CAPÍTULO XVI
Dalifa intentó apartar la mano, pero Amerotke se la retuvo con firmeza. En los ojos de la muchacha apareció una expresión de miedo.
—¿Qué ocurre, mi señor? Cuando me visitaste, me indicaste lo que debía decir. Lo hice. Te doy las gracias. También le doy las gracias a tu sirviente. Antef tuvo la muerte que se merecía.
El juez supremo le soltó la mano.
—¿Has escuchado lo que dije? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo es necesario que se sepa la verdad?
Amerotke volvió a cogerla de la mano, llevó a Dalifa hasta una pequeña habitación lateral y la hizo sentar en un banco. Después cogió un taburete y sentó delante de ella. La muchacha temblaba y se mordía el labio inferior. Incapaz de sostener la mirada del juez, mantenía la vista en la pared más apartada como si se sintiera fascinada por una pintura en la que aparecían las almas que viajaban a través del mundo subterráneo.
—Tuve un visitante —comenzó Amerotke—. El general Omendap. Acudió para darme las gracias por una cosa, aunque en realidad no era necesario hacerlo. También visitó la Necrópolis con algunos oficiales. El cuerpo de Antef había sido llevado allí. —El juez esbozó una sonrisa—. La gente dice muchas cosas del general Omendap, pero nadie niega que es un firme partidario de cumplir con las ordenanzas. Antef era miembro de un regimiento y lo habían matado, aunque se trataba de un caso de defensa propia. Lo menos que podía hacer Omendap fue disponer que la Casa de la Plata corriera con los gastos del embalsamamiento y el funeral de Antef. El comandante del regimiento de Anubis era uno de los oficiales que acompañaban al general. El cadáver de Antef estaba sobre la mesa y los embalsamadores hacían su trabajo. Habían contratado a un sacerdote para que cantara un himno. El comandante del regimiento estaba haciendo sus propios obsequios cuando suspendió, bruscamente, la ceremonia.
—¿A qué te refieres? —Los bellos ojos de Dalifa se fijaron en el juez supremo.
—El comandante acababa de hacer un descubrimiento sorprendente: el cadáver depositado en la mesa no era el de Antef.
—Pero eso es imposible. ¿Quizá llevaron un cadáver que no era? —tartamudeó la muchacha.
—Oh no. Llamaron a mi sirviente y él identificó al hombre que había matado cómo el mismo que se había presentado ante mí en la Sala de las Dos Verdades. El comandante explicó cómo, unos años antes, Antef había estado en una embarcación que había sufrido el ataque de un hipopótamo. Antef fue uno de los pocos supervivientes. Mientras nadaba para salvar la vida —Amerotke trazó una línea en su muslo— sufrió una terrible herida aquí. El comandante no recordaba si la herida se la hizo un cocodrilo o alguna otra bestia, pero sí recordaba la herida porque había visitado a Antef en el hospital de campaña. Ahora, dime una cosa, Dalifa. —Amerotke hizo una pausa—. Bueno, supongo que ya sabes lo que te voy a preguntar.
El color desapareció del rostro de la muchacha, que temblaba como una hoja.
—Sí, sí. —Dalifa tragó saliva—. Mi marido tenía una cicatriz en el muslo.
—Pues no había ninguna cicatriz en el muslo del cadáver. El comandante estaba perplejo. El muerto se parecía mucho al Antef que conocía: la altura, la constitución física, las facciones, pero ¿qué había pasado con la cicatriz? También señaló otros detalles. Antef había recibido una cuchillada en el brazo. Una vez más, la cicatriz había desaparecido.
Dalifa agachó la cabeza.
—¿Puedes imaginarte la sorpresa de mi sirviente Shufoy? Después de todo, un vagabundo del río le había contado que Antef había desertado del regimiento para, luego, viajar a lo largo del Nilo hasta llegar a Menfis, donde se había casado, pero que debido a su falta de honradez le habían expulsado de la ciudad. —Amerotke hizo una pausa—. Ahora bien, Shufoy era el único que conocía las circunstancias de la deserción de Antef. En el revuelo de los últimos días, ¿a quién le importaba lo sucedido a un desertor, a un cobarde que había recibido el castigo que se merecía? Incluso yo, que no soy un soldado, me hubiera dado cuenta de que había algo que no encajaba. Por supuesto, el comandante del regimiento de Anubis sí que se dio cuenta: explicó que Antef había sido miembro de un cuerpo de veteranos: los nakhtu-aa. Antef tenía sus defectos, como todo el mundo, pero la cobardía y la falta de honradez no figuraban entre ellos. —Amerotke entrecerró los párpados—. ¿Puedes ayudarme a aclarar este misterio?
