CAPÍTULO V

Amerotke tuvo que esperar un tiempo. Senenmut apiló los cojines y acomodó las sillas para que todo tuviera un aspecto más formal.

—Lo único que cuenta son las apariencias —comentó con un tono zumbón.

Hatasu estaba sentada en una silla, como si fuera un trono, con Senenmut y Amerotke sentados ante ella en unos taburetes más bajos, cuando hicieron pasar al sumo sacerdote Hani y a Vechlis. La reina acabó rápidamente con las formalidades, permitiendo al sumo sacerdote y a su esposa que le besaran el pie antes de indicarles los taburetes para que se sentaran.

—Majestad, venimos directamente del templo —dijo Vechlis—. El padre divino Prem ha sido víctima del más espantoso de los asesinatos.

Describió brevemente las circunstancias que rodeaban la muerte del anciano sacerdote. Su marido estaba visiblemente agitado. Conocido por su cargo con el nombre de Horus, el rostro de Hani se parecía muy poco al del dios halcón a quien servía. Vechlis estaba hecha de otra pasta; de rostro duro, sus ojos brillaban cada vez que miraba a Hatasu. Amerotke escuchaba, fascinado. La mayoría de los asesinatos eran torpes, maliciosos, sin ninguna preparación previa. Este era diferente. Cuando Vechlis terminó su relato, Hatasu miró a Amerotke.

—De acuerdo con las pruebas, juez supremo —manifestó la reina—, el padre divino murió atacado por un felino salvaje. Sin embargo —Hatasu miró al supremo sacerdote—, ¿había algún rastro de la presencia de una bestia en la habitación?

Hani sacudió la cabeza.

—¿Se sabe de alguien que deseara su muerte?

El sumo sacerdote volvió a negar.

—Era muy querido —señaló Vechlis—. Un anciano erudito. ¿Quién querría matar a un pobre viejo de una manera tan siniestra?

—Y, por supuesto, está la otra muerte —intervino el Gran Visir.

—Sí, mi señor Senenmut, efectivamente —respondió Hani—. Neria, nuestro archivero y bibliotecario mayor, bajó a los antiguos pasadizos debajo del templo. En el centro, como sabéis, se encuentra la tumba del más antiguo de los faraones de Egipto, Menes, de la línea del Escorpión. Fue el día que Su Divina Majestad visitó el templo. —Hani hizo una pausa—. Todos los visitantes e invitados descansaban después de la fiesta, un sirviente vio el humo que subía por el hueco de las escaleras que llevan a la tumba y dio la voz de alarma. —Sacudió la cabeza—. Una visión espantosa —murmuró—. Neria debía de estar subiendo las escaleras, cuando alguien abrió la puerta, lo roció con aceite y después le prendió fuego. Solo quedaron restos carbonizados.

—¿Crees que estos asesinatos tienen algo que ver con la reunión de los sumos sacerdotes en tu templo? —preguntó Amerotke.

—Quizá —contestó Hani—. Pero todos son hombres santos, mi señor Amerotke. Llevan los nombres de los dioses de Egipto: Isis, Osiris, Amón, Anubis, Hathor. Cinco en total, seis si me contáis a mí.

—Pero los asesinatos comenzaron con su llegada —insistió el juez—. ¿Cuánto tiempo llevan allí?

—Dos o tres días. Hasta ahora solo hemos discutido temas mundanos: las ganancias, los impuestos, el funcionamiento de las academias de la Casa de la Vida, los ritos y normas de los diferentes templos. —Hani parecía avergonzado—. Comenzamos a discutir el tema del divino faraón pero, en realidad, avanzamos muy poco.

—¿Quién insistió en que la reclamación de Su Majestad al trono de Egipto fuera tema de un debate posterior?

—No lo sé, mi señor Amerotke. —El hombre se encogió de hombros.

