—¡Oh, no! Esta medicina es buena para ti. La he usado yo mismo.

—Entonces, dámela —dijo Monty, más tranquilo.

Echó un poco de líquido en la palma de la mano y lo extendió por la espalda. Mientras hacía esto, Ronnie Fish profirió una breve y chillona exclamación.

Monty se quedó mirándole asombrado. La cara de su bienhechor tenía una tonalidad rojo viva y le miraba de una manera extraña.

—¿Qué pasa? —dijo, sorprendido.

Ronnie no dijo nada en aquel momento; parecía que se había propuesto tragar algo a base de una sustancia dura y áspera.

—Ahí… en el pecho —dijo finalmente con voz extraña y apagada.

—¿Cómo?

Eton y Cambridge acudieron en ayuda de Ronnie. Aparentando una gran calma, se tragó algo otra vez, se quitó una pelusilla de su mano izquierda y aclaró su voz.

—Hay algo ahí en tu pecho.

Hizo una pequeña pausa.

—Parece que dice «Sue».

Volvió a hacer otra pausa.

—«Sue» —dijo indiferente— con un corazón alrededor.

Aquella sustancia dura y rasposa parecía ahora que estuviera en la garganta de Monty. Hubo un breve silencio mientras la ingería.

Se maldecía a sí mismo. Es extraño, se decía tristemente, cómo cuando uno ve una cosa día tras día durante un par de años deja de hacer impresión en eso que ha venido llamándose retina. Aquel «Sue» encerrado dentro de un corazón, aquel rosado y azulado tributo a un amor ya desvanecido, que había sido grabado en su piel en los primeros días de su amor, en un arranque de fervor romántico, pudo pasar a Monty inadvertido durante los últimos dieciocho meses lo mismo que durante todo el resto de su vida. Prácticamente, había olvidado que existiera aquel tatuaje.

En aquellos breves momentos había que pensar muy de prisa.

—No dice Sue —dijo Monty— sino S. U. E.; es decir, Sarah Ursula Ebbsmith.

—¿Qué?

—Sarah Ursula Ebsmith —repitió Monty, con firmeza—. Una muchacha que fue novia mía. Murió, la pobre. Una pulmonía. Muy triste. No hablemos más de ello.

Hubo una larga pausa. Ronnie fue hacia la puerta. Estaba muy dolido para decir palabras, pero aún pudo pronunciar un par de ellas.

—Bueno, adiós.

La puerta se cerró tras él.

Sue había contemplado la tormenta desde el ancho ventanal de la biblioteca. Sus sensaciones eran muy confusas. A ella el espectáculo le gustaba, pues le encantaba la aparatosidad de los elementos desencadenados. Pero el saber que Monty estaba fuera, estropeaba un poco el espectáculo. Le había visto cruzar el parque, alejándose, en el mismo momento en que empezaba a llover. El pobre chico, pensaba ella, se iba a poner como una sopa.

Por consiguiente, lo primero que hizo cuando cesó la lluvia, y cuando el mar azul empezó a extenderse por el cielo, fue salir al balcón y explorar el horizonte para ver si le veía. Esto le permitió ser testigo de su regreso y oír aquel breve cambio de palabras entre él y Ronnie.

—¡Eh!

—¡Hola!

—¿Te has mojado?

—Sí.

—¡Pero si está calado! Lo mejor que puedes hacer es cambiar de ropa.

—Sí, eso haré.

—Ponte ropa bien seca.

Este diálogo, como tal, no era muy brillante. Leyéndolo atentamente se ve que falta algo. Pero todo el noble esfuerzo de un dramaturgo acreditado no habría conseguido crear otro que emocionara más a Sue, pues a medida que lo escuchaba, se deshacía de un peso en el corazón.

Lo que le impresionó más fue aquel tono cariñoso de Ronnie, tan considerado y afectuoso de entonación. ¡Aquella dulce cordialidad! Durante aquellos dos días parecía que había suplantado su personalidad un cabeza de chorlito adusto; y ahora, a juzgar por el tono animoso de su voz, Ronnie había recuperado su antigua personalidad.

Ella se quedó aún en el balcón respirando el aire fragante. Era asombroso el cambio que aquella tormenta había producido. Shropshire, con aquel aspecto depresivo del día anterior, se había convertido en el Paraíso Terrenal: el lago resplandecía, el río cabrilleaba, los bosquecillos eran otra vez amables de ver, los conejos deambulaban despreocupados por el parque, y hasta allí donde la vista alcanzaba, el campo estaba moteado de apacibles vacas.

Abandonó el balcón, tarareando una cancioncilla. Eventualmente, buscaría a Monty para preguntarle cómo estaba del remojón, pero su deseo más inmediato era encontrar a Ronnie.

