CAPÍTULO IX
La gran puerta doble de cedro del Líbano estaba cerrada.
La luz de las antorchas o las velas se reflejaban en las placas de bronce, pulidas como espejos, que recubrían la puerta. Amerotke observó el brillo que le recordaba el reflejo del sol en el agua. Se acomodó a placer en los cojines y apartó la pequeña mesa, cubierta de platos de oro, copas y boles de plata que tenía delante. La sala de banquetes del templo de Horus era una magnífica estancia, con columnas rojas y doradas y paredes decoradas con magníficas imágenes que representaban escenas de la vida del dios. El tema del Halcón Dorado se repetía por todas partes. En las columnas habían tallados diversas inscripciones. El juez sonrió al leer una:
La cerveza y el vino rompen el alma en pedazos.
Un hombre que se entrega a la bebida es
como un camello sin joroba,
una casa sin pan, con las paredes agujereadas
y tambaleantes, y la puerta a punto de caer.
Un grupo de enanos, había uno que se parecía muchísimo a Shufoy, llevaban a una jauría de perros, a cuál más espléndido, con correas de plata, y también había chacales ataviados con chaquetas rojas bordadas con hilo de oro y esmeraldas encantadas.
Hani y su esposa ocupaban una mesa colocada sobre una tarima. Esclavos de muchas nacionalidades, vestidos con faldas blancas, ofrecían a los comensales bandejas servidas con platos de col roja, semillas de sésamo, de anís y de comino. Estos eran los aperitivos que secaban la garganta y hacían que el estómago anhelara la cerveza helada que servían. Amerotke había decidido, prudentemente, no probarlos.
Todos los presentes callaron cuando Hani se levantó, tambaleante, con una copa de oro en la mano. Alzó la copa y todas las cabezas se volvieron hacia el extremo más alejado de la sala, donde estaba la gran estatua de Horus, con la cabeza de halcón chapada en oro. Hani entonó la plegaria:
Vuelve tu rostro hacia nosotros, oh Halcón Dorado,
que con tus alas abarcas los dos mundos,
oh Pájaro de Luz que desvaneces
las tinieblas a tu paso.
Un murmullo de aprobación saludó sus palabras. Luego, se sirvieron los platos principales: ganso y codornices asadas y patas de cordero envueltas en lonchas de jamón. En una esquina, una orquesta de mujeres que tocaban la flauta doble, la lira y el arpa comenzó a interpretar una canción, acompañada por un coro que marcaba el ritmo con un sonoro palmeo. Los criados iban de mesa en mesa. En cada una depositaban una pequeña momia de madera dentro de un ataúd en miniatura. Mientras lo hacían, susurraban: «Miradlas y después bebed y sed felices porque, después de la muerte, acabaréis así».
Shufoy se guardó la suya en un bolsillo, continuó su conversación con Prenhoe. Amerotke se inclinó hacia la pareja para escucharlos mejor. El enano estaba decidido a convertirse en un destacado vendedor de remedios y pócimas en los mercados y bazares de Tebas; para ello, hacía todo lo posible para conseguir que Prenhoe le diera su apoyo.
—Te diré una cosa —murmuró Shufoy—. Si recoges la orina de una mujer embarazada y la mezclas con trigo, podrás saber si tendrá un varón; si la mezclas con cebada, descubrirás si será una niña.
Amerotke se mordió el labio inferior en un intento por controlar la carcajada.
—Amo, ¿crees que esto es gracioso?
—Si una mujer está embarazada —replicó el juez supremo—, es lógico que tenga un varón o una hembra.
—Sí, pero con las pruebas podrás determinar cuál será el sexo del bebé.
—¿Cómo? —preguntó Amerotke, llevado por la curiosidad.