—Oh, venga, venga —intervino Senenmut, impaciente—. Es bien sabido, mi señor Hani, que los sumos sacerdotes, aparte de ti y tu esposa, no se han mostrado muy entusiasmados a la hora de aceptar la voluntad de los dioses. Nosotros —el Gran Visir desvió la vista un segundo hacia Hatasu—, hemos decidido presionar un poco inquiriendo su opinión. —Se encogió de hombros—. Algunas personas lo consideran un error. No es nuestro caso. Al menos, el tema ahora es de dominio público, pero —añadió con un tono de advertencia—, exigimos su apoyo.

—Son tradicionalistas —se lamentó Hani—. Han visto las turbulencias provocadas por… —Vaciló, mientras miraba a Hatasu con una expresión de miedo.

—Dilo, mi señor —dijo la reina, con un tono firme—. Escupe las palabras que llevas en el corazón.

—Los hicsos han sido rechazados —continuó Hani, que más que hablar farfullaba—. Durante los últimos sesenta años, la Tierra de los Dos Reinos ha conocido la paz, la seguridad, y el poder en el extranjero. ¿Por qué han de aceptar a una reina como faraón, cuando hay un…? —La voz de Hani se quebró.

—Heredero. El hijo de tu marido, Tutmosis —acabó Vechlis por su esposo—. Mi señora, solo repito lo que escucho. Los sumos sacerdotes creen que el niño debería llevar la doble corona de Egipto.

—¿Dónde comenzaron tales rumores? —preguntó Amerotke.

—Se nos tiene a las mujeres por unas terribles chismosas, pero no somos nada comparadas con un rebaño de sacerdotes. —Vechlis esbozó una agria sonrisa.

—¡Esa no es manera de hablar de tus hermanos! —le reprochó Hani.

Vechlis lo miró con una expresión de desprecio, antes de desviar la vista.

—¿Cómo seguirá el debate? —preguntó Amerotke—. ¿Qué convencerá a este, como tú acabas de llamar, rebaño de sacerdotes que Hatasu reina por decreto divino?

—Un estudio del pasado —respondió Hani en el acto—. Un examen de los archivos, de los antiguos manuscritos.

—Ah. —Amerotke levantó una mano—. Así que ya tenemos el motivo para los asesinatos de Neria y Prem. Ambos eran eruditos especializados en la historia de Egipto, ¿no?

Hani asintió.

—Apostaría un tarro de incienso dorado —añadió Amerotke—, que sus simpatías eran bien conocidas.

—Eran de la misma opinión que nosotros —señaló Vechlis—. Que Hatasu fue concebida divinamente, que su extraordinaria victoria sobre los mitanni, como sus triunfos sobre los enemigos interiores, son señales evidentes del derecho de la divina Hatasu a gobernar.

—Hatasu controla al ejército, al pueblo —opinó Amerotke—. ¿Qué puede decir esta camarilla de sacerdotes? ¿Qué ella no tiene ningún derecho? ¿Van a despojarla del cayado, el látigo, la corona, y el nenes?

—No, no. —Vechlis jugó con uno de los canutos de plata de la peluca—. Estoy segura de que no serán tan atrevidos ni estúpidos. Su Majestad sabe lo que sucederá.

—¿Una campaña de rumores? —sugirió Senenmut.

—Sí, mi señor. Su oposición no será fuerte como el viento, sino como una brisa suave y persistente que buscará cualquier descontento o disensión, atenta a las señales de mal agüero y los portentos.

—Por supuesto, estos asesinatos —manifestó Hatasu, acalorada—, serán considerados como señales del reproche divino.

—Precisamente, Majestad —afirmó Hani—. Ve al mercado, a los muelles, al Santuario de los Botes, a las tabernas, cruza el Nilo para ir a la Necrópolis, o incluso aquí, en la Casa del Millón de Años, y verás a aquellos que propalan los rumores, ocupados como serpientes, que reptan atentos a cualquier oportunidad. Esperan al acecho.

—¿Cómo podré acabar con ellos? —preguntó Amerotke—. Majestad, no soy un erudito ni un teólogo.

—Tú eres el símbolo de nuestra divina voluntad —le contestó Hatasu—. Tienes la mente clara y un ingenio vivo. Tú defenderás mis derechos y atraparás al asesino. —Hatasu apretó los puños y se irguió en la silla, con los ojos brillantes de pasión—. ¡Créeme, me ocuparé de que el culpable acabe crucificado en la muralla de Tebas!

