CAPÍTULO VII

Las palabras de Amerotke atenuaron la arrogancia de los sumos sacerdotes. Sengi asintió, complacido. Vechlis juntó las manos en un aplauso silencioso. Hani sonrió.

—Has dicho la verdad, mi señor Amerotke —afirmó—. Tu brusquedad es bien conocida.

—No pretendía ser brusco —manifestó el juez—, solo franco. Mirad este templo. Los jardines son amplios y soleados, las rosas, los lirios de agua y las flores de loto perfuman el aire. Los racimos de uva cuelgan maduros. Las columnatas son frescas, pero hay lugares oscuros, galerías angostas, rincones en sombras. Durante la noche, cuando reinan las tinieblas, ¿quién estará seguro? Podemos quedarnos aquí sentados y charlar, pero recordad por qué estoy aquí. Dos sacerdotes, eruditos, escribas, pertenecientes a la alta jerarquía del templo de Horus, han sido brutalmente asesinados. Las muertes no comenzaron hasta que se convocó está reunión del consejo. Creo, y con esto no quiero asustaros, que el asesino está aquí, entre nosotros. —Amerotke exhaló un suspiro—. Después de acabar aquí, quiero visitar las salas y galerías debajo del templo. No olviden que yo también estoy amenazado por el peligro.

—Mandaré que enciendan las lámparas y las antorchas —dijo Hani—. Has dicho la verdad, mi señor. Todos debemos caminar siempre atentos a la sombra roja de Seth.

Los demás sacerdotes asintieron a regañadientes, con unas expresiones truculentas. No obstante, Amón, Osiris, Hathor, Anubis e Isis acabaron por aceptar las palabras de Hani. A Amerotke le costaba sentir algún aprecio por estos hombres duros, dominados por la ambición. El acceso de Hatasu al poder les daba la oportunidad de completar y exhibir su poder, y estaban dispuestos a no desperdiciarla. El juez esperaba sus protestas, que descubrieran la trampa oculta en sus recomendaciones: que el templo de Horus era un lugar peligroso, y, por lo tanto, cuanto antes terminaran sus deliberaciones, antes podrían marcharse.

—¿Tienes más preguntas? —le preguntó Osiris.

—Sí. La muerte del padre divino Prem es un misterio en toda regla. Estaba estudiando las estrellas, dejó la terraza de la torre y bajó a su habitación. Fue entonces cuando lo asesinaron brutalmente, pero cuando abrieron la puerta, el asesino ya había huido. ¿Cómo? El criminal no pudo escapar por la ventana. Hubiera necesitado una escala de cuerdas; en la tierra húmeda al pie de la torre no había huella, y el asesino hubiese precisado más tiempo para escapar.

—Efectivamente, es un misterio —asintió Sengi.

—En realidad, hay dos misterios —añadió Amerotke—. Primero, ¿cómo hizo el asesino para matar al padre divino y luego escapar? Segundo, ¿por qué llegar a estos extremos?

—¿A qué te refieres? —preguntó Hathor.

El juez supremo extendió las manos en un gesto muy expresivo.

—El padre divino a menudo salía a pasear por el jardín o descansaba a la sombra de un árbol. Comía y bebía. Una flecha o una copa envenenada hubieran acabado con él con tanta eficacia como un golpe en la cabeza en su propia habitación.

El joven bibliotecario fue el primero en romper el silencio que siguió a las palabras de Amerotke.

—Hay una cosa clara —manifestó. Se pasó la lengua por los labios, mientras miraba nervioso a su sumo sacerdote—. El padre divino Prem murió como si hubiese sido atacado por una pantera —señaló las estanterías que tenía detrás—. En las viejas crónicas abundan los relatos de la crueldad de los hicsos; utilizaban bestias feroces, leopardos y panteras para cazar y matar a sus enemigos. Los guerreros hicsos también llevaban una porra de bronce, con una garra de pantera disecada en un extremo.

—¿Todavía existen esas porras? —preguntó Amerotke.

—Tenemos objetos que proceden del tiempo de los hicsos. Los puedes encontrar en la Casa de la Guerra. —Se refería a la armería del templo—. Hay artesanos que todavía las fabrican para venderlas en el mercado.

