CAPÍTULO XII

Los cuatro carros de guerra avanzaban rápidamente a través de los fértiles campos verdes y amarillos y de los canales de riego que se extendían al este del Nilo. Sobre sus cabezas, el cielo azul comenzaba a adquirir un tinte violáceo a medida que el sol declinaba hacia el horizonte. Los carruajes se desviaron ligeramente y siguieron por el camino polvoriento, dejando atrás el Valle de los Reyes, para dirigirse hacia las peligrosas Tierras Rojas, al este de Tebas. Los cascos de los caballos batían el suelo pedregoso que hacía rebotar las ruedas de los carros. La luz del sol se reflejaba en los pasamanos de bronce y en los adornos de electrum de las cajas de mimbre. Las grandes ruedas giraban, los cocheros manejaban las riendas con mano experta; los caballos eran negros como la noche, los más veloces de las cuadras del faraón.

Cada carro llevaba un cochero y un soldado. El de vanguardia en el que viajaba Amerotke, desplegaba el estandarte plateado del regimiento de Horus. Además, todos los vehículos llevaban la insignia de las cigüeñas salvajes, una unidad del regimiento formada por los maryannou, los Bravos del Rey. Eran soldados veteranos que habían sido recompensados personalmente por el divino faraón con la insignia de oro al valor.

Amerotke separó un poco los pies y sujetóse al pasamanos. El aire ardiente del desierto le azotaba el rostro. Miró de reojo al cochero que empuñaba las riendas con mano firme. La cara del hombre estaba crispada por la tensión, aunque se sentía glorioso, feliz de encontrarse lejos de las estrechas callejuelas y las pobladas avenidas de la ciudad. Los caballos, descansados y bien alimentados, tiraban vigorosamente de los carros, y los penachos de guerra rojos que llevaban en la cabeza subían y bajaban como las olas. El juez supremo echó una mirada a las armas que llevaba: dos arcos largos, una aljaba llena de flechas, tres jabalinas en una funda y, junto a su rodilla, un escudo para ser utilizado en la batalla. No es que esperaran encontrarse con ningún enemigo, pero el joven oficial al mando del escuadrón se había mostrado cauto. Al recibir la orden de llevar a Amerotke al oasis de Amarna y de acampar junto a la Sala del Mundo Subterráneo, había mostrado una expresión de recelo.

«¿No te asustarán las leyendas?» le había preguntado Amerotke, con un tono un tanto burlón. «No, mi señor, —fue la respuesta— pero no iría allí por propia voluntad. Hemos oído rumores de que algunos de los nómadas se han unido y que están atacando a las caravanas. También hay informes de ataques a un par de puestos avanzados».

Amerotke había dedicado la mayor parte del día a los preparativos. Envió mensajes urgentes a Valu y Omendap para comunicarles que la misteriosa desaparición de los dos jóvenes oficiales solo se podía aclarar con una exploración a fondo del laberinto. Omendap, por supuesto, había reaccionado en el acto, mandando todo un escuadrón de carros de guerra a disposición de Amerotke, pero él había pedido más. Quería sabuesos, bien entrenados, de las perreras reales, así como ojeadores expertos. Omendap le había comentado que necesitaba un poco más de tiempo para organizado; impaciente, Amerotke había decidido partir antes y esperar la llegada de los demás a la mañana siguiente. «Es posible que esté en un error —pensó—, pero, al menos, podré regresar a mi corte y decir que he visitado la escena del crimen».

Los cuatro carros avanzaban separados entre sí por el largo de una lanza. Los cocheros habían dado rienda suelta a los caballos, que parecían dispuestos a devorar la distancia. Amerotke miró al frente. A lo lejos se alzaban los acantilados grises de la arena dorada como la piel de un león, con las crestas teñidas de un color malva contra el sol poniente. Una manada de gacelas se cruzó en su camino, y la brisa vespertina trajo los ladridos de los chacales y las lúgubres risas de las hienas. Las criaturas del desierto se preparaban para la cacería nocturna.