—Por el cambio de color en la orina. —Shufoy hizo un gesto que abarcó la sala—. Aquí podría hacer un buen negocio, amo. —Señaló la variedad de pelucas que llevaban los sacerdotes y sus esposas, que estaban empapadas con los hermosos amasijos de perfume que les habían dado al llegar. Amerotke había rechazado la suya—. La mayoría se sienten muy bien, cómodos y tranquilos con sus pelucas. Después, todos y cada uno de ellos sufrirá de indigestión. Necesitarán pata de galgo, semilla de dátil mezclado con leche de burra y aceite de oliva. También podrían tomar una cocción de grama espolvoreada con…
Amerotke se echó a reír y le volvió la espalda. Estaba a punto de coger la copa de vino, cuando le sobresaltó un alarido que sonó al otro extremo de la sala. El sumo sacerdote Hathor se había levantado de un salto, con una mano en la garganta y la otra en el estómago. La bella concubina sentada a su lado le miraba con una expresión de horror. Hathor intentó dar un paso y levantó una mano como si quisiera sujetarse en el aire. Derribó la mesa y platos y copas rodaron por el suelo. Tenía el rostro amoratado, los ojos casi fuera de las órbitas y una espuma blanca le chorreaba de la boca. Amerotke le miró atónito, mientras el sumo sacerdote avanzaba tambaleante en su dirección. ¿Le había dado un ataque? Cesó la música. Los criados corrieron en su ayuda, pero Hathor los detuvo con un ademán. Cayó de rodillas, boqueando como un pez fuera del agua, y a continuación se desplomó de bruces, con los brazos estirados mientras las piernas se movían espasmódicamente. Amerotke salió de su asombro y se levantó de un salto. Puso el cuerpo del sacerdote boca arriba, sin preocuparse del charco de orina que manchaba la faldilla del hombre. Le sujetó la barbilla y le metió los dedos en la boca, quizá se había atragantado, pero no encontró nada. Era consciente de que Hathor agonizaba, tenía la piel pegajosa y fría, y el pulso, en la arteria del cuello, era cada vez más débil. Los afilados dientes del hombre le lastimaron los dedos al sacarlos. Los comensales formaron un círculo alrededor del juez y el sacerdote. Mandaron a llamar a un físico del templo, pero ya nada se podía hacer para salvarlo. Hathor se retorció por un instante, sacudió las piernas y luego su cabeza cayó hacia un costado.
—Ha muerto —anunció Amerotke.
—¡Despejad la sala! ¡Despejad la sala! —gritó Hani.
Aparecieron los guardias del templo armados con lanzas y escudos de cuero, que se encargaron de que los sirvientes, las bailarinas, las integrantes de la orquesta y las concubinas se marcharan inmediatamente. Levantaron el cadáver de Hathor y lo llevaron a un lecho improvisado con cojines. El físico del templo apareció en cuestión de minutos. Se sentó en cuclillas junto a Hathor y le palpó el estómago, le auscultó el pecho y le levantó los párpados. Lo mismo que a Amerotke, le extrañaba lo rápido que se había enfriado el cadáver.
—¿Qué comió y bebió?
El sumo sacerdote Amón se acercó de inmediato. Cogió una de las bandejas dejadas por uno de los sirvientes, recogió los platos y los copas de los que había comido y bebido Hathor. El físico inspeccionó los alimentos y la bebida y después sacudió la cabeza.
—¿Qué es? —preguntó Hani.
—Padre sagrado —contestó el físico—, no estoy absolutamente seguro, pero la muerte del sumo sacerdote Hathor parece haber sido provocada por…
—¿Veneno? —intervino Osiris—. Lo han envenenado, ¿verdad?
El físico asintió.
—¿Cuál es el veneno? —le interrogó Amerotke.
El físico meneó la cabeza al escuchar la pregunta.
—Mi señor, no lo sé, pero en los bazares de Tebas es muy fácil comprar unos polvos que matan a un hombre en cuestión de segundos.
Los otros sumos sacerdotes miraron a Hani con una expresión acusadora.
—Creía que aquí estábamos seguros —declaró Amón—. Pero ahora parece que nadie está a salvo en el templo de Horus.
Los otros cuatro asintieron a plena voz.
—Tendríamos que marcharnos —opinó Isis—. Hay que dar por concluida la reunión del consejo.
Una vez más, estas palabras merecieron la aprobación de los otros sumos sacerdotes.
—Eso no puede ser —manifestó Amerotke, a la vista de que Hani parecía demasiado confundido como para hacerse cargo de la situación. Vechlis tampoco parecía estar muy en sus cabales. Miraba el cadáver boquiabierta, con una mano levantada, como si le resultara imposible creer que estuviera muerto.
—¿Por qué no? —replicó Osiris—. El físico acaba de decir que Hathor fue envenenado. ¿Cuántos más han de morir? ¿Hasta que nos maten a todos? ¿Es por eso que estamos aquí? ¿Su Majestad nombrará a otros más de su agrado cuando nosotros ya no estemos?
