CAPÍTULO XIII

Shufoy y Prenhoe se estaban divirtiendo de lo lindo. En la taberna y prostíbulo cercana a los muelles reinaba un bullicio tremendo. Los maleantes, parias, adivinos, curanderos, charlatanes y timadores se mezclaban alegremente sin que ninguno tuviera la osadía de intentar aprovecharse de los demás. El enano y el escriba, sentados en un rincón, no se perdían ni un solo detalle. Había muchachas de todas las nacionalidades: nubias, libias, caananitas, kishitas, e incluso muchachas rubias de piel blanca de las islas más allá del gran delta, dispuestas a satisfacer cualquier preferencia de la clientela, o al menos, eso anunciaba una inscripción en la pared.

—Todo truhán que vive a orillas del Nilo acaba apareciendo por aquí —comentó Shufoy con un tono anhelante. Señaló a un marinero fenicio—. Ha estado en lugares con los que nosotros solo podemos soñar. Afirma haber navegado a través del gran verde, hasta tierras donde los bosques son tan espesos como las púas de un puercoespín y las montañas están coronadas de nieve. Relata historias que te darían pesadillas durante semanas.

—Pero ¿son ciertas? —inquirió Prenhoe ansiosamente.

—¡Qué más da! —Shufoy se pasó la mano por el muñón de la nariz—. No es la historia lo que cuenta, Prenhoe, sino cómo se relata.

A Prenhoe le encantaba estar aquí, aunque se sentía un tanto inquieto. El humo y olor de las lámparas de aceite dificultaban la visión y provocaban que el aire fuera ciertamente irrespirable. Se veían sombras que entraban y salían de las habitaciones y del local. En el patio exterior había comenzado una pelea a navajazos. Un trabajador de la Necrópolis iba de mesa en mesa buscando clientes para una visita a una cueva donde les mostraría la momia de un hombre enterrado vivo.

—Tiene el pelo del color del trigo —prometía— y la piel tan clara como la arena.

Shufoy respondió con un gesto obsceno y el hombre se apartó.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó Prenhoe.

—Mi amo me encargó una misión —declaró el enano—, y estoy aquí para completarla.

Una sombra surgió de la penumbra y se sentó en el taburete que quedaba libre: alto, nervudo, las facciones delgadas, la nariz afilada como una pluma y los ojos rasgados. La piel del desconocido estaba quemada por el sol. Se dejaba crecer el pelo y llevaba barba de varios días. Vestía una túnica amarilla roñosa y rasgada. Prenhoe se fijó en que tenía un solo brazo; del otro, solo quedaba un muñón cauterizado con brea. Levantó la mano buena y gesticuló con los dedos.

—He encontrado lo que buscabas.

—¿Quién eres tú? —preguntó Prenhoe.

La vista del hombre se desvió, por un momento, hacia el muchacho.

—No es nada de tu incumbencia. ¿Quién es tu curioso amigo, Shufoy?

—Un hombre leal y un escriba muy inteligente —respondió el enano.

—Los burros rebuznan y los escribas escriben. —El hombre miró otra vez a Prenhoe—. No tengo nombre. Me conocen como el vagabundo del río.

Shufoy le entregó un pequeño trozo de plata.

—Si me mientes… —advirtió.

—No te mentiré —se apresuró a afirmar el vagabundo del río—. Pero las noticias no son buenas. El hombre que tú llamas Antef sí que marchó con el ejército. Al parecer, resultó herido en la gran batalla cerca del delta.

—Sé a qué batalla te refieres —dijo Shufoy—. Mi amo participó en ella.

—Después, Antef apareció en Menfis. Dice que perdió la memoria, ¿no es así?

El enano asintió.

—Pues no es eso lo que he oído por ahí. Corre el rumor de que desertó, que incluso se volvió a casar.

—¿Con quién se casó? —preguntó Prenhoe.

—¡Vaya, escriba, con una muchacha por supuesto! —El vagabundo del río se echó a reír y después se hurgó entre los dientes, afilados como los de un perro—. Se enamoró de la hija de un comerciante que tiene un tenderete en uno de los patios del templo en Menfis.