Los cocheros hicieron un alto para que los caballos descansaran, compartieron el agua y reanudaron el viaje. Amerotke estaba fascinado con el desierto. Las Tierras Rojas eran una inmensa llanura pedregosa, salpicada de pequeñas elevaciones y surcada por sinuosas cañadas y profundas gargantas. Solo la grama más recia y los hierbajos crecían en estos parajes. De vez en cuando pasaban junto a un pequeño oasis, pero ahora se aproximaban al verdadero desierto que se extendía hasta el gran río mar en el este. El aire empezaba a refrescar y el cielo aparecía cada vez más oscuro cuando llegaron a Amarna, donde pasarían la noche. Uno de los carros se adelantó para explorar el terreno. A su regreso, el cochero informó de que el oasis estaba desierto, pero que había huellas dejadas por unos nómadas que habían acampado en el lugar. El escuadrón siguió la marcha hasta el oasis.

Amerotke bajó del carro. Ayudó al cochero a desenganchar el tiro, quitó los arneses a los caballos, a los que paseó para que se enfriaran antes de permitirles probar el agua. Dispusieron los carros en un cuadrilátero para tener una protección contra cualquier ataque imprevisto. Sacaron las provisiones, que no eran más que raciones de combate: tasajo salado con especies, pan ácimo y un racimo de uvas un tanto machacadas. Recogieron boñigas secas y encendieron una pequeña hoguera. Amerotke agradeció a los hombres la rapidez del viaje y, después de rechazar amablemente la compañía del capitán, se alejó del oasis para dirigirse a los bloques de granito que formaban el terrible laberinto conocido como la Sala del Mundo Subterráneo.

El juez recordó el texto de la crónica que había leído en la Casa de la Vida. El laberinto tenía una longitud aproximada de media legua en cada dirección. Ofrecía el mismo aspecto que los cubos de madera, desparramados por el suelo, con los que jugaban los niños. Con la puesta de sol, se había levantado un viento frío. Se ajustó la capa de viaje para cubrirse boca y nariz y continuó andando. La entrada del laberinto tenía una apariencia siniestra, como la oscura boca de una cueva. Tuvo miedo. Este era un lugar maldito. Escuchó el relinchar de los caballos, los gritos y las risas de los soldados.

Cuando llegó a la entrada, sacó del cinturón de guerra un ovillo de cordel rojo. Dejó caer la punta al suelo y lo fue desenrollando, a medida que se adentraba en el laberinto. No tardó en verse rodeado por la macabra oscuridad. Se detuvo y alzó la vista. A cada lado se elevaban los bloques de granito; debajo de los pies notaba el suelo, de grava, cubierto de polvo. Amerotke tenía la sensación de que caminaba directamente contra la roca viva, hasta que se encontraba metido en un pasillo, o con una bifurcación que apuntaba en direcciones opuestas. Las losas de granito estaban remontadas hasta doblar la altura de un hombre. Pasó una mano por la superficie de una de las piedras; estaban pulidas, lo que hacía imposible buscar una sujeción o un punto de apoyo para escalarlas. Cualquiera que se perdiera y quisiera subir a lo alto para saltar, de piedra en piedra, hasta el exterior o para pedir ayuda, malgastaría sus fuerzas sin conseguir ningún resultado. Había trechos donde el paso era tan angosto que Amerotke tenía que ponerse de lado para pasar. En otros se ensanchaba y ni siquiera con los brazos extendidos llegaba a tocar las paredes.

Su inquietud fue en aumento. ¿Las sombras y las siluetas que creía ver eran las sombras de los muertos en el laberinto? Oyó sonidos que parecían el susurro de voces o lamentos, pero solo era el viento que soplaba entre las grietas. En una ocasión, tropezó con restos humanos; una pila de huesos y una calavera rota que formaban un patético montón. Se detuvo y aguzó el oído. Era consciente de que llevaba solo un tiempo en el laberinto, pero se notaba cada vez más inquieto y tenía los nervios a flor de piel. Un lugar verdaderamente siniestro. ¿Qué habían sentido los prisioneros a los que habían metido en el laberinto para abandonarles a su suerte? ¿O aquellos perseguidos por fieras salvajes, acuciadas por el hambre y enfurecidas al verse atrapadas entre las enormes placas de granito negro? Amerotke se detuvo una y otra vez para examinar el suelo. A veces pisaba arena, otras granito, o lo que parecían los cimientos de la vieja fortaleza que otrora se había alzado en este lugar. Había trechos donde aparecían grietas en el suelo, Amerotke recordó que la zona había sufrido las consecuencias de un terremoto.