Dalifa se limitó a mirarlo en silencio.
—El general Omendap también se sintió intrigado, porque le habían informado de que Antef había tenido algo que ver con la Sala del Mundo Subterráneo y la reciente desaparición de dos jóvenes nobles. El laberinto ha sido destruido y se han vaciado sus trampas. Una experiencia siniestra: han encontrado los cadáveres de hombres, mujeres, e incluso algunos niños, sin contar los animales. Algunos de los cuerpos datan del tiempo de los hicsos, otros corresponden a víctimas más recientes. ¿Conoces la Sala del Mundo Subterráneo?
Dalifa asintió, siempre en silencio.
—Tú estabas casada con Antef cuando su hermano delincuente aceptó el desafío de atravesarlo. De acuerdo con la versión aceptada, el hermano de Antef desapareció, lo mismo que tantos otros antes que él. No creo que eso ocurriera y tú tampoco. Lo que sospecho es que Antef permitió que su hermano escapara. ¿Cómo se llamaba?
—Kyembu.
—Kyembu tenía que desaparecer. Antef y tú no veíais la hora de que se marchara. Kyembu se ocultó hasta la reciente guerra contra los mitanni, cuando toda Tebas se vio sumida en el caos. Antef y el resto del ejército marcharon al norte y Kyembu reapareció. Tú y él os reunisteis. Llegasteis a un acuerdo. Kyembu se unió a los seguidores del ejército: aquella horda de ladrones, vagabundos, asesinos, prostitutas y saqueadores que siguen a todos los ejércitos. Cambió su apariencia. Nadie lo reconoció, así que nadie hizo preguntas.
—¡Pero era un cobarde! —exclamó Dalifa.
—Sí, lo era. Kyembu no quería pelear, pero no pudo evitarlo, ¿verdad? Los mitanni atacaron el campamento del ejército del faraón. Kyembu y toda aquella horda de malhechores se vieron envueltos en el combate. Por supuesto, cuando la divina Hatasu logró la victoria, ellos fueron los primeros en ir a recoger el botín.
—Eso es lo que tuvo que suceder —opinó la muchacha—. Kyembu, seguramente, encontró el cadáver de su hermano, le robó las insignias personales, se afeitó, se bañó y se hizo pasar por Antef. Eran idénticos en casi todos los aspectos. Quizá desfiguró el rostro de su hermano. Después, viajó a lo largo del Nilo, antes de regresar a Tebas y contar la historia de la pérdida de memoria.
—Me gustaría creerlo —replicó Amerotke—. Parece lo más lógico y tiene sentido. El impostor regresó a Tebas. Se mantuvo bien lejos del regimiento de Antef. Incluso, si alguien advertía algo extraño, Kyembu siempre podía atribuirlo a las campañas, a sus heridas o a su larga ausencia. Pero tú eras la esposa de Antef. A ti no te podía engañar, ¿no es así? Otro aspecto intrigante es tu relación con el joven escriba del templo. El cortejo fue breve, te casaste…
—Pero lo hice cuando creí que Antef estaba muerto.
Amerotke permaneció callado unos momentos, mientras escuchaba los sonidos del exterior.
—No te creo. Dalifa, estás mintiendo. Esto es lo que ocurrió: Antef se fue a la guerra. Su hermano mellizo no tardó en reaparecer y encontrarse con la adorable Dalifa sola y muy triste.
—Estaba muy feliz.
—¡No, no lo estabas! Antef era un soldado muy rudo, rápido con los puños. Kyembu no era mejor. Una cosa que me sorprende es que a Kyembu se le ocurriera acercarse al regimiento. Sospecho que entre los dos planeasteis la muerte de Antef. A Kyembu se le prometió una recompensa. ¿Quizá te deseaba a ti y a tu riqueza? Así que siguió al ejército solo para encontrarse inmerso en una batalla. Yo estuve allí, Dalifa. Los combates tuvieron lugar hasta más de una legua alrededor de un oasis. ¿Kyembu encontró a su hermano solo y lo asesinó? —Amerotke hizo una pausa—. ¿O quizá Kyembu volvió a reconciliarse con su hermano? Antef ya lo había protegido antes, ¿por qué no ahora? ¿Te imaginas la escena, Dalifa? ¿Kyembu escudándose detrás de su valiente hermano? Solo Maat sabe lo que pasó en realidad.
