CAPÍTULO X

Sato, el antiguo sirviente del difunto Prem, subió cabizbajo las escaleras y entró en su habitación, encima de los almacenes de la torre. Era un cubículo maloliente con una ventana diminuta y unos pocos muebles. Se pasó la mano por el rostro para enjugarse el sudor. Hizo un esfuerzo por contener las lágrimas de autocompasión. Anoche, había salido a buscar a la muchacha que lo había atendido tan generosamente solo unos pocos días antes. Le había enseñado el disco de plata que le había dado Amerotke, pero la muchacha no había querido tener ningún trato con él. «¡Vete!» le había gritado, para luego alejarse balanceando las caderas y haciendo sonar los brazaletes. Sato no lo entendía. Él solo había querido hablar con la concubina, explicarle lo que sabía.

Había recorrido el templo en busca del juez supremo. Había preguntado a unos y otros. Todos habían sacudido las cabezas. Por fin, uno de los guardias le había dicho: «Se ha marchado. Esta mañana cruzó el río para ir a la Necrópolis».

Le habían encomendado numerosas tareas, y había protestado vivamente; como antiguo criado del padre divino Prem estaba de luto, y eso era algo que debía ser respetado. Sato también había oído los rumores. La muerte súbita del sumo sacerdote Hathor había conmocionado a toda la comunidad religiosa. Sato, ansioso por exhibir lo que había descubierto, había repetido una vez más, a cualquiera dispuesto a escucharle, todo lo ocurrido la noche del asesinato de su amo. Sin embargo, nadie le había prestado atención. Quizá lo mejor que podía hacer era marcharse de este lugar.

Miró la estatuilla de Isis colocada sobre un pedestal de madera en una esquina de la habitación. Era la diosa favorita del sirviente, aunque en este momento solo le traía recuerdos de la hermosa concubina. Bien, quizás había llegado el momento de acabar con su presencia. La única persona que lo había tratado bondadosamente había sido el juez supremo Amerotke. Sato se lo había comentado a los otros sirvientes. Quizá, si se exprimía el cerebro y recordaba con mayor claridad lo que había visto, era probable que Amerotke volviera a recompensarlo, e incluso, le buscara un trabajo más adecuado, lejos de este lugar de muertes súbitas y violentas. Sato levantó la cabeza y, por primera vez, vio la jarra de vino sobre la mesa. Se levantó con nuevas energías y se acercó. La jarra era hermosa, de cerámica vidriada con figuras de cigüeñas, gansos y otras aves. La tapa de papiro, atada con un cordel, era nueva. Cogió un vaso. Sin duda, se trataba de un regalo del muy generoso Amerotke.

Sato desató el cordel, se sirvió el vino y bebió el vaso de un trago. Fue cuando bebía el segundo vaso cuando le apareció el dolor, como una puñalada en las entrañas. Se levantó tambaleante, esto no era un regalo. Se metió los dedos en la boca para provocar el vómito, pero no lo consiguió. Comenzó a boquear; llevado por la desesperación, tumbó la jarra. El vino se derramó, espeso como la sangre. Sato recordó lo que había visto. Se empapó las manos con el vino derramado y se acercó, haciendo eses, a la pared blanca. Una y otra vez apoyó las palmas en la pared y siguió dejando marcas, hasta que el dolor se volvió insoportable y cayó inconsciente.

***

Amerotke, Shufoy y Asural se encontraban sentados a la sombra de una palmera, cerca de una taberna, en el muelle de la Necrópolis. El juez había insistido en invitarlos a gacela asada, pan recién cocido y jarras de cerveza clara. Ahora, descansaban silenciosos. Asural se levantaba a cada rato para caminar. Shufoy comentó que la única explicación de la palidez del policía era que había vomitado.