Tenía la sensación de que le faltaba el aire, como si las paredes se estuvieran cerrando a su alrededor. Dio media vuelta y siguió el cordel rojo para volver a la entrada, andaba cada vez más rápido. ¿Había algo que le seguía? ¿Algún ser maligno, surgido de la oscuridad, a punto de lanzarse sobre él? Cuando llegó a la entrada, respiraba con dificultad y estaba bañado en sudor. El capitán, que estaba junto a la entrada con una antorcha en la mano, exhaló un suspiro al verlo aparecer y se acercó presuroso.

—Mi señor, no tendrías que haberlo hecho. —Sujetó a Amerotke por un brazo, y casi, lo arrastró fuera del laberinto—. Te agradecería mucho, señor, que no te apartaras de nosotros. El general Omendap mandaría cortarme la cabeza si te ocurriera cualquier cosa.

—Lo sé, lo sé —se disculpó Amerotke. Se volvió un momento para mirar la entrada—. Créeme que si tuviera la más mínima influencia en la corte, le pediría a la divina Hatasu un único favor: que mandara demoler este lugar. Se tiene bien merecido el nombre de Sala del Mundo Subterráneo.

Emprendieron el camino de regreso al oasis.

—Te agradezco mucho tu preocupación, capitán —añadió el juez.

Ahora, bruscamente, era noche cerrada, como si la oscuridad fuera un gran pájaro que se lanzara en picado desde el cielo. Amerotke siempre se sorprendía al ver cómo la noche sucedía al día sin solución de continuidad. El oficial le apresuró.

—Mi señor, creo que quizá tendremos problemas.

—¿De qué clase?

El resto del escuadrón se encontraba reunido alrededor de la hoguera. Un centinela montaba guardia un poco más allá del cuadrilátero formado con los carros.

—No estoy muy seguro, mi señor —respondió el capitán—. Pero, mientras montábamos el campamento, uno de mis soldados vio a una media docena de nómadas en aquellos riscos de allá.

—Pero no nos atacarán —opinó Amerotke—. Estamos bien armados y los nómadas se mueven en grupos muy pequeños.

—Te dije varias veces, mi señor, que las tribus se están reuniendo. Seguramente, nos han visto llegar. Solo somos ocho, y a esos bandidos les encantaría apoderarse de nuestros caballos, sin mencionar las armas y las joyas que llevamos. Sin embargo —el oficial se encogió de hombros—, hay muy poco que podamos hacer, excepto esperar.

Continuaron sentados alrededor de la hoguera, escuchando los sonidos de los animales que traía el viento nocturno. El desierto se convirtió en un lugar peligroso. Los soldados hablaban en voz baja de Shah, el malévolo animal enviado por Seth, cuya mirada convertía a los hombres en piedra, y de Saga, un ser terrible surgido del averno con cabeza de halcón y cola rematada con un loto venenoso.

Amerotke hizo su turno de guardia, y dormía profundamente junto a una palmera cuando se produjo el ataque. Unas sombras oscuras avanzaron a través de la arena, disparando flechas que erraron el blanco. Se dio la voz de alarma. Cada soldado contaba con un arco y una aljaba. Comenzaron a lanzar sus flechas, pero tampoco acertaron con los atacantes. Amerotke cogió su capa, la mojó con un poco de aceite, le prendió fuego y la lanzó lo más lejos posible. Daba muy poca luz, pero la suficiente para que los arqueros distinguieran sus blancos. Los gritos de los heridos sonaron en la noche.

Los bandidos rodearon los carros, pero su ataque carecía de orden. Amerotke y los soldados se trabaron en un combate, cuerpo a cuerpo, junto al oasis. Se escuchó el estrépito de las espadas contra las dagas y de las porras contra los escudos. Dos de los atacantes cayeron al suelo. Uno de los soldados trastabilló cuando le hirieron en un brazo.

Por fin, los atacantes huyeron al amparo de la oscuridad, poco dispuestos a seguir combatiendo. Amerotke y el capitán esperaron un rato, sin apartarse de los carros, atentos a cualquier ruido. Convencidos de que los nómadas se habían retirado, se ocuparon de los atacantes muertos. Los arrastraron fuera del cuadrilátero y enterraron en la arena. Uno de los soldados recorrió la zona para ver si quedaba algún herido, pero los bandidos se los habían llevado.