—¿Qué ocurrió después?

—No estoy muy seguro. Alguna rencilla doméstica. El suegro lo echó de la casa.

—¿Por qué?

—Por robar.

—¿Plata, oro?

—No. —El vagabundo del río sacudió la cabeza—. Unas pequeñas cajas hechas de sándalo.

—¿Eso fue lo que robó? —Shufoy sonrió alegremente—. ¿Puedes hacerme otro favor? —Se acercó al hombre para hablarle al oído.

El vagabundo hizo una mueca, pero acabó por asentir.

—Te costará algo más.

—Ya te he dado suficiente —afirmó Shufoy—. Pero si haces lo que te pido, quizá no le comente nada a mi amigo, de la guardia del templo, sobre ciertos pequeños objetos que han desaparecido de algunos tenderetes.

El vagabundo del río sonrió y, sin demorarse más, abandonó la taberna.

—¿Qué va a pasar? —preguntó Prenhoe—. Anoche, tuve un sueño en el que montaba un hipopótamo con una muchacha sentada delante. Sentía el roce de su culo suave contra mi pene. ¿Qué crees que significa, Shufoy? ¿Un augurio de buena suerte?

—Por supuesto —contestó el enano—, pero, primero, tendrás que encontrar un hipopótamo que acepte llevarte y una muchacha que quiera sentarse delante de ti.

—¿Los señores están a gusto?

Shufoy alzó la vista. Dos damas de la noche, gemelas idénticas, estaban delante de ellos con las manos unidas. Llevaban pelucas empapadas en perfume, los rostros muy maquillados, con unos cascabeles diminutos colgados de los pezones y taparrabos de gasa.

—Aquí las camas son mullidas —afirmaron ambas, al unísono—. Por un precio podrás escoger a cualquiera de nosotras, y por el doble tenernos a las dos.

Prenhoe tosió, dominado por el entusiasmo. Shufoy, cuyo rostro estaba oculto por las sombras, se inclinó hacia adelante. Las muchachas chillaron asustadas y se alejaron rápidamente.

—Bien, quizá sea lo mejor —opinó el enano—. No te hubiera gustado mancharte las manos con pintura, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—Ven, te lo mostraré. Supongo que tendremos que esperar un buen rato.

Shufoy llevó a Prenhoe hasta un extremo del salón donde había una salida que comunicaba con un patio. Las gemelas, una a cada lado de un marinero, subían las escaleras. El escriba miró la pared con una expresión de asombro. Estaba cubierta de huellas de manos pintadas de diversos colores: azul, rojo y verde. El enano señaló la parte más cercana a los escalones.

Prenhoe observó las huellas de color amarillo que correspondían a unos manos muy pequeñas.

—Ese eres tú, ¿no?

—Ya han pasado unos cuantos años —manifestó Shufoy, orgulloso—. Una muchacha nubia muy alta y fornida. Pongo a Hathor por testigo de que nos sacudimos tan fuerte que rompimos la cama. Si compras a una de esas chicas, o mejor dicho sus servicios, escoges el color y dejas tu marca en la pared.

—¿Por qué? —preguntó el escriba, muy interesado.

—El propietario de este local es kushita. Al parecer, en su tierra, cuando vas con una prostituta del templo se considera como una ofrenda a los dioses. Juras que pagarás, te mojas la mano con pintura roja y tocas la pared del templo. Supongo que estará cubierto de pintura hasta muy arriba. —Shufoy se echó a reír—. La cuestión es que el amo del prostíbulo introdujo la costumbre.

Se oyeron gritos en el piso superior. Un anciano bajó corriendo las escaleras sin dejar de maldecir. En cuanto llegó abajo, se agachó, se levantó la túnica y le mostró el culo al guardia que lo había echado.