—Si repites ese comentario fuera de esta sala —le advirtió el juez con un tono severo—, te acusaré de traición.
El color desapareció del rostro de Osiris; parpadeó asustado y murmuró algo por lo bajo.
—Padre sagrado —añadió Amerotke, tomando la mano de Hani—, solo tenemos la opinión de este físico sobre la causa de la muerte de Hathor. Quizá no lo hayan envenenado. —Su tono demostraba una confianza que en realidad no sentía—. Pero si se ha cometido un asesinato, entonces es un error atribuir culpas sin una investigación formal. —Señaló a Osiris con el dedo—. ¿Qué te hace sospechar que tu anfitrión, o el divino faraón, han tenido algo que ver con la muerte de este hombre? —Miró, por encima del hombro, hacia el lugar donde Shufoy y Prenhoe seguían los acontecimientos.
—Mi señor Amerotke tiene razón —afirmó Hani, que por fin recuperó el dominio sobre sus emociones—, llamaré a otros para que examinen el cadáver.
Dio media vuelta y se dirigió a la salida seguido por los demás. Recorrieron un pasillo hasta una pequeña habitación que se utilizaba como sala de espera para los invitados o visitantes especiales del templo. Había un banco adosado a la pared. Los sumos sacerdotes, junto con Vechlis y Amerotke, se sentaron en silencio mientras Hani atrancaba la puerta, y después se apoyaba contra la madera, con la cabeza echada hacia atrás. El juez vio que temblaba; con independencia de cual fuera la verdad, Hani tendría que asumir su parte de responsabilidad en estos terribles asesinatos. Después de todo, él era el anfitrión, el responsable de las vidas y la seguridad de sus invitados.
—Lo siento —manifestó Hani con voz ahogada. Se quitó el lujoso collar que llevaba alrededor del cuello y a punto estuvo de arrojarlo al suelo. Después, se desabrochó los brazaletes de ceremonia y se los dio a su esposa. Por último, se sentó en el suelo, con la espalda contra la puerta, moviendo la cabeza atrás y adelante como si estuviera en trance.
—No debemos formular acusaciones —declaró Vechlis. Fue a sentarse en cuclillas junto a su marido, y le entregó un cojín para que estuviera más cómodo.
—¿Qué sugieres, mi señor Amerotke? —preguntó Isis.
—Estamos aquí por orden del divino faraón. Todos sabéis lo que habéis venido a debatir aquí. Si nos marchamos, no habremos resuelto nada. El divino faraón nos ordenará que continuemos con el debate en otro lugar y en otro momento. —Amerotke hizo una pausa. «Sí», pensó, «y para entonces el daño ya estará hecho».
Sus palabras fueron acogidas con protestas y exclamaciones. Amón se levantó para acercarse a la puerta, que empezó a golpear con los puños.
—¡Vine aquí para hablar, no para morir! —proclamó.
Hani, ayudado por su esposa, se puso en pie y se pasó las manos por el rostro.
—Nadie morirá —afirmó—. Amerotke está en lo cierto. Tenemos asuntos importantes que discutir.
Llamaron a la puerta. Amerotke atendió la llamada. Se encontró con Asural, que no había asistido a la fiesta. La expresión del policía era grave.
—Me he enterado de lo ocurrido, mi señor —susurró—. Otro físico ha examinado el cadáver, y también lo ha hecho Shufoy, que tiene algunos conocimientos de venenos. El padre sagrado Hathor fue asesinado.
—Será mejor que entres. —Amerotke le hizo pasar y a continuación cerró la puerta—. Nuestros temores más pesimistas se han confirmado —anunció—. El capitán de la guardia de la Sala de las Dos Verdades me asegura que Hathor fue envenenado.
—¿Cómo? —preguntó Amón.
—No lo sé, mi señor —respondió Asural—. Ambos físicos, y también el sirviente de mi señor Amerotke, dicen que fue un veneno de acción fulminante.
—Por lo tanto, tuvo que ser administrado durante la fiesta —señaló Hani.
—Sí, mi señor.
—En cuyo caso —manifestó Amerotke—, tuvo que ser cuando sirvieron el primer plato. Pero la comida fue servida en bandejas. Hathor comió lo mismo que todos nosotros.
