CAPÍTULO III
Amerotke, con el espantamoscas en la mano, salió del templo de Maat a la gran explanada que reverberaba bajo los ardientes rayos del sol de mediodía. Prenhoe había indicado la hora después de consultar el reloj de agua, y Amerotke había dispuesto un receso durante las horas de mayor calor. La multitud que se agrupaba delante de los tenderetes era menos numerosa porque muchos se habían marchado a sus casas, o a la orilla del río y los parques públicos en busca de un poco de sombra que hiciera más llevadero el calor.
El juez se detuvo para presenciar el paso del virrey Kush, que se cubría del sol con una sombrilla dorada, en solemne procesión hacia la Casa del Millón de Años, el palacio real junto al río. Los guardias del virrey, con grandes pendientes blancos que brillaban sobre sus pieles morenas, caminaban a su lado con un suave balanceo, vestidos con blancas túnicas plisadas y pieles de pantera encima los hombros. Se cubrían los cráneos afeitados con pelucas cortas, verdes y doradas y adornadas con plumas. El príncipe de Kush, ataviado con prendas del mejor lino, era ostentoso en sus adornos; brazaletes de plata cubrían sus brazos y, sobre la peluca dorada, llevaba una ridícula corona que parecía una boñiga. En la cabeza de la comitiva, los aduladores profesionales anunciaban quién era él y, muy a menudo, se arrojaban al suelo, levantaban los brazos, al tiempo que proclamaban sus respetos: «¡Salve, príncipe de Kush! ¡Amado del faraón! ¡Concédenos el aliento! ¡Concédenos la vida!».
Amerotke esperó a que pasaran y después continuó su paseo entre los tenderetes y puestos. Una cortesana con una peluca espectacular y una diáfana túnica blanca que llevaba un cachorro de cheetah sujeto con una cadena de plata se acercó para murmurarle palabras zalameras. La mujer reconoció a Amerotke y se apartó rápidamente. El juez se adentró en el mercado, oliendo el aire perfumado con las fragancias del bálsamo aromático, la canela, las hierbas y otros costosos productos ofertas a la venta. Esta era la parte rica del bazar, donde se ofrecían los ornamentos más preciosos y las prendas más finas a unos precios exorbitantes. Amerotke se preguntó si podía comprar algo para Norfret, y decidióse por la estatuilla de marfil de una pantera atacando.
Salió del mercado y continuó caminando por la explanada. Shufoy tendría que estar aquí. Lo encontró, finalmente, sentado a la sombra de una palmera en la esquina de una de las calles que llevaban al templo. El enano dormía con los brazos cruzados y la sombrilla atada con una cuerda a la muñeca. Amerotke se sentó en cuclillas a su lado. Observó el rostro de demonio de su criado, la siniestra cicatriz donde había estado la nariz. Shufoy había sido víctima de una tremenda injusticia. El magistrado lo había acogido en su casa como un acto de compensación y el sirviente se lo había pagado con lealtad y buen humor. Amerotke estaba asombrado de los conocimientos de Shufoy y de su voluntad en amasar una fortuna valiéndose de los planes más increíbles.
—No estoy dormido, mi señor.
—Entonces, ¿por qué no abres los ojos?
—Mi señor, ¿está bien?
Amerotke se tranquilizó. Aparentemente Shufoy aún no se había enterado del ataque asesino de Nehemu.
—Siempre estoy mejor cuando te veo, Shufoy.
El enano abrió los ojos y sonrió. Le faltaban varios dientes. Miró en torno y después dio unas palmaditas a la bolsita de cuero que sujetaba con un cordón a la cintura.
—Una buena mañana de trabajo, amo.
—¿Qué has vendido? —Amerotke se puso cómodo.
—Una cura para los intestinos flojos. Coges un escarabajo, le cortas la cabeza y las alas, lo fríes en grasa de serpiente y lo mezclas con miel. —El enano se frotó las manos—. Te mantiene alejado de las letrinas durante días.
—Sí. —Amerotke sonrió—. ¿Y cuál es la cura para lo último?