—No volverán —manifestó el capitán—. Se han encontrado con un hueso duro de roer, y han perdido toda esperanza de conseguir un botín fácil.

Amerotke estuvo de acuerdo y volvió a tumbarse en su lecho improvisado junto a la palmera. Durante un tiempo se entretuvo contemplando el cielo, mientras pensaba en Norfret y sus hijos y en cómo le irían las cosas a Shufoy y Prenhoe en el templo de Horus. Tenía la sensación de haber vivido un sueño: el viaje en el carro, el paseo por el siniestro laberinto, el ataque de los bandidos: unas siluetas oscuras vestidas, como Lehket, con harapos que las cubrían de la cabeza a los pies. Algunos de sus cadáveres se estaban enfriando ahora bajo el ojo helado de la luna. Recordó lo que Lehket le había explicado referente a la Sala del Mundo Subterráneo. Los dos oficiales desaparecidos seguían en el laberinto y, antes de quedarse dormido, rezó a Maat para que le guiara hasta ellos.

***

El campamento volvió a la actividad con las primeras luces del alba. Amerotke se despertó con frío y los músculos agarrotados. El cielo estaba veteado con rayos de luz que difuminaban una multitud de tonalidades. Aparte de algunos cortes y morados, las flechas clavadas en los troncos de las palmeras y los patéticos montones de harapos en la arena, no había más señales de la refriega nocturna. Los soldados estaban muy animados y ansiosos por desayunar.

Apenas si habían acabado de comer cuando el vigía avisó de la presencia de carros. El calor ya comenzaba a distorsionar el paisaje. Amerotke se protegió los ojos y captó los destellos de los metales. Muy pronto quedó a la vista todo el escuadrón, que avanzaba lentamente porque detrás de ellos seguía un grupo de infantería, con sus tocados rojos. La brisa trajo los ladridos de los sabuesos. Muy pronto reinó una gran actividad en el oasis, a medida que llegaban los carros de guerra seguidos por la infantería y los ojeadores que había pedido el juez.

Valu se apeó del carro con una sonrisa de oreja a oreja. Se acercó lentamente y estrechó la mano de Amerotke.

—Mi señor juez, esto no se parece en nada a la Sala de las Dos Verdades —comentó. Señaló por encima del hombro a Rahmose, que no llevaba las manos atadas, pero que era vigilado de cerca por dos oficiales—. Su padre y el padre de los dos desaparecidos querían estar presentes. —El fiscal del reino sacudió la cabeza y se enjugó el sudor de la calva—. Pero les mandé que se quedaran en Tebas.

Chasqueó los dedos y un sirviente se acercó corriendo con un odre de agua. Valu se roció el rostro y la cabeza.

—No soporto el calor ni me gusta el desierto. —Pasó junto a Amerotke para acercarse a la orilla del oasis y contempló la entrada del laberinto—. Vine aquí cuando era un niño, y desde entonces no he vuelto a poner los pies en este lugar. Recuerdo que sentí un pánico tremendo, como si me hubieran rozado las alas del Ángel de la Muerte. —Miró al juez—. ¿Crees que los dos jóvenes todavía están allí?

—Así es —respondió Amerotke, acercándose.

Valu se apartó de la sombra de las palmeras y llamó a su criado para que le trajera la sombrilla.

—Ven, mi señor —dijo, cogiendo el brazo de Amerotke—. Déjame que vuelva a visitar mis pesadillas.

Caminaron a través de la arena y las piedras. Valu gritó a los demás que no se movieran.

—¿No podías esperar a que regresara? —le preguntó el juez, con un leve tono de burla.

Valu cambio de mano la sombrilla para que Amerotke disfrutará también de la sombra.

—Estoy enterado de los últimos acontecimientos en el templo de Horus.

—Naturalmente. Tú eres los ojos y oídos del faraón…

—Y el divino faraón no está complacido. Todos esos asesinatos. ¿Has escuchado el rumor? —La mirada aguda de Valu se fijó en el rostro del juez—. Vaya, es evidente que no. Hatasu y Senenmut irán al templo de Horus. Quieren participar en la reunión del consejo.

—Eso es un error —opinó Amerotke, irritado.