—Lo mismo es válido para la cerveza —apuntó Hani.
—Pero las copas de cerveza ya estaban en las mesas —les recordó Isis.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Vechlis.
—Todos entramos en la sala —comentó el juez supremo—. Todos ocupamos nuestros asientos. En la mesa de cada uno había platos, bandejas y un vaso de cerveza. Sirvieron el primer plato y la bebida, y después retiraron los platos y los vasos. Por lo tanto, el veneno ya estaba en el vaso de Hathor antes de iniciarse el banquete. Sirvieron el plato caliente y Hathor, como el resto de nosotros, se bebió la cerveza rápidamente.
—¿Es posible? —preguntó Hani.
—¿Por qué no? —replicó Amón—. ¿Cuántos de nosotros recuerdan haber comprobado nuestros vasos antes de que nos sirvieran? Hubiese sido muy fácil echar unos polvos que se disolvieran cuando sirvieron la cerveza. Si Hathor notó algún sabor extraño, probablemente, como hubiéramos hecho todos nosotros, lo atribuyó a las especias, sin darse cuenta hasta que fue demasiado tarde.
—Resulta obvio que sería inútil interrogar a todos los que entraron y salieron de la sala de banquetes antes de que nos sentáramos —opinó Amerotke—. La lista sería interminable: sirvientes, músicos… Se pudo obrar en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué harás, Amerotke? —preguntó Osiris—. ¿Montar aquí tu tribunal?
—Puede que llegue a eso —contestó el juez supremo—. Sin embargo, mi señor Hani, tendré que ausentarme mañana por la mañana. Tengo asuntos que atender en la Necrópolis.
—¿Te estás construyendo una tumba? —se mofó Isis.
—Mi vida descansa en la palma de mi dios —replicó Amerotke, tajante. Se dirigió otra vez al sumo sacerdote de Horus, poco dispuesto a dejarse enredar en una disputa personal con estos sacerdotes rencorosos—. Mi señor Hani, es un asunto urgente.
—¿Necesitas la barca del templo? —preguntó Hani.
—Así es. Mi escriba Prenhoe se quedará aquí, partiré a primera hora de la mañana y espero estar de regreso al mediodía. En cuanto a los demás —añadió Amerotke, levantándose—, poco más se puede decir o hacer, pero os ruego que toméis precauciones. —Saludó a Hani, no hizo caso de los demás, y salió de la habitación con el gesto serio y paso decidido.
Volvió a sus aposentos. Le contó a Shufoy lo sucedido, y preguntó al enano si le habían asignado habitación.
—Tengo mi propia cámara —declaró Shufoy. Se ajustó la túnica sobre los hombros—. Como corresponde a un practicante de la medicina.
Amerotke se sentó en una silla y sonrió a su incorregible sirviente y amigo.
—¿De verdad eres un practicante, Shufoy?
—Cuando haya acabado mi preparación, amo, sabré más que toda esa pandilla de charlatanes y buscavidas que se proclaman a ellos mismos como físicos. Seré un especialista. —Shufoy proyectó hacia afuera el labio inferior, una clara señal de que ya había decidido el camino a seguir—. Me convertiré en guardián del ano, experto en curar las enfermedades de los intestinos.
—Esa es quizás una declaración muy adecuada para poner fin a un día como este —comentó el juez supremo.
Se quitó los brazaletes, los anillos, el pectoral y la túnica blanca. Se ajustó el taparrabos y se acostó en la cama. Shufoy se acercó para cubrirlo con la sábana de lino.
—Revisa la habitación —añadió Amerotke, con voz somnolienta.
—Ya lo he hecho, amo. Ningún áspid, escorpión o serpiente venenosa se atreverá a entrar aquí. He frotado todos los zócalos con grasa de mangosta.
Amerotke esbozó una sonrisa y se quedó dormido, satisfecha su curiosidad de saber a qué se debía el olor, un tanto peculiar, en esta habitación que siempre había olido tan bien.
