CAPÍTULO I

En la Sala de las Dos Verdades, en la casa divina de la diosa Maat, se estaba a punto de escuchar el fallo de la justicia del faraón. Amerotke, juez supremo de Tebas y presidente de los tribunales de Egipto, amigo del faraón y miembro del círculo real, era un hombre alto, de aspecto severo, con los ojos hundidos, la nariz aguileña y los labios carnosos. Vestía una túnica blanca y sandalias a juego para simbolizar la pureza; alrededor del cuello llevaba colgado el pectoral de oro y turquesa donde aparecía Maat, la diosa de la verdad, arrodillada delante de su padre Ra.

Todos los presentes guardaban silencio, con las miradas puestas en el rostro solemne del juez y sus labios apretados. En un gesto inconsciente, Amerotke se mesaba el mechón de pelo negro que colgaba sobre su mejilla derecha. Jugueteaba con la pulsera de oro que llevaba en la muñeca izquierda, o miraba el anillo que era el símbolo de los jueces, colocado en el meñique de la mano derecha. Aspiró con fuerza. Era muy madrugador, y hoy no había desayunado más que un puñado de dátiles y una tortita de miel. En cambio, se había entretenido paseando por los mercados, seguido por Shufoy, su sirviente, un enano de mejillas regordetas y a quien unos bandidos le habían rebanado la nariz. Shufoy cargaba con la sombrilla de su amo, siempre dispuesto a proteger a Amerotke del fuerte sol de la mañana, o a anunciar a voz en grito que Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades, se acercaba. Por lo general Amerotke hacía que se callara, pero Shufoy era incorregible. Le gustaba ver el revuelo que provocaba su amo ya fuera comprobando las balanzas, las pesas y las varas de medir de los comerciantes, o visitando las salas de justicia de menor rango que actuaban en las antecámaras del templo: Kenbet, Saru, y Zazat.

Amerotke siempre llegaba puntual a su sala. Los rayos del sol apenas tocaban las puntas doradas de los obeliscos, y los coros de los templos todavía cantaban los himnos matutinos al sol naciente, cuando Amerotke ocupaba su silla para dispensar la justicia del faraón.

El juez se humedeció los labios. Este era un momento solemne. Solo rogaba para que su estómago no hiciera ruido y que no se presentara algún mensajero, un Rabizu polvoriento y sudoroso, enviado por la casa de un Millón de Años. Había sido informado, en secreto, de que la reina Hatasu y su gran visir Senenmut querían hablar con él. Amerotke estaba colérico. El caso que acababa de escuchar le había puesto furioso; sin embargo, recordó las enseñanzas de los sacerdotes: «Enfurécete solo cuando la furia sea necesaria».

Levantó la cabeza y miró al prisionero, un hombre de rostro delgado, ojos crueles y hablar meloso que cubría su cuerpo, atlético y bronceado, con una túnica sucia y andrajosa y calzado con unas sandalias de junco trenzado. Amerotke creía en los demonios y en que eran capaces de vivir en las almas de los hombres. Esto, sin duda, era lo que ocurría en este caso. El prisionero se mostraba calmo, compuesto, a pesar de la abrumadora evidencia que le acusaba de haber cometido un crimen tan sangriento como blasfemo en al menos dos, si no es que eran cuatro, ocasiones. El reo se burlaba de él, y le incitaba a que decidiera lo peor.

Amerotke echó una ojeada a la sala. A la izquierda, a través de los pórticos, vio el jardín y las fuentes del templo; los verdes prados donde pastaban los rebaños de Maat y el ibis bebía el agua sagrada a la sombra de las palmeras y las acacias. El juez deseó estar allí. Deseó disponer de tiempo para pensar, para reflexionar, pero todo el mundo estaba esperando. A su izquierda, sentados en cojines, con los tableros sobre los muslos, estaban su director de gabinete y archivero de las peticiones, y sus seis escribas, incluido su pariente, el joven Prenhoe. Todos permanecían atentos, con los estilos preparados, esperando que dictara su sentencia.