Amerotke movió un poco el taburete para mirar a Hani y a su esposa.

—Estas muertes tienen varias cosas en común —comento—. Ambas víctimas eran miembros de tu templo; ambos tenían un profundo interés en la historia de Egipto; ambos murieron en circunstancias muy misteriosas.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó Hani.

—Que el asesino debe de ser alguien que conoce muy bien el templo de Horus.

—Te olvidas de una cosa —apuntó Vechlis—. Todos los sacerdotes de Egipto han estudiado en nuestra Casa de la Vida y en su Escuela de Escribas.

Amerotke asintió; había olvidado el detalle. El templo de Horus era famoso por la calidad de sus profesores y, porque guardaba el cuerpo del primer faraón de Egipto, el misterioso dios Escorpión, se lo consideraba como un lugar especialmente sagrado, un santuario, una lugar de peregrinación.

—Dices —Amerotke jugó con el anillo que llevaba en el meñique— que este debate sobre la sucesión del divino faraón ha causado una gran controversia entre los sacerdotes. Excepto para ti, mi señor Hani, y tu esposa, que como bien es sabido, sois sus más fervientes partidarios.

—Pero ¿quiénes no lo son? —replicó Hani en el acto.

—Los otros sumos sacerdotes —exclamó Hatasu—, ellos no ocultan su hostilidad.

—¿Y quién más? —preguntó Senenmut.

—Lo sabes muy bien, mi señor —contestó Vechlis—. Sengi es el jefe de los escribas en nuestra Casa de la Vida. Ante los eruditos, ha manifestado abiertamente su oposición.

El rostro de Hatasu enrojeció de ira ante la mención del nombre de Sengi. Incluso en la Sala de las Dos Verdades, Amerotke había oído hablar de este brillante erudito que había sido uno de los protegidos del difunto marido de Hatasu, el divino Tutmosis II. Sengi no pertenecía a ninguna facción, pero siempre ponía en duda como una mujer podía sentarse en el trono de Egipto.

—Sengi cuenta con la ayuda de un erudito errante —añadió Vechlis—, un hombre famoso por su dominio de la retórica y el debate. Este viejo amigo de nuestro jefe de los escribas se ha apresurado a venir a Tebas para ofrecer su asistencia.

—¡Pepy! —exclamó Hatasu.

—Sí, mi señor, Pepy.

Amerotke entrecerró los párpados. Recordaba el tiempo que había pasado en la Casa de la Vida, en el templo de Maat. Ah, sí, Pepy. Un erudito visitante que se dejaba crecer el pelo, la barba y el bigote para mofarse de las modas de los sacerdotes y los escribas; alto, delgado, con ojos de mirada burlona y labios de acero. Los eruditos murmuraban que Pepy no creía en nada. Para él no había Horizonte Lejano, dioses o Campo de los Benditos. Proclamaba que la momificación de los cuerpos era un desperdicio de tiempo y valiosos tesoros, que los muertos se convertían en partículas que se llevaba el viento del desierto.

—Conozco al tal Pepy —dijo Senenmut—, afirman que es un ateo.

—Mi marido tendría que haberlo mandado quemar —opinó Hatasu.

—Es muy inteligente, Majestad. —Senenmut se inclinó para rozar el dorso de la mano de Hatasu, una señal para que ella mantuviera la calma.

—Pepy es un erudito brillante —reconoció Hani—. Sengi le pagó para que viniera de Menfis. Pepy es alguien que aprecia el oro, la plata y las piedras preciosas.

—¿Por qué le permitiste entrar en tu templo? —preguntó la reina.

—Mi señora, ¿qué podía hacer? —Hani levantó las manos en un gesto de impotencia.

Amerotke se fijó en lo secos y arrugados que tenía los largos, dedos, se parecían a las garras de un felino.

—Pepy es famoso, un maestro del debate. Es cierto que se le acusa de muchas cosas pero nunca se ha probado nada en su contra. Si lo hubiese rechazado, me hubiesen imputado prejuicio.