»No fue una coincidencia que Kyembu encontrara a su hermano, sino el resultado de su siniestro plan. En medio de toda aquella violencia, durante las matanzas sin cuartel, Kyembu mató a su hermano o lo remató. Se hizo con las insignias personales de Antef, le desfiguró el rostro, pero dejó las pruebas suficientes para sugerir que Antef había muerto en el combate. Hecho esto, desapareció.
»Ahora bien, Kyembu era un bravucón y un charlatán. Durante un tiempo se comportó como el valiente soldado que ha vuelto de la guerra. Consiguió engatusar a la hija de un mercader y, sin pensar en el mañana, se instaló para disfrutar del beneficio de sus artimañas.
—¿Por qué no regresó a Tebas inmediatamente?
—Oh, ya lo haría en algún momento para recoger su recompensa, ya fuera plata o tus encantos. Sin embargo, un rufián es un rufián. El leopardo nunca cambia las manchas. Kyembu era un delincuente nato. Cuando descubrieron sus robos, lo echaron de Menfis. Tenía que trazar algún otro plan. No podía continuar para siempre con la farsa del valiente soldado que ha perdido la memoria. Por lo tanto, consideró que era el momento oportuno para cobrar su recompensa, o dedicarse al chantaje.
»Kyembu regresó a Tebas, pero la situación había cambiado. La hermosa Dalifa se ha casado y, lo que es más importante, se ha convertido en una mujer rica. Kyembu te quería tener, y desde luego, ansiaba tu riqueza. La única manera de conseguirlo era arriesgándose. Continuó diciendo que era Antef pero se mantuvo bien lejos de su antiguo regimiento. Si alguien notaba algún cambio significativo, ya se le ocurriría una explicación.
—Podría decir que me engañó a mí también —exclamó Dalifa.
—Pero no vas a hacerlo, ¿verdad? Nadie aceptaría que pudieran engañarte con tanta facilidad. Supongo que Kyembu te abordó, a ti, primero. Podía amenazar a tu nuevo marido, pedir que le comprara su silencio, pero Paneb haría preguntas, ¿no es así? ¿Su esposa derrochaba su riqueza? Kyembu, el jugador, decidió apostar fuerte. Había personas que lo apoyaban: un veterano soldado que se había distinguido por su valor en combate, herido cuando luchaba por su faraón y que regresa a casa para encontrarse con su bonita y joven esposa en los brazos de otro hombre.
—¿Pero tú no lo creíste?
—No, no lo hice. No sé por qué. Algo en la manera en que vosotros dos os arrodillasteis delante de mí en la sala. La prueba se consiguió más por un mero accidente que como resultado de la lógica y la deducción. —Amerotke sonrió—. Bueno, hasta cierto punto, Kyembu fue el responsable de su propia caída. Debió de creer que la victoria sería fácil. Cuando me demoré en resolver a su favor, Kyembu hizo honor a su fama de fanfarrón y pendenciero y me atacó. Había sido testigo de las amenazas de Nehemu y decidió vengarse, hasta que intervino Shufoy.
—¿Qué vas a hacer? —susurró Dalifa—. Podrían acusarme de asesinato.
—Cuéntame tu historia —insistió Amerotke—. Dime la verdad.
—Mi madre murió cuando ya era poco más que una niña. Quería a mi padre, un hombre muy trabajador. —Dalifa, más tranquila, entrecerró los párpados y se apoyó en la pared—. Mi padre me mimaba. Un día me encontraba con otras muchachas en el mercado, delante del templo de Amón-Ra. Conocí a Antef, el apuesto y valiente soldado. Ya sabes como son los jóvenes. Me enamoré locamente. Mi padre me advirtió de lo que podría pasar, pero yo insistí en casarme.
—¿Estabas enterada de la existencia del hermano mellizo de Antef?
Dalifa se rio con una risa amarga.
—¿Tengo que contarte cómo conocí a Kyembu? Durante los primeros días de mi matrimonio me pareció que había ocasiones en las que Antef se comportaba como si fuera otra persona, sobre todo en los temas de cama. —Las lágrimas asomaron a los ojos de la muchacha—. Entonces, descubrí la cruel jugarreta. Antef tenía un hermano mellizo. Eran tan parecidos que solo el tiempo me enseñó a distinguirlos. A ellos les parecía muy divertido. Habían empleado la misma jugarreta con otras mujeres. —Dalifa se enjugó las lágrimas—. Durante semanas me sentí enferma, sentía una profunda repulsión. No me atreví a decírselo a mi padre. Creo que por eso mi vientre se secó. Nunca concebí un hijo.