Cuando bajaba las escaleras oyó el repique de bolas del billar. Seguramente era Gally que jugaba solo; tal vez podría decirle dónde se encontraba Ronnie, pues la voz de éste, en su conversación con Monty, pareció que procedía de una de las ventanas del corredor.

Abrió la puerta y Ronnie, tendido sobre la mesa de billar, alzó la vista hacia ella.

Aquel tatuaje había puesto en claro muchas cosas, y en un instante se disipó todo el optimismo suscitado por el paso de la tormenta. Con el corazón oprimido, bajó lentamente las escaleras, y la puerta abierta de la sala de billar pareció ofrecerle un medio para distraerle en aquellos momentos. Entró y empezó a hacer carambolas melancólicas. Pues aun para un hombre con un peso en el corazón no había mal alguno en practicar las consabidas tres tablas. Realmente era una práctica noble e inteligente en aquellas circunstancias, pues si la muchacha se enamoró de otro no iba a hacer que su vida se marchitara en su segunda tanda de cincuenta años o así. Tenía que recobrarse para desarrollar sus ambiciones. Una de éstas era llegar algún día a una chiripa de treinta carambolas de una tacada.

—¡Hola! —dijo muy fino, poniéndose en pie y apoyando el taco en el suelo.

Eton y Cambridge estaban allí para sostenerle en aquella prueba.

Sue no percibió aún el inevitable desastre. Para ella, aquel hombre era todavía el mismo que había oído a través de la ventana.

—¡Oh, Ronnie! —dijo ella—. ¿Cómo puedes estar aquí dentro con una tarde tan hermosa? Hace un día precioso.

—¿Ah, sí? —dijo Eton.

—Preciosísimo.

—¿Ah, sí? —dijo Cambridge.

Pareció que algo funcionaba mal en el corazón de Sue. Abrió los ojos, asombrada, y le invadió un pensamiento enojoso. ¿Cómo podía ser que aquella alegre y simpática presencia de ánimo y de carácter, que se había derramado cual fuente sobre Monty Bodkin, se hubiera secado ante ella?

Pero ella perseveró.

—Vamos a dar un paseo con tu coche.

—No tengo gana, gracias.

—Demos, pues, una vuelta con el bote por el lago.

—Por mí, no; gracias.

—La pista de tenis debe de estar ya seca.

—No lo creo.

—Bueno; pues demos un paseo.

—¡Por Dios, déjame solo! —dijo Ronnie.

Se quedaron mirándose a los ojos. Los de Ronnie estaban tristemente excitados. Pero no le pareció así a Sue, quien sólo vio en ellos el disgusto melancólico del hombre atrapado y comprometido con una muchacha por la que él había cesado de sentir afecto alguno, hasta el punto de que sólo hablar con ella suponía ponerle nervioso. Sue suspiró profundamente y fue hacia la ventana.

—Lo siento —dijo Ronnie—. No debía haber dicho esto.

—Estoy contenta de que así haya sido —dijo Sue—. Lo mejor es aclarar la situación e ir al grano en estas cuestiones.

Sue marcó con los dedos unos pequeños círculos en el cristal y en la habitación reinó un profundo silencio.

—Creo que lo mejor es que rompamos, ¿no te parece? —dijo Sue.

—Como tú digas —dijo Ronnie.

—Muy bien —contestó ella.

Y se dirigió a la puerta. Él se adelantó y la abrió para que ella pasara. Educado hasta el fin.

Monty Bodkin estaba, entretanto, en su habitación inundando su pecho con Rigg’s Golden Balm; se sintió, inesperadamente, mucho más animoso y satisfecho.

—Ta-ra-rí ta-ra-rá pom-pom —cantaba, tan alegremente como pudiera hacerlo un mirlo en el parque.

Se le había ocurrido una gran idea.

La embrocación había sido la inspiradora. Cuando empezó a disfrutar de aquel cálido efluvio tonificante y la deliciosa sensación del bien être, fue como si su cerebro, al igual que los tejidos musculares, hubiera sido vigorizado y renovado. Se le ocurrió súbitamente que aquella botella de embrocación era algo más que tres o cuatro onzas de una medicina oliendo a charca hedionda, esto es un decir. Si Ronnie se tomaba la molestia de ofrecerle botellas de embrocación, quería esto decir que entre ambos no había mar de fondo; había desaparecido aquella frialdad; en una palabra, aquel antiguo compañero volvía a ser un compañero. Y si un hombre es un antiguo compañero, está claro que se sentirá encantado de poder hacer un favor a un camarada.

El favor que Ronnie tenía que hacer a Monty era ir en busca de Beach y emplear su influencia sobre el obstinado mayordomo para que le dejara el manuscrito.

