CAPÍTULO X

Cuando pasó la tormenta, el honorable Galahad Threepwood se sintió perdido y sin saber qué hacer. No estaba completamente seguro de lo que quería hacer o de a dónde quería ir. Su prado favorito debía estar demasiado húmedo para ir a pasear por él y su silla favorita estaría muy mojada para sentarse en ella. De hecho, todo aquel mundo exterior tan magníficamente iluminado por el sol, estaba demasiado mojado y goteante para atraer a un hombre con su felina antipatía por la humedad…

En cuanto se hubo ido Beach, se quedó un rato en la biblioteca. Después, cansado, empezó a deambular por toda la casa dando cuerda a todos los relojes que encontraba en su camino. Era y había sido siempre un experto en dar cuerda a los relojes. Casualmente pasó por el vestíbulo y sintió deseos de sentarse en un banco con la esperanza, si es que los deseos le duraban mucho, de que alguien pasara por allí para poder hablar con él hasta que llegara la hora de la cena. Siempre le había parecido un poco deprimente aquella parte del día.

Pero no tuvo suerte. Monty Bodkin había descendido por las escaleras, pero después de las revelaciones de Beach no deseaba más que mirar con enojo y dureza a Monty. Sin intentar entablar conversación con él, a pesar de las ganas que tenía de colocar a alguien una historia que recordaba en aquel momento, vio cómo entraba en la sala de billar, donde la puerta abierta permitía echar una ojeada a las actividades billaristas de Ronnie. En aquel momento salía Monty y subía las escaleras, acompañado, como antes, por la dureza de aquella mirada.

—¡Majadero! —musitó el honorable Galahad. Se había llevado un desengaño con Monty y estaba disgustado con él. Se arrepintió de haberle ayudado en aquella correría de cuando era estudiante.

Poco después, apareció Pilbeam, sonrió suavemente y entró en la sala de fumar. Tampoco había nada que hacer con aquel tipo. El honorable Galahad no deseaba contar aquella historia a Pilbeam. Aparte del hecho de que Pilbeam conspirara con su hermana Constance para robar el manuscrito, no le gustaba tampoco el detective. Criado el honorable Galahad en la escuela de pelajes revueltos, no simpatizaba con la juventud del día, que usaba aquellos peinados rizados y sedosos.

Empezó a considerar que sólo le quedaban dos caminos en aquella aburrida vida de sociedad. Clarence, que habría apreciado la historia una vez que Galahad hubiera podido inducirlo a fijar su atención en ella, estaría probablemente en aquellos momentos en la porqueriza, embelesado con su cerda; y Sue, la única persona con la que realmente quería hablar, parecía que había desaparecido de la faz de la tierra. Así, pues, no le quedaba más remedio que ir a la sala de billar y reunirse con Ronnie o bien subir las escaleras para ir al encuentro de su hermana Constance, que estaría indudablemente tomando el té en aquellos momentos. Estaba a punto de adoptar esta segunda solución, pues deseaba tener una conversación con Constance para poner las cosas en su punto sobre las actividades de Pilbeam, cuando apareció Sue procedente del jardín…

Abandonó al instante la idea de ir a buscar a Ronnie. Lo podría hacer en cualquier momento y su humor se inclinaba ahora hacia algo más agradable que hacia una disputa entre hermanos. La atractiva personalidad de Sue era precisamente el tónico que necesitaba en aquel punto bajo del descenso del día. No era capaz de contarle aquella historia sobre un tal Limerick que tenía preparada, pero no faltaría tema.

La llamó y Sue fue hacia donde él estaba sentado. El vestíbulo estaba oscuro, pero Galahad tuvo la sensación de que no parecía ella misma. La elasticidad de su paso armonioso había desaparecido, aquella flexible ligereza que había siempre admirado en Dolly. Pero seguramente era obra de su imaginación, pues era muy predispuesto a ver sombras en todo cuanto el crepúsculo vespertino empezaba a invadir al mundo en aquella hora, demasiado temprana para el aperitivo.

—¿Qué hay, jovencita?

—¡Hola, Gally!

—¿Qué has estado haciendo?

—Dando un paseo por la terraza.

—Tendrás mojados los pies.

—No creo. Quizá sea mejor que suba a cambiarme los zapatos.

Pero el honorable Galahad no quiso oír hablar de que se fuera y la atrajo al asiento junto a él.