—¿Te negaste a seguirles el juego? —preguntó Amerotke.
—¿Cómo podía hacerlo? Me llevó tiempo aprender a distinguirlos. Se mofaban de mí. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, fui advirtiendo las diferencias. Antef era un matón. Bebía mucho, me pegaba pero tenía un mínimo sentido del honor. Kyembu —pronunció el nombre con asco—, era peor que un excremento de perro: un jugador vicioso y cruel. El propio Antef comenzó a preocuparse. Kyembu estaba siempre jugando. Una noche, aceptó una apuesta y la perdió. Tuvo que pagar el precio: atravesar la Sala del Mundo Subterráneo. Cuando regresó a nuestra casa, se quitó la máscara. Se mostró como el cobarde que era. Antef dijo que él sería su fiador; después de todo, era un oficial de los nakhtu-aa. Antef le dio a escoger entre tres opciones. Kyembu podía arriesgarse y entrar en la Sala del Mundo Subterráneo. Antef podía matarlo rápida y discretamente, o podía arreglar su huida, con la condición de no regresar nunca más a nuestra casa ni a Tebas.
—¿Kyembu aceptó la última?
—Sí, la aceptó, aunque estaba furioso con Antef. Acusó a su hermano de haberle tendido una trampa con el propósito de echarlo de Tebas. Antef no le hizo caso. Llevó a Kyembu a las Tierras Rojas, le dio una bolsita de plata, algo de comida, y después regresó a Tebas diciendo que nuestras preocupaciones se habían acabado. En realidad, en aquel momento, nuestro matrimonio se había acabado, pero ¿qué podía hacer? Antef tenía sus obligaciones militares y pasaba tiempo fuera de casa. Fue así como conocí a Paneb. —La muchacha tendió las manos—. Pero nuestra relación siempre fue honorable. Había momentos en los que sospechaba que Kyembu había regresado a Tebas con otro aspecto y que nos espiaba. Entonces, el año pasado, los mitanni lanzaron su ataque sorpresa a través del Sinaí y Antef se unió a su regimiento. Lo besé con lágrimas en los ojos, le desee suerte y recé, en silencio, para que no regresara nunca más.
—Pero el que volvió fue Kyembu.
—Apenas se había marchado Antef cuando apareció Kyembu. Estaba de muy mal humor. Me acusó a mí y a su hermano de haber pretendido hacerle a un lado. Intentó violarme. Tenía que hacer algo. Kyembu reclamaba venganza. Estaba viviendo con los rufianes y malhechores, fuera de la ciudad. Dijo que se uniría a los seguidores del ejército y que mataría a su hermano. Yo estaba aterrorizada. Le prometí todo lo que quiso solo para que se marchara, quería verlo bien lejos. Admito que recé para que los dos murieran. —Se arregló la túnica—. Comenzaron a llegar las noticias a Tebas. En los meses siguientes a la marcha de Antef había conocido la felicidad, a pesar del fallecimiento de mi padre. Ahora duraría: Antef había muerto. No me importó en lo más mínimo si había sido cosa de Kyembu o de los mitanni.
—Sin embargo, tú debías saber que Kyembu estaba vivo.
—No me importaba. Antef era un soldado. Kyembu no era más que una rata escurriéndose por los rincones. Ahora era una viuda rica, muy enamorada de Paneb y él me correspondía. Expuse mi caso a los sacerdotes en el templo de Osiris. Dispusieron que yo era viuda y que tenía el legítimo derecho a casarme con Paneb. ¿Tú estás casado, mi señor Amerotke?
—Sí, y soy muy feliz.
—Yo también. Por primera vez en la vida me veía libre de Antef y su siniestro hermano había desaparecido. No obstante —la muchacha exhaló un suspiro—, un día me encontraba en el mercado, cerca del Nilo. Kyembu salió de las sombras. Creí que estaba ante una aparición. —Parpadeó—. ¿Antef había regresado del Horizonte Lejano para perseguirme? Kyembu iba vestido y caminaba de la misma manera que su hermano. —Soltó una risa aguda—. Claro que había tenido muchos meses para practicar, ¿no te parece? Quería vivir conmigo, le respondí que antes preferiría estar muerta. Entonces, descubrió que había recibido la herencia de mi padre. Intenté satisfacerlo con una parte, pero la quería toda. Amenazó con denunciarme.