—Ah, esa es la otra razón. —Shufoy sonrió—. Solo se permite subir a los que tienen las manos pintadas. Es bastante común que algún cliente intente disfrutar de lo que no ha pagado, o que pretenda presenciar como disfrutan los que sí lo han hecho.

Volvieron a la mesa del rincón. Dos barqueros estaban sentados en sus taburetes. Shufoy los miró con cara de pocos amigos y mencionó el nombre de Amerotke. Los dos barqueros se marcharon, inmediatamente sin protestar. Los amigos pidieron otra ronda de cerveza. Prenhoe estaba un poco mareado. Las huellas en la pared le recordaban las que había visto en la habitación de Sato. ¿Por qué el sirviente, moribundo, se había mojado las manos con el vino envenenado para después dejar sus huellas en la pared? ¿Qué había intentado decir? ¿Cuál era el mensaje que había transmitido? Prenhoe se levantó de un salto.

—¡Lo aprendió aquí! —exclamó.

—¿Qué pasa, Prenhoe? ¿Has perdido el juicio?

—No, no. —El escriba sacudió la cabeza y se sentó.

—No será otro de tus sueños, ¿verdad?

Prenhoe le habló de las huellas en la habitación de Sato.

—¿Tú crees que hay una relación entre la habitación de Sato y este prostíbulo?

—¡Por supuesto! —exclamó Prenhoe—. Por eso lo hizo. Quizás el vino envenenado se lo llevó una de las muchachas de aquí. —Se rascó la cabeza—. Recuerdo que mi señor Amerotke me dijo que Sato había llegado tarde el día que asesinaron al padre divino Prem porque había estado con una prostituta. La mañana en que lo mataron, Sato vino para alquilar los servicios de la misma prostituta, pero tuvo que volverse sin conseguir sus propósitos.

El enano chasqueó la lengua.

—Prenhoe, quédate aquí.

Shufoy se marchó. Prenhoe apoyó la espalda contra la pared y se entretuvo contemplando cómo una cortesana apostaba con un encantador de serpientes que ella no le tenía miedo a su mascota. El encantador abrió la cesta y dejó que la serpiente reptara sobre la mesa. La muchacha estiró un brazo. El ofidio se movió lentamente sobre el brazo, como si se tratara de la rama de un árbol. Luego, con una rapidez sorprendente, se enroscó alrededor del cuello de la prostituta. La muchacha comenzó a gritar al tiempo que golpeaba el suelo con los talones. El encantador de serpientes se echó a reír. Los alaridos de la muchacha llamaron la atención de los hombres que vigilaban el lugar. El encantador comenzó a silbar mientras desenroscaba a la serpiente del cuello de la mujer. Luego, insistió en que había ganado la apuesta. La muchacha no tuvo más remedio que pagar su deuda en una de las habitaciones de la planta superior.

Shufoy regresó en aquel momento.

—Le pregunté al amo del prostíbulo. No sabe quién era Sato y no recuerda a nadie que responda a su descripción que estuviera por aquí en los últimos tiempos.

Prenhoe no ocultó su desilusión.

El vagabundo del río apareció al cabo de poco rato. Apoyó la mano en el hombro de Shufoy.

—Está esperando en el patio —susurró—. Le dije que tú tenías buenas noticias sobre su reclamación en la corte.

—¿Llevas un puñal? —preguntó Shufoy.

El hombre apartó el chal sucio para dejar al descubierto la empuñadura del arma.

—Bien. Sígueme.

Antef esperaba de pie oculto en las sombras de la boca de un callejón que corría paralelo al edificio del prostíbulo. Shufoy lo cogió por el brazo y le hizo avanzar hacia donde la oscuridad era más profunda.

—Me alegra que hayas venido.

Antef miró primero a Shufoy y luego a Prenhoe y al vagabundo del río.

—¿Qué es esto? —Esgrimió la porra que llevaba—. Me dijeron que tenías buenas noticias.

—Para ti son excelentes, muchacho. Te daremos tiempo para que te marches de Tebas antes de que regrese mi amo. De lo contrario, te esperan varios años de trabajos forzados en las canteras, o de estar encerrado en un calabozo en alguna de las prisiones en las Tierras Rojas.

