—Buenos días, buenos días, buenos días —dijo afablemente—. ¿Quería usted algo de mí?
Monty Bodkin era más bien un pimpollo de lo más atractivo que corría por aquellos días. Era alto, delgado y esbelto, y mucha gente decía que era de buen ver. Pero lord Tilbury no lo decía. No le había gustado desde el preciso instante en que le vio por primera vez; estaba demasiado bien vestido, demasiado bien peinado y demasiado tal como él era, es decir, un distinguido miembro del Club de los Desocupados. Es posible que él, de la Editorial Mammoth Company, no pudiera expresar con palabras cuál era el tipo ideal de periodista joven; pero sobre poco más o menos, tenía que ser desmelenado, usar gafas y no botines. Y aun cuando Monty Bodkin no llevaba botines, era, indudablemente, un hombre de botines.
—¡Ah! —dijo lord Tilbury en cuanto le vio.
Lo miró con destemplanza; tenía un aire de Napoleón con dolor de muelas que descargaba su mal humor sobre un mariscal de menor importancia.
—Entre —gruñó—, cierre la puerta…, y no se sonría usted… ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
Estas palabras eran prueba evidente de las profundas desavenencias que había entre el editor sustituto de Chiquillos y el propietario. Ciertamente, la cara de Monty Bodkin se contraía en una sonrisa manifiesta, pero que él creía, de buena fe, graciosa. Por lo menos así lo pensaba él, y a menos que hubiese ocurrido algo extremadamente grave en los trabajos de composición, todo podía arreglarse.
Sin embargo, como era un pollo elegante, de buen carácter y con ganas de ser siempre amable, hizo como si la cosa no fuera con él. Se iba sintiendo un poco turbado; le parecía como si en el ambiente faltara cordialidad y no podía darse perfecta cuenta de ello.
—Magnífico día —observó atentamente.
—No se trata de si hace un día magnífico o no.
—Bueno. ¿Ha tenido usted noticias del tío Gregory?
—No se trata de su tío.
—Bueno.
—Y no diga «bueno».
—Bueno —dijo Monty con decisión.
—Lea esto.
Monty cogió el ejemplar de Chiquillos.
—¿Quiere usted que se lo lea? —dijo él, presintiendo que allí estaba el quid del asunto.
—No hace falta que se moleste. Ya he leído el pasaje en cuestión. Aquí, donde le estoy señalando.
—¡Ah, sí! El tío Woggly. Bueno.
—¿Quiere usted no decir más «bueno»…? Y, bien, ¿qué?
—¿Qué?
—Supongo que usted ha escrito esto.
—Sí, desde luego.
—¡Por los clavos…!
Monty estaba definitivamente atónito. No podía pensar en otra cosa que en el aire había cierta inquina. Lord Tilbury no había sido nunca un personaje de fantasía, pero siempre había sido más agradable que entonces.
Monty creyó encontrar una posible explicación del estado de ánimo de su patrón.
—Está usted disgustado porque el asunto es deficiente, ¿no es eso? Sin embargo, está bien. Lo he tomado de una alta autoridad en la materia, de un señor de edad llamado Galahad Threepwood, un hermano de lord Emsworth. Seguramente no ha oído usted hablar de él, pero, en su tiempo, fue un elemento notable en la metrópoli y puede usted garantizar absolutamente todo lo que él diga en materia de botellas de whisky.
Cortó el discurso, asombrado de nuevo; no podía comprender cuál pudiera ser la causa de que su oponente golpeara la mesa de aquel modo tan violento.
—Pero ¿qué es lo que ha querido usted hacer, imbécil —preguntó lord Tilbury, hablando no muy claro mientras se chupaba el puño—, para escribir esto en Chiquillos?
—¿Es que no le gusta?
—Pero ¿qué es lo que cree usted que sentirán las madres cuando lean ese mamotreto a sus hijos?
Monty estaba anonadado. Aquí cambiaba el asunto.
—Mal estilo, ¿cree usted?
—Apuestas…, botellas…, whisky… Seguramente me ha hecho usted perder diez mil suscriptores.
—Nunca me ha ocurrido esto. Sí, ya veo lo que quiere usted decir. Un tropezón desgraciado, ¿no? Claro, puede ser causa de inquietud y de desencanto. Sí, sí, seguramente. Bueno, sólo puedo decirle a usted que lo siento de veras.
—Usted no debe decir sólo que lo siente —dijo lord Tilbury; y cambiando lo que iba a decir, añadió—: Puede usted pasar por caja, cobrar un mes de despido, largarse de aquí y que no vuelva a verlo a usted nunca más por esta casa.