El juez se obligó a relajarse; inspiraba profundamente y luego soltaba el aire al tiempo que aflojaba todos los músculos. Intentaba no pensar en nada y se concentra en los olores, fuertes y salinos, que llegaban desde las «tiendas de cadáveres», como las llamaba Shufoy: los locales donde trabajaban los embalsamadores. La Necrópolis tenía una sola tarea: preparar a los muertos para el viaje al Oeste. Un poco más allá se alzaba la gran estatua de Osiris, dios del Mundo Subterráneo, el más importante de todos aquellos cuyas almas moraban en el Oeste. El bullicio en los muelles era incesante. Continuamente llegaban embarcaciones cargadas con féretros. Algunos los descargaban los propios familiares de los muertos. Por supuesto, los ataúdes de los ricos eran más ostentosos. Vieron un carro con adornos de plata donde llevaban un féretro chapado en oro. Cuatro bueyes blancos, con guirnaldas de flores en las astas, tiraban del carro. Sacerdotes y plañideras rodeaban el carruaje y rociaban el camino con agua y leche para impedir que se levantara el polvo.

—¿Te has vuelto tonto, amo?

Amerotke miró a Shufoy. El enano seguía fuera de sí por lo apurado del rescate. Desde que habían regresado a tierra, no había dejado de maldecir por lo bajo.

—Al menos, estás vivo —replicó Asural, mucho más compuesto.

El enano lívido de rabia, descargó un puñetazo contra la mesa.

—¡He perdido la bolsa por culpa de esos cabrones! —gritó—. Contenía la sabiduría de Egipto. Había remedios que cualquier sacerdote hubiera dado los dientes por tener. Cuando los pille, amo…

Amerotke se echó a reír. Sus carcajadas eran tan sonoras que unos plañideros profesionales que pasaban se detuvieron un momento para mirarlos con desdén.

—¿Dónde están los marineros? —preguntó Asural—. Me gustaría interrogarlos.

—Ya lo he hecho —le informó el juez—. Les pagué y les dije que se presentaran en el templo de Maat para recibir una compensación.

—Se comportaron como unos cobardes —afirmó el capitán de la guardia.

—Eran hombres muy asustados —opinó Amerotke—. Yo también tuve mucho miedo.

—Fue un asesinato, ¿verdad? —añadió Asural.

—Sí, fue un asesinato. Murieron dos hombres, pero el plan era que muriéramos todos. La noticia se divulgará por toda Tebas antes de que caiga la noche.

—¿Por qué no revisaron la bodega? —preguntó Shufoy.

—Lo hicieron, mi muy magnífico físico —dijo Amerotke—. Abrieron la escotilla, los cántaros de agua estaban en su sitio. Los llenan en un pozo del templo. Al piloto le mandaron, anoche, que preparara la embarcación para nuestro viaje a través del Nilo. Tuvo muy poco que hacer, aparte de citar a la tripulación.

—Y fue entonces cuando el asesino entró en acción —comentó Asural.

—Sí, durante la noche, alguien fue al Santuario de los Botes. No había nadie vigilando la embarcación, porque no había ninguna razón. Fue un trabajo sencillo. Vació dos o tres cántaros de agua y los llenó con un odre de sangre conseguida en los mataderos. Volvió a poner los tapones, sin ajustarlos, y colocó los cántaros en los soportes pero sin trabarlos. —Amerotke hizo una pausa y espantó con la mano las moscas que rondaban su vaso de cerveza—. Soltaron las amarras y la embarcación se balanceó y cabeceó mientras virábamos. Oímos el ruido de los cántaros cuando rodaron por el fondo de la bodega, pero no atinamos en que pudieran estar llenos de sangre.

—Muy astuto —opinó Shufoy—. Si no hubiésemos estado en el río, nosotros también hubiéramos olido la sangre.

—Los cocodrilos son como las moscas; uno se excita y atrae a los demás. Aquellos marineros no eran unos cobardes, Shufoy. Mantuvieron la embarcación a flote mucho más de lo que se esperaba. Si no hubiese sido por esa fiesta nupcial… —Amerotke no acabó la frase.

Asural empalideció todavía más, e incluso Shufoy permaneció callado mientras imaginaba el horror de lo que hubiese podido ocurrir. Una muerte espantosa, los cuerpos despedazados debajo del agua por los cocodrilos que se disputaban los trozos. Un final blasfemo, sacrílego, sin honras fúnebres, ni embalsamamiento, ni oraciones para ayudarlos en el viaje al Horizonte Lejano.