—Creo que eso mismo dijo mi señor Senenmut. Pero la divina Hatasu tiene muy poca paciencia con los sacerdotes, principalmente cuando se rumorea que su mano está detrás de los asesinatos. —Valu contempló el desierto—. Esto ya no es, propiamente, las Tierras Rojas, ¿verdad?

—No, no lo es —contestó Amerotke. Aún no se había repuesto de la sorpresa producida por las noticias de Valu. Sospechaba que Hatasu no iría al templo solamente para impresionar al consejo y hacer que sus enemigos salieran al descubierto, sino para pedirle, a él, una explicación.

—Bien, así están las cosas —comentó Valu, con la vista puesta en los buitres que volaban en círculo sobre el laberinto—. Los soldados los llaman las gallinas del faraón. —Se volvió hacia Amerotke—. Me han dicho que anoche os atacaron. —El fiscal pateó una piedra—. Si esto es una pérdida de tiempo, mi señor, Rahmose cargará con las culpas.

Habían llegado a la entrada del laberinto. A pesar de que era de día y que le respaldaba el poder de Egipto, Amerotke se sentía dominado por una profunda inquietud. Valu, en cambio, caminó hasta la entrada.

—¿Has visto este dibujo?

Amerotke se acercó. Valu observaba la imagen tallada en la piedra de dos enormes escorpiones. El artista había rellenado los perfiles con pintura. Los escorpiones se enfrentaban, con las pinzas enganchadas, como si libraran una batalla.

—¿Qué es? —preguntó el juez supremo.

—Están apareándose —contestó Valu—. ¿No has visto nunca a dos escorpiones cuando se aparean? Se enganchan por las pinzas y parecen estar bailando. El macho acaba por fecundarla, y si es lo bastante estúpido como para quedarse cerca, ella lo mata y se lo come. —El fiscal sonrió—. Un poco como nuestro faraón —susurró, para después enarcar sus cejas, muy finas—. Por supuesto, me refiero a una similitud en el poder y la rapidez, en absoluto, a la malicia.

—Por supuesto. —Amerotke le devolvió la sonrisa. Miró el dibujo atentamente. Le hizo recordar los de Escorpión en la cripta debajo del templo de Horus—. ¿Cuál es el macho?

—No lo sé. —Valu se apartó—. Solo un experto sabe cuál es la diferencia. Pero ven, mi señor juez, nos encontramos en la Sala del Mundo Subterráneo, donde han tenido lugar crímenes espantosos. El poder de Egipto está a tus órdenes. —Tocó la mano de Amerotke, suavemente, con el abanico que había sacado de debajo de la túnica—. ¿Para qué, exactamente, estamos aquí?

—Hablé como un hombre llamado Lehket —respondió Amerotke—. Me ratificó que unos hombres, o al menos un hombre, entró aquí. No había ninguna bestia salvaje. Lehket y otros vigilaron todas las entradas pero el hombre nunca salió y no encontraron ninguna señal de él cuando mandaron a uno de ellos para que recorriera el laberinto desde lo alto.

—Cuentos de viejas —opinó Valu.

—No lo creo, Lehket no es un mentiroso y leí una crónica en el templo de Horus donde se cuenta lo mismo. —Miró al fiscal—. Describe el laberinto, lo denomina un lugar de muerte que se come a las personas, que las devora.

—Es un lugar siniestro y terrorífico —afirmó el fiscal—, pero, en última instancia, no deja de ser un montón de piedras y arena. Un buen lugar para el asesinato, mi señor Amerotke.

—¿Has traído los sabuesos?

—Los mejores de las perreras reales.

—Bien. —Amerotke se frotó las manos—. Entonces, comencemos.

Volvió al oasis y llamó al oficial al mando de los ojeadores, que se acercó con los hombres y los perros.

—Tendréis que dividiros —les explicó. Vio expresiones de preocupación en los rostros de algunos de los ojeadores—. No es preocupéis. No entraréis en el laberinto, sino que iréis por arriba. Mandaremos a los perros y vosotros los guiaréis, con las correas, desde lo alto. Dejaremos que ellos se encarguen de la búsqueda. Quizá nos lleve algún tiempo.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó uno de los ojeadores.

