Capítulo 12
No era fácil dar con Lambeth Court, de ahí la razón para hacerlo allí. Era un pequeño cubil en uno de los laberintos de Chinatown: había que bajar por una sinuosa vía peatonal, a través de un patio, hasta un callejón sin salida, un pasillo húmedo y una escalera con el pasamanos pringoso. Por fin desembocó en un vestíbulo infecto que olía a madera vieja y a lejía.
Tras varias incursiones en Chinatown para encontrar el lugar idóneo, llamó a Traci Lee y le dijo que alquilase allí una habitación para un par de semanas. Era de esos sitios donde puedes pagar por semanas, y lo mejor era que una vez te daban la llave nadie más que tú podía entrar, hasta que se presentaba alguien para reclamarte más dinero o darte la patada.
La clientela estaba formada por gente que quería que la dejasen en paz. Traci era la única persona vinculada a la habitación: eso era lo que sabían en el mostrador de abajo, o lo que se molestaban en saber.
Llevaba tanto tiempo viviendo bajo distintas identidades y direcciones que ya no tenía ni idea de quién era, y a veces ni tan siquiera le importaba. Una clase de vida así había que dosificarla; esa era la única forma de controlar la realidad de la situación: parcelar. Así se sobrevivía, se mantenía la cordura. De hecho, incluso si de vez en cuando esta se perdía, siempre podía uno «recuperarse» si prestaba mucha atención a lo que había en las parcelas creadas. En esta, lo raro. Aquí, lo cuerdo. En esta otra, Joe. Aquí detrás, Mary. «Ellos» van arriba. «Esos», abajo. «Aquello», ahí dentro. Y sacar lo necesario cuando tocaba; o dejar la tapa puesta cuando no. Era como contar las cartas en el blackjack. Solo hay que evitar que la mierda se desborde, y no pasará nada.
Así y todo, tenía la impresión de estar forzando la máquina con esas mujeres. El único problema era que ya no sabía qué era forzar y qué no.
Llamó a la puerta con el dorso de la mano, procurando no hacer mucho ruido. Se abrió una rendija que dejó entrever la mirada ceñuda de la chica, que la relajó en cuanto le hubo reconocido.
—Dios santo —dijo abriendo la puerta para dejarle pasar—, ¿no has podido encontrar un sitio peor?
Él le tendió la bolsa de papel con la tónica, la botella de Tanqueray y dos vasos de plástico.
—La cosa se está poniendo cada vez más peligrosa —dijo mientras inspeccionaba el sórdido cuartucho, el hueco con el hornillo y la pila de loza y el baño a cuatro metros, con la puerta abierta y el váter a la vista—. Tenemos que hablar de eso, quiero más privacidad para nuestros próximos encuentros.
—Madre mía... Perdona que te lo diga, pero te estás pasando ya con el tema de la seguridad.
Y ese era en parte el problema de Traci: sabía mucho más de lo debido y, encima, se estaba volviendo perezosa y la iba a cagar. Tenía a Celia Negri preparada; la había entrenado, ya lo había hecho varias veces y se había comportado como una profesional. Había llegado su momento.
Pasaron la siguiente media hora charlando y bebiendo. Él se dedicó a decir todo lo que se le pasó por la cabeza, para hacer tiempo y que todo pareciese de lo más normal, a la espera de que la ginebra le hiciese mella. Cuando la chica se levantó para ir al baño, el hombre le echó la primera dosis de Rohypnol en el vaso.
A su vuelta él empezó a decirle que le iba a pagar más por no sé qué historia, y entonces a Traci le pareció pertinente contarle que había conocido a un tío que tenía una finca en Sonoma. Para cuando puso fin a la historia, el Rohypnol ya había empezado a hacer su efecto.
El hombre se levantó para poner otra ronda y ella ni siquiera se molestó en mirar qué hacía allí en la pila. Más Rohypnol. Una buena dosis.
La miró detenidamente, sin preocuparse ya en hacerse el borracho. Empezó a limpiar, a borrar su presencia en el cuarto: metió el vaso de plástico en la bolsa de papel y quitó las huellas de la cucharilla medio doblada con la que había removido.
El Rohypnol la estaba volviendo melancólica, temerosa, ansiosa. Al ver que su agitación iba en aumento, el hombre decidió cortar por lo sano y acabar de una vez. No se molestó en levantarse y sin más mezcló allí mismo delante de ella la siguiente copa, la última, más Valium, Xanax y Rohypnol.
Se la bebió como una niña muerta de cansancio a la que su madre le administra una medicina; ni siquiera le preguntó qué le estaba dando.
Otro cuarto de hora.
Estaba demasiado noqueada como para hacer el esfuerzo de levantarse del sofá costroso cuando le entraron ganas de ir de nuevo al baño. Se meó encima, allí mismo, mirándole con una mueca de perplejidad.
Cuando terminó arqueó las cejas y se arrellanó aún más en el sofá. Se le vinieron abajo los hombros y se le hundió la barbilla contra el pecho. Se echó hacia delante y se quedó suspendida en un ángulo de cuarenta y cinco grados un rato más largo de lo normal. Se cayó entonces del todo, derrumbándose sobre su propio regazo, con la cabeza en un giro imposible sobre las rodillas.
Perfecto. Con la cabeza así retorcida, en ese ángulo pronunciado que limitaba la entrada de aire a la garganta, sería más rápido de lo que había previsto. Cruzó las piernas, consultó su reloj de muñeca y aguardó.
Al poco tiempo la chica roncaba con fuerza y, en apenas un par de minutos, la respiración se convirtió en un gruñido terrible. Se volvió más dificultosa conforme el mejunje de fármacos le llegaba al tallo cerebral y el sistema nervioso central perdía su capacidad de dar órdenes a los músculos. El conato de respiración se transformó en un extraño resoplido racheado.
Y entonces sobrevino el silencio.
Esperó. Inmóvil. El cuerpo tosió una vez. Esperó. Pasaron unos minutos. Le tomó el pulso en la muñeca y en el cuello.
Le llevó cinco minutos eliminar todo rastro de que la chica hubiese tenido compañía y esparcir los fármacos por aquí y por allá, dejando caer alguno que otro por el suelo mugriento.
Salvo que empezase a oler, como muy pronto la encontrarían al cabo de dos semanas, cuando venciese el alquiler.