CAPÍTULO VII

Sue estaba de pie, apoyada en la muralla almenada del castillo de Blandings, con su barbilla en el hueco de sus manos. Tenía cerrados los ojos, y su boca era una ligera línea de represión. Un ligero velo de desconsuelo parecía como esculpido en la lisa blancura de su frente.

Fue allí llevada por su instinto hacia los sitios altos, al igual que un pequeño y nervioso gato que teme vagamente los peligros de las posiciones bajas. Cuando, deambulando, pasó el gran rastrillo, donde una zanja de grava separaba el ala izquierda del castillo del macizo central, vio una puerta abierta que daba a una misteriosa escalera de piedra; y cuando la subió, se encontró en el tejado y todo Shropshire extendido bajo ella.

Este cambio de altura no modificó en nada su estado de ánimo. Eran las cuatro de una tarde opresiva y calurosa. Sobre la tierra se extendía una siniestra quietud. La ola de calor que durante las dos semanas anteriores pasaba sobre Inglaterra, estaba en el desagradable proceso de formación de una tormenta. Shropshire, bajo un cielo cargado, tenía un aspecto lúgubre, las flores del jardín pendían con abandono, el lago era una charca gris, y el río en el valle, abajo, era como un hilo lánguido de plata deslustrada. También había desaparecido aquel encanto de las arañas que moteaban los pinos del parque; parecían, ahora, negras, enfurecidas y amenazadoras, como brujas que habitaban en el corazón de los árboles.

—¡Uf! —dijo Sue, mirando con odio a Shropshire.

Hasta este momento, excepto para unas pocas tristes vacas, no había allí ser viviente alguno para mitigar la tristeza de aquella perspectiva. Parecía como si la vida, desalentada ante las condiciones climatológicas, se hubiera muerto sobre la tierra. Pero cuando ella hablaba consigo misma, sacudiendo su cabeza con una actitud de disgusto, percibió allá abajo a un tipo conocido, que al mirar hacia arriba, la vio, la saludó y desapareció en dirección del castillo. En seguida se oyeron las sonoras pisadas en los pétreos escalones y apareció en escena el sombrero chato de Monty Bodkin.

—Hola, Sue. ¿Estás sola?

Monty, que, como todos, parecía estar afectado por el tiempo, resopló acalorado, se quitó el sombrero, se abanicó y se tumbó.

—¡Qué día! ¿Hace mucho que estás aquí?

—Cosa de una hora.

—Yo he estado encerrado con ese Pilbeam en el salón. Fui allí a llenar mi pitillera y me puse a hablar con él. Me ha estado contando cosas suyas. Es un tipo muy interesante.

—Yo creo que es un gusano.

—Es un gusano —concedió Monty—, pero ¿no crees tú que hasta los gusanos interesan más de lo corriente cuando pertenecen a una agencia de investigación? ¿No sabías que era un detective privado?

—Sí.

—Es un trabajo que me gusta.

—Pues te tenía que asquear, Monty. Siempre culebreando detrás de la gente.

—Pero con un magnífico monóculo, recuerda —dijo Monty—, ¿crees que no hay categoría en copiar con monóculo? ¿No? Bueno, quizá tengas razón. En todo caso, supongo que el oficio requiere dotes especiales y yo no veo a tres en un burro. Pero ¿has visto qué día más asqueroso? Parece que estamos en una sartén. Y supongo que en todas partes se estará igual.

—Eso creo yo.

Monty dirigió una mirada sentimental a su alrededor.

—Debe de hacer unos quince años que yo correteaba por estos tejados. De pequeño era yo una cabra. Detrás de ese poste fumé mi primer pitillo…, un poco más a la derecha es donde me… mareé. ¿Ves ese cañón de chimenea?

Sue vio el cañón aludido.

—Una vez vi cómo el viejo Gally le dio veintisiete vueltas detrás de Ronnie con un látigo; había puesto tachuelas en el asiento. Quiero decir, Ronnie a la silla de Gally, y no al revés. Por cierto, ¿dónde está Ronnie?

—Lady Julia le pidió que le llevara en su coche a Shrewsbury para hacer compras.

La voz de Sue era apagada y Monty la miró con inquietud.

—¿Y por qué no?