—Pero ¿por qué no utilizar, sencillamente, una porra o una daga? —replicó el juez supremo.

Todas las miradas se centraron en el joven escriba, que se ruborizó al ver que era objeto de la atención de sus superiores.

—La torre es muy antigua —respondió—. Se dice que la construyeron los hicsos, que emplearon a sus esclavos para edificarla. Cuando el abuelo del faraón atacó a los hicsos, los bárbaros a menudo utilizaron estas torres como centros de resistencia.

—¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte del padre Prem? —preguntó Osiris con un tono desabrido.

Amerotke le hizo un gesto al bibliotecario para que no atendiera a la pregunta y continuara con sus explicaciones.

—Las leyendas relatan que los hicsos mezclaban sangre humana con la arcilla y el agua que empleaban para hacer los ladrillos, y que enterraban a prisioneros vivos en los cimientos como una ofrenda a su dios de la guerra. La torre tiene la fama de estar poblada por los espíritus de aquellos pobres desgraciados y de los hicsos que murieron en la batalla. —El escriba hizo una pausa—. Una teoría posible es que el asesino quisiera sembrar la intranquilidad y el miedo entre los que vivimos en el templo. No hay nada como una historia de fantasmas y asesinatos misteriosos y brutales a manos de fuerzas desconocidas para inquietar las mentes y las almas de nuestra comunidad.

Amerotke observó al bibliotecario con mucha atención: delgado, con el rostro afilado, la cabeza rapada y la nariz un poco desviada, como si se la hubiera roto en alguna ocasión. Parecía un tanto presumido; en el lóbulo de la oreja derecha llevaba un pendiente que era un anillo de oro. El juez estaba admirado de la inteligencia y el poder deductivo del joven.

—¿Cómo te llamas?

—Khaliv, mi señor.

—¿Todo esto lo has razonado tú solo?

El joven asintió, con los labios apretados.

—Entonces has hecho muy bien, mi señor Hani —dijo Amerotke al sumo sacerdote de Horus—. En el templo de Maat estaríamos orgullosos de contar con un escriba como vuestro bibliotecario.

—Hay algo más —añadió Khaliv—. Los hicsos eran una raza guerrera. Trataban a las mujeres, incluidas las propias, como animales. No había ninguna característica femenina en su dios.

—¡Ah! —Amerotke se inclinó sobre la mesa—. ¿Estás diciendo que el asesinato del padre divino Prem en la torre fue un acto planeado, y que se ejecutó para sembrar la inquietud entre la comunidad del templo en un momento en el que los sumos sacerdotes de toda Tebas están discutiendo el ascenso de la divina Hatasu al trono de la Eternidad?

—Sí, mi señor.

—Creo que has dicho la verdad. —Amerotke levantó un dedo como señal de advertencia a los sacerdotes reunidos—. En circunstancias normales, discutiríamos el ascenso del faraón en un ambiente de serenidad. Ahora, en cambio, estamos inmersos en un caos sangriento, amenazas secretas y asesinatos misteriosos.

—Pero no nos amedrentarán —afirmó Amón—. La voluntad de los dioses en el tema que nos ocupa será proclamada.

Amerotke comprendió, al ver la expresión obstinada en el rostro de Amón, que el sumo sacerdote ya tenía tomada su decisión. Pero ¿se trataba de una cuestión de principios, o es que Hatasu lo había ninguneado? O lo que era todavía peor, ¿se había negado a sobornarlo? El juez percibió la sensación de inquietud. Ahora entendía por qué Hatasu había insistido en que asistiera a las reuniones. Si los sumos sacerdotes como Amón se salían con la suya, el reinado de Hatasu se vería constantemente minado por la animosidad silenciosa y los rumores maliciosos propalados por la casta sacerdotal de Tebas.

—Comprendo las razones para el asesinato de Neria —manifestó tajante—. Pero ¿por qué matar a Prem?

—Era un erudito —contestó Hani—. Él también estaba interesado en el tema de la sucesión de una mujer al trono de Egipto.

—¿Había una relación íntima entre Prem y Neria? —preguntó el juez supremo.

—Eran muy amigos —explicó Vechlis—. Pero no eran colegas en los estudios. Su relación estaba más en un nivel espiritual. Neria consideraba a Prem como su consejero.