Al otro extremo de la sala, cerca de la puerta, se agrupaban los guardias del templo al mando del fornido Asural, que parecía a punto de participar en un desfile, con el casco de cuero debajo del brazo. A la derecha de Amerotke se encontraba Maiarch, la reina de las cortesanas y líder del gremio de las prostitutas. Estaba de rodillas, con las manos extendidas, con el gordezuelo rostro pintado empapado con las lágrimas que hacían que el maquillaje y el kohl se deslizaran, en oscuros churretes, por las mejillas temblorosas. Amerotke contuvo la sonrisa. Maiarch era una consumada actriz. Desde que había concluido el caso, había permanecido arrodillada de esta manera, con la peluca ligeramente torcida y los dedos rechonchos levantados como si quisiera arrancar del cielo la justicia divina. El esfuerzo que hacía, a veces, la fatigaba demasiado, y al moverse sonaban alegremente los brazaletes y los cascabeles cosidos en la túnica.

—Mi señor —gritó Maiarch, y su voz aguda resonó en el silencio de la sala—. ¡Reclamamos justicia!

Amerotke se inclinó hacia adelante, y con la mano izquierda tocó la estatuilla de Maat que estaba sobre su peana a la izquierda de la silla.

—Nehemu, te lo preguntaré una vez más. ¿Hay alguna razón por la que no deba pronunciar contra ti la sentencia de muerte?

El reo lo miró sonriente.

—¡Amerotke! —dijo con un tono burlón.

Un murmullo recorrió la sola. Nehemu insistía en la blasfemia al negarle al juez todos sus títulos y la obligada cortesía.

—¡Te dirigirás a la corte con el debido respeto! —le recordó Amerotke, tajante.

—Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades —replicó Nehemu con un tono feroz—, ¿tienes algo que decir antes de que se dicte contra ti la sentencia de muerte?

El juez no se movió, pero Prenhoe y los demás escribas se levantaron de un salto. Asural se adelantó, con la mano puesta en la empuñadura de hilo de cobre de su espada.

—Si quieres ampliar tu lista de crímenes —tronó Amerotke—, adelante, ¡hazlo!

Nehemu echó la cabeza hacia atrás, con los párpados entornados.

—Pertenezco al gremio de los amemets —anunció.

Amerotke reprimió un estremecimiento. Los amemets eran un gremio de asesinos; adoraban a Mafdet, la terrible diosa asesina, que era representada con la forma de un gato. ¿Nehemu era uno de los supervivientes? Nehemu chasqueó la lengua, complacido con la consternación que había causado.

El juez tomó su decisión.

—¡Nehemu, eres un hombre perverso! Vives y te escondes en la Necrópolis, la ciudad de los muertos, como el chacal que eres. En dos ocasiones, al menos, has tomado a una hetaira, a una cantante, a una bailarina, a un miembro del gremio de las prostitutas…

—¡Basura bajo mis pies! —afirmó Nehemu.

Asural se acercó deprisa, con una ancha correa de cuero en la mano. La colocó rápidamente alrededor del cuello del reo, y apretó.

—¿Debo amordazarlo, señor? —preguntó.

—No, de momento aún no. —Amerotke hizo un ademán para que se detuviera—. Nehemu, escucha, esta corte dará a conocer la sentencia.

—¡Y yo! ¡Y también mi gremio! —gritó Nehemu, aunque le costaba trabajo hablar, con la correa ceñida alrededor del cuello.

—Quitadle la correa —ordenó el juez.

Asural obedeció de mala gana. Permaneció detrás del prisionero, dispuesto a reprimir cualquier estallido o movimiento súbito. Estas escenas era muy poco frecuentes. Los reos, sobre todo aquellos que como Nehemu estaban acusados de crímenes espantosos, solo deseaban una muerte rápida: una copa de vino envenenado, o la cuerda del garrote. Nehemu, con su comportamiento, había perdido la oportunidad.

—Te llevaste a esas jóvenes —continuó Amerotke—, y las asesinaste por puro placer. Las estrangulaste para luego arrojarlas a ese tramo del Nilo donde se reúnen los cocodrilos.