—No sé —dijo Sue—; sólo que teniendo en cuenta que ella ha estado en Biarritz durante tres meses, después en París y en Londres, parece extraño que esperara a hacer sus compras en Shrewsbury.

Monty movió su cabeza con aire de importancia.

—Ya veo lo que quieres decir. Una conspiración, ¿no es eso? Una estratagema para desviarlo de su ruta. No me extrañaría que estuvieras en lo cierto.

Sue recorrió con la mirada aquel mundo triste.

—No tenía que molestarse —dijo ella con voz baja—. Ronnie parece que es capaz de desviarse de mi camino sin ayuda de nadie.

—¿Qué quieres decir?

—Pero ¿no lo has notado?

—Bueno, te diré —dijo Monty, disculpándose—, no me he podido preocupar de nada estando ocupado en estudiar la sospechosa actitud de lord Emsworth y pensando, en mis momentos libres, en mi Gertrude. Y dices que ha evitado encontrarse contigo…

—Desde que nosotros regresamos aquí.

—¡Qué tontería!

—No es tontería.

—Una fantasía de enamorada.

—Nada de eso. Me está esquivando en todo momento. Hace todo lo posible para que no estemos a solas, y si alguna vez sucede, se comporta conmigo de un modo diferente.

—¿Qué quieres decir con «diferente»?

—Muy fino; horrible y desagradablemente fino. Muy formal y ceremonioso, como si fuera yo una persona extraña. Ya sabes cómo se comporta cuando está con alguien que le es antipático.

Monty estaba anonadado.

—Bueno, yo creo que hay que pensar en algo. Te confieso que mi plan cuando te vi hace un momento en la muralla era subir y contarte mis penas. Pero tal como están las cosas, más vale que las cuentes tú a mí. Como decía aquél a uno que iban a ahorcar: «Mal te van los asuntos».

—¿También sufres tú?

—¿Que si sufro? —Monty alzó una mano con intención de detener aquel rumbo de la conversación—. Oye, ¡no me tientes! Una palabra más de consuelo por parte tuya y acaparo el tema de la conversación.

—Venga, hombre. Puedo esperar mi turno.

—¿Sí?

—Sí.

Monty suspiró, agradecido.

—Bueno, si esto te alivia, así lo haré —contestó él—. Mi querida Sue, me voy dando cuenta de que hay un destino aciago; el futuro es sombrío. Por alguna razón, que yo no acierto a comprender, tengo la sensación de que no he tenido suerte con mi nuevo patrón.

—¿Por qué?

—Detalles. Detalles y presagios. El viejo está que muerde; va detrás de mí chascando la lengua de un modo irritante. Me mira continuamente con expresión de odio en su mirada. Y no puedo creer que un hombre que aguantó durante once semanas a Hugo Carmody como secretario, me ponga cara de disgusto cuando apenas llevo dos días desempeñando el cargo. Pero es así. ¿Por qué? No lo sé. Pero está claro que este conde noveno me odia de corazón.

—¿Quieres decir que todo eso no es cosa de tu imaginación?

—Estoy seguro.

—Pero es muy raro en lord Emsworth. Siempre le había tenido por un viejo afable.

—Precisamente ésta es la opinión que tengo de él de cuando yo era un crío. Me saludaba siempre afable cuando yo iba al colegio; me daba cosas con una sonrisa cariñosísima. Pero se acabó. Ya no ríe. Me mira con recelo y me sigue como si fuera mi sombra.

—¿Te sigue?

—Lo llevo pegado a los talones. Cogido el rabo, como dicen en Scotland Yard. ¿Te acuerdas de aquella canción de los fantasmas que no te dejan en paz, que están siempre rodeándote? Pues eso. Por alguna razón que tendrá en su caletre, se ha propuesto vigilarme, como si sospechara que voy a cometer un crimen. Por ejemplo, ayer por la tarde me fui a la porqueriza para conocer al cerdo, ese con el que tengo que entablar relaciones amistosas, tal como tú me aconsejaste, y cuando me acercaba a aquel lugar se me ocurrió casualmente dirigir la vista en torno mío y allí estaba él espiándome detrás de un árbol y con la desconfianza pintada en su semblante. Lo mismo que un fantasma engorroso.

—Así parece.

