CAPÍTULO VI
Amerotke tamborileó con los dedos sobre la mesa en un intento por controlar la impaciencia. Había llegado al templo de Horus poco después del alba en compañía de Prenhoe y Shufoy. Le habían recibido y agasajado, pero llevaban dos horas de reunión sin el más mínimo progreso. El juez pensó en el importante caso que le aguardaba en la Sala de las Dos Verdades. Había dispuesto un aplazamiento. El fiscal buscaba nuevas pruebas mientras Rahmose permanecía en arresto domiciliario. No había hecho el menor caso de la tortita de semillas de algarrobo, que era una advertencia directa de los amemets. Se había apresurado a desviar la atención de Norfret con una charla divertida e intrascendente, hasta que se retiraron a sus habitaciones para comer, beber y descansar en el diván en la terraza de la casa. Allí habían yacido, con los cuerpos entrelazados, con la vista puesta en el cielo nocturno.
El juez supremo exhaló un suspiró y echó una ojeada a la cámara circular. Esta era un parte muy antigua del templo de Horus, una habitación lóbrega con las paredes de piedra; y las guirnaldas de flores conseguían muy poco para alegrar el ambiente o disipar el olor del moho. A pesar de los rayos de sol que se colaban por las estrechas aberturas situadas muy altas, que hacían de ventanas, habían tenido que prender las lámparas de aceite y las teas. Amerotke y los demás estaban sentados en cojines dispuestos ovalmente con una mesa delante de cada uno. Los sumos sacerdotes de Isis, Osiris, Anubis, Amón y Hathor estaban presentes. No conocía sus nombres verdaderos ni le importaba. Todos tenían el mismo aspecto: hombres de rostros arteros, cuya apariencia de humildad y santidad ocultaba una ambición desmesurada y una rivalidad feroz. Iban vestidos de la misma guisa, con túnicas de lino de la mejor calidad adornadas con pieles de leopardo o pantera.
A la izquierda de Amerotke se encontraba Hani, con los pies apoyados en un pequeño escabel, como si quiera recalcar su preeminencia. A su lado tenía a su esposa Vechlis, con una cinta de plata alrededor de la peluca. La mujer tenía pleno derecho a estar presente como primera concubina del dios Horus y suma sacerdotisa del templo. Amerotke estaba más interesado en el hombre que tenía delante: Sengi, el jefe de los escribas de la Casa de la Vida, un hombre bajo y rechoncho de labios gruesos, mofletes y unas orejas que sobresalían como las asas de una jarra. Vio que el juez le miraba, y sonrió al tiempo que elevaba la vista al techo, como si él también estuviera profundamente aburrido. Hasta el momento no habían discutido otra cosa aparte del protocolo y la etiqueta: quién se sentaría donde, quién hablaría primero, las pruebas que se podían presentar y aceptar.
Sengi movió los labios. Amerotke no entendió el mensaje silencioso, así que el jefe de los escribas cogió el estilo, escribió en un trozo de papiro y se lo dio a uno de los sirvientes, al tiempo que señalaba al juez. El sumo sacerdote de Isis discurseaba sobre la conveniencia de trasladar la reunión a otro lugar. Amerotke leyó el mensaje que le alcanzó el sirviente: «Tú eres el representante del faraón. Acaba de una vez con toda esta tontería».
Asintió con una sonrisa. Se acomodó en el cojín y dio varias sonoras palmadas. Los sacerdotes le miraron, asombrados.
—Mi señor —dijo el juez dirigiéndose a Hani—. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
Vechlis se llevó una mano a la boca para disimular la sonrisa.
Un sirviente miró el reloj de agua que estaba en un rincón. Después se acercó y le susurró la hora al oído del sumo sacerdote.
—Más de dos horas —replicó Hani, con un tono aburrido.
—Mis señores —Amerotke separó las manos—, estamos aquí discutiendo temas baladíes mientras nos esperan otros mucho más importantes. Llevo el recado de la divina Hatasu. —Lo recogió de la mesa y lo sostuvo en alto para que todos lo vieran. Los sacerdotes se inclinaron en señal de obediencia.