—¿Acudía a él en busca de consejo y orientación?

—Todos los sacerdotes de este templo escogen a un consejero —respondió Hani.

—Por lo tanto, es posible que Neria descubriera o viera algo que después comentó a Prem. La consecuencia fue que ambos quedaron sentenciados a muerte. Pero, de qué se trataba, por qué tenían que morir y a manos de quién acabaron asesinados continúa siendo un misterio.

—Eso también significa —apuntó Vechlis— que el asesino debe conocer el secreto.

—Sí, sí, por supuesto —admitió Amerotke—. El siguiente paso está en preguntarnos: ¿con quién más, de este templo, pudieron hablar Neria y Prem?

Todas las miradas se centraron en Hani. El sumo sacerdote palideció, y para disimular la inquietud, se secó los labios con el extremo de su cinturón de lino.

—No se nada —afirmó—. Absolutamente nada. Mi señor Amerotke, ¿has acabado?

—Por el momento.

El juez supremo permaneció sentado mientras los demás se retiraban. Solo Khaliv no los siguió.

—¿Necesitas algo más, mi señor?

—¿Los registrarán? —Amerotke señaló hacia la puerta.

—No, mi señor, solo si han solicitado estudiar algún manuscrito. Entonces, llamo a los guardias y se sigue el procedimiento habitual.

Amerotke le dio las gracias, y el bibliotecario se retiró a una pequeña cámara junto a la entrada. El juez contempló las estanterías. Escuchó con atención. Nada perturbaba la armonía de esta hermosa sala que olía tan bien. Intentó poner un poco de orden en los pensamientos e imágenes que se amontonaban en su mente. El caso de la joven Dalifa enamorada de su nuevo marido. Recordó el rostro arrogante de Antef, el odio que se reflejaba en sus ojos. Bien, por el momento no podía hacer nada al respecto. ¿Y Rahmose, que ahora estaba en arresto domiciliario bajo sospecha de asesinato? El juez era consciente de que tendría que ir a la Sala del Mundo Subterráneo, que tendría que ver el lugar con sus propios ojos. Para hacerlo necesitaría una escolta militar. El oasis de Amarna era un lugar peligroso, no solo por la presencia de leones devoradores de hombres; los pobladores del desierto, los nómadas, y los ladrones nubios siempre estaban al acecho de alguna víctima fácil. Por cierto, cuanto más pensaba en el caso, más sospechoso le resultaba.

Rahmose había actuado de una forma muy estúpida, o muy pérfida. ¿Por qué se había llevado los caballos? ¿Qué había ocurrido a aquellos dos jóvenes, que eran soldados bien entrenados? Sin duda, no podían haber desaparecido, sin más, de la faz de la tierra. ¿Cuándo podría ir allí? ¿Qué haría con este otro asunto? Neria había sido víctima del más espantoso de los asesinatos. El crimen de Prem era realmente misterioso. ¿Cuál era la conexión entre ambos? Neria era la clave. Había trabajado en esta biblioteca, pero también había visitado los pasadizos secretos debajo del templo donde lo había asesinado.

A Amerotke comenzaron a pesarle los párpados. Se abrió la puerta de la biblioteca y entró Vechlis seguida por una doncella.

—Tendrías que descansar. —La primera concubina sonrió. Se había mudado de ropa. Ahora vestía una túnica blanca de pura lana ceñida a la cintura por un cinturón entretejido con hilos de plata y se había quitado la peluca. Amerotke se fijó en que ahora parecía mucho más joven; una mujer alta y nervuda, pero grácil y majestuosa—. Voy a nadar un rato —anunció.

—Supongo que no irás a bañarte al Nilo —bromeó Amerotke.

La sacerdotisa miró, de soslayo, a la doncella que esperaba en el umbral.

—¡Estoy segura de que ello le encantaría a algunos de los colegas de mi marido! El tramo del río que da a nuestro templo está infestado de cocodrilos, pero quizá no me hagan caso. Ya no soy el tierno bocado que era en otros tiempos.