—Engorro, ésa es la palabra. Engorro en grado máximo. Y eso es lo que yo me pregunto, ¿qué demonios sucede aquí? Tú puedes decir que no hay que preocuparse porque un conde tiene derecho en su casa a esconderse detrás de los árboles para vigilar a un secretario. Pero yo veo en todo esto algo más, como un síntoma de peligro. Porque yo deduzco que un conde escondido hoy detrás de los árboles es un conde que mañana te mandará a paseo. Y, querida Sue, no quiero que me den la boleta de despido cada dos días. Si no conservo mi puesto en un trabajo cualquiera durante un año, pierdo a Gertrude. ¿Y cómo voy a encontrar otra colocación si pierdo ésta? No soy un hombre fácil de colocar. Sé que soy hombre que tengo posibilidades limitadas.

—¡Pobre Monty!

—Eso de «pobre Monty» ya sabemos lo que quiere decir —concedió el entristecido Monty—. Estoy perdido si este viejo me echa. Y lo que hace particularmente idiota este estado de cosas es que no tengo la menor idea de por qué el viejo está en contra mía. He hecho cuestión de amor propio el estar siempre en temerosa alerta y obsequioso como hace un secretario perfecto. He estado simplemente magnífico en mi trabajo. En fin, todo es un misterio.

Sue reflexionaba.

—Yo te diré lo que tienes que hacer. ¿Por qué no hablas con Ronnie y le dices que pregunte con tacto a lord Emsworth…?

Monty movió negativamente la cabeza.

—¿Ronnie? No, no. No sería una política práctica. Esa es otra; Ronnie es otro misterio. Ronnie, mi antiguo amigo, uno de los más íntimos, parece ahora haberse distanciado; es frío, cortés… Dice siempre «¿Ah, sí?» y «¿realmente?», cuando le hablas, y te vuelve la espalda como si deseara terminar la conversación.

—¿Realmente?

—Sí, y también «¿Ah, sí?».

—No digo eso, hombre; quiero decir si él realmente parece como si no le fueras agradable.

—Está más tieso que una solterona orgullosa. Y no puedo… ¡Santo Dios! ¡Sue! —exclamó Monty, atormentado por una idea repentina—. ¿No será que él lo haya sabido todo por casualidad?

—¿Que tú y yo fuimos novios? ¿Cómo podría saberlo?

—Tienes razón. No puede saberlo, ¿verdad?

—Nadie se lo puede haber dicho, porque nadie lo sabe, excepto Gally, que no dirá una palabra.

—Claro. Se me había ocurrido por esa extraña coincidencia de que Ronnie esté tan antipático con nosotros dos. ¿Por qué, si él no lo sabe todo, se aparta de mi camino, tal como dices tú que hace también contigo?

Toda la miseria acobardada en Sue encontró palabras. No había pensado confesarse a Monty, porque era una muchacha a quien la vida le había enseñado a no exteriorizar sus penas. Pero Ronnie había ido a Shrewsbury, y el calor le había producido dolor de cabeza y el cielo tenía color de panza de pez muerto, y ella quería estar muerta… y echó por la boca todo el veneno que tenía en su corazón.

—Yo te diré por qué. Porque su madre ha estado hablando con él… no ha parado desde que llegó… hablándole y machacándole y diciéndole que era un loco si se casaba conmigo, cuando hay docenas de chicas de su propia condición… Sí, sí, se lo ha dicho; lo sé como si le estuviera oyendo. Sé exactamente las palabras que ha empleado. Y, además, todas verdad, supongo. «Hijo querido, ¡con una corista!». Bueno, pues sí, soy corista. No puede una evitarlo. ¿Por qué ha de ser esto un inconveniente para que se casen conmigo?

Monty chascó la lengua. Él no podía suscribirse a esto.

—Mi querida amiga, yo arreglaré esto mañana, si no me han dado pasaporte. Ronnie no se merece la suerte que tiene.

—Monty, eres muy amable conmigo, pero tengo miedo de que Ronnie no se ponga de acuerdo contigo.

—No tengas cuidado.

—Ojalá sea así.

—Ya lo verás, Ronnie es un hombre que no hará un feo a una joven a la que ha dado su palabra.