—Eso es precisamente lo que se debate aquí —replicó el sumo sacerdote de Amón con un tono de malicia y una expresión de furia en los ojos hundidos, mientras fruncía los labios con petulancia.
—En cualquier otro lugar, mi señor —manifestó Amerotke—, sus palabras podrían ser consideradas como una traición. La divina Hatasu es faraón y reina de las Dos Tierras. Lleva sangre real en las venas y su derecho a gobernar ha sido confirmado por sus grandes victorias y por la aclamación del pueblo.
—No lo pongo en duda —afirmó Amón—, pero los sumos sacerdotes de Egipto tienen la especial responsabilidad de debatirlo.
Amerotke observó el rostro rencoroso. Este hombre tenía una visión muy clara de lo que él consideraba la política adecuada: el faraón debía ser un hombre. Hatasu debía permanecer en la Casa de la Reclusión, con las otras mujeres del harén, y no ostentar el cayado y el látigo. Vechlis miraba a Amón con una expresión vengativa y una mano apoyada en la muñeca de su marido para que se mantuviera callado.
—El propósito de esta reunión —añadió Amón, que se arregló la túnica mientras miraba a sus compañeros en busca de apoyo— es discutir diversos temas, y no, mi señor Amerotke, aceptar las órdenes reales para que hagamos esto o aquello.
—También está la cuestión de los asesinatos —intervino Hathor—. ¿El templo de Horus es el lugar más conveniente para nuestras discusiones? Este recinto ha sido contaminado por las muertes violentas.
—Muy cierto —admitió Amerotke, complacido de que la discusión se centrara ahora en temas más urgentes—. Dos miembros de este templo han sido asesinados, pero ese es un asunto que le corresponde a la justicia del Faraón. Por cierto, que ambos hombres, si no estoy equivocado, habían afirmado, públicamente, el derecho de Hatasu de ocupar el trono, y los dos han sido asesinados. Decís que el pueblo murmura sobre el derecho de Hatasu a gobernar. También murmura sobre el motivo por el que se cometieron los asesinatos.
—¿Estás insinuando que el asesino se encuentra en esta cámara? —intervino Sengi—. ¿Qué pruebas tienes?
—No somos criminales a los que se juzga —declaró el sumo sacerdote de Isis—. Esta no es la Sala de las Dos Verdades. No somos malhechores, sino sumos sacerdotes de Egipto.
—No dije que fuerais malhechores —respondió Amerotke sin perder la calma—. Hablaba de los rumores. Cuando asesinaron a Neria y Prem, ¿dónde estabais todos vosotros?
La pregunta fue recibida con un gran revuelo. Hathor se levantó de un salto. Era un hombre bajo, con cara de mono, que hubiera arrojado la mesa a la cabeza de Amerotke de no haber sido por Amón, que lo contuvo. Amerotke volvió a mostrarles el cartucho real.
—Podéis saltar como bailarinas todo lo que queráis —se burló—, o podéis contestar a mis preguntas aquí, en la Sala de las Dos Verdades o delante del faraón en persona. Neria y Prem fueron asesinados porque apoyaban el ascenso de la reina al trono del faraón. Sus asesinatos fueron premeditados, maliciosos y blasfemos.
La visión del cartucho real aplacó la ira de los sacerdotes. Vechlis le susurró algo a su marido. Hani asintió y levantó las manos para pedir silencio.
—Mi señor Amerotke dice la verdad. Él es el juez supremo del faraón. Antes que prosigamos, cada uno debe responder de sus acciones. Neria fue asesinado a la hora nona. Todos los presentes en esta sala deben dar una explicación. —Exhaló un largo suspiro—. Yo seré el primero. La noche que asesinaron a Neria, yo estaba con mi esposa en nuestra cámara.
—¿Cómo sabemos que es cierto? —preguntó Amón.
