CAPÍTULO XI
No hay alegría completa en este mundo. Como dijo un antiguo romano, Surgit, aliquid amari. Monty Bodkin, después de haber recogido el manuscrito de la habitación de Ronnie, haber gozado en su contemplación, llevarlo a su habitación y gozar de nuevo viéndolo en sus manos, lo depositó en lugar seguro; pero aquel éxtasis estaba un poco entristecido por el pensamiento de la enojosa entrevista que inevitablemente tenía que tener con Percy Pilbeam. Monty Bodkin no gustaba de las escenas difíciles, y la que tenía en perspectiva amenazaba con ser extremadamente embarazosa. Se daba cuenta de que Pilbeam tendría razón para sentirse tan disgustado como si le hubiese salido un flemón.
Porque mirando las cosas honradamente —esto era lo que se decía a sí mismo—, un detective privado tenía también sus sentimientos e indudablemente le molestaría que le hubiesen tomado el pelo. Si uno le comisiona para hacer alguna cosa, y lo hace después uno mismo, su rencor propio quedará lastimado. Supongamos que Sherlock Holmes, por ejemplo, hubiera sudado la gota gorda intentando recobrar unos documentos del Almirantazgo, y que después un lord cualquiera del Almirantazgo pasara junto a él y le dijera, como por casualidad: «¡Oh, mi querido amigo! ¿Recuerda usted aquellos planos navales de que hablamos? Pues bien, no se preocupe usted por ellos. Hemos hecho gestiones y los tenemos ya en nuestro poder». El famoso sabueso humano, indudablemente hubiera caído enfermo. Monty preveía que Percy Pilbeam, en circunstancias similares, se sentiría también muy incómodo al tener que interrumpir el curso de sus pesquisas.
Y, sin embargo, no había más remedio que decírselo. Monty encontró al propietario de la agencia Argus (Pilgus, Piccy, Londres) en la sala de fumadores, dando masaje a su bigote. Cuando oyó ruido se puso precipitadamente a ojear una agenda.
—Amigo Pilbeam, me alegro de encontrarle…
El detective le miró. Aquel sentimiento de culpabilidad que invadía a Monty aumentó al notar que el detective había hecho trabajar su cerebro a toda prisa. En la mirada de éste se leía la excitación y la fatiga.
—¡Ah, Bodkin! Ahora mismo iba a buscarle, pues había pensado…
El tierno corazón de Monty sangraba compasivo, y supuso que lo mejor era decirle la verdad sin preámbulos.
—Ya sé que ha estado usted pensando, mi pobre amigo —dijo—, lo veo en su mirada. Bien. Tengo que darle malas noticias, pues he venido a decirle que desconectara la corriente de la máquina cerebral. No haga usted ya más planes. Vuelva usted a la neutralidad. Me ocupo personalmente del caso.
—¿Eh?
—Lo siento, pero es así. Entre unas cosas y otras, me ha sido posible apoderarme del manuscrito.
—¡Cómo!
—Sí.
Hubo una larga pausa.
—¡Esto es estupendo! —dijo Pilbeam—. Supongo que lo habrá usted escondido bien.
—Naturalmente. Lo he escondido debajo de mi cama junto a la pared.
—Bien, eso se llama trabajar —dijo Pilbeam.
Aquella actitud alivió mucho a Monty. Se había hecho la idea de tener que aguantar reproches y recriminaciones. Aquel hombre, al considerar así los hechos consumados, le parecía extraordinariamente decente, y, en verdad, si la memoria no le fallaba, no podía recordar a nadie que bajo aquella provocación a su dignidad profesional, observara una conducta tan magníficamente correcta.
—¿Y qué va a hacer usted con el manuscrito? —preguntó Pilbeam.
—Lo voy a llevar a Emsworth Arms, donde me espera un tal Tilbury.
—¡Lord Tilbury!
—¡El mismo! —dijo Monty, sorprendido—. ¿Le conoce usted?
—Antes de montar la agencia Argus, fui editor de «Notas de Sociedad».
—¿De veras? ¡Qué sorpresa! Pues yo, antes de que me echaran, fui ayudante del redactor de Chiquillos. Hemos sido de la misma profesión.
—Pero ¿por qué necesita lord Tilbury el manuscrito?
—Pues le diré… Tiene un contrato firmado con Gally para publicar el libro, y cuando éste se negó a que se publicara, lord Tilbury vio que perdería mucho dinero. Y por eso necesita el manuscrito.
—Ya lo veo. Supongo que le pagará a usted espléndidamente.
—No; no es dinero lo que necesito. Me sobra el dinero. Lo que necesito es un empleo y lord Tilbury me prometió reponerme en Chiquillos si le proporcionaba el manuscrito.