En el rostro de Antef apareció una expresión asesina.

—¡Dalifa es mi mujer! —replicó—. Me presentaré ante el tribunal y diré que fui amenazado.

—Si no bajas ahora mismo esa porra —le advirtió Shufoy—, sabrás lo que es ser amenazado de verdad. Ahora escucha, Antef, no creo que te dieran un golpe en la cabeza. Desertaste del ejército y te lo pasaste en grande viajando de ciudad en ciudad a lo largo del Nilo. ¿Te hacías pasar por el soldado valiente? ¿Por el héroe herido?

—¡No tienes ninguna prueba!

—No, pero sí que la tiene un comerciante de Menfis.

Antef cambió de expresión. Su mirada se volvió vigilante. Restregó los pies contra el suelo y dirigió la vista hacia la salida del callejón como si deseara estar lejos de allí.

—En Menfis te casaste, lo que significa que te dabas por divorciado de Dalifa. Le robaste las cajas de sándalo al padre de tu segunda esposa y cuando te echó de casa regresaste a Tebas, donde, para tu gran alegría, tu anterior esposa había recibido una pequeña herencia. Había llegado el momento de interpretar, una vez más, el papel del héroe herido que regresa al hogar y a su mujer. Estabas muy seguro de ti mismo. Llevaste el caso a la Sala de las Dos Verdades, pero mi señor Amerotke es muy astuto. Podría enseñarle un par de trucos a una mangosta. Quizá se dio cuenta de lo sinvergüenza que eres.

—No sé de qué…

—Sí que lo sabes. Estabas furioso porque mi señor Amerotke no estuvo de acuerdo con tu reclamación. Te encontrabas en la sala, escuchaste a aquel maldito cabrón de Nehemu cuando profirió sus amenazas y lanzó su ataque. Entonces, ¿qué hiciste? Fingiste ser un amemet y le enviaste a mi amo una tortita de semillas de algarrobo en una de tus cajitas de sándalo.

La inquietud de Antef crecía por momentos. Shufoy tocó la bolsa que el otro llevaba atada al cinturón.

—Me la quedo.

—¡No te la quedarás! —Antef acercó la mano a la empuñadura de la daga.

Prenhoe notó la boca seca. La situación empezaba a ponerse fea.

—Me quedaré con la bolsa —insistió Shufoy—. Después irás a un templo, escribirás una nota de divorcio renunciando a todas las reclamaciones sobre tu esposa y sus propiedades. Al alba, estarás fuera de Tebas.

—¿Crees que haré eso, estúpido enano? —gritó Antef, con el rostro desfigurado por la furia—. ¿Que lo ponga todo en bandeja para que otro lo disfrute?

Prenhoe pensó que Antef tenía el alma muy negra.

—¡Lo harás, o tendrás que escoger entre las minas y la prisión! —afirmó Shufoy.

Antef se movió muy rápido. Desenvainó la daga y se lanzó sobre Shufoy, pero el enano se apartó ágilmente y, mientras lo hacía, clavó el puñal en el estómago del atacante. Antef rodó por el suelo y una bocanada de sangre le chorreó por la barbilla. Dio varios puntapiés al aire, tosió un par de veces y, después de un par de sacudidas espasmódicas, yacía inmóvil.

—¡Lo has matado! —exclamó el vagabundo del río.

Prenhoe se apartó, pasándose la lengua por los labios resecos.

Shufoy parecía muy tranquilo. Se enfrentó a sus compañeros con los ojos brillantes.

—Era un rufián mal nacido. Amenazó a mi amo, juez supremo en la Sala de las Dos Verdades. Se le dio la oportunidad de vivir, pero escogió la muerte. La decisión fue suya. Vosotros sois mis testigos. Fue en defensa propia, ¿no es así?

—Ha sido en defensa propia —admitió Prenhoe—. Pero tú le provocaste con toda intención, ¿verdad?

