciendo Vera y por qué. Dana había muerto apenas unos meses antes que Stephen List, y Fane todavía prefería fingir que lo había afrontado con valentía, que había interpuesto cierta distancia, antes que reconocer ante los demás —o incluso ante sí mismo, en realidad— lo fresco que estaba para él, lo cerca que seguía de la superficie. Y lo profunda que era todavía la herida.
Por eso no le sorprendió que Vera desviase tan abruptamente la conversación hacia otra cosa, pues, a pesar de su conato de transición lógica, a cualquier otra persona le habría resultado desconcertante.
—Britta Weston llevaba conmigo cuatro años en terapia —continuó Vera—. Una noche se va ver una película sola, como solía hacer cuando eran extranjeras, pues su marido no llevaba bien lo de los subtítulos. Después conduce hasta un rincón apartado de Presidio, se toma una dosis desproporcionada de Demerol y se pone a beber vodka. Deja una nota de suicidio atroz en la que me culpa por arruinarle la vida y empujarla a la muerte.
Fane se quedó asombrado pero no intervino.
—La investigación policial confirmó que se trataba de un suicidio. Pero lo incomprensible del caso es que en las sesiones, durante todos esos años, nunca hubo nada que pudiera haber llevado a alguien a preverlo. No había contexto analítico, ni antecedentes suicidas. Fue de lo más inesperado. No cuadraba con nada.
» En cuanto a la acusación contra mí, hablé largo y tendido con el marido de Britta en varias ocasiones. En resumidas cuentas, él no le daba ningún crédito, entendía la nota de suicidio tan poco como yo. Los dos no salíamos de nuestro asombro. Fue una desgracia terrible... y muy perturbadora.
Vera dejó la taza de té en la esquina de un pequeño escritorio. Miró hacia la bahía: Alcatraz había desaparecido, llovía.
—Puedes creerme si te digo que me sentí muy culpable. ¿Qué había pasado por alto? ¿Cómo había podido malinterpretarla de aquella manera?
Se levantó para acercarse a la ventana, un movimiento que a Fane le trajo a la memoria la vez que había ido hasta la ventana en el hotel Stafford, hacía solo cuatro noches. Tenía la misma postura, miraba al exterior con la misma ofuscación.
Fane esperó un momento para formular su siguiente pregunta:
—Me gustaría volver a Elise un segundo. Me da la sensación de que cuando hablas de ella hay algo en tu voz, o quizá sean las palabras que utilizas, que me lleva a preguntarme si mantienes la misma distancia médica con ella que con el resto de pacientes.
Vera no reaccionó; se quedó inmóvil y no apartó los ojos de la lúgubre luz vespertina. Fane era incapaz de interpretar su cara y aquel silencio prolongado resultaba inesperado.
En ese momento la terapeuta se dio media vuelta y regresó a su sitio. Le miró:
—Supongo que no me sorprende que te hayas dado cuenta; tu perspicacia es poco habitual. Lo cierto es que no he puesto mucho de mi parte para distanciarme de Elise. Y, como ya sabes, eso supone quebrantar una de las reglas cardinales del psicoanálisis.
» Por lo que te he contado te harás una idea de lo horrible que ha sido su vida. Pero ha sido peor, mucho peor. Compréndeme, como psiquiatra y psicoanalista veo a gente como ella de continuo. Todos los días. No es un ejemplar único. Aunque para mí sí que lo es. Hablando en plata, es la única paciente con la que no he podido ser objetiva. No sé por qué. Y créeme, he intentado evitarlo; hace tiempo que debería haberla remitido a otro terapeuta. Pero no lo he hecho, me resisto a dejarla marchar.
» Quiero serte sincera: sé que con Elise estoy siendo muy poco profesional. De hecho he estado en su casa bastantes veces, siempre que me ha necesitado. —Se detuvo para reflexionar—. Es tan luchadora, y tan valiente..., y frágil. No me siento capaz de ser objetiva con ella. No puedo, y no quiero. Dios santo, es que me parte el alma.
Fane no supo qué responder ante aquella confidencia. Le sorprendió el tono confesional, y tuvo la sensación de que Vera había llegado con él a una familiaridad bastante insólita, poco habitual en ella. No le dejó mucho tiempo para responder.
—No consigo imaginar las intenciones de ese hombre —reflexionó Vera—. Pero aunque logres detenerlo antes de que le haga daño a alguien, no me va a resultar fácil vivir conmigo misma después de engañar a Elise y Lore de esta manera, después de hacerlas pasar por todo este infierno a sabiendas.
Vera List ya estaba pagando el precio, y no se gustaba mucho por lo que estaba dispuesta a hacer. En realidad Fane había sabido desde el principio que la terapeuta subestimaría el coste de su decisión. La gente desesperada por librarse de sus dilemas solía dar prioridad a la esperanza sobre la realidad. Era una de las cosas tristes y maravillosas de la naturaleza humana.