—Coges un escarabajo —explicó Shufoy—, le cortas la cabeza y las alas, lo asas con brotes de trigo, lo mezclas con zumo de higos…
—¿Y vuelves a las letrinas? —preguntó Amerotke.
Shufoy exhaló un suspiro, mientras se levantaba.
—Todo el mundo se ha marchado, todos descansan. Es muy cierto lo que dicen, amo, de que el comercio y la riqueza dependen del tiempo. ¿Has comido? —Miró a Amerotke—. Esta mañana solo comiste una torta. —Amenazó al juez con un dedo regordete—. La ama Norfret dijo…
—He comido —contestó Amerotke.
Pasó un mercader que llevaba de la brida a una acémila con las alforjas decoradas con cascabeles que sonaban ruidosamente con cada paso de la bestia.
—Podría venderte tapones para los oídos —le ofreció Shufoy—. Amo, ¿para qué has venido a verme? Muy pronto volverán los compradores. Tengo que atender mi negocio.
—Quiero pedirte un favor, Shufoy. ¿Conoces a los barqueros?
—A un par de ellos.
El juez cogió la mano del enano y se la apretó.
—Recolectan más cotilleos que peces los pescadores. Quiero que les preguntes por un soldado: se llama Antef. Luchó en la gran batalla en el norte. Al parecer perdió la memoria, se quedó durante un tiempo en Memfis, y después regresó para reclamar a su esposa y la fortuna que ella acababa de heredar.
Shufoy apretó los labios e hinchó los carrillos. Le recordó a Amerotke el pequeño dios Bes, el espíritu travieso que, supuestamente, era el protector de niños y animales.
—¿Podrás hacerlo por mí, Shufoy?
—Habrá que pagarles.
—Una piedra preciosa —ofreció Amerotke. Advirtió la expresión dolida en los ojos del enano—. Dos piedras preciosas, una para ti y otra para el hombre que me traiga los informes. —Se volvió dispuesto a marcharse.
—Estaré aquí a la puesta del sol —gritó el enano.
Amerotke no se volvió.
—¡Allá va el gran juez, mi señor Amerotke! ¡Juez supremo en la Sala de las Dos Verdades! —La potente voz de Shufoy se oyó por toda la explanada—. ¡El hombre que ha venido a felicitarme por destilar un remedio excelente para los dolores de estómago! ¡Acercaos! ¡Acercaos!
El juez apretó el paso mientras los gritos de Shufoy atraían la atención de un grupo de sacerdotes.
«Espero que les gusten los escarabajos», pensó para sus adentros. Rogó para que Shufoy fuera prudente. En más de una ocasión había tenido que castigar a charlatanes y curanderos que vendían pócimas que hacían más mal que bien a los pobres pacientes.
Entró en el templo, y caminó a buen paso por los umbríos pasillos con suelo de mármol que conducían a la parte trasera de la Sala de las Dos Verdades. Prenhoe le esperaba, dando saltitos de impaciencia. Le enseño un pequeño rollo de papiro en el que aparecía el sello del cartucho del faraón.
—Te esperaba, amo. El mensajero dijo que era urgente.
Amerotke cogió el rollo, besó el sello y lo rompió. El mensaje, escrito de puño y letra de Senenmut, era breve: «Se cita a Amerotke a la Casa del Millón de Años. Deberá presentarse para la audiencia inmediatamente antes de la puesta de sol».
—¿Algún problema? —preguntó Prenhoe—. Anoche tuve otro sueño, amo. Shufoy y yo compartíamos una muchacha…
El magistrado entró en la pequeña capilla y le cerró la puerta en las narices a su pariente, pero el escriba no se dio por vencido; en términos muy descriptivos le relató el sueño, a voz en grito, desde el otro lado. Amerotke se ocupó rápidamente de su aseo, se purificó manos y boca, se puso las insignias, y abrió la puerta.
—Si dices una palabra más sobre tus sueños —advirtió a Prenhoe—, te enviaré de vuelta a la Casa de la Vida.