—Sengi no es un hombre que perdone fácilmente —señaló Vechlis—. Afirmaría que el templo de Horus intenta acabar con el debate por orden tuya.

—El tal Pepy, ¿estudia ahora en el templo? —preguntó Amerotke.

—Lo hizo hasta ayer —le informó Hani—. Sengi y Neria le permitieron entrar en nuestra biblioteca. Nuestros archivos guardan valiosos manuscritos que datan de tiempos remotos. También tenemos una colección de inscripciones, dibujos y textos en lenguajes que ni siquiera comprendemos.

—¿Has permitido que semejante bribón entre en una biblioteca tan prestigiosa? —exclamó Senenmut—. Vamos, vamos, mi señor Hani, Pepy puede ser un erudito famoso, pero también es muy conocido su amor por el oro y la plata. Otras bibliotecas, academias y Casas de la Vida le han acusado de haber robado algunos de sus manuscritos.

—Es algo que tuve muy en cuenta —se defendió Hani, con un tono airado—. Por consiguiente, a Pepy solo se le permitió la entrada en la biblioteca acompañado por dos guardias del templo. Se sientan a la mesa con él, y le revisan el bolso y las prendas antes de salir. Hoy no ha venido.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Amerotke.

—Se le ofreció un cuarto, pero a Pepy le agradan las comodidades. Al parecer, hace dos días alquiló una habitación en una taberna cerca de los muelles.

—¡Muy típico de ese putero! —afirmó Hatasu—. Tengo entendido que es hombre de gustos variados.

—Se suponía que hoy vendría al templo —prosiguió Hani, asustado ante el enfado de la reina—, pero no lo hizo.

—¿Y? —preguntó el juez supremo.

—Envié a un guardia del templo al muelle para comprobar si todo estaba en orden. Sengi insistió en que lo hiciera. Pepy estaba allí y, según los rumores, gastaba a manos llenas.

—¿Has comprobado si faltaba algo en la biblioteca? —le interrogó Senenmut.

En el rostro de Hani apareció una expresión de miedo, mientras sacudía la cabeza.

—¿Insinúas que Pepy pudo haber robado algo?

—Es posible —respondió el Gran Visir—. Se le irían las manos ante tantos manuscritos antiguos. En el muelle encontraría compradores: mercaderes adinerados, sacerdotes de otros templos.

—Dispondré una búsqueda —tartamudeó Hani—. Pero mi visita aquí obedece a la muerte de Prem y…

Hatasu lo interrumpió con una suave palmada.

—Mi señor Amerotke, ya has escuchado suficiente. Los casos que te esperan en la Sala de las Dos Verdades pueden, como el buen vino, madurar un poco más. Mañana por la mañana volverá a reunirse el consejo de los sacerdotes y tú estarás presente. También te encargarás de buscar, con toda diligencia, al tal Pepy. Encuéntralo y quizás encuentres al asesino. —Su rostro se iluminó con una sonrisa amable—. Y para vosotros, mi señor Hani y mi dama Vechlis, tengo algo que seguramente os agradará. —Extendió el puño y abrió los dedos.

Hani soltó una exclamación. En la palma de Hatasu había dos pequeños cartuchos de oro puro. Mostraban los jeroglíficos del sello personal de Hatasu.

—Son vuestros —añadió la reina, en voz baja—. Las marcas y los símbolos de mi amistad. Solucionad este asunto satisfactoriamente y seréis proclamados desde el balcón de la audiencia como amigos íntimos del divino faraón.

Hizo un ademán para indicar que la reunión había concluido. Hani, Vechlis y Amerotke se apresuraron a hincarse de rodillas y rendir obediencia. Pero mientras lo hacía, Amerotke ocultó el miedo que lo atenazaba. Hatasu tenía razón. En el templo de Horus acechaba el destructor, el pelirrojo Seth, el dios de la muerte súbita y el asesinato.