—Os prometo una cosa —afirmó Amerotke con una expresión severa—: Juro por Maat que atraparé al asesino. Quiero verle morir.

Bebió el resto de la cerveza y se levantó. Tenía las ropas sucias, se le había roto una de las tiras de la sandalia y había perdido el cinturón de guerra, con la espada y la daga, en la loca huida de la embarcación que se hundía.

—Desde luego, tenemos todo el aspecto de haber tenido una travesía muy accidentada —comentó con ironía.

—Y has perdido tu dinero junto con todo lo demás —le recordó Shufoy, con un brillo de picardía en los ojos.

Amerotke se agachó para sujetar al enano, lo levantó en el aire y comenzó a sacudirlo. Sonrió al escuchar el tintineo de los trozos de plata que Shufoy llevaba ocultos entre las prendas.

—¡Bájame, amo! —chilló Shufoy.

—¿Me prestarás si lo necesito?

—Con intereses —asintió el enano.

Los tres caminaron por las calles de la Ciudad de los Muertos. Las calzadas eran muy anchas y el gentío considerable. Cortejos fúnebres y familiares que visitaban las Casas de la Eternidad donde dormían los seres queridos. Había muchos que iban allí para elegir féretros, mobiliario fúnebre y otros enseres, o para consultar, con albañiles y escultores, sobre la construcción y arreglo de sus tumbas. Los aprendices, con bandejas colgadas alrededor del cuello, buscaban nuevos clientes, voceando a voz en grito los nombres de sus amos y obsequiando a la concurrencia con muestras en miniatura de los productos que se elaboraban en sus respectivos talleres.

Amerotke y sus compañeros atravesaron la ciudad, adornada con una infinidad de estatuas de Osiris, de Bes el dios enano y de otras innumerables deidades que ayudaban a los muertos. Pasaron por delante de los obradores de los embalsamadores, de los que salía un humo acre y salobre que les irritó ojos y narices. El interior de los talleres tenía el mismo aspecto que una carnicería, con cadáveres sobre mesas de piedra y otros, en avanzado estado de descomposición, colgados de ganchos sobre los calderos donde hervía la sal de natrón. Siguieron avanzando en dirección a los acantilados, de un color amarillo brillante, que era donde actuaban los talleres y las salas funerarias para los pobres. Aquí el humo era más denso, y los trozos de hollín, procedentes de las hogueras, flotaban en el aire como moscas. Las casas estaban edificadas en terrazas a cada lado. En las calles se amontonaba la basura y las deyecciones de los animales. Las moscas formaban nubes negras, los perros y gatos se peleaban por los desperdicios, los mendigos suplicaban una limosna. Tenderos y mercachifles intentaron atraerlos con sus ofertas. Asural se detuvo en una esquina, miró a un lado y al otro, soltó un gruñido y los guio por un angosto y sinuoso callejón. Se detuvieron delante de una casa. Un hombre apareció en el portal; iba vestido como un nómada del desierto, con unos harapos mugrientos que lo cubrían de la cabeza a los pies. Le brillaban los ojos, Amerotke vio las marcas sobre las cejas, las siniestras heridas de la lepra. Asural mandó que se mantuviera apartado.

—Hemos venido a ver a Lehket —dijo el guardia.

El hombre subió por una escalera exterior, indicándoles con un ademán que lo siguieran. La azotea plana de la casa se veía recién barrida y sorprendentemente limpia. Había macetas con flores junto a las paredes En el rincón más apartado había un hombre, ataviado de la misma guisa que el guía, cómodamente instalado en unos cojines. Con mucho cuidado, bebía algo de un bol. Los visitantes se detuvieron mientras el guía se adelantaba.

—¿Tú eres Lehket? —preguntó Asural.

—Soy Lehket. Acercaos. —Les invitó a sentarse en el extremo de la mesa, él también iba cubierto de vendajes, pero los ojos mostraban una expresión alerta y la voz era baja y culta—. Tengo entendido que quieres hablar conmigo, mi señor Amerotke. A Asural lo conozco, así que este debe ser Shufoy, tu sirviente enano.