—Amo, no puedes hacerme eso. Me presentaré a los exámenes al final de la estación de la siembra.
—Pues entonces, estudia mucho. ¡Prenhoe, la corte espera!
En cuanto ocupó su silla y miró los papiros que le entregó el director de gabinete, comprendió que el siguiente caso sería tan grave como difícil. Echó una ojeada. Todos estaban en sus sitios, y por una vez no lo miraban a él, sino que todos los ojos convergían en el joven oficial de carros arrodillado en los cojines dispuestos en el lugar de los acusados. Amerotke le sonrió. El joven parecía nervioso. Tironeaba las borlas de su túnica, o manoseaba el brazalete de cobre que lo identificaba como oficial del escuadrón Pantera del regimiento de Anubis. El juez estaba al corriente de los rumores; la propia Norfret le había relatado los cotilleos de sus amigas en la ciudad. Amerotke hacía todo lo posible por mantener su mente libre de los rumores; se cuidaba mucho de intervenir en las conversaciones, de decir algo que pudiera ser malinterpretado. Miró a su director de gabinete.
—Creía que este caso no estaba, todavía, listo para ser presentado ante esta corte.
El director de gabinete, un hombre de rostro severo, meneó la cabeza y señaló la cámara del juez.
—Dejé un mensaje allí esta mañana, mi señor, pero el ataque de aquel asesino… —Dejó la frase sin acabar, después añadió—: Este asunto no puede esperar más tiempo.
Amerotke leyó el resumen de los antecedentes en el papiro que tenía sobre los muslos. Las circunstancias de este caso habían llegado hasta el último rincón de Tebas, para delicia de los chismosos y los amantes de los escándalos. El joven que tenía delante, Rahmose, era el hijo menor de Omendap, comandante en jefe de las fuerzas armadas de Egipto, uno de los amigos personales de Senenmut y Hatasu, y un hombre que había desempeñado un papel importantísimo en el ascenso al poder de la reina. Según el resumen, Rahmose había sido amigo íntimo de otros dos jóvenes oficiales, Banopet y Usurel, que eran los hijos mellizos de Peshedu, administrador de la Casa del Pan y tesorero de la Casa de la Plata. Peshedu, uno de los hombres más ricos de Egipto, controlaba la venta de los cereales y de la plata procedente de las principales ciudades del reino. Los hijos de Peshedu habían discutido con Rahmose. Se habían marchado con su carro a las Tierras Rojas para dirigirse a la Sala del Mundo Subterráneo, el gran laberinto construido en el desierto por los hicsos. Al parecer, Rahmose los había seguido al desierto con la intención de hacer las paces. Había conducido su carro hasta la Sala del Mundo Subterráneo, pero se había encontrado con que sus dos compañeros habían entrado en el laberinto. Dispuesto a gastarles una broma, había desenganchado a los caballos del carro de los hermanos y se los llevó de vuelta a Tebas.
Transcurrió todo un día sin que regresaran los dos jóvenes oficiales. Se ordenó la búsqueda y encontraron el carro, además de los restos de un nómada que había sido atacado por algún animal salvaje. Los exploradores destacados a las Tierras Rojas encontraron las huellas de un león enorme. Según los rumores, la bestia, apodada Quebrantador de huesos y Devorador de hombres, rondaba el oasis para gran terror de los viajeros y habitantes de la zona. Pero lo más importante era que no se había encontrado rastro alguno de los dos oficiales, así que Peshedu había acusado a Rahmose del asesinato de sus hijos. Amerotke acabó la lectura del escrito, y miró al joven.
—¿Eres un asesino, Rahmose?
—No, mi señor.
—¿Por qué ellos fueron al laberinto? ¿Iban armados?
—Sí, además de pellejos de vino y comida —respondió Rahmose, visiblemente nervioso—. No hacía mucho, en el transcurso de una fiesta, se vanagloriaron de que eran capaces de entrar en el laberinto y salir ilesos.
—Algo que no deberá ser muy difícil.
—Mi señor juez, ¿alguna vez ha estado en el laberinto?