—Todavía eres hermosa —afirmó Amerotke—. Cuando venía a la Casa de la Vida…

—¡Calla, calla! —Vechlis levantó una mano y restregó los pies contra el suelo—. Los bellos recuerdos me entristecen. Los demás están comiendo en el jardín. Tendrías que ir con ellos, Amerotke. Aunque les moleste tu presencia.

—¿Les moleste?

—Te tienen miedo. A ti siempre te ha gustado preguntar. ¡Esa voz incisiva que tienes, los ojos como dagas! Es fácil comprender por qué los criminales de Tebas se estremecen al escuchar tu nombre.

—Ahora eres tú quien me halaga —replicó el juez, risueño.

Vechlis se echó a reír y abandonó la sala. Amerotke exhaló un suspiro mientras se levantaba. Tenía hambre y estaba un poco cansado, pero había decidido que visitaría las galerías secretas y la tumba de Menes, el faraón Escorpión.

Salió de la biblioteca y, después de pedirle a un sirviente que le indicara el camino, anduvo por las galerías y los pasillos desiertos. Había partes del templo que eran amplias y bien iluminadas, la luz del sol se reflejaba en las brillantes pinturas que adornaban las paredes de caliza blanca, los suelos y pórticos de mármol y los cántaros con los perfumes más caros. Oyó las risas que procedían del jardín y los cantos en una de las capillas. Un grupo de bailarinas ensayaba los pasos en un patio iluminado por el sol. Danzaban con los cuerpos desnudos y voluptuosos, ocultos por los velos más transparentes, las cabezas cubiertas con hermosas pelucas, las mejillas empolvadas, los labios pintados con carmín, los ojos delineados con kohl. Se movían como un solo cuerpo, lenta y sinuosamente, al compás de un ritmo cautivador. La sistra sonaba como el redoble de un tambor, mientras los brazaletes de cascabeles tintineaban en sus tobillos y muñecas. Mientras pasaba junto al patio, escuchó parte de su canción.

He bailado para ti, mi dios,

junto al río y en los campos verdes.

Te he abierto mi cuerpo,

he aceptado tu dulce vigor dentro de mí.

Cantaban en voz baja, pero la canción podía oírse desde lejos. Una de las muchachas captó su mirada y le sonrió, pero la maestra de danza golpeó el suelo con el bastón para amonestarla. Amerotke esbozó una sonrisa de disculpa y siguió su camino. Cruzó un pórtico y atravesó un patio rodeado de columnatas que ofrecían un poco de sombra. En las paredes había escenas de dioses y reyes iluminados con una brillante policromía. Pero, poco a poco, avanzó por lugares más angostos donde apenas si se filtraba la luz del sol. A izquierda y derecha se abrían oscuros cubículos y pasadizos desde donde las estatuas de granito negro de dioses y animales le observaban con actitud amenazadora. El ambiente era mucho más fresco y la piedra olía a humedad. Esta era una de las partes más antiguas del templo. Más allá de los lúgubres muros y pasadizos sonaban, débilmente, las risas, la música de un arpa y el rumor del agua de las fuentes en el jardín.

Un guardia le ofreció nuevas indicaciones y, por fin, Amerotke dio con el lóbrego pasadizo que bajaba a las criptas. La puerta de abajo, reforzada con flejes y pernos de cobre y cerrojos de bronce, estaba abierta. Hani había cumplido con su promesa: las antorchas y las lámparas de aceite estaban encendidas. Amerotke bajó los escalones y caminó por varias galerías, hasta llegar a una sala donde las sombras proyectadas por las llamas de las antorchas parecían tener vida propia. En el centro se levantaba el gran sarcófago cubierto de extraños jeroglíficos y símbolos.

El mármol negro de la tumba estaba frío como el hielo. Amerotke caminó lentamente alrededor del sarcófago, y reprimió un estremecimiento cuando vio los ojos pintados encima del portal rojo. ¿Menes, el viejo faraón Escorpión, continuaba mirando al exterior? ¿Su ka había venido hasta aquí desde los Campos de la Eternidad? Amerotke recordó a Neria y desanduvo el camino a lo largo de las galerías hasta los escalones. El olor del aceite y la carne humana quemados habían desaparecido, los sirvientes se habían encargado de lavar y frotar con arena los escalones, pero en la pared aún se veían las manchas y las huellas del fuego.