—Dime cosas. Estoy muy aburrido.

—¡Pobre Gally! ¡Lo siento!

—Esta es la hora —dijo el honorable Galahad—, es la hora de prueba de un hombre, la del examen de conciencia y no tengo ganas de hacer exámenes y contemplarme el alma. Supongo que ésta debe tener un aspecto de bota vieja. Así, pues, repito, entretenme un poco. Canta. Baila. Proporcióname acertijos.

—Tengo miedo de que…

El honorable Galahad la miró a través de su monóculo y confirmó lo que había sospechado. Aquella muchacha no estaba alegre.

—¿Qué te pasa?

—¡Oh, nada!

—¿Estás segura?

—Segura.

—¿Un pitillo?

—No, gracias.

—¿Ponemos la radio? Es posible que oigamos algo interesante.

—No, no quiero radio.

—¿Estás preocupada por algo?

—No, repito que no.

El honorable Galahad frunció el ceño. Pero creyó encontrar una explicación.

—Supongo que es el calor.

—Ha hecho calor. Pero ahora se está bien.

—Has sentido el tiempo.

—Sí, un poco.

—Las tormentas asustan a mucha gente. ¿Tienes miedo de los truenos?

—¡Oh, no!

—Pues hay muchas jovencitas que tienen miedo. Conocía una que, cuando había tormenta, echaba los brazos al cuello del joven que tenía más cerca, y lo abrazaba y lo besaba hasta que pasaba la tormenta. Por supuesto, era una simple reacción nerviosa, pero te habría gustado ver a los mozalbetes mariposeando a su alrededor tan pronto como se cubría el cielo. Gladys, así se llamaba. Gladys Twistleton. Una muchacha muy bonita con ojos grandes y soñadores. Se casó con un joven llamado Harringay. He oído decir que en los primeros días de su vida matrimonial echaba a toda la gente de casa cuando sospechaba que iba a haber tormenta.

El honorable Galahad había recuperado su verbosidad magnífica. Al igual que todos los conversadores acreditados, parecía que había en él una nueva vida, a medida que afluían a su boca torrentes de anécdotas.

—Hablando de tormentas —dijo él—, ¿no te he contado nunca la historia de Puffy Benger y de la tormenta?

—No creo.

—Una vez, Plug Basham, yo y un par más de compañeros, fuimos a una finca que Plug tenía en Somersetshire, con la intención de dedicarnos un poco a la pesca. Hay que advertir que Puffy era uno de esos hombres a quienes les gustaba exagerar. Encantador, pero muy embustero. Tenía una sobrina de la que no cesaba de hablar. Aquella jovencita sabía hacer esto, aquello y lo de más allá. Era una de esas niñas modernas a quien le gustaba trabajar en los negocios; debió de ser una de las primeras. Su tío estaba la mar de contento con ella. Un día tuvimos que meternos en casa, pues el tiempo amenazaba tormenta. Estábamos todos allí sentados, bostezando aburridos, y Puffy dijo a la lánguida asamblea que su sobrina era la mecanógrafa más rápida de Inglaterra.

Sue se inclinó hacia adelante apoyando la barbilla en sus manos.

—Todos empezamos a decir aquello de: «Qué chica más despabilada», «qué suerte tener una sobrina así», etc. Hay que tener en cuenta que Puffy, que siempre sacaba las cosas de quicio, continuó diciendo que la habilidad de la muchacha como mecanógrafa había producido sus efectos en sus ejecuciones al piano. No es que mejorara éstas, pues la niña también era perfecta tocando el piano, pero lo tocaba mucho más de prisa. «Fijaos bien», dijo Puffy, «vosotros no lo creeréis, pero es verdad. Mi sobrina ha llegado a tocar la marcha fúnebre de Chopin en ¡cuarenta y ocho segundos!».