—Estábamos juntos —replicó Vechlis, airada—. Cuando el reloj de agua marcó la hora nona, pedí que nos trajeran comida de la cocina del templo. Mi esposo responde por mí y yo por él. Sin embargo —la mujer levantó las manos—, cuando asesinaron al padre divino Prem, mi marido se encontraba en el Sagrado de los Sagrados, delante de Horus. No recuerdo dónde estaba yo.
Los otros sacerdotes tomaron las palabras de la sacerdotisa como el camino a seguir. Amerotke comprendió que sus apresuradas explicaciones nunca le revelarían la verdad. Solo Sengi permanecía impasible y silencioso.
—¿Dónde estabas tú, mi señor? —le preguntó Amerotke.
El jefe de los escribas levantó la cabeza.
—En realidad, y por todo lo que es sagrado, solo puedo decir que, en ambas ocasiones, estaba estudiando.
—¿Qué estudiabas?
Sengi se encogió de hombros.
—Como todos mis hermanos aquí presentes, buscaba en los registros y archivos. El templo de Horus es muy antiguo, sus bibliotecas contienen tesoros que no se encuentran en ningún otro lugar de Egipto.
—Pero ¿qué es lo que buscabas? —insistió Amerotke—. Comparte tus conocimientos con nosotros.
—La historia del antiguo Egipto —respondió Sengi— abarca muchos centenares de años. Se remonta a los primeros reyes Escorpión. Yo, como los demás aquí presentes, intento descubrir si, en toda la sucesión de antiguos gobernantes, alguna mujer ostentó las dos coronas, empuñó el cayado y el látigo y se sentó en el trono de Ra.
—¿Has descubierto alguna cosa? —preguntó el juez supremo.
Sengi sacudió la cabeza.
—¿Cuál podría ser esta prueba? —Ahora todos estaban pendientes de Amerotke.
Hani sonreía interiormente, complacido de que, por fin, se tratara la verdadera razón de esta reunión.
—Podría ser cualquier cosa —contestó Hathor—. Un decreto, una carta, un fragmento…
Estaba a punto de reanudarse la discusión, cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta. Entró un guardia del templo que conversó por lo bajo con Hani, quien chasqueó los dedos como manifestación de su enojo y se levantó.
—Padres divinos, al parecer, el escriba y erudito Pepy ha sido asesinado en sus aposentos, cerca del muelle.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sengi, que también se levantó.
—Disponemos de muy pocos detalles —respondió Hani—. Los maijodou, la policía de la ciudad, está investigando el caso. Por lo visto, nuestro erudito ambulante había entrado en posesión de cierta riqueza. Comió y bebió sin mesura. Anoche alquiló a una cortesana de una Casa del Amor y se la llevó a su habitación. Él, su compañera y toda la habitación fueron consumidos por el fuego.
—¿Podría tratarse de un accidente? —preguntó Isis.
—El propietario, que también perdió la taberna, fue muy claro en ese punto —informó Hani—. En la habitación de Pepy apenas si había aceite para las lámparas, nada que pudiera provocar un incendio de tales dimensiones. Los cadáveres quedaron reducidos a cenizas.
Amerotke miró a los sacerdotes. Sería inútil preguntarles dónde habían estado la noche anterior. Recibiría otro montón de explicaciones, a cuál más descabellada.
—Le asesinaron de la misma manera que a Neria. —Amerotke se levantó—. No quiero escuchar más tonterías sobre el desagrado de los dioses. Mis señores, esto es un asesinato.
—¡La biblioteca! —exclamó Sengi, que se llevó la mano a la boca.
—¿Qué ocurre con la biblioteca? —preguntó Amerotke.
—Han pasado dos días desde que Pepy estuvo allí. —Sengi parecía estar muy nervioso.
—¡Márchate! —ordenó Vechlis al guardia.
El hombre se fue en el acto. Todos volvieron a sentarse. Sengi se rascaba la mejilla.
—Comparte tus preocupaciones con nosotros, hermano —le invitó Amerotke amablemente.
—Pepy era brillante pero pobre. Todos los que estamos aquí lo sabíamos. Siempre estaba pidiendo esto o lo otro. De pronto, se va del templo. Alquila una habitación, se llena el estómago con todo lo que es bueno y tiene más que de sobra para pagar los servicios de una cortesana.