Regresó a la cámara del sarcófago. Caminó juntó a las paredes. Se veía que los dibujos y las pinturas habían sido ejecutadas deprisa por una mano no muy experta, pero, sin embargo, tenían un vigor y una vida propia. Mostraban la historia de Egipto: la fundación de las ciudades, la construcción de las pirámides en Sakkara, el ataque de los reyes pastores y la invasión de los hicsos. Estos últimos aparecían representados como terribles guerreros y sus caballos como demonios del mundo subterráneo, con ojos feroces y cascos de fuego. El artista no había escatimado detalle en cada una de las escenas, dispuesto a no omitir nada de la gloria de Egipto. Amerotke cogió una de las teas para estudiar las pinturas con más detenimiento. Cada pared mostraba un grupo de escenas diferentes; se necesitarían semanas para observar minuciosamente cada una de ellas. ¿Qué había esperado Neria encontrar aquí que no había encontrado en los antiguos manuscritos? Algunas de las pinturas estaban borrosas. En otros lugares, el yeso se había desmenuzado.

El juez se acercó al lugar donde se iniciaba el relato. Reconoció los símbolos del mar y la arena, el cartucho de los reyes Escorpiones. Cada uno de estos monarcas aparecía representado en todo su esplendor. Vio la figura de Menes, el primer faraón de la dinastía Escorpión: de rostro apuesto, con ojos de gacela, un tocado muy característico y un collar de piedras preciosas. Parte de la pintura se había borrado y había marcas como si hubieran raspado la pared. Se disponía a seguir cuando oyó una voz profunda y un tanto hueca, que pronunciaba su nombre.

—¿Mi señor Amerotke?

—Sí, ¿qué pasa? —Quedaba oculto por el enorme sarcófago. Iba a salir al descubierto cuando se detuvo. ¿Cuántas personas sabían que se encontraba aquí abajo? Si se trataba de un sirviente o un mensajero, ¿por qué no había entrado sin más?

Amerotke maldijo por lo bajo. Iba completamente desarmado, ni siquiera llevaba un puñal en el cinturón. Asomó la cabeza por detrás del sarcófago y, al hacerlo, una flecha atravesó el aire y se estrelló contra la pared a sus espaldas. Volvió a ocultarse detrás de la tumba y se asomó otra vez durante una fracción de segundo. Atisbo una silueta oscura, agazapada, que tensaba un arco. Otra flecha cortó el aire, y el impacto contra la pared hizo saltar un trozo de yeso. El juez apoyó la espalda, empapada en sudor, contra el mármol helado. Cambió de posición. ¿Qué podía hacer? El arquero tardaría en preparar otra flecha, pero si calculaba mal el tiempo y echaba a correr, la luz de la antorcha lo convertiría en un blanco perfecto. Se puso en cuclillas. La tumba era la única protección. Se oyó el zumbido de otra flecha, y después silencio. Amerotke miró en derredor. La sala parecía desierta. ¿Se había marchado el anónimo y silencioso arquero, o seguía en la cripta al otro lado del sarcófago?

Amerotke se forzó a relajarse, utilizando las técnicas que le habían enseñado en la Casa de la Vida: inspiraciones largas y profundas, con los hombros flojos y los brazos caídos. Siguió con el oído atento. Si el arquero se movía, acabaría percibiendo su respiración por débil que fuese. Pero reinaba el silencio más absoluto. Amerotke se humedeció los labios y movióse junto al sarcófago hasta llegar al extremo. La cámara estaba vacía. Avanzó apresurado por los pasillos. Continuaba el silencio. Subió los escalones, abrió la puerta y asomó la cabeza. No era lógico que el atacante lo esperara aquí. Caminó por la columnata con una furia creciente que le resultaba muy difícil controlar. Oyó un sonido, se detuvo con la espalda contra la pared. Escuchó jadeos, gemidos de placer, y acabó por asomarse. Vio al sumo sacerdote Amón con una de las bailarinas. La sostenía contra la pared con las manos debajo de las nalgas, mientras la muchacha le rodeaba las caderas con sus piernas. Amón le hacía el amor de la manera más burda, moviéndose atrás y adelante cual marinero borracho que goza de una prostituta, contra la pared de una taberna, en algún hediondo callejón de la ciudad. La muchacha no ponía ningún reparo a ello, y los cascabeles que llevaba en las muñecas y los tobillos tintineaban con las embestidas del sacerdote. El rostro de la bailarina mostraba una expresión de profundo placer.