—Lo sabrás cuando lo encuentres —contestó Amerotke. Dirigió la vista por un momento hacia el cielo—. Me han dicho que sois unos treinta. Aseguraos de pasar por todas y cada una de las piedras. Mantened los perros abajo. Pase lo que pase, no se os ocurra bajar. El calor irá en aumento, así que poneros pintura alrededor de los ojos y protegeos del resplandor. Llevad un tocado. No regresaréis hasta haber terminado. Bebed todo el agua que queráis y orinar donde os venga en gana.

Los hombres se echaron a reír.

—Lo mismo con los perros. No dejéis que se distraigan con los esqueletos y otros restos humanos. —Se fijó en el calzado, todos llevaban las recias botas de la infantería—. Os sudarán mucho los pies, pero las botas os protegerán cuando arrecie el calor. Si encontráis cualquier cosa extraña, quedaos donde estéis y dad aviso.

Los ojeadores comentaron entre ellos, intrigados por las instrucciones de Amerotke.

—No podrán seguir ningún olor —murmuró Valu—. Cualquier rastro de los hombres perdidos se habrá borrado hace tiempo.

—Lo sabremos a ciencia cierta cuando acabemos —respondió el juez. Se protegió los ojos contra el resplandor del sol—. Y si lo sabemos antes del mediodía, mucho mejor para todos.

Se formaron varios grupos y cada uno, al mando de un oficial, se dirigieron a las distintas entradas. Trajeron un burro cargado con escaleras. Ataron las escaleras a pares para que alcanzaran la altura de las piedras; Amerotke subió a uno de los bloques y llamó al jefe de los ojeadores. El hombre subió con la larga cuerda que sujetaba al perro; a una orden del juez, comenzó a caminar por lo alto del laberinto. Amerotke lo observó. Caminaba lentamente. Abajo, en el angosto pasadizo entre los bloques, el perro trotaba cautelosamente. De vez en cuando se detenía para mirar, con ojos tristes, a su amo. El ojeador le dedicaba palabras de aliento, chasqueaba la lengua y volvía a caminar sin prisas. Amerotke se asomó al borde de la roca. Notaba una sensación extraña, irreal. Desde aquí veía las vueltas y revueltas que formaban los bloques. Los otros ojeadores comenzaban a subir por las piedras. Los seguía un soldado con un cubo de pintura para marcar las piedras a medida que pasaban. El calor era cada vez más fuerte. Amerotke se sentía un poco mareado, pero no se movió. Ahora había ojeadores por todas partes. Algunos de los perros aullaban, asustados, por el laberinto. Hubo un par que tiraron de las cuerdas con tanta fuerza que sus amos cayeron dentro del laberinto. Otro huyó espantado por donde había venido y regresó al oasis. Por fin, los animales se tranquilizaron, y solo se escucharon sus ladridos mientras olfateaban el suelo. Amerotke bajó de la piedra y se refugió en la sombra, mientras rogaba, para sus adentros, que todo esto no resultara un ejercicio inútil.

De vez en cuando, alguno de los ojeadores le llamaba y volvía a subir para ver qué había descubierto. Valu se negaba a acompañarle. Casi siempre se trataba de harapos o los huesos blanqueados de alguna víctima desconocida. El calor en lo alto de los bloques era insoportable. Amerotke cambió de opinión y ordenó que subieran soldados provistos con odres de agua. Estaba a punto de regresar al oasis cuando oyó unos aullidos horribles, como si hubieran herido a uno de los sabuesos. A los lastimeros aullidos se sumaron los gritos de los ojeadores. Amerotke subió a uno de los bloques. Todos los ojeadores se habían detenido. Pero había uno que hacía señales. El juez y algunos soldados avanzaron rápidamente casi hasta el centro del laberinto. El ojeador tiraba de la cuerda con tanta fuerza que le sangraban las manos. Gritó a Amerotke y a los otros que le ayudaran. El juez fue el primero en llegar a su lado. Miró hacia abajo. El perro se hundía. Solo la cabeza y las patas delanteras asomaban de la arena. Uno de los soldados ya iba a saltar, cuando Amerotke lo sujetó de un brazo.

—¡No seas estúpido! —le gritó—. ¡El pozo te tragará a ti también!