—Quizá robó algo —apuntó Amerotke.
—Lo contraté para que nos ayudará —añadió Sengi—, pero prestó muy poco servicio. Quizá…
—¡Ridículo! —exclamó Hani—. Nuestra biblioteca está muy bien protegida. Pepy estuvo vigilado y se le revisó cada vez que salió.
Amerotke volvió a levantarse.
—Creo que debemos investigar.
Nadie protestó. Salieron de la habitación. Prenhoe y Shufoy esperaban en una alcoba. Compartían un racimo de uvas. Se levantaron de un salto en cuanto Amerotke se acercó a ellos.
—Prenhoe, tú llevas mi sello.
—Sí, mi señor.
—Ve al templo de Maat. Busca a Asural y a unos cuantos guardias. Ve a los muelles, averigua todo lo que puedas de un hombre llamado Pepy, quien, junto con una concubina, murió quemado en su habitación. No tendrás que buscar mucho. Ya sabes cómo corren los rumores.
El juez supremo se reunió con los demás, Hani abría la marcha. Recorrieron un largo pasillo entre columnas y salieron al jardín, un lugar hermoso y fresco con unas parras ubérrimas, con los enormes racimos de uvas rojas colgando de las espalderas sujetas a las paredes. Pasaron junto al estanque de la Pureza, rodeado de palmeras, los estanques donde criaban los peces y los huertos de higueras donde los sirvientes del templo utilizaban monos amaestrados para recoger los frutos. Abundaban los prados donde pastaban ovejas y venados. Pasaron por delante de otras construcciones: depósitos, graneros, la Casa de la Vida y los cobertizos donde estaban los sitios mataderos.
Amerotke contempló la torre que se elevaba por encima de todos los demás edificios. Las almenas de la parte superior destacaban contra el cielo azul. Las paredes de piedra eran lisas, algo que representaba una gran dificultad para cualquiera que intentara escalarla, y, una vez más, se preguntó cómo había actuado el asesino para matar al anciano sacerdote de aquella manera tan cruel.
En el extremo más alejado del jardín del templo, rodeado por un muro de piedra, se alzaba el blanco edificio de dos pisos que albergaba la biblioteca. Las dobles rejas de la entrada estaban vigiladas por los guardias del templo. El dintel y las columnas de la enorme puerta de cedro aparecían cubiertas de bellos jeroglíficos y pinturas que mostraban a los escribas y eruditos leyendo, escribiendo, debatiendo o sentados a los pies de sus maestros. Entraron en el pequeño y fresco vestíbulo, con el suelo de madera libanesa y las lámparas de alabastro. Los guardias y los sirvientes saludaron respetuosamente a tan augustos visitantes.
La biblioteca principal se encontraba en el segundo piso. Era una sala rectangular y los postigones de sicomoro estaban abiertos, pero en todas las ventanas había barrotes para impedir el paso de los ladrones. Las paredes aparecían cubiertas de estanterías hechas con un diseño adecuado para colocar los libros, los manuscritos y los rollos de papiro. En el centro de la sala había una hilera de mesas bajas, con cojines para que se sentaran los eruditos. En cada mesa había una tablilla con el estilo y tinteros de tinta azul, roja y verde. La fragancia de la goma, la resina, el papiro y la tinta inundaba el recinto. Un joven escriba salió de una de las cámaras anexas a la biblioteca.
—Padre divino. —Se inclinó ante Hani.
—¿La biblioteca está vacía? —preguntó el sumo sacerdote.
—Padre divino, fue tu deseo personal que, durante vuestra importante reunión, la biblioteca quedara reservada al uso exclusivo de nuestros visitantes y, por supuesto, del erudito Pepy.
—Es por su causa que nos encontramos aquí —declaró Sengi—. Trabajaba aquí, ¿no?
—Hasta hace dos días. —El joven escriba parecía cada vez más inquieto.
Amerotke se adelantó.
—¿Esperaba que regresara? —Soy Amerotke, el juez supremo en la Sala de las Dos Verdades.