—Así, pues, ¿se irá usted a la editorial?
Monty asintió satisfecho.
—Usted quiere que me quede, ¿no es eso? Pero espero que me echen de aquí de un momento a otro. Me debían haber echado ayer —dijo Monty, sonriendo entre dientes— si el viejo Emsworth hubiera estado en las porquerizas cuando liberé a lord Tilbury de la pocilga donde le habían metido.
—¿Cómo fue eso?
—Muy divertido. Me encontré ayer por la tarde al viejo Tilbury encerrado en un cobertizo. Por lo visto, le habían sorprendido en conversación con esa dichosa cerda, ofreciéndole patatas, etc.; pues bien, sospecharon que trataba de envenenarla. Por eso le encerraron y luego pasé yo por allí. Imagínese usted lo pronto que me hubiesen dado la chapa si Emsworth hubiera sabido que fui yo quien le abrió la puerta.
—Desde luego —dijo Pilbeam, riendo a gusto.
—Me echaría en menos de un segundo.
—Indudablemente.
—Es muy rara su actitud con la dichosa cerda —dijo Monty, pensativo—. Hace unos años estaba loco con las calabazas. En medio de todo, tengo la impresión de que se trata de un individuo cuyo desequilibrio se dirige a cierto fin; ayer, a las calabazas; hoy, a los cerdos; mañana, a los conejos; el próximo año, a los gallos o a los rododendros.
—Así lo creo —dijo Pilbeam—. ¿Y cuándo piensa usted entregar el manuscrito a lord Tilbury?
—Pues inmediatamente.
—Yo no haría eso —dijo Pilbeam, moviendo la cabeza—. Permítame que no le aconseje eso. Debe usted esperar a que todo el mundo esté vistiéndose para la cena. Supóngase que se encuentra usted con Galahad.
—No había pensado en eso.
—O con lady Constance.
—¿Lady Constance?
—He llegado a saber que ella intenta también echar mano al manuscrito para destruirlo.
—Realmente, está usted en todo.
—¡Oh! ¡Hay que vigilar siempre!
—Se nota que es usted detective. Bueno, ¿no le da a usted la sensación que esto es la cueva de los cuarenta ladrones? En fin, mejor será no moverme hasta que todos vayan a vestirse para la cena. Le agradezco mucho su consejo. Gracias.
—No hay de qué darlas —dijo Pilbeam, y se levantó de su asiento.
—¿Se marcha usted? —dijo Monty.
—Sí, ahora recuerdo que tengo que hablar de algo a lord Emsworth. ¿Sabe usted dónde está?
—Lo siento. El conde no suele decirme a dónde va.
—Supongo que estará con la cerda.
—Lo reconocerá usted de lejos por el sombrero —dijo Monty, distraído—. Sí, allí lo encontrará. ¿Necesita verle para algo importante?
—Acaba de mandarme un recado diciendo que fuera a verle.
—Supongo que para consultar a usted. ¿Pilgus, Piccy, Londres?
—Sí.
—Emplea ahora los servicios de usted, ¿no es eso?
—Sí, eso es. Esta es la razón de mi permanencia aquí.
—Ya comprendo.
Monty se sintió aliviado. Si Pilbeam cobraba algo del conde, cambiaba algo la situación, pues no era tanto de lamentar que se hubiera quedado sin la recompensa que pensaba darle.
De todos modos, Pilbeam se había comportado muy decentemente.
Lord Emsworth no estaba en aquel momento en la pocilga, pero sí muy cerca. Era necesaria una buena tormenta para alejarle de su cerda. Una idea vaga de que se estaba mojando le indujo a refugiar se en un pequeño cobertizo inmediato mientras pasaba la tormenta. Pero pronto salió a ocupar su puesto. Cuando llegó Pilbeam, estaba apoyado en la cerca, sosteniendo una animada conversación con Pirbright. Se puso muy contento al ver al detective.
—Es usted precisamente el hombre que necesito en estos momentos, mi querido Pilbeam. Pirbright y yo estamos discutiendo si conviene o no cambiar a Empress de alojamiento. Yo digo que sí; él dice que no. Cada uno tiene su punto de vista, pero yo me hago cargo perfectamente del suyo. Pirbright sostiene que si la cambiamos de sitio puede perder el apetito.
—No está mal —observó Pilbeam, sin acabar de entender.
—Por otra parte —continuó lord Emsworth—, todos sabemos que hay en marcha una siniestra intriga que amenaza el bienestar del animalito. Ya han intentado hacerla desaparecer y se puede repetir el caso. Y yo creo que este sitio está muy lejos de ser seguro, pues es muy solitario. ¡Dios mío! —dijo conmovido—. ¡En este sitio, a un cuarto de milla de las viviendas! Parsloe podría darse un paseo de noche y hacer su faena en menos tiempo del que tarda en fumarse un pitillo y sin que nadie le molestase. Desde el sitio donde quisiera instalar al animal podría oírse lo que pasa por la noche en todo momento. Está cerca de la vivienda de Pirbright, quien, al menor ruido, podría saltar de la cama para ver lo que ocurriese.