Esto no quería decir que Monty hubiera perdido su confianza en Pilbeam. Sin duda, Pilbeam podría desplegar, si le daban tiempo, sus facultades y apoderarse de la presa. Pero ¿por qué tomarse tanta molestia cuando se puede ir derecho al asunto y resolverlo sin ruido? Además, había que pensar en la remuneración de Pilbeam. Sus honorarios serían bastante crecidos y no había que olvidar que un penique ahorrado era un penique ganado.

Buscando de habitación en habitación, llegó a donde el último de los Fish estaba jugando al billar. Se acercó a él con la confianza feliz de un muchacho que entra en el cuarto de su tío indulgente y rico.

Pero Monty Bodkin no sabía leer en la mente de los demás. No observó cambio alguno en la actitud manifestada por su amigo durante la última entrevista. Durante unos instantes, fue evidente un cierto malestar a propósito del tatuaje, pero Monty creyó que Ronnie había evitado limpiamente el obstáculo y que se habían apaciguado las sospechas posibles en su mente.

—He pensado, Ronnie, mi viejo amigo —dijo él—, que me harías el favor de concederme unos minutos de atención.

Ronnie puso lentamente el taco en el suelo. Aunque se hubiera resignado ante el hecho de que Sue prefiriera aquel hombre a él, se daba perfecta cuenta de un deseo, perfectamente definido, de darle en la cabeza con el mango del taco. Su alma estaba sufriendo como si la acuchillaran con cuchillos al rojo, y no podía por menos de sentir una vivísima antipatía por el hombre responsable de su miserable estado moral.

—Bueno —dijo.

Monty tuvo una ligera sensación de que su amigo no estaba de muy buen humor, es decir, no sentía los efectos animosos de los días de embrocación, pero continuó como quien oye llover.

—Dime, amigo ilustre, ¿cómo andamos de relaciones con Beach?

—¿Con Beach? ¿Qué quieres decir?

—¿Crees que, en lo que a ti se refiere, no se da esos aires feudales que usaba para conmigo? En resumen, ¿crees tú que será capaz de hacer algo que valga la pena por su joven amo?

Ronnie estaba asombrado. Estaba preparado para mostrarse correcto con aquel hombre que había destrozado su vida, pero estaba lucido si tenía que pasar toda la tarde oyendo sus sandeces.

—Pero ¿qué lío te traes entre manos? —preguntó, ásperamente—. Dime de una vez de qué se trata.

—Voy a ello.

—Bueno, pero de prisa.

—Voy, voy. Se trata, en concreto, de lo siguiente. Beach tiene algo en su poder cuya posesión deseo con locura, y está empeñado en no dármelo. Y he pensado que si tú le abordaras haciendo un poco el amo joven, es decir, ejerciendo tu influencia y poniendo, por tu parte, interés en el asunto, tal vez se demostrara que él es un hombre… ¿cómo diría yo?… Tengo la palabra en la punta de la lengua y empieza por a…, ¡un hombre asequible! ¡Eso es!

Ronnie le miró ceñudo y enojado.

—No entiendo una palabra de lo que dices.

—Bueno, en resumen, que Beach tiene el libro del viejo Gally y que no puedo lograr que me lo preste.

—Pero ¿para qué lo quieres?

Monty se decidió, al igual que hizo cuando habló con lord Tilbury, que lo mejor era ser sincero.

—¿Sabes todo lo que se dice con respecto a ese libro?

—Sí.

—Quiero decir, ¿que Gally no quiere dar permiso para su publicación?

—Sí.

—¿Y que firmó un contrato para su publicación con la Mammoth Publishings Company?

—No, eso no lo sabía.

—Pues sí, firmó el contrato. Y ahora, al decir que de lo dicho no hay nada, el pobre Tilbury, el amo de la editorial, se encuentra en un atolladero. Lo cual es muy natural. El viejo Tilbury ha adquirido los derechos de publicación por entregas, los de publicación en libro y toda clase de derechos, incluyendo los de publicación en sueco, y tú sabes los gastos y los enormes beneficios que supone la publicación de una obra dedicada a verter un poco de lodo sobre la sangre azul. Es decir, que teniendo en cuenta todo esto, está a punto de perder unas veinte mil libras si Gally se empeña en no querer dejar publicar sus memorias. Y por esto, y abreviando la historia, este Tilbury está rabiando por hacerse con el original, a tal punto que si se lo puedo proporcionar está dispuesto a reponerme en mi empleo, del que, te diré en confianza, me echó recientemente.

—Yo creí que tú lo habías dejado.

Monty sonrió tristemente.