Monty quedó aún más anonadado.
—Pero esto suena a que me despide usted. No querrá usted decir eso, ¿verdad?
Le falló la voz a lord Tilbury y marcó con el dedo la dirección de la puerta. Un momento después, Monty, con la mano en la empuñadura, recuperó su magnífica personalidad, y su sangre fría pareció que le salvaba de dar un paso en falso. Se detuvo, y adoptando una postura de anuncio de específicos, dijo:
—¡Piénselo usted bien!
Lord Tilbury se ensimismó en sus papeles.
—¡Esto no le gustará al tío Gregory! —reprochó Monty.
Lord Tilbury se estremeció un instante como si alguien le hubiese clavado un alfiler, pero se mantuvo en silencio.
—No, señor; no le gustará, usted lo sabe —Monty no deseaba ser más duro, pero creyó que debía hacer constar este punto—. Se tomó mucha molestia para proporcionarme un empleo y ahora sucede esto. ¡Oh, no! No se engañe usted mismo; mi tío Gregory se sentirá humillado.
—Salga usted —dijo Tilbury.
Monty acarició durante un instante la empuñadura de la puerta, mientras recobraba el dominio de sí mismo. Tenía que decir aquello que él creía que apaciguaría los ánimos de su oponente; pero ño sabía cómo empezar.
—Pero ¿no se ha ido usted todavía? —dijo lord Tilbury.
Monty habló:
—No, todavía no. El caso es que hay algo a lo que yo desearía prestara su atención; usted no sabe de qué se trata, pero por razones personales y privadas necesito conservar mi colocación en Chiquillos. Durante un año al menos. Pero todo está relacionado en este mundo. Se trata, en realidad, de un enigma. ¿Conoce usted a una señorita llamada Gertrude Bulterwick? Por supuesto, es una historia larga y no quiero cansarle a usted. Pero puede creerme, le repito, que todo está relacionado y, a menos de que yo conserve el empleo hasta, aproximadamente, mediados del mes de julio, mi vida será un desierto y resultarán fallidos todos mis sueños y esperanzas. ¿Cómo evitarlo? ¿Qué? ¿No podría usted meditarlo de nuevo, teniendo en cuenta lo que le he expuesto, y hacer lo posible para retrasar su áspera decisión hasta entonces? Si usted no tiene confianza en la manera de desempeñar mi misión, cámbieme de destino… Trabajaré como una fiera: el primero en entrar en la oficina, el último en salir, servicio entusiasta y firme, nada de mirar el reloj, nada de meterme las manos en…
—¡¡Fuera!! —clamó lord Tilbury.
Hubo un momento de silencio.
—¿No quiere usted pensarlo?
—¡No!
—¿No tendrá usted compasión?
—¡No!
Monty Bodkin se irguió.
—Bueno —dijo secamente—. Ahora sabemos dónde estamos y de qué se trata, y supongo que no hay nada que hacer. Desde el momento en que no muestra simpatía hacia mí, ni corazón, ni sentimientos, ni inclinaciones de benevolencia, no tengo otra alternativa que largarme. Sólo tengo que decirle a usted dos cosas: a) que ha arruinado usted mi vida; b) pip pip.
Salió de la habitación, orgulloso y tieso al igual que lo hiciera un joven aristócrata en tiempos de la Revolución francesa, cuando subía a la carreta. El secretario de lord Tilbury apartó el oído de la puerta, a través de donde había estado escuchando, con el tiempo justo de evitar un trompazo.
Con un mes de salario en el bolsillo pena en el corazón y un deseo ferviente en su alma de abofetear a alguien, tal como sienten todos los jóvenes en un trance semejante, Monty Bodkin se quedó indeciso ante la puerta de la casa de Tilbury. Y el Destino, vigilante, estaba en aquel momento predispuesto a dulcificar sus pensamientos.
«¿Debo yo ahora —se dijo el Destino—, como medida de momento, enviar a este paciente a que se reanime en el bar de la esquina o meterlo en un taxi y llevarlo al “Club de los Desocupados”, donde encontrará a su viejo amigo Hugo Carmody?».
No era fácil tomar una decisión de la que tanto dependía; aquélla podía afectar a los destinos de Ronald Fish y de su novia, Sue Brown; de Clarence, noveno conde de Emsworth y su Empress of Blandings; de lord Tilbury, director de la Mammoth Publishings Company; de sir Gregory Parsloe-Parsloe, baronet de Matchingham Hall; y de aquel nauseabundo pequeño individuo, Percy Pilbeam, último editor de «Cosas de Sociedad» y ahora propietario de la «Argos», agencia privada de informaciones.