Durmió hasta tarde. Shufoy tuvo que sacudirlo para que se despertara. Tenía la cabeza embotada. Salió al balcón que miraba al norte, de donde soplaba el aliento de Amón. Se puso de rodillas, con la frente apoyada en el suelo y rezó por él mismo y su familia. Después fue a nadar al lago sagrado y dejó que Shufoy le hiciera un masaje en brazos y piernas. Se afeitó delante del espejo que sostenía Shufoy, que no calló ni un momento. El enano solo pensaba en nuevos remedios y pócimas. Amerotke se vistió y, ante la insistencia de Shufoy, que llevaba su arco y la aljaba, aceptó ceñirse el cinturón de guerra. Tomaron el desayuno con otras personas del templo, sentados en la hierba todavía húmeda del rocío del amanecer. La brisa traía las voces de los sacerdotes que entonaban los himnos del primer oficio del día.
El sol brillaba con fuerza y disipaba la bruma matinal cuando se dirigieron al pequeño embarcadero del templo. Amerotke estrechó la mano de Prenhoe, le recomendó que tuviera mucho cuidado y después recorrió el camino pavimentado con ladrillos rojos hasta la escalerilla donde estaba amarrada la embarcación.
Era una barca larga y esbelta, hecha de haces de totoras entretejidas, que llevaba el nombre de Gloria de Horus. Tenía un solo mástil, con la vela suelta y la proa, alta y curvada, estaba rematada por un mascarón que reproducía la cabeza de un halcón. En el castillo de popa se sentaba el piloto, con una mano apoyada en la barra del timón. A cada banda había dos remeros. Junto a la escotilla que daba acceso a la bodega, habían instalado una pequeña toldilla con cojines, para que los pasajeros pudieran viajar cómodos y a la sombra. Amerotke, Asural y Shufoy se instalaron debajo de la marquesina. El piloto gritó una orden y los remeros apartaron la embarcación del muelle y dejaron que los arrastrara la corriente antes de virar para meterse en la bruma y atravesar el río hasta la Necrópolis.
En el muelle y la ribera la actividad crecía por momentos; los tripulantes y los pasajeros contemplaron a los sacerdotes y sacerdotisas de un templo menor que se acercaban al río para practicar sus alegres ritos acompañados por una cacofonía de crótalos, flautas, cuernos, címbalos y panderos. Los hombres y las mujeres se movían al son de estos instrumentos, ejecutando una danza alrededor de las estatuas sagradas que portaban. El ritmo se acrecentó, y los fieles comenzaron a mover los brazos y las piernas a una velocidad casi frenética. Enanos danga, con unos grandes sombreros de paja conocidos como corona del faraón, hacían unas cabriolas tan violentas que se les rasgaban las prendas.
—Tendríamos que unirnos a ellos —gritó uno de los remeros, de buen humor.
Los demás marineros respondieron a la propuesta con comentarios a cuál más obsceno. Shufoy se limitó a hacer un gesto despectivo. Asural, que siempre se mostraba más juicioso, manifestó que estaban borrachos y que debían ir con mucho cuidado, no fuera a ser que alguno cayera al río.
—Esta es una zona donde abundan los cocodrilos —advirtió.
Amerotke miró más allá de los árboles, donde se vislumbraban las terrazas, los templos y las mansiones de Tebas. Se preguntó qué estarían haciendo Norfret y sus dos hijos. El piloto gritó una orden, la embarcación comenzó a virar y los remeros continuaron bogando rítmicamente. La vela con las armas de Horus se hinchó con el viento; los marineros tensaron los cabos y maniobraron la vela para que aprovechara al máximo la fuerza del viento. Se oyó un estrépito procedente de la bodega. Amerotke, alarmado, miró a uno de los remeros.
—Solo son los cántaros de agua. —El hombre sonrió y al hacerlo enseñó los dientes sucios y rotos—. Espero que esos idiotas los hayan sellado como es debido. Nuestra comida y nuestra ropa están en la bodega.
Amerotke se tranquilizó. La embarcación adquirió velocidad. Los remeros levantaron los remos mientras el viento empujaba la nave. Solo volverían a encorvar las espaldas y a bogar si cesaba el viento.
Cesó el viento, la vela perdió toda utilidad. El piloto gritó una orden a los remeros y uno de ellos comenzó a cantar: «Mi chica tiene las tetas grandes y jugosas, más dulces que cualquier fruto». El estribillo fue coreado por sus compañeros. La embarcación avanzó, mientras los remos emergían y bajaban al ritmo del canto.