»Esto era mucho para nosotros y alguien dijo: “No digas tonterías”. Puffy contestó con firmeza: “¡He dicho que en cuarenta y ocho segundos!”. Y añadió que muchas veces había comprobado el tiempo invertido utilizando un cronómetro. Entonces, Plug Basham, que no tenía pelos en la lengua, le dijo tan fresco que era el embustero más grande del país, sin excluir a Dogface Weeks, campeón, por entonces, del “Pelican”. “No se está nada seguro contigo en una misma casa durante una tormenta”, dijo Plug. “¿Por qué no estás seguro conmigo?”, dijo Puffy. “Porque en cualquier momento”, contestó Plug, “el Todopoderoso te va a castigar con un rayo. Por eso no se está seguro a tu lado”. Puffy, un poco enojado, contestó: “Si no es verdad que mi sobrina Myrtle toca la marcha fúnebre de Chopin en cuarenta y ocho segundos, ¡que caiga un rayo sobre la casa!”. Y sería coincidencia, pero el rayo cayó. Se oyó un chasquido formidable y se produjo una lengua de fuego; lo primero que vi después del susto fue a Puffy debajo de una mesa. Estaba más enojado que asustado, por lo que puedo recordar. Pero lo que más gracia tuvo fue que dirigió una mirada increpante al techo, como dirigiéndose a las alturas y murmuró con voz rencorosa: “¡No tenían por qué tomarlo tan al pie de la letra!”.

El honorable Galahad hizo una pausa.

—Sí —dijo Sue.

Muchos narradores de historietas se hubieran extrañado de esta contestación. El honorable Galahad no fue una excepción.

—¿Qué quieres decir con ese «sí»? —preguntó, con algo del enojo desplegado en aquella otra ocasión por Puffy Benger.

—¡Oh, lo siento! —dijo Sue, estremeciéndose—. Tengo miedo de que… ¿Qué estaba usted diciendo, Gally?

El honorable Galahad la cogió, resuelto, por la barbilla, le hizo levantar la cara y la miró interrogante a los ojos.

—¡Ya está bien! —dijo él—. No vengas diciendo ahora que no te ocurre nada. ¿Qué te sucede?

—¡Oh, Gally! —dijo Sue.

—Pero, niña, qué… —exclamó el honorable Galahad, invadido por el horror frío que se apodera de un hombre que se encuentra en la mano la barbilla de una joven bonita llorando.

Minutos más tarde entró en la sala de billar Galahad Threepwood con semblante sombrío y de pocos amigos. Su pelo estaba erizado y su monóculo parecía echar fuego.

—¡Oh! ¿Estás aquí? —dijo con sequedad, mientras cerraba la puerta.

Ronnie le contempló distraído. Desde que se marchó Monty Bodkin, había estado sentado en un rincón, mirando a la nada.

—¡Hola! —fue lo único que dijo.

A pesar de que la compañía que se dedicaba a sí mismo no era muy divertida, no se alegró de la llegada de su tío. Quería mucho al honorable Galahad, pero en aquel momento no deseaba su compañía. Todos los hombres en su triste situación prefieren estar solos, y supuso que el otro le propondría una partida de billar, y sólo el pensar en las partidas amistosas le ponía enfermo.

—Iba a salir ahora precisamente —dijo él, para abortar aquel proyecto de partida.

El honorable Galahad se embraveció como un gallo de pura raza. Su monóculo era en aquel momento un perfecto proyector.

—Conque te ibas a marchar, ¿eh? —rugió—. Siéntate y escucha. ¡Nada de marcharse! Te irás cuando yo haya acabado de hablar y no antes.

Ronnie tuvo que abandonar la teoría de que iban a proponerle una partida de billar, pues no concordaba con los hechos. Su acrimonia se matizó con un poco de asombro. Hacía muchos años que no había visto así a su tío, siempre de tan buen carácter. Parecía percibir en aquel momento el sabor de tiempos pasados cuando estaba a punto de recibir una tunda de castigo. No recordaba nada en su conducta reciente que pudiera producir una indignación tan expresiva en su interlocutor.

—Vamos a ver —dijo el honorable Galahad—, ¿qué pasa?

—Esto es lo que yo iba a preguntar —dijo Ronnie—. ¿Qué pasa?

—No trates de despistar.

—¡Pero si no es ésa mi intención!

—Esa actitud no te conducirá a nada —el honorable Galahad señaló a la puerta—. Acabo de hablar con Sue ahí fuera.

Pareció como si sobre Ronald Fish hubiese caído un manto de hielo.

—¿Ah, sí? —dijo con mucha firmeza.

—Está llorando.

—¿Ah, sí? —dijo Ronnie, también con mucha firmeza, pero con el alma como atravesada por hieres candentes. Sus pensamientos estaban divididos. Una parte de ellos denotaban el pesar por las lágrimas de Sue. La otra parte le sugería que frunciera su ceño, que estirara los puños de su camisa y que manifestara con fría sonrisa que no le interesaba lo más mínimo el motivo por el que ella pudiera llorar.

