CAPÍTULO VI
Aproximadamente una hora después de la llegada del tren de las dos cuarenta y cinco llegó otro tren carraca y parsimonioso que, luego de arrastrarse perezoso, dejó a Ronnie sobre el andén de la pequeña estación de Market Blandings. Las fiestas celebradas con motivo de su primo George y las complicaciones del viaje de ferrocarril a través de Inglaterra se habían puesto de acuerdo para retrasar su regreso.
Estaba cansado, pero feliz. Aquel cálido sentimiento que anima a los jóvenes enamorados cuando contemplan la boda de otros, subsistía aún en su memoria. La conocida marcha nupcial de Mendelssohn estaba en sus labios cuando entregó el billete a la salida e hizo un esfuerzo evidente para contenerse y no decir al conductor del coche de la estación: «Robinson, ¿quieres tomar este Ronald y llevarlo a Blandings Castle?». Incluso cuando llegó a su destino y encontró las agujas del reloj del abuelo apuntando a las ocho menos diez, no aminoró por eso su optimismo. Presumía poder afeitarse, bañarse y vestirse en nueve minutos y cuarto, con tal que todo fuera bien con la corbata.
Aquella noche todo fue bien. La oscura cinta de crêpe de Chine adoptó la forma muelle y curvada propia de su género y a las ocho en punto se encontraba en aquella combinación de salón y galería pictórica en la que los moradores del castillo de Blandings se solían reunir antes de la cena.
Quedó sorprendido al encontrarse solo. Y no tardó mucho en que la sorpresa dejara paso a una fuerte emoción. Deambuló durante algunos minutos de un lado a otro, mirando los retratos de sus ante pasados; pero para un recién llegado de un viaje largo y polvoriento, los retratos no podían reemplazar al acostumbrado combinado. Tocó la campana y apareció Beach, el mayordomo.
—Hola, Beach, ¿qué tal estaría un combinado?
El mayordomo pareció sorprendido.
—Pensaba servirlo cuando llegaran los invitados, míster Ronald.
—¿Invitados? ¿Hay invitados a cenar?
—Sí, señor. Tomarán asiento a las ocho y veinticuatro.
—¡Dios mío, cena de invitados!
—Sí, señor.
—Tengo que ir a ponerme la corbata blanca.
—Hay tiempo de sobra, míster Ronald. La cena no se servirá hasta las nueve. Quizá prefiera usted que le sirva un aperitivo antes de los combinados de la ceremonia.
—Desde luego. Me estoy muriendo por momentos.
—Vamos a evitarlo inmediatamente.
Cuando el mayordomo del castillo de Blandings decía «inmediatamente» no quería significar que la cosa aconteciera en un futuro distante. Se puso en marcha, desapareció, y apareció minutos más tarde. Ronnie estaba tan petulante como flor bajo agua de mayo y muy dispuesto a conversar.
—A las ocho veinticuatro —dijo—. Vamos a divertirnos. ¿Quién viene?
—Su Ilustrísima el obispo de Poole, sir Herhert y lady Musker, sir Gregory Parsloe-Parsloe…
—¿Qué?
—Sí, señor.
—¿Quién le invitó?
—La señora, según creo.
—¿Y vendrá? Bueno, supongo que sabe lo que hace —dijo Ronnie, dudándolo—. Beach, lo mejor será que eches una mirada al tío Clarence, y si le ves con un cuchillo en la mano, quítaselo.
—Muy bien, señor.
—¿Quién viene más?
—El coronel y mistress Manleverer e hija, el honorable Mayor y lady Augusta Lindsay, Todd y sobrina…
—Muy bien. No sigas. Ya me he hecho una idea. Dieciocho, más los seis de la casa.
—Ocho, señor.
—¿Ocho?
—El señor, la señora, míster Galahad, usted, miss Brown, míster… —la voz del mayordomo falló un momento—… Pilbeam.
—Exactamente, seis como yo te decía.
—También estará míster Bodkin.
—¿Bodkin?
—El sobrino de sir Gregory Parsloe, míster Montague Bodkin. Le recordará usted seguramente, pues venía por aquí frecuentemente en sus tiempos de colegial.
—Ciertamente, recuerdo a Monty. Pero te has equivocado. Le cuentas como de la casa y es uno de fuera.
—No, señor. Míster Bodkin se va a hacer cargo del puesto de secretario del señor.
—¡No es posible!
—Sí, señor. Tengo entendido que el nombramiento se hizo hace tres días.
—¡Qué raro! ¿Para qué necesitará Monty ser secretario con una renta propia de cincuenta mil al año?
—¿De veras?
—Ya lo creo; por lo menos la ha tenido. De todos modos, durante estos dos últimos años no nos hemos vuelto a ver. ¿Crees tú que haya podido perder la fortuna?
—Muy posible, señor. Mucha gente ha quedado inválida con el fisco.
—Ya es raro —dijo Ronnie.
Después se desvaneció la especulación sobre aquel misterio con un sentimiento de orgullo presuntuoso y disculpable, pues Ronnie Fish había llegado a tales nobles alturas que no sentía ya los tormentos suspicaces de los celos ante la perspectiva de un Monty Bodkin deambulando por las dependencias del castillo en contacto diario con Sue.