—Pero él no podía hacerlo, ¿verdad?
—No, no podía. Quizá podía presentarme como una asesina, pero entonces él también hubiese sido culpable. —La muchacha encogió sus bonitos hombros—. ¿Qué podía hacer? ¿Paneb me creería? Si decía la verdad en el tribunal me acusarían de asesinato. Solo me quedaba rezar y confiar en que todo saldría bien.
—¿Qué es lo que Kyembu quería de verdad? —preguntó el juez supremo—. ¿Toda tu riqueza?
—Eso creo. Desde luego, yo compliqué todavía más las cosas. La primera vez que se acercó a mí, me puse furiosa. Lo traté de cobarde, aterrorizado de la sombra de su hermano. Le dije que siempre había notado la diferencia en la cama.
Amerotke levantó una mano.
—¿Kyembu te quería a ti, tu riqueza, y además, la venganza?
Dalifa asintió con un gesto.
—Si tú hubieses decidido que yo era la esposa de Paneb, Kyembu, haciéndose pasar por Antef, hubiera apelado.
—¿Y si hubiese dictado que tú eras la esposa del falso Antef?
—Entonces me hubieras condenado a muerte —replicó la muchacha—. Kyembu hubiera disfrutado de mí, me hubiera golpeado a placer y hubiera disipado toda mi riqueza. Cualquier día hubiese tenido un accidente, quizás una caída mortal, o me hubieran asaltado unos delincuentes. —Se frotó la cara con las manos—. Recé y recé, y finalmente ocurrió. Tu sirviente mató a Kyembu en defensa propia. Creí que aquello había sido el final de todo el asunto. —Miró a Amerotke a la cara—. ¿Qué me ocurrirá ahora?
Amerotke le sostuvo la mirada. Dalifa era muy bonita, encantadora, pero ¿era una actriz? ¿Kyembu y ella habían planeado el asesinato de Antef y después el hermano había vuelto para reclamar su recompensa? Pero ¿qué prueba tenía? E incluso si ella era culpable ¿aquellos dos hombres no habían abusado y ensañado con ella? El juez supremo echó una ojeada a la habitación mientras pensaba.
—Haz una ofrenda —dijo—. A la diosa de la verdad. —Se levantó—. Te seré sincero. Quizás hayas sido partícipe de un asesinato. Quizá solo tengas una parte de culpa, o bien, puede ser que seas inocente. —Se tocó el pectoral que llevaba colgado alrededor del cuello—. Solo la diosa lo sabe. Creo que has sufrido, y los mismos dioses ponen un límite al sufrimiento humano. En lo que a mí respecta, Antef y Kyembu están muertos. Tendrán que responder por sus faltas ante los dioses. —Sonrió—. Tú eres la esposa de Paneb. Que tengas una larga vida, salud, y felicidad.
Se acercó a la puerta.
—¿Mi señor Amerotke?
El juez supremo se volvió.
—Has hecho un acto de verdadera justicia.
Amerotke se encogió de hombros y salió de la habitación.
***
Al anochecer del día siguiente, Amerotke, vestido con las insignias de su cargo, se encontraba en la celda de los condenados, debajo del templo de Maat. Al otro lado de la mesa, Vechlis sostenía una copa entre las manos y hacía girar su contenido con una suave sonrisa en el rostro. La luz de las antorchas hacían bailar las sombras de los guardias y los verdugos, con las cabezas cubiertas con las máscaras de chacal, y daban a la celda el aspecto de una antecámara del mundo subterráneo.
—Supongo que debo darte las gracias por esto. —Vechlis levantó la cabeza—. Has sido muy bondadoso, Amerotke. Es más de lo que me merezco. Pero no me arrepiento de todo lo demás. —Sus ojos brillaron de odio—. Neria me traicionó. Él fue la causa de todo esto. Dispuesto a venderse a la puta real. Yo le amaba. Quizás aquello fue la gota que colmó el vaso. Ya era bastante duro ver como toda Tebas se humillaba delante de Hatasu, pero Neria, el erudito, ¡el hombre que amaba!
—Pero no fue solo eso, ¿verdad?
Vechlis sacudió la cabeza.