—Quizá. —Shufoy sonrió—. Antef era un hombre violento y rencoroso. No hubiera dejado en paz a nuestro amo. Un cobarde, un desertor, un rufián y un ladrón. —Cogió la bolsa del muerto y se la arrojó al vagabundo del río—. Lleva su cadáver a la Necrópolis y asegúrate de que su alma haga el viaje al Horizonte Lejano.

***

Amerotke estaba sentado sobre la cama, con las piernas cruzadas en posición de flor de loto, en su habitación en el templo de Horus. La noche anterior había llegado tarde, y después de darse un baño y cenar se había acostado. Sonrió a sus compañeros.

—Es como estar de nuevo en la Sala de las Dos Verdades. Veo, por vuestras caras, que tenéis cosas que contarme.

—¿Qué pasó en las Tierras Rojas? —replicó Shufoy.

El juez supremo describió lo que habían encontrado en la Sala del Mundo Subterráneo.

—¿Así que Rahmose ha quedado absuelto de todos los cargos? —preguntó Prenhoe.

—Más o menos, mi querido pariente. Los dos jóvenes entraron en el laberinto y acabaron engullidos por la arena. Rahmose es inocente de toda malicia; no me volverán a presentar el caso en la Sala de las Dos Verdades. Sin embargo, lo que hizo fue una estupidez. Si solo hubiese ido a buscar a sus amigos, en lugar de llevarse sus caballos para gastarles una broma, había una remota posibilidad de que salvaran sus vidas. Rahmose tendrá que vivir con ese remordimiento el resto de su vida. No hay nada en la vida que sea blanco o negro. ¿Qué ha pasado aquí?

Prenhoe le informó que los sumos sacerdotes continuaban con los debates.

—Pero no han llegado a ninguna conclusión. Sospecho que acabarán por marcharse sin haber resuelto nada.

Cuando acabó Prenhoe, Shufoy relató lo sucedido en el prostíbulo la noche anterior. Amerotke le escuchó con gran atención.

—Es un final muy adecuado —declaró, y luego miró al enano, que le observaba con una expresión expectante, con los labios entreabiertos—. No eres ningún tonto, Shufoy. Sabías que Antef era un bravucón. Pero, si el caso hubiese llegado al tribunal, la condena no hubiese sido el exilio o la cárcel, sino la muerte. La divina Hatasu y el señor Senenmut tienen las ideas muy claras sobre lo que debe hacerse con aquellos que amenazan a los funcionarios reales. También a ti, Prenhoe, debo darte las gracias. ¿Dices que Sato nunca se acercó por aquel prostíbulo?

El escriba sacudió la cabeza.

—Sin embargo, no deja de ser un misterio, mi señor. ¿Por qué un hombre agonizante se mojaría las manos en el vino envenenado para trazar aquellas señales en la pared?

—Revisé la habitación de Sato —manifestó Asural. Parecía molesto como pez fuera del agua. No le gustaba este templo, con los grandes jardines, rodeado de lugares en sombras y antiguos pasadizos.

—¿Y? —le animó Amerotke.

—Nada. También fui al Santuario de los Botes. Si hubiera encontrado al cabrón que metió la sangre en la bodega de la embarcación, le hubiese pasado lo mismo que Shufoy le hizo a Antef.

—Pero no encontraste nada, ¿verdad?

—Nada, mi señor. La embarcación está amarrada desde el anochecer hasta el alba. No hay ningún guardia, ni razones para que esté. Ya han reemplazado la embarcación perdida. Subí a bordo e inspeccioné la bodega. No se tarda demasiado en vaciar un cántaro y llenarlo con sangre. También visité las habitaciones de Neria y Prem.

—Supongo que ya no queda nada de ellas —dijo Amerotke.

—La mayoría de sus pertenencias les seguirán a sus tumbas —respondió el guardián—. El sumo sacerdote Hani dijo que no encontró nada indebido.

—¿Qué hay de Pepy, nuestro erudito ambulante?