Nehemu tarareó por lo bajo, con una expresión de franca burla.

—Les privaste de la vida y, al profanar sus cuerpos después de la muerte, las privaste de un viaje seguro al Oeste, a los campos de los Benditos. —Amerotke se inclinó hacia adelante. Sobre la pequeña mesa de sicomoro que tenía delante estaban los rollos de papiro con las leyes del faraón, además de la insignia de su cargo. Cogió una vara hecha de madera de terebinto, que tenía un extremo tallado con la forma de un escorpión. Un suspiro de alivio colectivo recorrió la sala: se iba a dictar la sentencia de muerte.

Maiarch bajó las manos y tocó el suelo con la frente, en una muestra de agradecimiento y sumisión.

—Esta es mi sentencia.

Los ayudantes de los escribas trazaban a toda prisa.

—Nehemu, eres un hombre vil y perverso. Tus crímenes son terribles. El capitán de la guardia te llevará al mismo lugar donde asesinaste a tus víctimas. Serás amordazado, atado de pies y manos y cosido vivo con la carcasa de un cerdo empapada en sangre. Esta carcasa será arrojada al Nilo.

Se aflojaron todos los músculos del rostro de Nehemu. Parpadeó ante la espantosa sentencia.

—Conocerás todo el horror de tus propios crímenes —añadió Amerotke—. Capitán de la guardia, llévatelo.

Nehemu había recuperado el valor. Se lanzó hacia adelante con una mueca feroz. Asural, con la ayuda de los otros guardias, le sujetó y arrastró hacia la salida. Amerotke agachó la cabeza, y dejó la vara del escorpión sobre la mesa. Lamentaba que las cosas no hubiesen sido de otra manera, pero ¿qué podía hacer? Se habían arrebatado vidas de una manera sacrílega. Se habían burlado de la justicia del faraón.

Amerotke oyó un grito y levantó la cabeza. Nehemu se había escabullido de los guardias, arrebatado el puñal a uno de ellos y, ahora, corría hacia el juez con el brazo armado en alto. Amerotke no se movió. No sabía si era coraje o miedo. Lo único que veía era a Nehemu que venía hacia él, con el puñal en alto y el rostro contorsionado de furia. Se oyó el sonido de un arco. Nehemu ya estaba casi encima del juez cuando levantó las manos, y dejó caer el puñal. Se tambaleó, mientras se llevaba una mano a la espalda como si quisiera arrancar la flecha clavada entre los omoplatos. Cayó de rodillas delante de la mesa, con los labios cubiertos con una espuma sanguinolenta y los ojos en blanco. Abrió la boca para decir algo. Primero se oyó algo parecido a un gorgoteo, y luego una palabra. No entendió muy bien si había dicho «venganza». A continuación, el condenado se desplomó de bruces sobre la mesa, desparramando los rollos de papiro y las enseñas del cargo por el suelo.

Durante unos minutos reinó la confusión más absoluta. Amerotke se puso en pie y comenzó a dar palmadas.

—Este asunto se ha terminado. Se ha hecho justicia. —El juez esbozó una sonrisa—. Aunque de una manera tan rápida como inesperada. Capitán Asural, despeja la sala. Llévate el cadáver al río y que se cumpla el resto de la sentencia. Habrá un breve receso.

Los presentes recordaron sus modales y se inclinaron respetuosamente. Amerotke respondió al saludo y abandonó la sala. Una vez dentro de la pequeña salita lateral, cerró la puerta, se apoyó en la hoja, exhaló un suspiro y relajó todo el cuerpo.

—Tendrías que haber sido actor, Amerotke —murmuró.