Intentaron arrastrar al perro hacia adelante, pero no tardaron en ver que el pozo era más ancho de lo que creían. Arrojaron más cuerdas y, después de mucho sudar y maldecir, consiguieron sacar al pobre animal del pozo e izarlo a lo alto del bloque. El perro estaba enloquecido de terror y sangraba por los cortes producidos por las cuerdas. Amerotke dispuso que se llevaran al animal al oasis para curarlo, y ordenó a los ojeadores que revisaban otras partes del laberinto que se retiraran. Trajeron lanzas para probar el suelo. El angosto pasillo no se diferenciaba de los demás. En los bordes del pozo había piedra y luego arena, pero, cerca del centro, las lanzas desaparecían tragadas por la arena.

—Quizá no tiene fondo —aventuró uno de los soldados.

—No lo creo —le contradijo Amerotke—. El desierto tiene trampas de arena, pero esto tiene todo el aspecto de ser un agujero rellenado con arena suelta. La Sala del Mundo Subterráneo se construyó sobre un puesto fronterizo. Lo que estamos mirando es quizás un sótano o alguna mazmorra que se llenó de arena naturalmente con el paso de los años o, lo que me parece más probable, los hicsos lo convirtieron en una trampa mortal. No me extraña que nunca saliera nadie con vida. Aquellos que no perdían la calma, no desmayaban, o no se agotaban antes de tiempo, acabarían por llegar aquí. —Señaló los bloques—. ¿Os habéis fijado que todos los pasillos conducen hasta aquí? Salir solo dependía del azar.

El juez oyó que alguien pronunciaba su nombre. Valu avanzaba cautelosamente hacia ellos, con la sombrilla en una mano y la otra extendida para ayudarse a mantener el equilibrio. A Amerotke le recordó una de esas ancianas que iban de puesto en puesto por el mercado.

—Me han dicho lo que ha ocurrido. —El fiscal miró furioso a los soldados que sonreían con sorna y entregó la sombrilla al que tenía más cerca. Se agachó para mirar el suelo del laberinto—. Una trampa del mundo subterráneo —murmuró—. Solo el ojo más experimentado y agudo notaría alguna diferencia en la textura del suelo. Pero, incluso así, podría ser demasiado tarde. —Alzó la vista para mirar al juez—. ¿Crees que los hombres desaparecidos cayeron en la trampa?

—El pozo es, desde luego, lo bastante grande y profundo como para tragarse a dos hombres con sus armas.

Valu maldijo el calor asfixiante. Se levantó.

—Para mí es prueba suficiente para reivindicar a Rahmose. —Hizo un ademán a Amerotke para que le siguiera—. ¿Te quedarás aquí todo el día? Debemos investigar el pozo.

—¿Alguna vez has intentado contener el mar? —replicó Amerotke. Después, se encogió de hombros—. Pero quizá sea posible. Todo dependerá de la profundidad del pozo. Ataremos las lanzas a unas pértigas y las hundiremos en la arena. Si las sacamos limpias, sabremos que es demasiado profundo. Pero si están manchadas…

El fiscal estuvo de acuerdo con el plan.

Los ojeadores y los perros abandonaron el laberinto. Prepararon las lanzas y las pértigas que los soldados comenzaron a lanzar una y otra vez. Hacía tanto calor que el fiscal dispuso que todo el mundo se tomara un descanso a la sombra de las palmeras del oasis.

Volvieron al trabajo, y al poco rato se oyeron unos gritos. Habían encontrado algo. Improvisaron una polea. Un ingeniero venido con los ojeadores se hizo cargo del asunto, informó que el pozo, probablemente una bodega, contenía algo. Comenzaron a extraer arena y a última hora de la tarde exhumaron el primer cadáver, con los ojos, la nariz y la boca llenos de arena. Rahmose pidió verlo y después se arrodilló, con el rostro oculto entre las manos, en dirección norte. Valu le tocó en el hombro.

—También encontrarán el otro cadáver. Se retirarán todos los cargos en tu contra y se proclamará tu inocencia. No se ha cometido crimen alguno.

—No estoy de acuerdo. —Amerotke observó el cadáver que mostraba las grotescas contorsiones de una muerte horrible—. Al final —declaró—, fueron asesinados. La Sala del Mundo Subterráneo les convirtió en sus víctimas, como hizo con todos los demás. —Saludó a Valu—. El asunto está ahora en tus manos. Como sabes, tengo que atender otros compromisos en Tebas.