—He estado en las cercanías. —Amerotke miró al jefe de los escribas—. ¿Qué se sabe del laberinto, de la Sala del Mundo Subterráneo?
—De acuerdo con la leyenda, mi señor —contestó nervioso el escriba—, antes de que la Casa Divina los expulsara, los hicsos edificaron una fortaleza inexpugnable cerca del oasis de Amarna.
El jefe de los escribas, un hombre pomposo y rechoncho, se hinchó como un pavo real ante la oportunidad de exhibir sus conocimientos. Amerotke comenzó a tabalear sobre la rodilla, una señal de que empezaba a dominarlo la impaciencia. Sin embargo, el jefe de los escribas no estaba dispuesto a renunciar a su momento de gloria.
—Los dioses de Egipto intervinieron —declaró sonoramente—. La gran serpiente terráquea, Apep, se sacudió…
—En otras palabras, que hubo un terremoto —le interrumpió el juez.
—La gran serpiente se sacudió —continuó el funcionario—. La gran fortaleza se derrumbó, el rey hicso tenía el alma oscura. Llevaron esclavos y prisioneros de guerra a las Tierras Rojas y los bloques de granito fueron reordenados para formar un enorme laberinto. Los hicsos disfrutaban con la muerte. Hombres, mujeres y niños fueron conducidos al laberinto, sin agua ni comida. Todos murieron, y sus esqueletos quedaron dispersos por los sombríos pasillos del laberinto.
Un murmullo de desaprobación, ante tales prácticas sacrílegas, retumbó en la sala. Matar a un hombre, y después negarle a su cadáver el sepelio correcto era la más infame de las crueldades, porque le negaba al alma el poder de viajar al oeste más allá del horizonte lejano.
—Algunas veces —prosiguió el principal de los escribas—, se soltaban animales salvajes en el laberinto. Ellos, también, se perdían, o tenían que depender de la carne humana para su sustento.
—¿Y ahora? —preguntó Amerotke—. ¿Es posible que las fieras salvajes todavía ocupen el laberinto?
Prenhoe levantó el estilo.
—Lo dudo, mi señor. —El joven sonrió, un tanto avergonzado, cuando el jefe de escribas chasqueó la lengua para reprocharle su intervención.
—Continúa, Prenhoe —dijo Amerotke.
—La Sala del Mundo Subterráneo es un laberinto enrevesado —explicó el joven escriba—. Un animal salvaje, como un león o una hiena, quizá podría salir del lugar, pero —Prenhoe dejó el estilo sobre la tablilla— dudo mucho que se arriesgaran a entrar.
El principal de los escribas, dispuesto a reafirmar su autoridad, levantó una mano para pedir la palabra.
—Hay otro hecho a tener en cuenta.
El juez supremo asintió.
—La Sala del Mundo Subterráneo es un lugar solitario con una fama siniestra. Los nómadas y otros pobladores del desierto se cuidan muy mucho de entrar en él mismo. Pero, a lo largo de los años, los jóvenes espadas de la corte, jóvenes alocados —en el rostro del escriba apareció una sonrisa desdeñosa—, algunas veces van allí para poner a prueba su valor.
—¿Y?
—Algunos salen, mi señor. Otros no.
—¿Qué quieres decir?
—Que, sencillamente, desaparecen. Los rumores hablan de los demonios que acechan en el lugar para capturar el cuerpo y el alma de aquellos que entran.
Amerotke miró la luz del sol que entraba por el pórtico, un rayo dorado y ardiente donde bailaban las motas de polvo. Le hubiera gustado decir que él no creía en demonios, que los hombres no desaparecían, sin más.
—¿Se ha buscado a aquellos que se perdieron? —preguntó.
—Oh, sí, mi señor juez, pero nunca se encontró el menor rastro de ninguno de ellos. Solo los esqueletos de aquellos que mataron los hicsos.
—¿Y esta vez? —Amerotke empezó a dar golpes con el pie, impaciente.
—En esta ocasión, han desaparecido dos jóvenes oficiales, señor juez, los hijos mellizos de uno de los ministros del faraón.