No hace mucho, tal pensamiento hubiera sido una daga en su pecho, pues precisamente un tipo como Monty, alto, esbelto, de buen semblante y… no tan encarnado como él, era el que más temía. Y ahora podía contemplarlo cara a cara sin temor alguno. Se sentía orondo y satisfecho.
—Bueno, adelante con el octavo —dijo—. Hasta ahora van siete.
El mayordomo tosió.
—Creía, míster Ronald, que sabía usted ya que la señora, su madre, había llegado esta tarde en el tren de las dos cuarenta y cinco.
—¿Qué?
—Sí, señor.
—¡Dios mío!
Beach le miró solícito, pero no insistió en el tema. Tenía una fina sensibilidad ante tales situaciones. Entre aquel joven y él había habido durante dieciocho años un sentimiento amistoso. Ronnie, cuando niño, había jugado a los soldados con él, cuando muchacho había ido de pesca al lago con él, cuando estudiante en Cambridge le había pedido prestado billetes de cinco libras varias veces, que le devolvía cuando cobraba la próxima pensión, y, ya hombre formado, había recibido de él muchas propinas de las carreras, que habían aumentado sus ahorros. Conocía hasta el último detalle la historia de sus amoríos, simpatizando con los fines propuestos, y se daba cuenta de que su señor tenía ahora que hacer frente a una entrevista de extrema delicadeza. Ahora si ambos hubieran estado jugando, como cuando era niño, no habría vacilado en ofrecerle sus consejos animosos.
Pero ahora no tenía más remedio que sellar sus labios. Todo lo que pudo permitirse fue el gesto meramente profesional de:
—¿Otro combinado, señor?
—Gracias.
Ronnie paladeó la bebida y notó que recuperaba su ecuanimidad. Por un momento, no podía negarlo, había habido un pequeño fallo en el ánimo; pero se decía a sí mismo que su madre había sido siempre muy afable, entre las que más, y que no había razón para suponer que ella fuera causa de serio malestar. Verdad que al principio habría un poco de tirantez, pero ésta desaparecería pronto.
—¿Dónde está, Beach?
—En su habitación, míster Ronald.
—Debo ir allí, supongo… y, sin embargo… No —dijo Ronnie, pensándolo mejor—. Podría parecer un poco brusco, ¿verdad? Debe estar con el cepillo en la mano y, a lo mejor, tiene tentaciones de echarme sobre sus rodillas y darme con el cepillo en… No. Creo que es mejor mandar una camarera para decirle que la espero.
—Lo haré seguidamente, míster Ronald.
Con un temblor en su ceja izquierda intentó dar a comprender que en aquella situación desagradable, caso de serle permitido, le gustaría permanecer junto a él apoyándolo moralmente, y se marchó. Precisamente en aquel momento se abría la puerta y entró lady Julia Fish.
Ronnie se apretó la corbata, se estiró el chaleco y salió a su encuentro.
Las emociones de un joven al encontrar a su madre son forzosamente confusas cuando en el intervalo transcurrido desde su última entrevista se han hecho públicas sus relaciones con una corista. El amor filial no puede por menos de estar mezclado con algo de aprensión. De todos modos, Ronnie se sentía razonablemente afectuoso. Él y su madre se habían reído juntos muchas veces y de muchas cosas y se sentía lo suficientemente optimista para esperar, con un poco de habilidad por su parte, que la escena podría desarrollarse en un plano elevado. Tal como había dicho a Sue, lady Julia Fish no era lady Constance Keeble.
De todos modos, cuando la besó tuvo aquella sensación peculiar sentida en sus días de aficiones púgiles, cuando se daba las manos con un oponente desagradable de mirar.
—Hola, mamá.
—Hola, Ronnie.
—¿Ya has llegado?
—Sí.
—¿Has tenido buen viaje?
—Magnífico.
—¿Fue buena la travesía del canal?
—Muy buena.
—Bien —dijo Ronnie—. Bien.
Empezó a sentirse más seguro.
—Sabes, mamá —continuó animoso—; hemos dejado casado a George.
—¿George?
—Sí, mamá, al primo George. Precisamente he sido padrino suyo.
—¡Ah, sí! Se me había olvidado. Ha sido hoy, ¿no es eso?
—Sí, hoy. Hace sólo media hora que estoy aquí.
—¿Fue todo bien?
—Espléndido. Todo fue a las mil maravillas.
—Supongo que toda la familia estaría satisfecha.
—Encantada.
—Es natural, pues George se ha casado con una muchacha de excepcional posición, con diez mil libras de renta.
—¡Ya estamos! —dijo Ronnie.
—Sí —dijo lady Julia—, ya estamos.
Hubo una pausa. Ronnie, que acababa de arreglar su corbata, se la torció y empezó a estirarla de nuevo. Lady Julia contemplaba aquellos signos de desasosiego con una siniestra mirada azul. Ronnie abrió los ojos, la miró y desvió la vista hacia el retrato del segundo conde que estaba colgado de la pared cerca de él.