—Esa es la versión que corre por los clubs —dijo—, pero la realidad es que me echaron. Hubo una desavenencia de carácter técnico que no hace al caso y en la que no insistiré. Basta saber que no coincidimos sobre el comportamiento del tío Woggly en su sección de su revista Chiquillos, y prescindieron de mis servicios. Así, pues, te puedes hacer cargo ahora del estado de cosas. El asunto tiene una solución sencillísima. Ayúdame para que pueda tener yo este manuscrito y dárselo a mi jefe y empezaré a trabajar de nuevo en la editorial de Tilbury.

—¿Y por qué te metes en semejantes líos?

—Me es absolutamente necesario. Necesito un empleo.

—Creí que estabas contento con el que aquí tienes.

—¡Ah, pero es probable que aquí tenga que liar el petate en cualquier momento!

—Malo.

—Más que malo —asintió Monty—. Pero todo se puede arreglar si tú puedes inducir a Beach para que te dé los papeles. Así me aseguro un contrato de trabajo por mucho tiempo con Tilbury y me podré casar con la muchacha de la que estoy enamorado.

Ronnie Fish se estremeció; esto era demasiado. Era inaudito que le quitara la novia y después viniera el conquistador a pedirle ayuda para casarse con ella. Realmente, no creía que su antiguo amigo tuviera aquella falta de delicadeza.

—¿Verdad que querrás ayudarme? —dijo después de una pausa para ocultar su emoción.

—Desde luego. Todo se arreglará. ¿Y quién es ella? —preguntó Ronnie, con sorna—. ¿Sarah Ursula Ebbsmith?

—¿Eh?… ¡Oh! ¡Ah! —dijo Monty muy apurado. No sabía de qué le hablaban—. ¡Ah, ya! ¡La pobre Sarah! ¡Oh, no, no, no! Está ya muerta. Una tuberculosis. Una pena.

—Pero si me dijiste que fue una pulmonía.

—No, no…, tuberculosis.

—Ya, ya.

—Esta de que ahora hablo es nueva. Se llama Gertrude Butterwick.

Pero aparte de que los equívocos son siempre una desgracia, fue una lástima, en primer lugar, que Monty hiciera aquella breve pausa antes de pronunciar aquel nombre querido y, en segundo lugar, que la niña de sus sueños tuviera un nombre que, no había más remedio que admitirlo así, sonaba un poco raro. En cierto modo, un hombre con prejuicios no cree que exista un nombre como Gertrude Butterwick. Para Ronnie, dándose cuenta de aquel segundo de indecisión, aquel hombre era un oportunista del momento, que sin tener el valor de decir que era el prometido de Sue, era capaz de pedirle ayuda para separar a Sue de su lado.

—Conque Gertrude Butterwick…

—Eso es.

—¿Enamorado?

—Hasta los huesos.

—¿Y ella?

—Más enamorada aún.

Ronnie sintió una súbita indiferencia. Después de todo, se preguntaba a sí mismo qué podía hacer para evitarlo. ¿Es que le importaba algo?

Todos los hombres sienten, a veces, la tentación de hacer un gran gesto. En aquel momento, esta tentación le asaltaba avasalladora a Ronnie Fish. Por lo que había oído decir a otros, se confirmó su sospecha de que Monty había perdido todo su dinero desde la última vez que le vio. Si no fuera así, ¿por qué tenía tanto interés en aquella colocación en la editorial de Tilbury?

Y a menos de que no lograra el empleo en la editorial, no podría casarse con Sue. Y a menos que él, Ronnie Fish, le ayudara, no podría hacerlo.

El espíritu noble de caballero descendió sobre Ronnie, con la diferencia de que allí donde el caballero, si no recordamos mal lo que significa caballero, encuentra un placer, él no encontró nada más que un orgullo amargo.

Monty le había quitado a Sue, y Sue había ido a él sin pensarlo poco ni mucho. De acuerdo, entonces. Todo muy bien. Él les demostraría que no le importaba nada. Les demostraría la clase de hombre que era.

—Óyeme —dijo—. No hay necesidad de que te preocupes por Beach. No tiene el manuscrito.

—¡Oh, sí, lo tiene él! Le he visto cuando lo leía…

—Me lo dio a mí —dijo Ronnie. Cogió el taco y se preparó las bolas para una carambola difícil—. Lo encontrarás en un cajón de la mesa de mi cuarto. Toma esos malditos papeles, si tanta falta te hacen.

Monty emitió unos sonidos entrecortados. Ningún israelita, sorprendido súbitamente en medio del desierto por el maná, podría haber puesto una cara más expresiva de sorpresa y agradecimiento.

—¡Qué buen amigo eres! —dijo, efusivamente.

Ronnie no contestó. Estaba muy distraído con sus carambolas.