—¡Y uno de los mejores físicos de Tebas! —proclamó Shufoy, poco dispuesto a perder la oportunidad de promocionarse.

—¿Tienes una cura para la lepra, Shufoy? —Los ojos, detrás de la máscara, brillaron burlones y la voz tenía un tono divertido. Amerotke se sintió mejor dispuesto. La lepra era una enfermedad repugnante pero, al parecer, Lehket se lo había tomado con filosofía y había adoptado una actitud digna ante el mal que lo había condenado a ser un muerto en vida.

—¿Tienes noticias de los amemets? —preguntó Amerotke.

—¿A qué viene esa pregunta, mi señor juez? —La voz mantuvo el mismo tono risueño—. Están muertos y tú lo sabes.

—Pero hemos oído rumores.

—Oh, Tebas siempre ha tenido sus asesinos. Sin duda, a medida que el tiempo pasa, se formará un nuevo gremio, pero antes de que eso ocurra habrá un gran derramamiento de sangre. —Lehket levantó una mano vendada antes de que Amerotke pudiera hablar—. Conozco tus problemas, juez. El rumor es como la brisa, va allí donde quiere. Pero te diré una cosa: Nehemu no era un amemet, no prestó juramento a Mafdet, su terrible diosa felina. Era un fanfarrón y un borracho; es extraño que viviera tanto.

—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Shufoy.

—Hombrecillo, en mi juventud fui un amemet. Durante un tiempo los dirigí; entonces los dioses me castigaron. Yo quitaba vidas, ellos me quitaron la mía. Así que me fui a las Tierras Rojas. Volví para redimirme. Trabajo para los muertos. Embalsamo los cadáveres de los pobres y no pido ningún pago, excepto vino y comida para mí y mis sirvientes. Conozco a los amemets, Nehemu no era uno de ellos.

—Recibí una tortita de semillas de algarrobo —manifestó Amerotke.

—¿Y qué que hayas recibido una tortita de semillas de algarrobo?

—¿No es esa una advertencia de los amemets?

—Dime cómo llegó.

—En una caja de sándalo y envuelta en un trozo de papiro.

Lehket se echó a reír a mandíbula batiente al oír estas palabras.

—Si esto fuera cosa de los amemets, puedes estar seguro que no malgastarían en una caja de esa calidad. Te pueden enviar lo que sea: una maldición, una tortita, pero siempre se entrega personalmente, en mano. La persona que te envió la tortita, mi señor juez, no era más miembro de los amemets de lo que podría ser Asural, el jefe de la guardia de tu templo. El gremio de los asesinos se ha desbandado, su sanguinario trabajo se ha detenido. Busca entre tus enemigos, juez supremo, allí encontrarás al remitente y, quizás, a tu asesino. Ya estoy enterado de tu viaje a través del Nilo.

Amerotke le dio las gracias y amagó levantarse.

—Ah, una cosa más —dijo el leproso.

El juez lo miró.

—La Sala del Mundo Subterráneo, el laberinto que construyeron los hicsos en las Tierras Rojas El hijo de Omendap está acusado del asesinato de dos de sus compañeros, ¿no es así?

Amerotke asintió.

—Cuando yo era un amemet, y los dioses saben que la sangre todavía me pesa en el alma, llevamos allí a un mercader, a un hombre que nos contrató pero que no nos quiso pagar. Lo empujamos al laberinto.

—¿Y? —preguntó Shufoy.

—No volvió a salir jamás.

—¿Qué le pasó?

—No lo sé, mi señor Amerotke. Pero esperamos tres días. De haber salido, hubiéramos dado por saldada la deuda. Enviamos a un hombre por encima de las piedras, pero no pudimos encontrarlo. Juro que no entró ningún animal salvaje, y desde luego, nadie volvió a salir.

***

Amerotke y sus compañeros regresaron al templo de Horus. En cuanto desembarcaron en el muelle, el sumo sacerdote Hani y la dama Vechlis salieron a recibirlos a la Sala de las Bienvenidas. Ambos parecían muy perturbados, lo mismo que Prenhoe, quien permanecía en el umbral balanceando el peso del cuerpo de un pie al otro, ansioso por escuchar lo que había ocurrido. Vechlis cogió la mano de Amerotke y le miró a la cara.