«¡Hum! —dijo el Destino—. Decidamos; vamos a llevarlo a los “Desocupados”».
Y así, unos veinte minutos más tarde, Monty estaba sentado al lado de míster Carmody en la sala de fumar del club, libando un combinado y relatando la historia de su carrera truncada.
—¡Despedido! —concluyó sonriendo con amargura—. ¡Echado en medio del arroyo! Bueno, así es la vida, supongo yo.
Hugo Carmody era tolerante, pero tenía un juicio claro y creía en su interior que lord Tilbury había procedido con sentido común. Hugo tenía formada una composición de lugar de lo sucedido y se decía que si uno tenía en marcha un negocio y Monty Bodkin estaba trabajando en él, lo mejor era echarlo. Cuanto antes, mejor.
—Pero —decía él—, ¿me quieres decir para qué quieres una colocación? ¿Es que quieres trabajar en el cine?
Monty tuvo que admitir que no estaba indotado de bienes mundanales; pero que eso no tenía nada que ver con lo que le ocurría.
—El dinero es lo de menos en este lío. Lo importante era mantenerme en aquel empleo. Las cosas del mundo están todas relacionadas. ¿Debo explicártelo?
—No, gracias.
—Como quieras. ¿Otro combinado? Mozo, dos combinados más.
—De todos modos —dijo Hugo, con deseo amable de aclarar las cosas—, si no te hubieran echado ahora, ¿no te habrían echado más tarde o más temprano? Es decir, yo no llego a comprender en qué demonios trabajas en la Mammoth, a menos que te emplearan como pisapapeles. Y estoy seguro de que hiciste una tontería con el asunto de la botella de whisky.
El espíritu de Monty había quedado bastante deprimido por los recientes sucesos, pero no pudo por menos de protestar.
—Te aseguro que no la hice —dijo con calor—. Me informé en una fuente autorizada, el hermano de lord Emsworth, el viejo Gally Threepwood. La casa de mi tío Gregory, en Shropshire, está sólo a unas dos millas de Blandings, y cuando yo era muchacho me gustaba mariposear por todas partes y un día me encontré sentado al lado del tío Gally…
Hugo estaba interesado en lo que decía su amigo.
—¿Tu tío Gregory, dices? ¿Te refieres a sir Gregory Parsloe?
—Sí.
—Bien. Nunca supe que tú eras su sobrino.
—¿Por qué? ¿Te has encontrado alguna vez con él?
—Por supuesto. He pasado todo el verano en Blandings.
—¿De veras? Pero, es verdad, se me había olvidado. Tú y Ronnie Fish habéis sido siempre amigos, ¿no es así? ¿Estabas con él?
—No; yo era secretario del viejo Emsworth. Una colocación tranquila. La he dejado ahora.
—Yo creía que su secretario era uno que se llamaba Baxter.
—Mi querido amigo, no estás al corriente. Baxter se marchó hace años.
Monty suspiró como joven que se va dando cuenta de que el tiempo pasa.
—Sí —asintió él—, he perdido un poco el contacto con Blandings. Hará unos tres años que no voy por allí. Desde que empecé a ir todos los veranos al sur de Francia, no he tenido ocasión de volver por allí. ¿Cómo están todos? ¿Se conserva el viejo Emsworth?
—¿Qué aspecto tenía cuando ibas por allí a complicar las cosas?
—¡Oh, una especie de pájaro viejo, dulce, que siempre estaba en la luna! No sabía hablar de otra cosa que de rosas y calabazas.
—Pues sigue aproximadamente lo mismo, sólo que ahora su manía son los cerdos.
—¿Los cerdos?
—Tiene una cerda llamada Empress of Blandings que ganó la medalla de plata de cerdos gordos en la Exposición Agrícola de Shropshire y espera repetir la hazaña este año. Esto da cierto sabor porcino a la conversación del conde.
—¿Cómo está el viejo Gally?
—Aún sigue fuerte.
—¿Y Beach?
—Echando mantecas, como siempre.
—Bien, bien —dijo Monty con aire sentimental—. No parece que hayan cambiado mucho las cosas por aquellos lugares desde… ¡espera! —exclamó súbitamente, vertiendo, sin notarlo, los restos de su combinado sobre sus pantalones, tan emocionado estaba. Se le había ocurrido una idea, repentina como un rayo.