—Cuando Hatasu ocupó el trono, mi esposo Hani fue uno de los pocos sumos sacerdotes que le dieron su apoyo. Yo no podía hacer otra cosa que seguirle. Sin embargo, en secreto, estaba con aquellos que se oponían a ella, liderados por el antiguo visir Rahimere. —La sacerdotisa dejó la copa sobre la mesa—. Pero la puta real salió victoriosa, así que me uní a los cantos de alabanza. Entonces ella fue tan estúpida como para pedir el consejo de los sacerdotes. Esa es la gran debilidad de Hatasu, ¿no te parece? Quiere ser querida y adorada por todos. Me dije que la reunión del consejo no serviría para nada. Pasarían los meses, y, mientras tanto, yo haría todo lo posible por avivar las llamas de los rumores. Como que la divina Hatasu podía ser esto o aquello, pero que no tenía el apoyo absoluto de los sacerdotes de Tebas. ¡Neria lo estropeó todo! Se comportaba como un niño con un juguete nuevo. No pude hacer más que aplaudir y hacer ver que estaba de acuerdo. Oh, se sentía tan orgulloso.
—¿Hani sospechó alguna cosa? —preguntó el juez supremo.
—Dejamos de ser marido y mujer hace años —respondió Vechlis—. Él tiene, ¿cómo te lo diría, sus pequeñas compensaciones? Mi vieja amistad con Neria reverdeció. —La mujer hizo una mueca—. El pasado siempre acaba por alcanzarnos, ¿no es así, mi señor Amerotke? Los días de la infancia se alargan a través de los años para llevarte de nuevo atrás. —Sonrió—. Creí que estaba a salvo, sobre todo cuando Neria murió. ¿Sabes lo del reloj de agua?
—Ah, sí —asintió Amerotke—. Tú lo manipulaste, quitaste un poco de agua para que pareciera que estabas con Hani alrededor de la hora nona, cuando Neria murió. Estabas tan segura sobre dónde estabas a una hora y un día específico. Pocas personas están tan seguras cuando se trata de algo así.
—Vaya. —Vechlis echó una ojeada a la celda—. Lamento el ataque contra ti, pero era necesario. Olvidémoslo. ¿Recuerdas, Amerotke, cuando eras un niño en el palacio? Solía buscarte para ir a dar un paseo por el jardín. Te enseñaba los nombres de los pájaros y las plantas, y después tú me mirabas nadar. —Le miró con los párpados entrecerrados y la cabeza ligeramente echada hacia atrás—. Tú eres el hijo que siempre quise tener. —Exhaló un suspiro y levantó la copa—. Ahora todo se reduce a esto. Una copa de vino envenenado, pero es mejor que ser enterrada en la arena ardiente, notar que te ahogas, que tu cadáver sea picoteado por los carroñeros mientras la chusma te mira.
Amerotke parpadeó para contener las lágrimas.
—Hani ha muerto —murmuró.
—Lo sé, lo sé. —Vechlis miró el contenido de la copa—. Fue a bañarse al estanque de la Purificación. Los rumores dicen que tuvo un ataque, que le falló el corazón. Yo sé la verdad. Hani se sumergió en el agua sagrada dispuesto a purificarse por dentro y por fuera. Se ahogó por propia voluntad. Los sacerdotes se encargarán de su cadáver. —Se inclinó sobre la mesa—. ¿Tú te encargarás de que recen las oraciones por mí, Amerotke? ¿Tú te asegurarás de que mi cadáver sea embalsamado y de que lo lleven a la Ciudad de los Muertos?
El juez supremo asintió.
—¿Qué tuviste que hacer para ablandar el corazón de la puta real?
—La divina Hatasu me preguntó qué quería como recompensa.
—Ah, comprendo. —Vechlis levantó la copa en un brindis—. ¡A la vida y a la muerte!
—¡Bebe deprisa! —le rogó Amerotke.
—Por supuesto. —Sonrió.
Vechlis echó la cabeza hacia atrás y se bebió el vino envenenado de un trago. Después se levantó para acercarse a la sencilla cama de juncos en el extremo más alejado de la celda. Se acostó, con los brazos cruzados sobre el pecho. Amerotke cerró los ojos. Escuchó un gemido y una sacudida, y cuando abrió los ojos ella yacía inmóvil, con la cabeza caída a un lado y la boca y los ojos abiertos.
Amerotke recitó la plegaria, pero estaba distraído. Volvía a ser un niño que paseaba, cogido de la mano de una mujer alta y elegante, por los jardines del faraón.