—Nos enteramos de la noticia por uno de los marineros. Demos gracias a los dioses por haberte salvado.

—Sí, y gracias otra vez. —El sumo sacerdote Amón, seguido por Isis, Osiris y Anubis, apareció en la puerta. Los sacerdotes apartaron a Prenhoe y entraron con los ojos brillantes ante la perspectiva de nuevos debates y enfrentamientos—. Seguramente, recordarás tus palabras de anoche —añadió Amón, que no pudo disimular el rencor en su voz—. Sabes muy bien, mi señor Amerotke, que esa embarcación nunca llevaría una carga de sangre en la bodega. Fue puesta allí con toda intención, para que tuvieras una muerte blasfema.

—¿Todavía nos aconsejas que permanezcamos aquí? —preguntó Osiris.

—No pude evitar lo sucedido —interrumpió Hani. Miró furioso a sus colegas—. Cualquiera pudo subir a la embarcación y llenar los cántaros con sangre.

Amerotke se apartó un paso y observó a los sumos sacerdotes, se fijó en las cabezas afeitadas y los rostros afilados. Aparte de Hani, parecían hermanos, unidos en la malicia y la perfidia. Se preguntó si todos ellos estarían involucrados en los asesinatos, que cada uno encubriera a los demás, para provocar el máximo daño posible y sembrar el miedo, dejando que se transmitiera por los muchos cauces de rumores que atravesaban Tebas. Las expresiones de sus rostros dejaban claro que estarían encantados si el consejo interrumpía la sesión en estos momentos; así podrían regresar a sus templos con la satisfacción de haber visto cómo el éxito coronaba sus malévolos planes, dejando que el pobre Hani cargara con todas las culpas.

—¿Has realizado una investigación a fondo? —le preguntó el juez a Hani.

El sumo sacerdote de Horus sacudió la cabeza.

—El Santuario de los Botes está abierto a cualquiera. Al anochecer es un lugar desierto. Los marineros prepararon la embarcación, se aseguraron de que estuviera lista para la mañana y después se fueron a sus casas.

Vechlis volvió a coger la mano de Amerotke y se la apretó con afecto.

—Todos lo lamentamos muchísimo —manifestó con lágrimas en los ojos—. ¿Debemos informar a la divina Hatasu?

—Probablemente se enteró antes que nosotros —se mofó Amón.

—Este es sin duda un lugar de muerte. —Isis sacudió la cabeza—. Mi señor Hani, me han dicho que también ha muerto uno de los servidores del templo.

—Como consecuencia de una apoplejía —replicó Hani, en el acto—. Todos lo tenían por un borracho.

—¿Quién era? —preguntó Amerotke, aunque estaba seguro de saber la respuesta.

—Sato —le informó Vechlis—. Mi señor Amerotke, lo encontraron muerto en su habitación, poco antes del mediodía. El cadáver ya se lo han llevado a los embalsamadores. En cuanto a la estancia, mi esposo dispuso que no tocaran nada hasta que tú la inspeccionaras. ¿Quieres darte un baño y purificarte?

Amerotke asintió. Se sentía cansado y oprimido por estos sacerdotes que lo rodeaban como buitres. Quería marcharse, pero por encima de todo quería visitar la habitación de Sato. No se creía, en absoluto, que la muerte del rechoncho sirviente se debiera una apoplejía. Agradeció cortésmente el interés de todos por su bienestar y salió de la Sala de las Bienvenidas para dirigirse a la torre. Prenhoe corrió detrás de su pariente.

—Anoche tuve un sueño, mi señor —exclamó el escriba, muy agitado.

—Si no me dejas en paz ahora mismo —replicó el juez con un tono furioso—, será el último sueño que tendrás. —Se detuvo, tan bruscamente, que Prenhoe tropezó con él—. ¿Tienes alguna otra noticia?

—Mensajes de la corte —respondió Prenhoe—. Los ojos y oídos del faraón insiste en que se le permita presentar su acusación contra el joven Rahmose. Se disculpa, pero dice que, como tú, él también debe responder a las presiones.