Amerotke miró a Rahmose. Sin duda, este hombre había actuado con una gran imprudencia, pero ¿era culpable de asesinato?
—¿Se ha realizado una búsqueda exhaustiva? —preguntó.
—Sí, mi señor. Llamaré al oficial que dirigió la búsqueda, con tu permiso.
Amerotke asintió, y el jefe de los escribas se levantó y dio una palmada.
—¡Que Kharfu se presente ante la corte!
Hubo un movimiento en el fondo de la sala. Asural se hizo a un lado y un hombre alto y nervudo se adelantó. Iba vestido con una gorra de cuero, botas de montar hasta las rodillas, una falda de guerra con hebillas y botones de bronce, y sobre el pecho desnudo, un ancho cinturón de cuero. Los bolsillos y las fundas estaban vacíos. No se permitía que los testigos llevarán armas en presencia del juez supremo de Tebas. Amerotke señaló los almohadones rojos dispuestos cerca del pequeño camarino de Maat. El hombre se puso en cuclillas, apoyó los dedos en el camarino y, con los ojos cerrados, repitió el breve juramento que leyó un escriba. Amerotke observó a Kharfu con atención. Era un soldado típico, el rostro curtido, las mejillas hundidas, los ojos entrecerrados de tanto mirar contra el sol ardiente y los vientos del desierto. El cuerpo musculoso mostraba las marcas rosadas de las cicatrices. El juez se fijó en las muñequeras con borlas y en las plumas rojas y azules cosidas en el cintura de la falda. Un soldado pero también un tipo elegante. Un hombre al que le gustaba exhibirse en las tabernas y llamar la atención de las bailarinas.
—¿Tú eres Kharfu?
—Sí, mi señor.
—Quítate la gorra en la corte —dijo Amerotke, en voz baja.
El soldado le obedeció en el acto.
—¿Eres un soldado?
—Jefe de exploradores en el regimiento de Isis, la brigada Gacela.
—¿Te enviaron a buscar a los hombres desaparecidos?
—A mí y a otra docena de la brigada. Partimos a primera hora de la mañana siguiente a la desaparición.
—¿Qué encontraste?
—Un carro, sin las jabalinas, los escudos ni las aljabas.
—¿Así que los dos oficiales se llevaron las armas al laberinto?
—Eso parece, mi señor. Quedaban los restos de una hoguera, una taza rota y un pellejo de vino vacío. También encontramos los restos de alguien que, seguramente, debió de ser un vagabundo del desierto, huesos, algunas manchas de sangre; y jirones de ropa, junto a las huellas de un león. El vagabundo se acercó desde el oasis cercano. Su burro había escapado.
—¿Es posible que el león atacara a los hombres desaparecidos?
El explorador meneó la cabeza.
—Envié a uno de mis hombres para que rodeara todo el laberinto. No encontramos rastro alguno de animal.
—¿Cuántas entradas tiene el laberinto?
—Cinco o seis. No descubrimos ninguna huella, excepto en la más próxima, donde estaba el carro.
—Continúa.
—Las huellas estaban muy borrosas, pero mis muchachos son muy buenos. Descubrieron las huellas de dos hombres que habían entrado.
Amerotke señaló al acusado.
—¿Pudo haber entrado?
—Quizá, pero nosotros no encontramos ninguna huella.
—¿Cómo sabemos que los dos oficiales no están todavía en el laberinto, deambulando perdidos, débiles, hambrientos, o enloquecidos de sed?
—No creo que estén vivos, mi señor. Al parecer, Usurel llevaba un cuerno de caza. Si estaban perdidos, lo hubiese hecho sonar. Además, les dije a mis hombres que sonaran los suyos. No obtuvimos ninguna respuesta.
—¿Qué más hiciste? —quiso saber Amerotke.
—Desconfiábamos de entrar. No nos asustaban las leyendas, pero existía la posibilidad de que el león devorador de hombres estuviera oculto en alguno de los pasillos. Pero algunos de mis hombres nacieron en las regiones montañosas, son buenos escaladores, y las piedras están separadas entre sí un par de pasos.