***

Shufoy estaba seguro de que había cruzado el Horizonte Lejano y que ahora se encontraba en el Campo de los Benditos. Maiarch, la reina de las cortesanas, lo había invitado a una de sus casas selectas cerca del Santuario de los Botes. Este no era un prostíbulo vulgar, sino una auténtica Casa del Amor con salones frescos y umbríos y hermosas bañeras entre las columnas pintadas con colores brillantes. Shufoy descansaba en uno de los divanes. Las concubinas le rodeaban, sus cuerpos desnudos y esbeltos, cuidadosamente afeitados y aceitados, los labios pintados, los ojos delineados con kohl, y las uñas de las manos y pies pintadas de rojo. Una trajo un bol de loza fina lleno de flores de loto para gratificar su olfato, otra le ofreció trozos de melón helados para apagar su sed. Shufoy se lo agradeció a ambas con voz lánguida. Se volvió para contemplar a un grupo de damiselas desnudas que jugaban en una mesa y, entre risas y murmullos jocosos, movían las piezas de terracota pintadas que representaban las cabezas de gacelas, leones y chacales. Muy cerca del diván, dos concubinas agitaban suavemente grandes abanicos de plumas de avestruz empapadas con perfume. Shufoy miraba a uno y otro lado, y gemía de placer. Las paredes estaban decoradas con escenas pintadas con colores vivos: pájaros que volaban sobre los arbustos de rosas, gacelas ocultas entre la hojarasca, peces que saltaban del agua azul.

En algún lugar de la sala sonaron los acordes de las arpas y las liras. Una muchacha de la Tierra de Kush se arrodilló junto al enano, y comenzó a cantar:

Ella me llevó de la mano.

Fuimos a pasear a su jardín.

Me dio a comer la miel sacada del corazón del panal.

Sus juncos eran verdes, sus canteros estaban cubiertos de flores.

Las grosellas y las cerezas más rojas que los rubíes.

Su jardín era fresco y oloroso.

Ella me hizo un regalo:

un collar de lapislázuli con lirios y tulipanes.

La muchacha acabó la canción y se retiró. La música sonó más fuerte; aparecieron las bailarinas, con los pezones pintados de color azul y las pelucas recogidas.

—Esto es vivir —murmuró Shufoy con los ojos cerrados—. Un hombre debe tomarse su merecido descanso, y su cuerpo necesita que lo mimen tanto como su alma.

—¡Shufoy!

—Reconozco esa voz. —El enano abrió los ojos.

Amerotke venía en su dirección. Maiarch trotaba a su lado, sin dejar de gesticular.

—¡Mi señor juez! —exclamó la cortesana—. Si no podemos complacerte a ti, al menos deja que demos placer a tu sirviente.

Shufoy miró a su patrón con una expresión de súplica.

—¡Déjame aquí, amo! ¡Déjame que flote como un lirio en un estanque!

—¡Ya te daré yo lirios! —replicó Amerotke. Se volvió hacia la reina de las cortesanas—. Mi señora Maiarch, el juez supremo no puede aceptar regalos ni tampoco puede su sirviente.

No había terminado de decir estas palabras cuando comprendió que sonaban ridículas y pomposas. Miró a Shufoy.

—Puedes quedarte si quieres —añadió con un tono más amable—. Tengo que volver a casa.

El enano se levantó apresuradamente. Cogió la mano de Maiarch y le besó los dedos rechonchos.

—Volveré en alguna otra ocasión, mi señora. Ahora, tengo asuntos que atender con mi amo.

Shufoy recogió la sombrilla y la bolsa. Se aseguró de que ninguna de las damiselas se hubiera servido libremente de algunas de sus pócimas y ungüentos, y se apresuró a seguir al juez. En las calles reinaba un gran bullicio. Las damas y los magnates disfrutaban del fresco del anochecer; los grandes de la tierra salían a mezclarse con la gente de la calle para formar una alegre y colorida multitud. Los aristócratas exhibían su orgullo y su linaje con el lujo insolente de sus prendas y adornos. Los funcionarios regresaban del trabajo con grandes bastones en las manos, recién afeitados y maquillados, vestidos con mantos plisados y faldas de amplio vuelo. Los sacerdotes con las cabezas rapadas, en grupos como gallinas, pasaban ataviados con sus túnicas blancas y ostentosas pedrerías. En la entrada de una taberna, un grupo de soldados entonaba con voz aguardentosa un canto guerrero:

Ven y te diré lo que es marchar en Siria

y luchar en tierras lejanas.