—Sí, mi señor, te conozco. Tú fallaste a favor de mi madre en un litigio por un campo donde había cambiado de lugar las piedras de los límites. Efectivamente, esperábamos que Pepy regresara.
Amerotke se adentró en la biblioteca, con la vista puesta en las estanterías que llegaban hasta casi tocar el techo. Se fijó en la cenefa donde aparecían representados monos que simbólicamente recolectaban libros de los árboles. Por encima de los animales estaba dibujado el ojo que todo lo ve de Amón-Ra y el Ank, el símbolo de la vida eterna.
—Pepy está muerto —informó Amerotke al escriba, en voz baja—. Le asesinaron cerca de los muelles; según los rumores, nuestro buen Pepy acababa de convertirse en un hombre rico.
—Ese no era el caso cuando estuvo aquí —manifestó el joven—. Ni siquiera podía permitirse usar un estilo adecuado. Siempre estaba pidiendo esto o cogiendo prestado aquello. —El escriba perdió el color y se llevó la mano a la boca—. ¡Por todos los dioses! —exclamó.
—¿Qué manuscritos estuvo estudiando? —preguntó el juez supremo.
El bibliotecario miró a Hani.
—Mi señor Amerotke tiene jurisdicción en estos asuntos —le comunicó el sumo sacerdote.
El escriba se alejó presuroso para ir hasta donde había varios baúles y cofres hechos con madera de roble y reforzados con flejes de bronce. Abrió uno y sacó una caja de sicomoro pulido. La dejó sobre una mesa y abrió los cierres, mientras los visitantes lo rodeaban. Hani levantó algunas hojas de papiro traslúcidas entre las cuales había fragmentos escritos.
—¿Qué son estas cosas? —preguntó Amerotke. Vio que la escritura era muy antigua. Los jeroglíficos y los símbolos eran similares a los que había estudiado cuando había sido alumno en la Casa de la Vida.
—Son fragmentos de manuscritos —le informó Sengi—. Algunos de estos datan de hace centenares de años.
Amerotke cogió otro fragmento del manuscrito, que medía un palmo de largo y palmo y medio de ancho. Los colores estaban desvaídos. En el fragmento aparecía representado un sacerdote y, debajo, un texto que podía ser una bendición. Lo dejó otra vez en la caja.
—¿Falta alguno de los fragmentos?
El escriba vació todo el contenido de la caja sobre la mesa, contó las hojas de papiro, y a continuación, consultó el índice que estaba pegado en la tapa de la caja. Con una expresión cada vez más preocupada y la respiración muy rápida, volvió a contar las hojas. Una pátina de sudor apareció en la frente del bibliotecario.
—¿Pasa alguna cosa? —le preguntó Sengi.
—Aquí tendría que haber once fragmentos. Solo hay diez.
—¿Cuál falta? —interrogó Amerotke.
—Un fragmento de unos dos palmos de largo y medio de ancho. Es un extracto de una crónica, un libro de unos mil trescientos años de antigüedad.
Amerotke silbó por lo bajo, sin hacer el menor caso de las expresiones de consternación que sonaban a sus espaldas.
—Era una pintura —tartamudeó el escriba—. Una representación del primer faraón de la dinastía Escorpión.
—¿Menes? —preguntó el juez supremo.
El escriba asintió, con las manos sobre la cara.
—¿Conseguiría un precio muy alto?
—Por supuesto. —Sengi estaba ahora repasando los manuscritos—. Sí, sí, ha desaparecido. —Miró fijamente al bibliotecario—. ¿Es esto en lo que Pepy estaba trabajando?
El joven escriba asintió, dominado por el miedo. El robo de un manuscrito tan antiguo de la biblioteca de un templo podía significar la caída en desgracia, la prisión e incluso la muerte.
—¡Pero es imposible! —exclamó—. Cuando Pepy venía aquí… Esperad aquí, mis señores, por favor, esperad aquí.