—Sí, no me cabe la menor duda. —Amerotke se pasó la mano por la túnica para secarse el sudor—. ¿Qué más?

—Omendap.

Amerotke cerró los ojos. Omendap, el comandante en jefe de los ejércitos del faraón, le estaba presionando para que archivara el caso. Abrió los ojos.

—¿Qué tenía que decir el mensajero del general?

—Que transcurren los días y que él está ansioso por proclamar la inocencia de su hijo por toda Tebas.

—Pues tendrá que esperar —afirmó Amerotke—. ¡Shufoy, busca a un sirviente! Quiero inspeccionar la habitación de Sato.

Cuando llegaron, la habitación estaba desierta y casi vacía. Amerotke comprendió que los otros sirvientes del templo no habían tardado nada en repartirse las humildes posesiones del difunto. Sin embargo, quizá porque Hani lo había ordenado, el vaso y la jarra de vino tumbada estaban sobre la mesa, donde el líquido derramado formaba un charco oscuro que atraía a las moscas.

—¿Quién dijo que fue un ataque de apoplejía? —preguntó Amerotke, que se acercó a la ventana para mirar al exterior.

—Los físicos del templo vinieron aquí y examinaron el cadáver a fondo —respondió Prenhoe—. No era ningún secreto que el rechoncho Sato era muy aficionado al vino. Pero he estado muy ocupado en tu nombre, mi señor.

Amerotke se volvió hacia el escriba. Se sentó en el alféizar.

—¿Hasta qué punto, Prenhoe?

—Sato salió esta mañana. Según he oído decir, en busca de una muchacha, una cortesana que le había vendido sus favores.

—Sí, sí, recuerdo que la mencionó. ¿Alguien sabe quién es?

Prenhoe sacudió la cabeza.

—Cuando regresó… —El escriba hizo una pausa al escuchar unos sonoros ronquidos y miró por encima del hombro. Asural montaba guardia en el exterior, pero Shufoy se había acomodado en un rincón y ahora dormía profundamente.

—El pobre está agotado —comentó Amerotke en voz baja—, y muy afligido por la pérdida de todas sus pócimas y remedios. Esta mañana luchó como un auténtico guerrero. Estoy tan cansado que ni siquiera he tenido tiempo para agradecerles como es debido a él y a Asural todo lo que hicieron. Continúa, Prenhoe.

—Sato regresó al templo. Al parecer estuvo bebiendo y, según dicen los sirvientes, había estado buscándote. Dijo que tenía algo que contarte. Ya sabes como se ponen los sirvientes cuando tienen alguna noticia importante que comunicar.

Prenhoe siguió la mirada de Amerotke. El juez supremo miraba la pared. Se acercó para observar atentamente las marcas de unas manos.

—Son frescas —murmuró Amerotke—. Hay seis o siete. Mira, Prenhoe. Al parecer, Sato mojó las manos en el vino y después las apoyó en la pared.

—Los físicos dijeron que pudo hacerlo mientras agonizaba.

—¿Dónde encontraron el cuerpo?

Prenhoe señaló el zócalo.

—Allí, hecho un ovillo. Tenía las manos manchadas de vino.

Amerotke había visto a más de un hombre morir de apoplejía. Eran muertes súbitas. Volvió a observar la mesa, el vaso y la jarra tumbada. Sato había estado sentado a la mesa cuando bebió el vino. Después, se había acercado a la pared. El juez observó una vez más las manchas rojizas.

—¿Han comprobado el vino?

—Vine aquí cuando los físicos todavía estaban examinando el cadáver —contestó el escriba—. Olieron el vino, el vaso y la jarra. Incluso probaron el vino. Era de lo más puro, sin mácula.

El juez supremo se acercó a la mesa. El vino parecía espeso como la sangre. Advirtió que el líquido no había afectado para nada a ninguna de las moscas que se posaban en el alcohol derramado. Las criadas de su casa a menudo utilizaban los restos de vino picado como un matamoscas muy eficaz. Se sentó en un taburete y continuó observando la mesa.