Bebes agua sucia y te pedorreas como una trompeta.

Si regresas a casa, no eres más que un trozo de madera carcomida.

Te tumbarán en el suelo, y te matarán.

Amerotke se abrió paso entre la multitud. De vez en cuando se tapaba la nariz para no oler la mezcla repugnante de los olores: la grasa de las cocinas, el aceite del vendedor de higos que machacaba la fruta y la mezclaba con aceite de oliva y miel. En los callejones, los poceros abrían las cloacas y vaciaban las letrinas. Las moscas volaban formando grandes nubes negras. Los perros ladraban; los niños, desnudos, se perseguían los unos a los otros enarbolando cañas. La gente gritaba a voz en grito desde los pisos altos. Los guardias de los templos desfilaban con aire marcial. Por fin, Amerotke y Shufoy se vieron libres de la muchedumbre y continuaron su camino hacia las puertas de la ciudad. El juez se detuvo un momento y miró a su sirviente con una expresión de pena.

—Lo siento mucho —se disculpó—. Lo siento de veras, pero estaba cansado.

—Yo también lo siento. —Shufoy miró a su amo, con una expresión de enfado—. La lengua debe decir la verdad, el corazón debe hablarle al corazón.

—¿De qué estás protestando, Shufoy?

—No me dijiste ni una palabra del ataque en la sala esta mañana. —Shufoy golpeó el suelo con la contera de la sombrilla, y comenzó a dar saltitos, furioso. Pero después se detuvo y miró a su amo—. Creía que los amemets estaban todos muertos.

Amerotke apoyó una mano en el hombro del enano, y comenzó a caminar una vez más.

—El gremio de los asesinos se ha cruzado en mi camino en más de una ocasión.

Shufoy asió a la muñeca del juez.

—Pero tú dijiste que estaban muertos, que habían muerto en el desierto.

—Es posible que algunos sobrevivieran —replicó Amerotke—. Los espías de la Casa de los Secretos me han informado de que los amemets se están reorganizando, que han reclutado nuevos miembros. —Palmeó la cabeza de Shufoy.

El sirviente le apartó la mano y se puso la gorra.

—Tú sabes más de ellos que yo —prosiguió Amerotke—. Tú escuchas los cotilleos en los bazares y los mercados.

—Adoran a Mafdet, la diosa que toma la forma de un felino —respondió Shufoy—. Si juran matarte…

—Sí, sí, lo sé todo sobre las tortitas de semillas de algarrobo —le interrumpió el juez.

—Haré algunas investigaciones. A los amemets les gusta matar, pero el oro les gusta todavía más.

Amerotke permaneció en silencio mientras se acercaban a las puertas de la ciudad. El capitán de la guardia saludó respetuosamente al ver al juez supremo y se les permitió salir sin problemas.

—¿Crees de verdad que Nehemu era uno de ellos? —preguntó Shufoy.

—Quizá solo era una baladronada —opinó Amerotke—. No podemos hacer otra cosa que esperar acontecimientos. ¿Les has pedido a tus amigos, a lo largo del río, que investiguen al tal Antef?

—Por supuesto. De allí venía cuando me encontré con Maiarch. ¿Qué hay de aquel otro asunto en la Sala del Mundo Subterráneo?

—Ya veremos en qué acaba todo eso. —Amerotke miró el río, donde el trajín de las barcazas y los transbordadores que se dirigían a los muelles de la ciudad era incesante—. No veo la hora de llegar a casa. Una vez más, Shufoy, lamento lo de las mujeres.