El escriba salió corriendo. No tardó en reaparecer acompañado por dos guardias, dos tipos fornidos vestidos al estilo de los nakhtu-aa, los matones de la infantería: faldas y sandalias de cuero, con los cinturones de guerra en bandolera sobre sus torsos musculosos bañados en sudor. Ambos llevaban tocados rojos y blancos que les caían sobre la nuca.
—Estos guardias estaban aquí —explicó el escriba.
—¿Vosotros dos os encargabais de vigilar al erudito Pepy? —les preguntó el juez supremo.
—Por supuesto —respondió el más alto, que parecía un tipo de muy mal talante. Señaló la biblioteca—. Se sentaba en aquella mesa y nosotros al otro lado. ¿Por qué? ¿Hay algo que no está bien? —En sus ojos apareció una mirada de alarma—. Nunca me gusto ese tipejo —añadió apresuradamente—. No lo dejamos solo ni un momento y lo cacheábamos cada vez que salía.
—¿Llevaba una bolsa? —preguntó Amerotke.
—¿Bolsa? —repitió el guardia con un tono burlón—. No podía permitirse el lujo de tener una. Nosotros llegamos a compartir nuestras raciones con él.
—Siempre lo revisamos a fondo —añadió el otro guardia—. De la cabeza a los pies. Mi señor —el hombre se inclinó con las manos extendidas—. Pepy no significaba nada para nosotros, le teníamos por un erudito maloliente. —No hizo caso del respingo de Sengi—. Un tipo avieso y ligero de manos. Nuestra fidelidad se la juramos a Horus y no al tal Pepy.
—¿Pudo haber ocultado el manuscrito? —sugirió Amerotke.
—Ese es el problema —manifestó el bibliotecario—. Si lo hizo, es probable que el papiro, siendo tan antiguo, se haya arrugado o incluso partido.
—¿Demostró algún interés especial en el manuscrito que falta? —preguntó Amerotke.
El joven bibliotecario se encogió de hombros.
—Mi señor, Pepy pedía esto y lo otro, pero sí, pasaba más tiempo con esta caja de manuscritos que con cualquier otra.
Los guardias corroboraron la declaración del escriba.
Amerotke se sentó en un taburete y, con expresión pensativa, miró la caja de sicomoro.
—¿Qué decía el manuscrito?
—No lo sé. Debajo de la figura había unos jeroglíficos. No tenía nada de particular.
—Sin embargo, lo pagarían bien si alguien quería venderlo, ¿no es así?
—Oh, sí, por lo menos tres o cuatro saquitos de oro puro.
—Sengi —dijo Amerotke, esbozando de una sonrisa—, tú contrataste a este hombre.
—¡Yo no sé nada! —protestó Sengi, nervioso—. A Pepy no le importaba quién se sentaría en el trono imperial. Me dijo que buscaría alguna prueba de que alguna vez hubo un faraón, mujer y que me informaría. —El jefe de los escribas se humedeció los labios—. Al final, no me dijo nada.
—¿Tú se lo preguntaste?
—Por supuesto. Me respondió que me lo diría solo cuando hubiera terminado.
—¡Pues él sí que está acabado! —se burló Vechlis.
Amerotke levantó la mano para pedir silencio y se mordió el labio inferior. Tebas estaba llena de mercaderes ricos, coleccionistas de valiosos efectos y reliquias del pasado de Egipto. Si Pepy había robado y vendido el manuscrito, ahora podía estar en cualquier parte. Despidió a los guardias y pidió a los demás que se sentaran a la mesa. Todos le obedecieron presurosos. El presunto robo del manuscrito los obligaba a respetar la autoridad del juez supremo. En teoría, todos los templos y sus contenidos eran propiedad del faraón. Hatasu podía disgustarse. Amerotke indicó al bibliotecario que se sentara con ellos.
—Esto es un auténtico misterio —comenzó—. Si Pepy hubiera intentado robar el manuscrito, los guardias lo hubieran encontrado. No obstante, ha desaparecido, y Pepy se había convertido en un hombre rico cuando lo asesinaron. —Echó una ojeada a la biblioteca—. Neria era el bibliotecario mayor, ¿no?