Amerotke miró por encima del hombro y vio las verdes escamas de la cabeza de un cocodrilo, con los ojos a flor de agua, que nadaba directamente hacia ellos. No era algo desacostumbrado. Los cocodrilos se calentaban en la orilla y después se zambullían en el agua en busca de comida.
Asural había seguido la mirada del juez. Lo cogió del brazo.
—¡Mira, mi señor, detrás de nosotros!
Habían aparecido más cocodrilos. Cinco, seis, siete. Otros se agrupaban por la banda de babor. El piloto también había advertido la presencia de los saurios y se había levantado con una expresión de alarma en el rostro.
—¿Qué está pasando? —gritó.
Como si fuera respuesta a su pregunta, la embarcación se sacudió como si hubiera chocado contra una roca sumergida. Se escuchó un sonoro golpe en la banda de estribor, seguido por otros topetazos y chapoteos.
—¡Nos atacan! —vociferó uno de los remeros. Soltó el remo y se levantó para mirar por encima de la borda.
Shufoy colocó una flecha en su arco. Asural y Amerotke desenvainaron las espadas. La embarcación se sacudía como azotada por una tempestad. Ahora ya no había ninguna duda, los cocodrilos les rodeaban y se sumergían para golpear la nave con sus poderosos hocicos por debajo de la línea de flotación.
Amerotke, horrorizado, presenciaba la escena. Un enorme cocodrilo saltó del agua con las fauces abiertas y sus dientes afilados se clavaron en el cuello de uno de los remeros. El juez corrió en su ayuda, pero el hombre cayó por la borda. Shufoy disparó una flecha que rebotó en la piel del cocodrilo. El hombre emergió, por un momento, dando alaridos. Otros cocodrilos se lanzaron sobre la víctima. Una bestia enorme cerró sus terribles mandíbulas alrededor de la cintura del desgraciado, mientras su cola batía el agua, teñida de rojo con la sangre del remero. El piloto no dejaba de dar órdenes, en un intento por restablecer la disciplina.
—¿Qué los ha atraído hacia nosotros? —preguntó Asural.
Amerotke apartó los cojines, levantó la escotilla de la bodega y bajó los peldaños de madera. Vio los cántaros, tumbados y abiertos, en el fondo de la embarcación. El agua potable le empapó las sandalias. Pero había algo más, un olor que recordó a Amerotke los mataderos del templo. Un tremendo golpe sacudió el casco. Vio que el agua del río había empezado a filtrarse por los haces de totoras entretejidas. Se agachó para recoger un poco de agua en el cuenco de la mano, se la acercó a la cara para olería, e inmediatamente corrió a cubierta.
—¡Es sangre! —gritó—. ¡Los cántaros están llenos de sangre!
Asural, Shufoy y los demás lo miraron boquiabiertos. Acababan de comprender lo desesperado de la situación. Una embarcación como esta no podía llevar sangre ni carne de ningún tipo, sobre todo en un tramo del río donde abundaban los cocodrilos.
—Las bestias la huelen —manifestó Asural. Se sujetó cuando la embarcación volvió a sacudirse con nuevos topetazos.
Todos se mantuvieron apartados de las bordas. Amerotke empujó a los hombres a los bancos, y después se sentó él también para sujetar el remo del hombre muerto.
—¡Venga! —gritó—. ¡Remad, remad! ¡Remad o nos hundiremos!
Los remeros obedecieron en el acto. El piloto sujetó la barra del timón. Amerotke se inclinó sobre el remo. Asural montaba guardia en una borda y Shufoy en la otra. El juez comenzó a sudar, y sintió el dolor en los músculos de la espalda y los brazos provocado por el esfuerzo de bogar, pero consiguió mantener la cadencia establecida por los otros remeros. Se concentró en la tarea, sin hacer caso a los gritos de Shufoy. Cada vez les costaba más avanzar, a medida que las grietas y boquetes en el casco se hacían mayores y el agua penetraba en la bodega. Ahora navegaban con el casco sumergido por debajo de la línea de flotación. Shufoy disparaba sus flechas, que no hacían mella en la coraza de escamas de las enormes bestias del río. Los cocodrilos, frenéticos por el olor de la sangre, atacaban lo que fuera, incluidos sus congéneres.