—Sí; llorando y quemándose los ojos a fuerza de tanto llorar.

El honorable Galahad Threepwood era también un antiguo «etoniano» y en sus buenos tiempos tuvo muchas veces ocasión de emplear las maneras de Eton ante las incorrecciones de sus compañeros. Había muchos hombres ya con canas en el pelo, que habían apostado con él en las carreras y levantado muchos muertos en las cartas, que deambulaban actualmente por Londres y que sentían como una punzada de una vieja herida cuando recordaban la agonía de sostener su mirada, como la de Ronnie en aquellos momentos, y oírle decir «¿Ah, sí?» tal como Ronnie estaba diciendo en aquellos instantes. La actitud de su sobrino era muy difícil de soportar por su parte. Pero todos los finales de las maneras «etonianas» eran que había que atenerse a las consecuencias de la explosión final.

El honorable Galahad se apoyó con los codos sobre la mesa de billar.

—Así, pues, ¿no das importancia al asunto? ¿No le importa? Bueno, pues permíteme que te diga —dijo el honorable Galahad, aporreando la mesa de billar— que a mí sí me importa. La madre de esta muchacha ha sido la única mujer que he querido en este mundo, y no tengo la menor intención de que la felicidad de su hija sea arruinada por un medio hombre con cara de fresa helada, y cuya cabeza de nabo se ha hecho a la idea de atormentarla con una actitud inconstante. ¿Lo entiendes bien?

Había tantas ramificaciones en este insulto que Ronnie se vio obligado a contestarlas por turno.

—Yo no tengo la culpa de tener una cara de fresa helada —dijo, eligiendo este tema para empezar.

—¿Peor que una fresa helada? Tendrías que sentirte enfermo si te ruborizaras por lo que has hecho…

—Y cuando —dijo Ronnie, sintiéndose más seguro— usted habla de un medio hombre, me permito significarle que soy una pulgada más alto que usted.

—¡A que no! —dijo el honorable Galahad, amoscado.

—¡A que sí!

—Ya sabes tú que no.

—Vamos a medirnos en la pared —insistió Ronnie.

—Yo no hago tonterías —y el honorable Galahad, dándose cuenta que se desviaba del tema principal, continuó—: ¿Y qué demonios tiene que ver la estatura con lo que te estoy diciendo? Me importa tres pitos que seas una jirafa. La cuestión es que estás destrozando el corazón de esta muchacha y yo no lo voy a permitir. Me ha dicho ella que habéis reñido.

—Exacto.

El honorable Galahad volvió a dar un puñetazo sobre el paño verde.

—Vas a romper la mesa —dijo Ronnie.

Por la mente del honorable Galahad cruzó como un rayo el recuerdo de cómo el viejo amigo Beefy Muspratt, rompió, con alguna ayuda, una mesa de billar, allá, por el noventa y ocho; y estuvo a punto de detener la discusión para contar la historia, pues hasta tal punto llega la pasión avasalladora de los narradores. Pero pasó aquel mal trance y continuó:

—¡Al diablo la mesa! —dijo—. No he venido aquí para hablar de mesas de billar. Vine para decirte que si te interesa saber lo que piensa de ti un hombre sereno y sin prejuicios, te diré que eres un botarate… y un villano…

—¿Qué?

—… Y un gusano —continuó el honorable Galahad, tan encarnado él mismo ahora como cualquier sobrino de cara sonrosada—. ¿Te crees que no sé lo que ha sucedido? Si necesitas saberlo, te diré que Sue me lo ha dicho, con todo detalle, hace poco, ahí en el vestíbulo precisamente. Eres una medusa nauseabunda, invertebrada, que te has dejado convencer por tu madre para romper esas relaciones. Te has dejado convencer por ella de que esa pobre criatura no es buen partido para ti.

—¿Qué?

—Como si la hija de Dolly Henderson no mereciera al hombre más apuesto del reino…

A punto de hacer de nuevo personal la cuestión, el honorable Galahad fue interrumpido. Esta vez el que golpeó la mesa fue Ronnie.

—¡No hable de lo que no sabe! —dijo Ronnie con voz estentórea—. ¿Es que usted cree que fui yo quien rompió las relaciones? Pues no, fue Sue.