—Según los sirvientes, se lo llevó todo cuando se marchó. No obstante, detrás del cabezal de la cama hay algo que quiero mostrarte.

—¿Qué? —preguntó el juez supremo.

—No podía traerlo conmigo. —Asural se echó a reír—. Tendrás que ir a verlo para creerlo.

Amerotke se secó el sudor del cuello con un trapo húmedo.

—Es lógico suponer que las pertenencias de todas las víctimas, sobre todo de aquellos que sirvieron en el templo de Horus, hayan sido revisadas a fondo por el asesino. Después de matar a Neria, el criminal seguramente no tardó mucho en buscar entre sus efectos. Conocemos lo que ocurrió con las cosas de Prem, mientras que aquello que tuviera Pepy ardió en el incendio. En cuanto al pobre Sato —se pasó el trapo por la frente—, el asesino tuvo tiempo para cambiar el vino envenenado, sin molestarse en revisar la habitación. —Estiró las piernas y se sentó al borde de la cama.

—¿Quieres un vaso de cerveza, mi señor?

—No, Prenhoe. Quiero la verdad. ¿Qué tenemos aquí? Neria el bibliotecario era un hombre muy reservado.

—Estoy de acuerdo contigo —manifestó Asural—. Se callaba lo que sabía pero no como el padre divino Prem.

—¿Qué quieres decir?

—Verás, Prem era viejo y venerable. Neria, en cambio, según algunas personas, era un tanto marrullero.

—Sabemos que Neria apoyó el ascenso al trono de la divina Hatasu. Descubrió algo en la biblioteca y en la cripta. ¿Qué?, no lo sabemos. Sospechamos que, quizá, le dijo algo al padre divino Prem sobre sus descubrimientos y con eso selló el destino de ambos. —Amerotke hizo una pausa y esbozó una sonrisa al escuchar un hermoso himno que sonaba en algún lugar del templo.

¡Qué hermosos son tus pies, oh Horus!

Tus ojos son agudos como los de un águila,

todo Egipto se esconde bajo tus alas.

—Por alguna razón —añadió el juez—, Neria fue asesinado de una manera deshonrosa, no con una silenciosa puñalada o el veneno sutil, sino convertido en una tea humana.

—Lo mismo que Pepy —observó Prenhoe.

—Lo de Pepy fue distinto —replicó Amerotke—. Era un ateo, un cínico, un bocazas y un camorrista. Lo contrataron para realizar una investigación, pero era un vago y un charlatán. Estoy seguro de que hizo muy poco y que se interesó más en espiar en el templo que en estudiar los manuscritos de la biblioteca. Le dieron una habitación muy cómoda, pero cuando se marchó de aquí lo hizo convertido en un hombre rico. Todo apunta a que robó un manuscrito y lo vendió; sin embargo, Pepy era demasiado listo como para cometer esa tontería. No robó ningún manuscrito. Lo más probable es que esté oculto en la biblioteca.

—Entonces, ¿qué sospechas? —preguntó Shufoy.

—Comienzo a preguntarme si a Pepy no le sobornaron, si no le dieron oro o plata para que se marchara. No se hubiera marchado de un lugar tan cómodo como el templo de Horus a menos que tuviera la bolsa llena de plata. Creo que el asesino le sobornó y después ocultó el manuscrito para que la sospecha del robo cayera sobre nuestro erudito ambulante. Al cabo de poco tiempo, el asesino va a Tebas y quema a Pepy y la habitación, silenciando, para siempre, su lengua malévola.

—¿O sea que es posible que la muerte de Pepy no tuviera ninguna relación con las demás? —opinó Prenhoe.

—Es posible —admitió Amerotke—. Excepto que a Pepy y Neria los asesinaron por el mismo espantoso procedimiento.

—¿Y el padre divino Prem?