—¡Oh, ya sé! Su palabra es sagrada. ¡Los hombres de honor! Mi pobre Monty, ¿crees tú sinceramente que me casaría con un hombre que haya dejado de quererme, simplemente porque no sea correcto romper el compromiso contraído? Si alguna persona hay en este mundo a quien yo desprecie, es a la muchacha que se pega a un hombre que, sólo por principios y educación, se resiste a decirle que se vaya a paseo y le deje en paz. Si alguna vez me convenzo de que Ronnie desea librarse de mí —dijo Sue, mirando con sus ojos secos al cielo amenazador— lo arreglaré todo en un segundo, por mucho que me duela.

Monty dio un respingo de desasosiego.

—Yo creo que tú exageras la cuestión —dijo él, pero sin convicción—. Si lo piensas bien, todo lo sucedido quedará reducido a un pequeño ataque de hígado. Con este tiempo, cualquiera puede tener el hígado enfermo.

Sue no replicó. Paseó hasta el pretil y miró hacia abajo. En sus movimientos, Monty tuvo la sensación de que ella estaba gritando o estaba a punto de hacerlo, y no sabía qué hacer en semejante situación. El rostro de Gertrude Butterwick, flotando entre él y el cielo, le impidió actuar oportunamente. Un hombre con Gertrude Butterwick metida en su alma, no podía poner frívolamente sus brazos alrededor de otro talle y murmurar «Ven aquí» en otros oídos que no fueran los de Gertrude.

Tosió y dijo:

—Él… bueno.

Sue no se volvió. Él tosió otra vez. Entonces varió un poco su verborrea:

—Bueno… yo… él… ¡ah!

Y se lanzó hacia las escaleras. El golpe de una puerta al cerrarse llegó a los oídos de Sue cuando se daba pequeños toques en sus ojos con un fragmento diminuto de cinta, que, según ella, era un pañuelo. Se sintió aliviada al verlo marchar. Hay momentos en que una joven tiene que estar sola y mano a mano con sus malos espíritus.

Así lo hizo, absoluta y animosamente. Había en aquel pequeño cuerpo el espíritu de una amazona. Luchó con los espíritus y los derrotó, hasta que, por fin, un suspiro anunció que había terminado la contienda. Shropshire, que había sido una mancha nebulosa, se afirmó en sus contornos. Retiró el pañuelo y se quedó impertérrita, con mirada de desafío.

Ahora era más feliz. No había flaqueado la determinación de acabar con todo si ella notaba que Ronnie necesitaba terminar las relaciones. Esta determinación había echado raíces en su mente. Pero renació la esperanza. Se decía a sí misma que comprendía la extraña actitud de Ronnie. El pobre estaba disgustado por tener que soportar tanto tiempo a una mujer de personalidad tan acusada como Julia Fish. Y cuando un hombre está disgustado, está preocupado también.

El ruido de un coche procedente del otro lado de la casa le interrumpió en sus meditaciones. Atravesó la terraza, y su corazón latía fuertemente.

Pero se volvió desilusionada. No era Ronnie, de regreso de Shrewsbury. Era sólo un hombre bajo y rechoncho que había venido en el taxi de la estación. Un hombre bajo y rechoncho, sin importancia alguna.

Así lo creyó Sue en su ignorancia. Aquel hombre se hubiera no sólo ofendido sino admirado, si hubiese sabido que era despreciado como cosa sin importancia.

Pues aquel visitante, llegado sin pompa e impulsado a aquel paraje por Robinson en su humilde taxi, el de la estación de Market Blandings, era nada menos que George Alexander Pyke, primer conde de Tilbury, fundador y propietario de la Mammoth Publishings Company, de Tilbury House, Tilbury Street, Londres.

Hay hombres que, como los bulldogs, no están habituados a reconocer la derrota. Aplastados hasta el corazón, se levantan de nuevo. A este bando pertenecía George Alexander, vizconde de Tilbury. Había hecho una gran fortuna, principalmente por el simple método de no saber nunca cuándo fracasaba, y el hecho de que estuviera llamando con la campanilla a la puerta del castillo de Blandings probaba que subsistía aún aquel espíritu. Había venido a entrevistarse con el honorable Galahad Threepwood en persona para tratar de sus Memorias; y no le parecía descabellado el intento.