La expresión del joven bibliotecario se enterneció y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—Era un buen maestro, mi señor, un verdadero erudito.
—¿Sabes de alguien con motivos para asesinarlo?
—Neria es un espíritu gentil, mi señor. Este era su mundo: los libros y los manuscritos. Una y otra vez lo encontraba aquí, a altas horas de la noche, absorto en el estudio de algún manuscrito, hablando solo.
—¿Ocurrió alguna cosa fuera de lo normal en los días anteriores a su muerte?
—Neria era un erudito, y soltero, mi señor Amerotke. Afirmaba que estos manuscritos eran sus esposas y sus hijos. Estaba muy excitado con la reunión de los sumos sacerdotes en el templo y con las pruebas que podían encontrar.
—¿Te comentó alguna cosa?
—No. —El bibliotecario sacudió la cabeza—. No lo hizo. Neria podía ser muy reservado. Desde luego, Pepy le molestaba mucho. En una ocasión, les escuché discutir acaloradamente, pero no sé cuál era el motivo.
Vechlis golpeó la mesa con sus uñas pintadas de rojo.
—Neria era un hombre muy querido, pero cuando se trataba de conocimientos era un miserable. Encontraba verdaderas joyas, artículos preciosos, pero se los guardaba celosamente.
—Neria también estaba involucrado en la búsqueda de pruebas para confirmar o negar el derecho a gobernar de la divina Hatasu, ¿no es así?
—Has acertado, mi señor —admitió Hani.
—No puedo hablar por Pepy, pero Neria estaba muy ocupado —añadió Vechlis—. A menudo, le veía escribir aquí, tanto que llenaba un rollo entero de papiro. Un día le pregunté qué escribía. Me miró con los ojos brillantes de entusiasmo, pero se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza. Antes de que me lo preguntes, mi señor Amerotke, te diré que la noche que le asesinaron, mi marido mandó revisar a fondo la habitación de Neria. El rollo de papiro había desaparecido, y con él los frutos de la investigación de Neria.
—Revisé todas sus pertenencias con mucho cuidado —confirmó Hani—. También lo hizo Sengi. No encontramos nada.
—¿Ahora qué pasará? —preguntó el juez.
—Yo he comenzado de nuevo —dijo el joven bibliotecario—, pero no soy un erudito de la talla de mi señor Neria.
—¿Has descubierto alguna cosa?
El bibliotecario miró a Hani, y el sumo sacerdote, con un ademán, le autorizó a responder.
—No he encontrado nada —murmuró el joven.
—Oh, vamos. —Amón se inclinó sobre la mesa y señaló al joven bibliotecario—. Querrás decir que no has encontrado nada útil para demostrar que una mujer empuñó alguna vez el cayado y el látigo y que fue faraón de Egipto. ¡No lo encontrará porque nunca ocurrió!
—¡No seas presuntuoso! —le recriminó Vechlis—. Este asunto todavía no está resuelto.
Hubieran reemprendido la misma discusión de antes de no haber sido porque Amerotke los mandó callar con un gesto.
—Mi señor Hani, tendrías que utilizar el tesoro de tu templo para descubrir si Pepy vendió el manuscrito en cuestión. —Sonrió—. Sin duda tienes informadores en los muelles. La venta de un manuscrito de esas características, seguramente, tuvo que provocar un cierto revuelo entre los coleccionistas y compradores de objetos preciosos. Tengo una pregunta que deseo formular: el día que asesinaron a Neria, el divino faraón visitó graciosamente este templo para ofrecer un sacrificio. Supongo que tras su marcha hubo otros actos. ¿Dónde se encontraba Neria mientras ocurría todo esto?
—Después se celebró una fiesta —contestó Hani, sin vacilar—. Un banquete para mis hermanos aquí presentes y sus comitivas. Neria debía asistir, pero no lo hizo. Bajó a las cavernas secretas y a los pasadizos que hay debajo del templo para visitar la tumba de Menes.
—¿Por qué hizo tal cosa? —preguntó Amerotke.
El sumo sacerdote de Horus se limitó a mirarlo en silencio.
