NOTA HISTÓRICA
La primera dinastía del antiguo Egipto fue establecida alrededor del 3100 a. C. Entre esta fecha y la aparición del Nuevo Imperio (1550 a. C.) Egipto pasó por una serie de transformaciones radicales que fueron testigos de la construcción de las pirámides, creación de ciudades a lo largo del Nilo, unión del Alto y Bajo Egipto y el desarrollo de su religión alrededor de Ra[1], el Dios Sol, y el culto de Osiris e Isis. Egipto tuvo que enfrentarse a las invasiones extranjeras, en particular la de los hicsos, vándalos asiáticos, que asolaron cruelmente el reino. Entre 1479-1478 a. C., cuando comienza esta novela, Egipto, pacificado y unido bajo el mando del faraón Tutmosis II, estaba en el umbral de un nuevo y glorioso desarrollo. Los faraones habían trasladado la capital a Tebas; los enterramientos en las pirámides habían sido reemplazados por la construcción de la Necrópolis en la orilla oeste del Nilo y por la elección del valle de los Reyes como mausoleo real.
Para que la lectura resulte más fácil, he utilizado los nombres griegos de las ciudades, como Tebas y Menfis, en lugar de los arcaicos nombres egipcios. El nombre de Sakkara ha servido para describir todo el grupo de pirámides alrededor de Menfis y Giza. También he empleado la versión más corta para la reina-faraón Hatasu, en lugar de Hatsepsut. Tutmosis II murió en el 1479 a. C. y, después de un período de confusión, Hatasu ostentó el poder durante los veintidós años siguientes. Durante este período, Egipto se convirtió en una potencia imperial y en el estado más rico del mundo.
También se desarrolló la religión egipcia, sobre todo el culto a Osiris, asesinado por su hermano Set pero resucitado por su amante esposa Isis, que dio a luz a su hijo Horus. Estos ritos deben situarse contra el fondo del culto egipcio al Dios Sol y a su deseo de crear una unidad en las prácticas religiosas. Los egipcios mostraban un profundo respeto a todas las cosas vivas: los animales, las plantas, los arroyos y los ríos eran considerados como sagrados, mientras que el faraón, su gobernante, era adorado como la encarnación de la voluntad divina.
Hacia 1479 a. C., la civilización egipcia expresó su riqueza en la religión, los rituales, la arquitectura, la vestimenta, la educación y el disfrute de un alto nivel de vida. Los militares, los sacerdotes y los escribas dominaban la sociedad y su sofisticación se manifestaba en los términos que empleaban para describir su cultura y a ellos mismos. Así, el faraón era el Halcón Dorado; el tesoro, la Casa de Plata; la guerra, la Estación de la Hiena; el palacio real, la Casa de un Millón de Años. A pesar de su sorprendente y brillante civilización, la política egipcia, tanto interior como exterior, podía ser brutal y sangrienta. El trono era, siempre, el centro de las intrigas, los celos y las amargas rivalidades. Fue en este escenario político, que apareció la joven Hatasu.
En 1478 a. C., Hatasu había sorprendido a sus críticos y oponentes tanto en el país como el extranjero. Había conseguido una gran victoria, en el norte contra los mitanni, y eliminado del círculo real a la oposición liderada por el Gran Visir Rahimere. Hatasu, una joven brillante, había contado con el apoyo de su valiente y astuto amante Senenmut, que también era su Primer Ministro. Hatasu estaba decidida a que todos los sectores de la sociedad egipcia la aceptaran como reina-faraón de Egipto. Como en todas las revoluciones ocurridas en el antiguo Egipto, el beneplácito y el apoyo de los sacerdotes era vital.
PAUL DOHERTY