—¿Hay algo que está mal, mi señor?

Como si se lo hubieran preguntado a él, Shufoy soltó un ronquido tremendo y chasqueó los labios, murmurando algo en su sueño.

—Sí, lo hay, Prenhoe. Mira. —Amerotke le indicó con un ademán que se situara al otro lado de la mesa—. ¿Qué ves que te llame la atención?

Prenhoe levantó la jarra, el trozo de cordel y la tapa de papiro.

—¿Sato hubiera podido permitirse el lujo de un vino tan caro? —preguntó.

—Bien dicho —aprobó Amerotke—. Pero la jarra es barata. —Mojó un dedo en el vino y lo olió—. Mira la mancha.

Prenhoe obedeció a su pariente.

—¡Hay dos manchas! —exclamó, al tiempo que señalaba una segunda más descolorida—. Quizá Sato derramó un vaso de vino en alguna ocasión anterior.

—No lo creo. Estoy convencido de que fue el asesino quien derramó el vino después de matar a Sato. ¿Sabes lo que creo que pasó, Prenhoe? Esta mañana, Sato fue de aquí para allá proclamando que quería verme. El asesino se enteró. Quizá ya tenía decidido matar a Sato por si hubiera visto algo que pudiera acusarlo, así que deja una jarra de vino envenenado en la habitación. Sato regresa, cansado y desilusionado. Como buen borrachín, le parece increíble tener tanta suerte cuando ve el vino. Alguien caritativo le ha regalado una jarra de vino. Quizá creyó que se lo había enviado yo mismo, o la prostituta que buscaba con tanto anhelo. Un hombre como Sato no hace preguntas, llena un vaso y se lo bebe de un trago, llena otro, pero ya tiene el veneno en el estómago, y empieza a hacer su efecto. Tumba la jarra, deja caer el vaso. Es consciente de dos cosas: que se está muriendo y que lo han envenenado, probablemente, por lo que quería decirme. Se acerca a la pared. —Amerotke miró por encima del hombro las manchas que al secarse ya no eran tan nítidas, aunque todavía se notaba el contorno de las palmas y los dedos separados—. Me pregunto que intentaba decir. —Sacudió la cabeza—. El pobre Sato muere, el veneno detiene su corazón, tiene todo el aspecto de un ataque. Dudo que mi señor Hani insistiera demasiado en averiguar las causas de la muerte; lo último que desea nuestro sumo sacerdote es que alguien mencione la palabra asesinato.

—¿Está ocultando alguna cosa? —preguntó Prenhoe.

—Podría ser. —Amerotke se levantó para acercarse de nuevo a la ventana—. Pero, aquí también, la explicación más sencilla es la más probable. Hani no quiere que la muerte de Sato se considere sospechosa. Estoy seguro de que los físicos no indagarán demasiado a fondo, y hay polvos y pócimas que no se pueden rastrear. —Se encogió de hombros—. ¿A quién le importa saber cómo murió el gordo Sato, un sirviente del templo? Pueden llegar a decir que murió de tristeza aunque, por supuesto, siempre habrá alguien que murmure.

—Pero el vino no está corrompido.

—No, no lo está. Es probable que el asesino esperara aquí el regreso de Sato. Es una parte solitaria y abandonada del templo, el criminal esperó, subió las escaleras. Si Sato aún vivía, le convencería para que se bebiera el vino, pero, por supuesto, su víctima estaba muerta. El asesino llevaba una bolsa, otra jarra de vino y un trapo; retiró la primera jarra, limpió la mancha de vino envenenado y lavó el vaso.

—Y después, derramó el vino de la segunda jarra, ¿no es así? —apuntó Prenhoe.

—Muy bien, mi avispado escriba. Así que tenemos un cadáver y vino puro. Se llevan rápidamente el cadáver de Sato sin que nadie denuncie que fue un asesinato.

—¿Cuándo acabará todo esto? —preguntó Prenhoe, con voz cansada.

—Muy pronto —replicó Amerotke—. La respuesta la tiene Neria; él fue el primero en morir. Si descubrimos el motivo, descubriremos al asesino.