—¿Qué hay allá abajo? —insistió el juez.
—Exactamente debajo del santuario —respondió Vechlis, por su marido—, está el mausoleo real de Menes, el primer faraón de Egipto, fundador de la dinastía Escorpión. Allí tiene su sepultura. Cuando los hicsos invadieron Egipto en la estación de la Hiena, cuando lo arrasaron todo a sangre y fuego y tiñeron de rojo las aguas del Nilo con sus sanguinarias ofrendas, los sacerdotes de Horus abandonaron su templo. Se escondieron en los pasadizos. —La mujer abarcó la sala con un gesto—. Los hicsos se apoderaron de todo esto. Sin embargo, en las galerías secretas, bajo tierra, sobrevivieron algunos sacerdotes. Uno de ellos creyó que la luz de Egipto se extinguiría para siempre. Por lo tanto, cubrió todas las paredes de la cámara que guarda la tumba de Menes con pinturas que relataban la historia de Egipto para que las futuras generaciones pudieran, al menos, tener una idea de la gloria que Egipto había tenido antes de que llegaran los bárbaros.
—A Neria le gustaba ir allí. —El joven bibliotecario sonrió mientras cogía la caja de sicomoro—. Decía que era un lugar muy adecuado para pensar.
—Por lo tanto, era de conocimiento público que a Neria se le podía encontrar allá abajo —comentó Amerotke.
—Por supuesto. —Vechlis reprimió una carcajada—. Si querías encontrarlo debías acudir aquí, o bajar a la tumba de Menes. De hecho, se autodesignó custodio del santuario, aunque no era un sumo sacerdote.
—Yo mismo bajé en una ocasión —manifestó Sengi—. Las antorchas y las lámparas estaban encendidas. Caminé de puntillas por las galerías. Neria estaba sentado delante de la tumba y le hablaba como tú le hablarías a un viejo amigo.
—Neria dijo algo. —El joven bibliotecario miró al techo—. Le pregunté por la divina Hatasu —bajó la cabeza— y por la reunión que se celebraría aquí, el gran consejo de los sumos sacerdotes —hizo una pausa.
Amerotke advirtió que, de pronto, se había hecho el silencio en la sala. Solo se escuchaba el zumbido de las abejas que, atraídas por la fragancia de las flores y el olor dulzón de la madera, habían entrado por las ventanas enrejadas.
—¿Qué dijo? —preguntó el magistrado.
—Intento recordarlo, mi señor. Le pregunté su opinión. Neria me dijo: «Al principio, todo lo que había era la Madre divina. Todas las cosas, en su principio, son femeninas».
Vechlis aplaudió, entusiasmada.
—¿Lo veis? —exclamó.
—Pero eso es algo que aceptamos todos —señaló Hathor—. Los teólogos sostienen que, antes de que se formara la tierra, que la oscuridad se separara de la luz y aparecieran los mares, existía un ser: Nut, la diosa del cielo.
—Creo que Neria se refería a algo más que a eso —murmuró el bibliotecario, pero al ver la expresión de enojo en el rostro de Hathor, se apresuró a añadir—: Claro que yo no soy teólogo.
—¿Quedan más preguntas? —Osiris, un hombre enjuto y de expresión sardónica, se levantó—. Es la hora de la purificación. Debemos rezar y descansar del calor del día.
Los otros asintieron. Amerotke dio varias palmadas en la mesa.
—Habláis de ritos y purificaciones, de comer y beber, de descansar a la sombra de los sicomoros. ¿Neria volverá alguna vez a sentir el calor del sol en su rostro? ¿Volverá el padre divino Prem a contemplar las estrellas en el firmamento? Hablamos de asesinato. Seth el dios de las Tierras Rojas, el creador del caos y la división, está en este templo. Llenar nuestros estómagos con tortitas de miel y beber el más dulce de los vinos y las más delicadas cervezas no lo alejarán. ¿Es que sois incapaces de ver, padres divinos, que cualquiera de nosotros puede estar marcado por el dios de la Muerte? —preguntó, furioso.