Amerotke sonrió y siguió su camino sin molestar a la pareja. La visión del sumo sacerdote con el culo al aire y disfrutando de una manera tan vulgar de los servicios de una de las bailarinas del templo le hizo olvidar los momentos de pánico que acababa de vivir en la cripta. Volvería en algún otro momento para investigar en los pasadizos que conducían hasta el sepulcro, pero lo haría armado y con la compañía de Shufoy o Prenhoe.

Por fin, llegó a los jardines. Se preguntó si era prudente y necesario controlar los movimientos de cada uno de los demás, pero eso le llevaría horas. Comenzaba a aminorar el calor del mediodía y algunas nubes de poca importancia salpicaban el cielo azul. Fue a sentarse a la sombra de un árbol, dejando que el canto de los pájaros calmara su mente. Pensó en Amón y en lo que acababa de ver, y se preguntó si las muertes de Neria y Prem estarían relacionadas, de verdad, con la reunión del consejo; o, sencillamente, eran víctimas de la política y las intrigas del templo. Levantó la vista y al ver las almenas de la torre que se elevaba por encima de los árboles, decidió ir a visitar el escenario del crimen.

Se levantó y fue paseando a través del prado. Los jardines de Horus eran hermosos, llenos de macizos de flores, canales de riego, fuentes y árboles de múltiples variedades, aunque predominaban las higueras, sicomoros, palmeras y acacias. El aire estaba impregnado de los olores provenientes de talleres y depósitos, donde se preparaban las ofrendas para el servicio matutino: pan, tortitas, verduras, frutas, cerveza y vino. Amerotke se dio cuenta de que estaba hambriento y recordó que aquella noche se ofrecería un gran banquete.

Llegó a la torre. Una escalinata ascendía hasta la puerta de madera. Primero, dio una vuelta alrededor de la torre, que tenía una forma oval. La piedra era lisa, aunque aquí y allá, los constructores habían colocado unas tejas puntiagudas y afiladas para desanimar a cualquiera que intentara escalarla. Las ventanas, cuadradas, eran amplias, pero Amerotke advirtió que, en caso de necesidad, una pequeña fuerza podía refugiarse en la torre y resistir los ataques de un adversario.

Subió la escalinata y abrió la puerta. Las paredes de la torre tenían un grosor de al menos el largo de un brazo. Harían falta catapultas y arietes para hacer mella en semejante grosor. El aire olía a las flores desparramadas por el suelo. Se sujetó al pasamano de cuerda y comenzó a subir las escaleras. En cada rellano había una habitación. El piso principal de la torre se utilizaba como almacén; las habitaciones estaban llenas de cestas, cajas, barriles, bolsas de red, que contenían todo aquello que el templo deseaba mantener seco, y fuera del alcance de roedores e insectos. Siguió subiendo y llegó al último piso. Se abrió una puerta y apareció un sirviente. Era un hombre corpulento que llevaba una falda sujeta con una faja. Tenía el torso cubierto de sudor. Llevaba una caja de acuarelas. Se detuvo, mirando fijamente a Amerotke.

—¿Qué estás haciendo aquí, mi señor?

Amerotke se presentó y el hombre adoptó una actitud servil.

—Me llamo Sato —explicó—. El sirviente del padre divino Prem. He oído hablar de ti, mi señor Amerotke. Tú eres el niño de la gorra. —Era una referencia a los años cuando Amerotke era paje en el palacio real—. ¿Has venido de visita? —añadió—. Has estado haciendo preguntas. Todo el templo lo sabe.

—¿De veras? —Amerotke sonrió, al tiempo que señalaba la puerta—. ¿Esta era la estancia del padre divino Prem?

—Sí. Estaba recogiendo sus…, —los ojos de Sato se llenaron de lágrimas—. Estoy recogiendo sus pertenencias, su cuerpo lo tienen los embalsamadores, muy pronto lo llevarán a través del río. El templo tiene sus propias tumbas en aquel lugar. —Sato sonrió—. Me han prometido una cámara, un pequeño lugar cerca de mi amo.