Shufoy decidió que ya había castigado bastante a su amo, y comenzó a contarle una lujuriosa historia sobre un sacerdote, una bailarina y una nueva postura que ella le había ofrecido. Amerotke lo escuchaba a medias. Pasaron por delante de las chozas grises y amontonadas donde vivían los trabajadores que poblaban los contornos de la ciudad en busca de trabajo y comida barata. Un lugar árido y maloliente. Unas pocas acacias y sicomoros ofrecían algo de sombra; el suelo aparecía salpicado de montañas de basura, que eran campo de feroces batallas entre perros, halcones y buitres. Había hombres dedicados a reparar las endebles casas de adobe dañadas por la tormenta. Había otros que holgazaneaban al borde del camino con los ojos hinchados y que, al sonreír, mostraban los dientes estropeados por la harina agusanada y la carne podrida. Amerotke se detuvo para repartir limosna, mientras Shufoy no callaba ni un instante.

Dejaron atrás las chabolas y entraron en la zona donde se levantaban las mansiones de los altos funcionarios tebanos, protegidas con murallas almenadas y recias puertas de cedro. Amerotke se preguntó si Hatasu tenía algún plan para distribuir la riqueza, para contener la ambición de los ricos y darles a los pobres la oportunidad de prosperar. ¿El tema sería planteado en el círculo real? Estaba sumido en sus pensamientos cuando Shufoy le pellizcó la muñeca. Habían llegado a casa, y Shufoy aporreaba la puerta con la sombrilla para reclamar entrada en nombre de su amo.

Se abrió la puerta y Amerotke entró en su paraíso privado con un sentimiento de culpa por la pobreza que acababa de ver. Este era su remanso de paz. Los manzanos, los almendros, las higueras y los granados crecían aquí en gloriosa profusión. En el huerto abundaban las cebollas, los pepinos, las berenjenas y otras verduras que perfumaban el ambiente con sus olores tan característicos. Amerotke, escoltado por Shufoy, recorrió el sendero y subió la escalinata hasta el vestíbulo.

Norfret le estaba esperando. Le quitó las sandalias, le trajo agua para lavarse los pies y las manos y un frasco de alabastro con aceite para untarse la cabeza. Le puso una guirnalda de flores alrededor del cuello. Shufoy miró alrededor. No había ningún otro sirviente. En el atrio se olía un perfume delicioso. Norfret vestía una sencilla túnica blanca y sandalias doradas. El enano se sintió un tanto incómodo. Era obvio que Norfret deseaba estar a solas con su marido, así que murmuró una excusa y se fue para encargarse de los dos niños, cuyas voces se oían al otro extremo de la casa.

Amerotke sujetó el rostro de Norfret entre sus manos y la besó en la frente.

—Fuera de estas paredes —susurró—, los hombres se comportan como chacales entre ellos. Pero esto es el paraíso.

Norfret le sonrió con una mirada traviesa.

—Me he enterado de lo ocurrido en la sala —comentó—. El ataque.

—¿Prenhoe ha estado aquí?

La mujer asintió.

—Ya sabes, esas cosa ocurren —señaló el juez.

—Eso no es lo que me asusta de verdad.

Amerotke la cogió entre sus brazos al captar el tono burlón en su voz.

—¿Qué más te ha contado Prenhoe?

—Que Maiarch, la reina de las cortesanas, te invitó a su Casa del Amor.

—¿Qué necesidad tengo de ir allí? —replicó Amerotke, con una sonrisa—. Ya estoy en la Casa del Amor.

Los dedos de Norfret volaron a su boca al recordar algo.

—¡Un mensajero ha traído una cosa para ti!

Se dirigió a una pequeña alcoba y volvió con una caja de sándalo muy bonita. Amerotke la abrió, quitó el trozo de papiro que envolvía el contenido de la caja, y miró en silencio la tortita de semillas de algarrobo.