Este levantarse de la cama era probablemente lo que había inducido al porquero a decir que no creía necesario el traslado. Le gustaba dormir tranquilo. Movió ahora la cabeza y una mirada de enojo cruzó por su cara arrugada.
—Pues bien, ésta es la cuestión, mi querido Pilbeam. ¿Cuál es la opinión de usted?
El detective pensó que cuanto más pronto diera su parecer, antes acabaría aquella discusión estúpida. El asunto le era absolutamente indiferente, pues aun cuando estaba en el castillo con la misión de vigilar para que a la Empress no le sucediera nada, no tomó nunca su misión con mucho entusiasmo. Le fastidiaba la especie porcuna.
—Yo la trasladaría allí.
—¿Usted cree?
—Desde luego.
Brilló una mirada de triunfo en los lentes de lord Emsworth.
—Pirbright, aquí tienes la opinión de una persona experimentada. Míster Pilbeam conoce bien el asunto. Si míster Pilbeam dice que hay que trasladarla, es que hay que trasladarla. Así que manos a la obra y cuanto antes mejor.
—Sí, milord —contestó el porquero, desalentado.
—Y ahora, míster Emsworh —dijo Pilbeam—, ¿podría hablar con usted unas palabras?
—Con mucho gusto, amigo mío. Pero antes quiero yo también decirle algo muy importante. Quisiera oír su opinión en el asunto. Y perdóneme que hablemos antes de lo mío y después me dirá usted lo que quiera. ¿No se le olvida a usted nunca lo que se propone decir?
—¡Oh, no!
—Pues a mí, sí. Cuando intento decir alguna cosa a alguien y ocurre algo que de momento me lo impide hacer inmediatamente, cuando llega después la ocasión de hablar se me ha ido ya el santo al cielo. Mi hermana Constance se enfada muchas veces conmigo por eso. Recuerdo que una vez comparó mi mente con una criba. Es una comparación muy ingeniosa. Ella quería decir que estaba llena de agujeros, como una criba. Me lo dijo en una ocasión en que…
No hacía mucho tiempo que Pilbeam conocía al noveno conde de Emsworth, pero ya lo conocía lo suficiente para saber que, a menos que le frenaran, era capaz de seguir hablando, sin ton ni son, indefinidamente.
—¿Qué es lo que me quería decir, lord Emsworth? —interrumpió Pilbeam.
—¿Eh? ¡Ah, sí! Tiene usted razón. Quiero que oiga usted un hecho extraordinario que voy a someter a su consideración. Para ello imaginemos, mi querido Pilbeam, que hemos retrocedido al día de ayer. Ayer por la tarde. ¿Recuerda usted que le dije que me parecía un misterio el que aquel hombre que encerramos ayer se pudiera escapar?
—Ciertamente.
—Los hechos…
—Los conozco.
—Los hechos…
—Los recuerdo.
—Los hechos —continuó lord Emsworth, inexorable— son los siguientes. Pirbright, de acuerdo con mis instrucciones, estaba vigilando ayer por la tarde esta porqueriza cuando sorprendió a un fulano con mirada de rufián, que trataba de dar una patata envenenada a mi cerda. Se abalanzó sobre él, lo apresó en el acto y lo encerró en aquel cobertizo, con la intención de regresar, después de haberme informado, para darle su justo castigo. Debo hacer constar que después de haberlo encerrado, aseguró la puerta con una fuerte tranca de madera.
—Ya sé…
—Parecía imposible que él pudiera escaparse (estoy hablando del fulano, no de Pirbright) e imagínese usted su asombro (estoy hablando de Pirbright, no del fulano) cuando, al regresar, descubrió que era eso precisamente lo que había ocurrido. La puerta del cobertizo estaba abierta, y él (estoy hablando otra vez del fulano) había desaparecido. Había desaparecido por completo, mi querido Pilbeam. Y aquí está precisamente el punto sobre el que quiero llamar su atención. Pero antes de llegar usted, hice que Pirbright me encerrara a mí en el cobertizo y que asegurase la puerta con la tranca, y me convencí de que era imposible, completamente imposible, mi querido amigo, que yo pudiera salir. Lo intenté una y mil veces sin lograrlo. Pues bien. ¿Qué es lo que le sugiere a usted esto, Pilbeam? —preguntó lord Emsworth, mirando por encima de sus lentes.