Aun cuando desde su llegada a los «Desocupados», habíamos visto apagados los ánimos de Monty Bodkin, hablando de todo en un tranquilo reposó, no había olvidado que acababa de perder su colocación y que, debido a su reflexión de que todo en el mundo estaba ligado, tenía que gestionar otra. Y una idea brillante había relampagueado ante él.
Las mentalidades como la de Monty Bodkin nunca han trabajado a gran velocidad, pero están sujetas al mismo proceso subconsciente de los hombres de mentalidades calenturientas. Exactamente en el momento en que Hugo mencionó que había sido secretario del conde de Emsworth, tuvo una especie de idea nebulosa de que había un mensaje importante envuelto en aquella información. Su subconsciente había estado trabajando desde entonces en el problema y ahora pasó éste al estado mayor de su organización mental interior.
Se estremeció excitado.
—Un segundo —dijo—, un segundo. Tú has dicho que fuiste secretario del viejo Emsworth.
—Sí.
—¿Y te echaron?
—¡No, señor, no me echaron! —dijo Hugo Carinody con justificado enojo—. ¡He dimitido! Si lo quieres saber, te diré que estoy comprometido con la sobrina de lord Emsworth, y voy a reunirme con ella dentro de una media hora para encontrar al jefe de la tribu.
Monty estaba muy preocupado para recordar que debía felicitarle.
—¿Cuándo abandonaste el puesto?
—Hace tres días.
—¿Ha ocupado alguien la plaza?
—No, que yo sepa.
—Hugo —dijo Monty con viveza—, voy a pedir el puesto; voy a telefonear inmediatamente a mi tío Gregory para que lo gestione sin demora.
Hugo lo miró con conmiseración. Era penoso para él aguar las ilusiones de su viejo amigo, pero creyó su deber decir la verdad al pobre muchacho.
—Yo no confiaría mucho en sir Gregory Parsloe para lograr el empleo con el viejo Emsworth. Tal como te decía antes, no estás al corriente de la historia moderna de Blandings. Las relaciones entre el castillo de Blandings y Matchingham Hall no son muy cordiales por el momento. No hace aún un año que tu tío se ha propuesto escamotearle el premio al viejo Emsworth.
—Eso no tiene importancia.
—¿Sí, eh? Pues ahí va otra. Lord Emsworth tiene la monomanía de que tu tío está intentando asesinar a Empress of Blandings.
—Pero ¿por qué?
—Él lo ha creído así. Tu tío tiene un cerdo llamado El orgullo de Matchingham y, si no fuera por la cerda Empress, probablemente ganaría la medalla de la Exposición. Y así, cuando robaron a Empress el otro día…
—¿Robado? ¿Quién la robó?
—Ronnie.
La cabeza de Monty, que nunca fue muy fuerte, empezó a dar vueltas.
—¿Ronnie? ¿Quieres decir Ronnie Fish?
—Eso es; es una historia muy complicada. Ronnie está prometido a una muchacha y no puede casarse con ella, a menos que el viejo Emsworth vomite el dinero.
—¿Es el tutor de Ronnie?
—Sí.
—Los tutores son como los huevos duros —dijo Monty, pensativo—. Tuve uno hasta que cumplí los veinticinco años, y empleaba yo semanas trabajando como una araña; era más difícil obtener algo de él que sacarle a uno la solitaria.
—Así, pues, para congraciarse con el viejo Emsworth, Ronnie decidió robar la cerda.
Una vez más, tuvo Monty la sensación del vacío; no podía seguir la trama.
—Pero ¿por qué?
—Muy sencillo. Su idea era robar el bicho, esconderlo un día o dos, y después presumir de que lo había encontrado para ganar así la gratitud del viejo. Después era fácil conseguir de él lo que quisiera. No cabe duda que estaba bien planeado. Pero, por supuesto, todo fue mal. Todo lo que afecta a Ronnie, sale mal siempre.
—Pero ¿qué es lo que salió mal?
—Todo se estropeó a causa de acontecimientos imprevistos, pues, al final, el animalito se hallaba en una piara de Baxter. Ya te digo que todo está un poco complicado —decía Hugo cariñosamente al notar la tensión en el rostro de su amigo.
Monty asintió, pero sólo en una cosa acertó a ver claro.
—Entonces, el viejo Emsworth debió comprender que mi tío no había robado la cerda, puesto que la tenía recogida Baxter.
—De ningún modo; creyó que Baxter estaba en combinación con tu tío. Te lo digo una vez más, como mencioné al principio, que sea lo que fuere, no creo que yo, en tu lugar, pudiera confiar en el apoyo de sir Gregory.