***

Pepy, el erudito y escriba ambulante, ahíto de vino y cerveza, no podía estar más ufano consigo mismo. Avanzaba haciendo eses por la sucia y maloliente calle llena de moscas en dirección a sus aposentos. No podía creer en su buena fortuna. En realidad, los dioses… Se detuvo y en su rostro apareció una mueca burlona. Si era cierto que existían, los dioses habían sido muy benévolos. Volvió a detenerse en la entrada de un patio pequeño y miró, con la vista nublada, el chorro de la fuente. Cruzó la entrada y sonrió a la portera, una vieja malcarada, sentada en un nicho. Dejó una dádiva en la mano de la mujer y subió tambaleante las escaleras de la Casa del Amor. Aparecieron las sirvientas con guirnaldas de flores y le pusieron en la cabeza un amasado de perfume. Lo miraron de reojo, con mal disimulado desprecio. Pepy se dejaba crecer el pelo, el bigote y la barba, y su túnica blanca y el chal de alegres colores que llevaba sobre los hombros estaban manchados de vino y cerveza. Sin embargo, escuchaban el tintineo de su bolsa, y ya se habían fijado en la valiosa gargantilla que le rodeaba el cuello. Le hicieron pasar a la Sala de Espera. Las muchachas descansaban tendidas en los divanes, graciosas como gacelas. Todas iban desnudas excepto por los taparrabos de lino, y en los cuellos, muñecas, tobillos y pies resplandecían los abalorios.

Pepy recorrió la sala inspeccionando la oferta; engreído por su recién hallada riqueza, se sentía como un león en el desierto. Una de las muchachas le llamó la atención. Era esbelta, sinuosa, y su cuerpo cobrizo relucía con el aceite. La cogió de la mano y la hizo levantar. Ella le siguió recatadamente, con una cierta desgana, pero Pepy conocía el juego. En la entrada acordó el precio con la regenta de la casa y sonrió al musculoso esclavo kushita armado con una espada y un garrote.

—¿No disfrutaréis aquí de vuestro placer, mi señor? —preguntó la mujer, con un tono quejoso.

El erudito sacudió la cabeza.

—Pagaré la diferencia —farfulló.

Pagó lo convenido y Pepy y su acompañante salieron a la calle. La muchacha se hacía la remolona. De vez en cuando, Pepy se detenía para abrazarla e intentaba darle un beso. La muchacha abría los ojos delineados con kohl y hacía como si se sintiera molesta por las atenciones de su cliente. El erudito aprovechaba la más mínima ocasión para frotar voluptuosamente su cuerpo contra el de la prostituta. Los cascabeles que ella llevaba en las muñecas y los tobillos tintineaban cada vez que se entregaban a estos juegos. Un grupo de soldados se detuvo para ofrecerle sus soeces consejos. La joven le susurró algo al oído y Pepy apretó el paso.

Ya era casi noche cerrada, y en las ventanas y portales comenzaban a encenderse las lámparas. Llegaron a la taberna y la pareja subió por la escalera exterior. Pepy abrió la puerta e hizo pasar a la muchacha. No se fijó en el cubo de aceite que había en el interior, junto a la puerta. El mal olor del aceite hizo que la joven arrugara la nariz. Pepy le dio una palmada en las nalgas. Ella dio un salto, y en su rostro apareció una expresión de enfado petulante. El erudito metió la mano en la bolsa y sacó dos pequeños cubos de plata.

—Uno de estos es tuyo —dijo con voz pastosa.

Recordó el papiro de escenas eróticas que había estudiado en Memfis. Él educaría a esta belleza de la manera que menos se esperaba. La joven se acercó a la mesa para servir dos copas de vino, pero Pepy la sujetó por la muñeca y la llevó al amplio diván colocado debajo de la ventana. Una vez más, la prostituta repitió la escena de la falsa resistencia. Pepy no le hizo caso y la obligó a tenderse en el diván, y después comenzó a acariciarle el cuerpo. Tan entretenido estaba que no notó que abrían la puerta. Sin embargo, al ver la alarma en los ojos de su compañera, volvió la cabeza. Cuando intentó levantarse, ya era demasiado tarde. Vio como una figura echaba hacia atrás un cubo de madera y después lo movía hacia adelante para derramar su contenido sobre él y la concubina. Pepy se levantó tambaleante, pero, mientras lo hacía, la figura volcó el segundo cubo de aceite que estaba junto a la puerta, y a continuación lanzó una lámpara. Las llamas se propagaron por el aceite con la velocidad del rayo para convertir la habitación en un infierno.