—Naturalmente. Ella no podía ver que estabas deseando poder deshacer el compromiso. Como es una chica bonísima, no iba a perder el respeto a sí misma pegándose a un hombre que se moría de ganas de apartarse de ella.

—¡Muy bonito! ¡Que me moría de ganas de aparlarme! ¡Yo!… Yo… yo… ¿Por qué? ¡Maldita sea mi suerte!

—¿No querrás decirme que la quieres?

—Pero ¿qué se propone usted? ¿Qué quiere usted decir con esa pregunta? ¡Claro que la quiero, Santo Dios!

El honorable Galahad quedó estupefacto.

—Entonces, ¿por qué te has comportado todos estos últimos días como una rana asustada? Tratando a la muchacha…

Dulcificó sus modales. Empezó a ver claro. No podía en aquel momento poner la mano sobre el hombro de su sobrino, pues ambos estaban colocados en partes opuestas de una mesa de billar de dimensiones reglamentarias. Pero infundió a su voz un tono más afectuoso.

—¡Ya lo veo todo! Estáis enojados por una tontería, ¿no es eso? Tal vez fue el calor. De todos modos, tú te has comportado de un modo extraño. Tus modales no han sido correctos. Ronnie, cuando llegues a mi edad sabrás más y no te aventurarás por ese camino. ¡Nunca seas incorrecto con una mujer! ¿No te das cuenta que, aun en la mejor de las condiciones, no hay nada que haga romper un compromiso a una muchacha de sensibilidad y que ha dado su palabra? Las mujeres dan importancia a todo; a que no les gusta un sombrero, a hacerse una carrera en las medias, a llegar tarde al desayuno y ver que va no quedan huevos revueltos. Y, al igual que los sirvientes, lo dicen y siempre están con cuentos. Recuerdo a un fulano, allá por el año noventa, que se llamaba Spatchett; acostumbraba a informarme cada vez que montaba un caballo que le tiraba al suelo en el primer tercio de su recorrido. Me venía con toda clase de cuentos, aunque no fuera más que para decirme que la hermana de su mujer había tenido un niño. Nunca le presté atención. Yo sabía que todo aquello no era más que una forma de expresión emocional. Si tú o yo encendíamos un pitillo, Spatchett ya tenía que contarlo. Y lo mismo sucede con las mujeres. No cabe duda que Sue te vio pensativo y supuso que el amor había muerto. Bueno, Ronnie, estoy ahora más tranquilo. Voy en seguida a explicar todas estas cosas a Sue.

—¡Un momento, tío Gally!

—¿Eh?

A mitad del camino hacia la puerta se detuvo el honorable Galahad y vio una expresión peculiar en el rostro de su sobrino. Una expresión un poco parecida a la de un joven faquir hindú que, habiéndose instalado sobre su primer lecho de puntas de lanza, empieza a desear haber elegido una religión más cómoda.

—Me temo que la cosa no es tan sencilla.

El honorable Galahad cogió el monóculo que, en su último estado de excitación, se había desprendido del ojo. Lo puso otra vez en su sitio y miró, interrogante, a su sobrino.

—¿Qué quieres decir?

—Que está usted equivocado. Sue no me quiere.

—No digas tonterías.

—No son tonterías. A quien quiere es a Monty Bodkin.

—¿Qué?

—Está acordado entre ellos que se casarán en cuanto puedan.

—¡Jamás he oído…!

—Pues es verdad —dijo Ronnie, frunciendo la boca—. Yo no la critico por eso. Nadie tiene la culpa. Un caso corriente, y que ahora se ha presentado. Ella está enamorada de él. Se fue a Londres para encontrarse con él, aprovechando que yo estaba afuera, porque cuando estaba conmigo no podía separarse de mí. Le indujo a pedir el puesto de secretario del tío Clarence, porque así le podría tener cerca. Toda la tarde la pasó ayer con él en la terraza. Y… —Ronnie tuvo que hacer una pausa para conservar el dominio de su voz— Monty tiene su nombre tatuado sobre el pecho y con un corazón alrededor.

—¿De veras?

—Lo vi yo mismo.

—¡Estoy hecho un lío! Parece que todos estamos locos. No había oído hablar desde el noventa y nueve de que nadie tuviera un tatuaje con el nombre de su novia, cuando Jack Bellamy-Johnstone…

Ronnie hizo un movimiento imperativo con la mano.

