A la luz de la lámpara, Empress presentaba un aspecto singular y atractivo. Su noble cabeza hocicaba comiendo el último pienso con los sonidos característicos que producen estos animales cuando mascan y tragan. Movía continuamente su corto rabo y de vez en cuando un estremecimiento de voluptuosa satisfacción recorría su cuerpo de dirigible. Pero Pilbeam no estaba en condiciones de contemplar tanta hermosura. Estaba tratando de amoldarse a aquel desastre imprevisto.

Tenía motivos para maldecirse a sí mismo, y sentía una gran amargura. Si no se le hubiera ocurrido dar aquel consejo en favor del traslado de aquel asqueroso animal a otro lugar no tendría ahora que enfrentarse con un problema cuya solución era cada vez más difícil.

Pues Pilbeam tenía miedo a los cerdos. Parecía recordar haber leído en alguna parte que si uno entra en una pocilga y el animal no le conoce, se tira sobre el desconocido como un tigre y le masca las costillas. A pesar de sus ansias por recibir el oro de Tilbury, algo le decía en su interior que nunca, por muy atractiva que fuera la recompensa ofrecida, se aventuraría a entrar en los dominios de la cerda en busca del manuscrito, guardado ahora por aquella bestia pestilente. Tal vez hubiera alguien que, armado de una porra, se atreviera a entrar, pero Pilbeam era completamente incapaz de intentarlo…

Nadie podría decir el tiempo que habría pasado allí Pilbeam padeciendo la amargura de la derrota. Abandonado a sí mismo sería muy largo aquel tiempo. Pero apenas había empezado su espíritu a pensar se oyó a su lado una exclamación de asombro.

—¡Dios nos ampare!

Durante un instante, Pilbeam sintió como si deshicieran todas sus articulaciones; le temblaba todo el cuerpo.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó con más brusquedad que la permitida a un invitado.

Pero lord Emsworth y su lámpara temblaban igualmente.

—Pero ¡Dios mío!, ¿qué es lo que está comiendo? ¡Pirbright! ¡Pirbright! ¿Puede ver usted lo que está comiendo, Pilbeam? ¡Pirbright! ¡Pirbright! ¿Será papel lo que come?

Lord Emsworth se inclinó excitado sobre la valla y se levantó de nuevo. La luz de la lámpara se encendía y apagaba como la de un heliógrafo sobre algo que tenía en la mano.

Se oyeron los pasos de una persona que acudía apresurada.

—¡Pirbright!

—¡Dígame, milord!

—Pirbright, ¿le has dado papeles en el pienso?

—¡No!

—Bueno, pues está comiendo papel. ¡Y en trozos grandes!

—¿Cómo? —dijo el porquero, asombrado.

—Te digo que sí. Mira. Pero ¡bendito sea Dios! —gritó lord Emsworth, manteniendo fija, por fin, la lámpara—. ¡Que se me lleve el diablo si no es el manuscrito del libro de mi hermano Galahad!