—¡Ah! —Amerotke sonrió. Se acomodó mejor en la silla—. ¿Así que ordenaste a los exploradores que subieran a los bloques?
—Sí, mi señor. Subieron a los bloques, y fueron saltando de uno al otro. Un trabajo agotador, pero lo hicieron. Recorrieron todo el laberinto. Encontraron otros esqueletos, pobres desgraciados que murieron allí hace años. Pero no encontramos ni un solo rastro de los dos oficiales: Banopet y Usurel.
—Muy bien. —El juez supremo miró a Rahmose—. ¿Cuál es tu versión de los hechos?
—Hace dos días, mi señor, mis dos amigos y yo tuvimos una discusión.
—¿Cuál era el tema?
—El coraje. Querían que me uniera a ellos para recorrer el laberinto. Me negué. Me trataron de cobarde.
—¿Dónde tuvo lugar la discusión?
—En una taberna, cerca del santuario de los Botes. Dijeron que lo harían sin mí. —El joven jugueteó, nervioso, con la cadena de oro que llevaba alrededor del cuello—. A la mañana siguiente, se presentaron en mi casa para que los acompañara. Una vez más, rechacé la oferta. Se marcharon en su carro, burlándose de mí.
—¿Y tú decidiste seguirlos?
—Sí, mi señor, pero cuando llegué a la Sala del Mundo Subterráneo, el día ya estaba muy avanzado. No había ninguna señal de mis dos amigos. Sin embargo, oí que alguien cantaba. Me pareció que era Usurel.
—¿Alguien que cantaba? —Amerotke se inclinó hacia adelante.
—Solo algo que traía la brisa y que sonaba como una canción. Me puse furioso. Me dije que le daría una lección. Así que desenganché los caballos del carro y me los llevé a Tebas.
—¿No fue un proceder un tanto estúpido?
—Visto ahora, sí, mi señor, pero pretendía ser una broma. No hacían otra cosa que proclamar su valentía y resistencia. Pensé que una larga caminata de regreso a casa les enseñaría un poco de humildad. Eran dos oficiales, bien armados.
—Pero ¿y el león? —preguntó Amerotke—. ¿Los vagabundos del desierto?
—Los vagabundos nunca atacan a soldados bien armados —respondió Rahmose—. En cuanto al león, mi señor, no sabía nada de la fiera.
—En cualquier caso, fue una tontería. —Amerotke dio unos golpecitos en el brazo de la silla, y luego levantó las manos como señal de que iba a comunicar su decisión—. No hay ninguna duda de que estos dos jóvenes están muertos. No son de los que huyen, y no hay ninguna razón satisfactoria para justificar que no regresaron a Tebas. Las pruebas indican que entraron en la Sala del Mundo Subterráneo, y no hay ninguna para demostrar que salieron. —Señaló a Rahmose—. Has actuado de forma estúpida e injustificable. Es mi decisión que deberás responder por tus actos. —Despidió al explorador con un ademán.
Rahmose apoyó las nalgas en los talones, y se llevó las manos a la cara. Los funcionarios del tribunal murmuraron entre ellos, mientras asentían para mostrar su conformidad con la decisión de Amerotke. También se hicieron oír los murmullos de los espectadores en el fondo de la sala. El juez llamó a su copero, que se apresuró a servirle una copa de maru, un vino blanco frío; bebió un trago y devolvió la copa. Los funcionarios comenzaron a preparar la sala para un juicio formal. Dispusieron grandes almohadones en el suelo.