—Ah, eso también es diferente. —Amerotke bebió un trago de agua, directamente de la jarra—. El asesinato del padre divino Prem estuvo muy bien planeado, aunque casi falló. Una prostituta se encargó de distraer a Sato. Todo el mundo sabía que siempre estaba buscando alguna muchacha pero casi nunca tenía medios para realizar su deseo. El día que Prem murió, Sato regresó tarde. El asesino necesitaba tiempo para hablar con Prem, descubrir lo que de verdad sabía y revisar la habitación. Sato regresó antes de que el asesino terminara, pero este se había preparado para tal eventualidad y, al final, tuvo éxito. Prem fue silenciado.

—¿Qué me dices de la muerte del sumo sacerdote Hathor?

—No lo sé. Supongo que lo asesinaron solo para provocar el caos. O, una vez más, quizás Hathor vio o se enteró de algo. Sin embargo, no debemos olvidar que nadie sabía en qué mesa se sentarían los visitantes. El asesinato de Hathor pudo ser un mero capricho.

—¿Por qué? —insistió Prenhoe.

—El asesino se opone, con todas sus fuerzas, a que la divina Hatasu ocupe el trono. El asesinato y el caos seguidos por una conclusión que no decida nada hará muy poco en favor de la reputación de nuestro divino faraón entre los sacerdotes. —Amerotke exhaló un suspiro—. Y, finalmente, llegamos a Sato. El borrachín, gordo, lujurioso y torpe Sato, al que resultó tan fácil engañar. Pero entonces él recordó, y consecuentemente acabó en el reino de los muertos. —Amerotke se levantó y se calzó las sandalias—. Asural, enséñame lo que encontraste en la habitación de Pepy.

—¿Crees que alguna vez llegarás a descubrir la verdad? —preguntó Shufoy mientras todos se dirigían a la habitación del erudito.

—Yo también me hago la misma pregunta. Quizá nuestro bibliotecario llegue a encontrar algo, o puede que el asesino cometa, finalmente, algún error.

La habitación de Pepy era sencilla y parca en mobiliario. Las ventanas estaban cerradas; un jarrón, con las flores muertas, seguía en el alféizar. Aparte, unas cuantas esteras de juncos enrolladas contra la pared. Había un taburete y una silla de campaña. La cama era amplia con las patas rematadas como zarpas de león. Se habían llevado el colchón y las sábanas, dejando al descubierto las cuerdas trenzadas que hacían como de elástico. La cabecera del lecho era de madera oscura con los laterales dorados. Asural apartó la cama. Amerotke se puso en cuclillas. En la pared, detrás del cabezal, alguien había trazado un dibujo obsceno de dos personas copulando. Una estaba agachada y la otra, situada detrás, empujaba las nalgas de su pareja contra las ingles. Las habían trazado con la punta de una daga. La persona responsable había vestido a las figuras con lo que parecía la piel de un leopardo, la enseña de los sumos sacerdotes. Sobre la pareja aparecía dibujado un pequeño halcón.

—¿Esto es obra de Pepy? —preguntó Amerotke.

—Eso es lo que han declarado los sirvientes. Esbozó otros cuantos dibujos más, pero los taparon cuando pintaron la habitación. No se dieron cuenta de que estaba este. Ordené a los sirvientes que no lo tocaran hasta que tú volvieras.

—Parecen dos chicos copulando —comentó Shufoy—. Cosa bastante habitual entre los sacerdotes de los templos.

—Oh, sí —asintió Amerotke—. Pero depende de quiénes sean y, lo que es más importante: ¿Es esto lo que descubrió Pepy? ¿Algún escándalo sexual en el templo de Horus? A la vista de lo que conocemos sobre nuestro erudito ambulante, sospecho que quizás intentó chantajear a alguien. —Se levantó y empujó la cama para tapar el dibujo.

Llamaron a la puerta. Shufoy fue a abrir; Khaliv, el bibliotecario, entró en la habitación.

—Te he estado buscando, mi señor. Creo que he encontrado algo. Por supuesto, no puedo traerlo conmigo pero…

—¿Es importante? —preguntó Amerotke.

—No estoy muy seguro, señor. Lo mejor será que vengas conmigo y lo decidas por ti mismo.