Muchos hombres en su posición, informados de que el honorable Galahad había decidido no publicar su obra, habrían pensado que no había ya nada que hacer en el asunto. Habrían aceptado la situación como si no estuviera en su mano cambiarla y se hubieran contentando con lamentarse de su pérdida monetaria y dedicar malos pensamientos al hombre responsable. Lord Tilbury era de madera dura. Se lamentó —ya vimos cuán amargamente— y tuvo también malos pensamientos; pero ni por un instante le pasó por la cabeza abandonar aquel asunto.

Como hombre de negocios, no pudo abandonar en seguida su despacho. El exceso de trabajo había hecho demorar la expedición hasta aquel día. Pero a las once y quince de la mañana había tomado el tren para Market Blandings y, después de establecerse en la hostería Emsworth Arms, en aquella soñolienta y pequeña ciudad, se hizo llevar por Robinson al castillo en su taxi de la estación.

Tenía una confianza férrea en sí mismo. La idea de que pudiera fallar en su misión no se le ocurrió ni como posibilidad remota. Tenía un confuso recuerdo del honorable Galahad, pues hacía veinte años que no le había visto, e incluso por entonces no había realmente intimado con él, pero conservó una impresión general de hombre amable y acomodado. No era en modo alguno el hombre destinado a resistir un forcejeo en una conversación sostenida con alma, tal como él se proponía efectuar con su interlocutor, tan pronto como le abrieran la puerta. Lord Tilbury tenía una gran fe en su palabra fácil y magnífica.

Beach acudió a la llamada.

—¿Está míster Threepwood? ¿Míster Galahad Threepwood?

—Sí, señor. ¿A quién debo anunciar?

—A lord Tilbury.

—Muy bien, señor. Haga el favor de seguirme… Creo que míster Galahad está en la pequeña biblioteca.

Sin embargo, la pequeña biblioteca estaba vacía. Había signos evidentes de actividad literaria, a juzgar por la forma en que estaban amontonados los papeles en la mesa, con una buena cantidad de ellos esparcida por la carpeta y sus alrededores; pero no había nadie.

—Posiblemente, míster Galahad está en el prado. Pasea por allí a veces —dijo el mayordomo indulgentemente, con la tolerancia debida a las manías de los lunáticos—. ¿Quiere usted tomar asiento?

Se retiró el mayordomo y bajó las escaleras pausadamente, pero lord Tilbury no se sentó. Estaba transfigurado, con la mirada clavada en algo que había encima de la mesa. Se acercó, furtivamente, con un ojo vigilante en la puerta.

Sí, su sospecha era correcta. Allí estaba el original de las Memorias. Evidentemente, el autor se acababa de levantar de la labor de repasar el original, pues la tinta estaba aún húmeda en un párrafo donde el autor, buscando le mot juste, como un Flaubert cualquiera, había tachado con su pluma la palabra «intoxicado» para sustituirla por la más expresiva «sangre quemada».

Los ojos de lord Tilbury, siempre protuberantes, se salieron un poco más de sus órbitas. Respiró agitadamente.

Todo hombre que con su propio esfuerzo ha llegado a conseguir reunir una gran fortuna en un mundo adverso, tiene algo de filibustero en la sangre, y la tentación de aprovechar cualquier ocasión. Y aunque la prosperidad y la necesidad decreciente de dar codillo a los comerciantes rivales habían tendido a atrofiar esta inclinación, no por eso había muerto ésta. Estar frente, a un metro de distancia del manuscrito, sin moros en la costa y con un taxi a la puerta, era para considerar la posibilidad del manotazo rápido y largarse como un rayo.

Una actividad súbita de esta especie hubiera quizás perjudicado a un hombre de su condición, y tal vez tuvo suerte en que antes de que concentrara todo su valor en la faena, su oído percibió ruido de pasos que se acercaban. Se echó atrás cual gato delante de un plato prohibido, y cuando llegó el honorable Galahad estaba mirando por la ventana y tarareando despreocupadamente una barcarola.

El honorable Galahad se detuvo ante la puerta y se colocó el monóculo en el ojo interrogante y brillante tras del cristal. Su frente se arrugó en un esfuerzo mental cuando vio a su visitante.