Amerotke vio un movimiento en el fondo de la sala. Valu, el acusador real, vestido un tanto ostentosamente con una túnica de lino blanco plisada y un chal bordado sobre los hombros, avanzó al compás de los chasquidos de sus sandalias, con adornos de plata, contra el suelo. Valu era rechoncho, casi no tenía cuello y en su rostro los pliegues de grasa casi no dejaban ver sus brillantes ojos oscuros. A Amerotke le recordaba a una cotorra siempre atenta. Su aparición provocó algunas risas mal disimuladas. Valu siempre se pintaba como una mujer, con gruesos trazos de kohl debajo de los ojos, los párpados pintados de verde, carmín en los labios y más colorete en las mejillas que cualquier cortesana. Sudoroso y jadeante, se arrodilló en uno de los cojines y saludó a Amerotke con una inclinación del tronco. El juez supremo se fijó en que llevaba las uñas pintadas de un color verde oscuro para hacer juego con los brazaletes.
—Mi señor —comenzó—, una sabia y prudente decisión.
—Bienvenido, mi señor Valu.
Amerotke observó al fiscal. Valu no bajaba la guardia ni por un instante. Le encantaba mostrarse como un tonto, pero era un abogado despiadado y ambicioso, cuya apariencia ocultaba una astucia capaz de provocar la envidia de una mangosta. Desde que había salido del Colegio de la Vida, Valu había demostrado ser uno de los abogados más eminentes de Tebas, los ojos y oídos del faraón, el descubridor de conspiraciones, el azote de los enemigos de la Casa Divina. El acusador real presentaba todos los casos importantes. A Valu le traía sin cuidado a quién ofendía. Se retorcía y atacaba como una serpiente y afirmaba que él solo obedecía a la voluntad del faraón, ¿quién podía oponerse a ello?
—Una sabia y prudente decisión, mi señor juez —repitió Valu—, como corresponde a alguien que ostenta el cargo más alto en la Sala de las Dos Verdades.
—No creo que sea una decisión sabia o prudente —replicó Amerotke. Si hubiese admitido que era una buena decisión, hubiese expresado un prejuicio que podía inquietar profundamente al general Omendap.
—¿Mi señor? —Valu enarcó las cejas, impecablemente depiladas, en un gesto de burlona sorpresa—. Creo que no te sigo.
—La corte decidirá lo que es sabio y prudente. Mi decisión es el resultado de la lógica. ¿Qué has venido a decir, ojos y oídos del faraón?
—He leído las pruebas —respondió Valu. Se pasó la lengua por los labios y se frotó las manos. Se apoyó en los talones.
—¿Y?
—Sabemos, mi señor, que los dos jóvenes oficiales fueron a la Sala del Mundo Subterráneo. Tenemos pruebas razonables de que no encontraron bestia salvaje alguna, ni ningún otro enemigo, en las Tierras Rojas. Aceptamos que quizás entraron en el laberinto. Pero, si ese es el caso —Valu levantó las manos—, tenemos dos alternativas: una, que encontraran el camino de salida, y dos: se perdieran. Sabemos que no salieron. —El fiscal sonrió—. Y sabemos, por los exploradores, que los jóvenes ya no están allí.
Amerotke sintió un escalofrío de aprensión. El joven Rahmose podía ser acusado de estupidez, de un acto irresponsable, pero Valu pretendía llevar a la corte por otro camino. Estaba sentando las bases para una acusación mucho más grave.
—No haré ningún comentario —declaró Amerotke—. Mi señor Valu, plantea tu caso.
El fiscal exhaló un suspiro, y fue contando cada uno de sus puntos con sus dedos rechonchos.
—Estos dos oficiales no regresaron a Tebas, no están en el laberinto. No hay ninguna prueba de que fueran atacados por hombre o bestia alguna. Tenemos a Rahmose, que admite abiertamente que mantuvieron una agria discusión, que se cruzaron burlas y provocaciones entre él y los dos jóvenes desaparecidos. —Valu irguió la cabeza. Se echó hacia atrás, con las manos en los muslos—. Yo, los ojos y oídos del faraón, sostengo que Rahmose no solo se llevó los caballos, sino que fue y mató a los dos jóvenes oficiales, y que sus cadáveres todavía yacen en las ardientes arenas de las Tierras Rojas.
—¿Le acusas de asesinato? —preguntó Amerotke, que levantó las manos para acallar el clamor en la sala.
—¡Sí, mi señor, le acusó de asesinato por partida doble!