La embarcación apenas si se movía. Se levantó la brisa, pero ya no había tiempo para desplegar y maniobrar con la vela. Amerotke solo pensaba en los tremendos golpes asestados contra el casco. Una y otra vez los cocodrilos levantaban las cabezas fuera del agua y hacían sonar sus enormes mandíbulas. Uno de los remeros, dominado por el pánico, abandonó el banco, pero Asural lo obligó a volver a su puesto amenazándolo con la espada. El vigía de popa había empuñado la campana y la tañía con desesperación para transmitir la señal de que una embarcación corría peligro de naufragar. El agua, mezclada con sangre, comenzó a fluir a borbotones por la escotilla.
Amerotke cerró los ojos y rezó a Maat. Si la embarcación se hundía, muy poco podrían hacer para salvarse. Los cocodrilos acabarían con todos ellos en cuestión de minutos. Los accidentes de esta índole solían ocurrir, con cierta frecuencia, en el Nilo: hombres jóvenes bajo los efectos de la bebida que olvidaban el peligro de estos monstruos del río eran las víctimas habituales. Los cocodrilos se habían aficionado a la carne humana. Devoraban los cadáveres de los ahogados y atacaban a los que se acercaban, imprudentemente, a la orilla.
De pronto, como si se tratara de una respuesta a su plegaria, Amerotke escuchó los tañidos de otra campana. Miró a la izquierda. Una enorme barca roja y verde apareció en medio de la bruma. La proa, rematada con un mascarón que reproducía una flor de loto, cortaba el agua a toda velocidad. El juez intentó mantener a los remeros en sus puestos, pero uno de ellos, al tiempo que daba voces y agitaba los brazos, se levantó para correr hacia la borda. Un cocodrilo más rápido que los demás saltó del agua como un gato que se lanza sobre un pájaro. Mordió al hombre por debajo del brazo y lo arrastró al agua en un abrir y cerrar de ojos.
—¡No os mováis! —gritó Amerotke—. ¡Recoged los remos!
Los hombres obedecieron. La embarcación que acudía a socorrerlos estaba cada vez más cerca. Los remeros eran mujeres con los pechos al aire, y Amerotke comprendió que debía tratarse de una nave de recreo donde estaban celebrando una fiesta de boda. El piloto maniobró en el momento preciso y las dos embarcaciones quedaron abordadas. El juez creyó, por un momento, que la Gloria de Horus iba a hundirse al golpear contra la otra nave, pero se mantuvo firme.
Se oyeron gritos. Lanzaron escalas de cuerda. Amerotke ayudó a Shufoy a trepar por una de ellas, después hizo lo mismo con Asural. Le siguieron el resto de los tripulantes. Amerotke fue el último en subir. Vio los rostros de sus salvadores, las manos que se tendían para ayudarle y que lo alzaron por encima de la borda. Se dejó caer, hecho un ovillo, sobre la cubierta.
Notó las suaves caricias de unas manos en su rostro, al tiempo que lo alzaban para trasladarlo a la sombra de la gran toldilla, junto al mástil. Olió los perfumes, entrevió las telas rojas, amarillas, azules y verdes. Lo dejaron sobre unos cojines. Alguien le puso una copa de vino helado en las manos. Bebió un trago pero le entraron nauseas y permaneció sentado con la cabeza baja. Le temblaban todos los músculos del cuerpo como resultado de la tensión pasada. Bebió otro trago de vino, y después, miró a sus salvadores. La embarcación era casi tan grande como una galera de guerra. Estaba decorada con una multitud de ramos de flores, gallardetes de colores y por todas partes se veían mesas con platos de comida y copas. Un joven con una guirnalda de flores alrededor del cuello se sentó en cuclillas delante del juez.
—No estabas invitado a nuestra boda —dijo el desconocido con una sonrisa—. Pero eres bienvenido.
Amerotke le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Te prometo —murmuró—, que buscaré a un sacerdote para que cante tus alabanzas a los dioses.
Miró en derredor, Shufoy y Asural no parecían estar mucho mejor que él. Uno de los marineros había perdido el conocimiento, los otros sollozaban de felicidad por haber salvado la vida. Amerotke se puso en pie y, con paso inseguro, se dirigió a proa. La embarcación estaba dando la vuelta. Miró por encima de la borda. La barca del templo apenas si se mantenía a flote. A su alrededor, los cocodrilos seguían atacando el recio casco de totoras, ansiosos por alcanzar la sangre que seguía atrayéndolos con su olor de matadero.