—Un premio muy merecido, —afirmó el juez supremo.

Pasó junto a Sato y entró en la habitación. Parecía una caja, con las paredes encaladas con un blanco resplandeciente. Quedaban muy pocas cosas, excepto la cama de juncos, unos cuantos taburetes, una silla y varios cojines. Las estanterías estaban vacías. Solo había un par de potes y una jofaina rajada.

—¿Dónde guardaba los manuscritos el padre divino?

—Oh, mi señor, tenía muy pocos. Lo que necesitaba lo cogía de la biblioteca, o de la sala de manuscritos de la Casa de la Vida.

—Pero la noche que murió tenía las cartas del cielo, ¿no?

—Oh, sí, mi señor, pero las recogieron. Se las llevaron.

—¿Alguna cosa más? —preguntó Amerotke.

Sato parpadeó, se llevó la mano a los labios. En realidad, no le gustaba este juez de mirada aguda que había subido las escaleras con la agilidad y el silencio de un felino. Le traía dolorosos recuerdos. Quería olvidar aquella noche terrible; por eso se dedicaba a limpiar la habitación con tanto afán. El padre divino Prem se había ido, había viajado al Oeste. Lo mejor era que las cosas se mantuvieran en silencio, en calma y pacíficamente.

—Te he hecho una pregunta —le recordó Amerotke.

El sirviente exhaló un suspiro y se sentó el borde de la cama.

—El padre santo Hani me preguntó lo mismo, y le dije, mi señor, que mi amo tenía… —hizo una pausa para toser—. Antes de su muerte, llevaba un rollo de papiro atado con un trozo de cordel rojo. Lo llevaba a todas partes con él. Lo recuerdo muy bien. Venía aquí y se encerraba en su habitación. Cuando le servía la comida, o le traía algo de beber, siempre era muy amable. «Pasa, Sato», me decía. Sin embargo, me fijé en que siempre ocultaba el papiro con el brazo, como si no quisiera que yo lo leyera o viera algo.

—¿Viste algo? —Amerotke sacó la bolsa de un pequeño bolsillo de la túnica. Abrió la bolsa, y sacó un disco de plata.

Sato sonrió. Necesitaba dinero, sobre todo teniendo en cuenta su futuro. Después de todo, no era más que un sirviente del templo, que ya no era joven y al que le gustaba la cerveza.

—Hace dos días —contestó Sato—, le traje la cena. El padre divino, como siempre, puso el brazo sobre el papiro, pero entonces pensó que la copa se iba a caer de la mesa y movió la mano con intención de sujetarla.

—¿Y qué viste?

—No estoy seguro. —Sato percibió el enojo de Amerotke—. Creo que era un escarabajo, el dibujo de un escarabajo.

—¿Un escarabajo?

—Claro que, también, podía haber sido un escorpión. Sí, creo que era un escorpión.

Amerotke no soltó el disco de plata.

—Dime la verdad.

Sato cerró los ojos, en un intento por recordar mejor lo que había visto.

—Estoy seguro de que era un escorpión, un dibujo bastante burdo.

—Muy bien. —El juez apretó el disco de plata contra la palma de la mano del sirviente, pero, inmediatamente después, le sujetó el pulgar y se lo retorció—. ¿Dónde está ahora ese dibujo?

—No lo sé, mi señor. Cuando entramos en la habitación del padre divino, admito que sentí curiosidad. Miré por todos lados, pero no vi ni rastro del papiro.

—¿No encontraste nada sospechoso?

Sato sacudió la cabeza.

—En los días anteriores a la muerte de tu amo —añadió Amerotke—, ¿él y el bibliotecario Neria se reunían a menudo?

—No, no se reunieron.

—¿Neria vino aquí?

Sato volvió a sacudir la cabeza.

—Entonces, ¿el padre divino fue a visitar al bibliotecario? —preguntó el juez, impaciente.

—No, mi señor. —Sato miró hacia la puerta—. Pero creo que sus muertes están relacionadas.

Ahora Sato ya no parecía tan tonto. Amerotke advirtió la astucia en su mirada.

—Venga, Sato —susurró—. Cuéntame lo que sabes.