—¡No! ¡Ahora, no! Por favor.

—Es una historia muy divertida, te lo advierto —dijo el honorable Galahad, un poco disgustado.

—Ya me soltarás más tarde el disco.

—Bueno, quizás tengas razón —concedió el honorable Galahad—. Supongo que no tienes ganas de historias. Sucedió simplemente que el pobre Jack se enamoró de una muchacha llamada Esmeralda Parkinson-Willoughby, y se tatuó nombre y apellidos en la pechuga; pero apenas se curó de las lesiones propias de la inscripción, se pelearon y entabló relaciones con otra muchacha llamada May Todd. Si hubiera esperado un poco… De todos modos, tal como tú dices, no se trata ahora de historias, Ronnie, ¡mi querido sobrino! —dijo el honorable Galahad—, esto me enternece. Siempre te había considerado un pollo sin importancia, pero nunca, nunca, me podía haber imaginado que te hubieras dejado convencer por semejantes tonterías…

—¿Tonterías?

—Sí, tonterías. Has cogido el rábano por las hojas. Supongamos que Sue fuera a Londres…

—No hay que suponer nada. Mi madre la vio junto con Monty, almorzando en Berkeley.

—Es capaz, ya lo creo. Es una bruja. Perdona, sobrino; olvidé que era tu madre. De todos modos fue hermana mía mucho antes de que tú nacieras y espero que le sea permitido a un hermano llamar bruja a su hermana. ¿Qué te contó?

—Me dijo…

—Sí, ya lo sé. No te molestes. Te llenó la cabeza con cuentos. Bueno. Yo te diré la verdad. Sue no tiene nada que ver con la venida de Monty a estos lugares. La primera vez que oyó hablar de que iba a ocupar el puesto de secretario de Clarence fue a mí, y la pobrecilla quedó espantada. Aún la puedo ver, parecía un cisne moribundo y me contó un pequeño y dulce poema de la juventud, cuando, siendo todavía niña, tuvo relaciones con Monty…

—¿Qué?

—Lo que oyes. Hace años; mucho antes de conocerte. Las relaciones duraron una o dos semanas, y por lo que pude comprender, ella se las compuso para que la cosa fuera tan breve. Pero el hecho subsiste: tuvo relaciones con él. Ahora bien, como Monty iba a venir aquí, si no le avisaban que no dijera nada de aquellas relaciones, seguramente habría dicho inconsciente alguna tontería recordando tiempos pasados y esto te hubiera sacado de quicio, porque, hijo mío, eres tan celoso que organizas un lío por menos de nada. Ella me preguntó qué es lo que tenía que hacer y le di el único consejo posible. Le dije que fuera a Londres antes de que tú volvieras, que viera a Monty y le dijese que se volviera mudo. Y así lo hizo. Por eso fue a Londres y por eso almorzó con Monty. Y eso es todo lo sucedido, desde el principio hasta el fin, con un elevado espíritu de altruismo, tal como puedes observar, pues todo se hizo para preservar la paz de tu espíritu. Quizás sea esto una lección para el futuro, para que no dejes el paso libre a los celos, que siempre he dicho, y diré, son la cosa más idiota del mundo…

Ronnie estaba estupefacto.

—¿Es verdad todo eso?

—Claro que es verdad. Si no te convences ahora de que Sue es única entre un millón (oro puro) y que la has tratado ignominiosamente…

—Pero ella estuvo en la terraza con él.

Esta contestación de chiquillo fue un pinchazo para el honorable Galahad, que emitió un taco con tonos muy parecidos a los de aquel «¡Por los clavos de…!», de lord Tilbury.

—Pero ¿por qué no podía estar con él en la terraza? ¿Es que una pareja que ande por los tejados tiene que estar enamorada? Yo he estado en la terraza contigo, pero si crees que lo hice porque estaba enamorado de ti es que te has vuelto loco. ¡Sue enamorada de Monty! ¡Pero si, además, Monty ya está comprometido! Ella me lo dijo; con una muchacha llamada Gertrude Butterwick… ¿Butterwick? —dijo el honorable Galahad, pensativo—. He conocido a varios Butterwick. No sé si tendrá la chica alguna relación con Yegs Butterwick, quien acostumbraba a pintarse la cara con manchas rojas para disimular las viruelas.