La pierna derecha temblaba como si tuviera vida propia, le dolía el estómago, tenía ganas de vomitar y sentía frío y calor al mismo tiempo. Se miró la túnica y dio gracias a los dioses al comprobar que no había ninguna mancha de sangre. Se quitó las sandalias, el pectoral, los brazaletes, el anillo del cargo, y lo dejó todo sobre la mesita que había junto a la puerta. Después, cogió un pellizco de sal de natrón, la mezcló con agua bendita de la pila y se lavó las manos, boca y cara. Se sentó en el cojín delante del camarín con las puertas abiertas, y contempló la imagen de Maat arrodillada, con las manos unidas y el rostro sereno, con las plumas de avestruz, el símbolo de la verdad, insertas en la corona de piedra que le ceñía la cabeza. Este era el lugar favorito de Amerotke para sus oraciones. Tenía profundas reservas en todo lo referente a los dioses egipcios; muy interesado por la teología, Amerotke se sentía cada vez más atraído por aquellos teólogos que argumentaban que Dios era un espíritu eterno, el Padre y la Madre de toda la creación, que se manifestaba en el Sol, fuente de toda la luz. Maat formaba parte de esta idea, y la verdad permanecía siempre pura. Amerotke cerró los ojos y rezó su oración favorita.

—Oh, señora de la tierra de los Nueve Arcos, amada palabra de Dios. Manténme en la senda de la verdad, conságranos en la verdad. Te doy las gracias por mi vida, por la de Norfret mi querida esposa y por mis dos hijos Curfay y Ahmose.

Amerotke abrió los ojos. Los pómulos altos de la diosa, los ojos rasgados y la boca sonriente siempre le recordaban a Norfret. Tan serena y, sin embargo, cuando estaban en su habitación secreta, tan ardiente en su amor. El juez recordó apresuradamente donde estaba, y se inclinó para acomodar los jarrones con flores, los frascos de perfumes y los pequeños platos con comida que uno de los sacerdotes había dejado delante del camarín. Oyó que llamaban a la puerta.

—¡Adelante!

Se abrió la puerta, y Maiarch, reina de las cortesanas, apareció en el umbral con las papadas temblorosas y la mirada suplicante.

—Vengo a darte las gracias, mi señor Amerotke.

—Pasa —la invitó el juez, con una sonrisa.

—No soy pura. No estoy purificada.

—Lo mismo se podría decir de todo Egipto —replicó Amerotke.

La obesa cortesana sonrió de placer ante el cumplido. Entró en la capilla rodeada de vaharadas de los más finos perfumes y acompañada por el tintineo de los brazaletes y los cascabeles. Se sentó en los almohadones junto a la pared, y sus movimientos le recordaron a Amerotke los de un hipopótamo que se sumerge complacido en las aguas del Nilo. Apreciaba a esta cortesana gorda porque era una mujer de buen corazón, que cuidaba de sus chicas y se comportaba con orgullo.

—Vengo a darte a las gracias, mi señor —repitió la mujer.

—No es necesario. Lo siento por las chicas. —Señaló el camarín—. Los dioses son compasivos. Quizá sus kas llegarán al campo de los Benditos, para ser llevados más allá del horizonte lejano.

Maiarch asintió mientras contenía las lágrimas, aunque de vez en cuando se enjugaba alguna con mucha delicadeza. Amerotke observó que sus uñas pintadas de un color rojo brillante eran tan largas que al curvarse le daban a sus manos el aspecto de garras.

—Siempre serás bienvenido a nuestra casa del placer, mi señor Amerotke. —En el obeso rostro de Maiarch apareció una sonrisa—. Mis chicas te complacerán en todos los juegos amorosos que desees.

Amerotke meneó la cabeza.

—Te lo agradezco, mi señora, pero tengo una mujer, una esposa.

—Ah, sí, la señora Norfret. Hermosa como la luna en una noche estrellada. —Maiarch sacudió los hombros desnudos, y se levantó acompañada por el estrépito de los brazaletes y los cascabeles—. En ese caso, mi señor…

No había pasado ni un minuto de la marcha de la cortesana cuando entró Asural, escoltado por Prenhoe. El capitán de la guardia del templo no estaba para muchas ceremonias; sus ojos, pequeños y negros como cuentas, miraban furiosos al juez supremo de Tebas.

—Ya está todo recogido y en orden, pero no tendrías que haberlo permitido. Te lo he dicho antes, Amerotke. Los prisioneros han de estar atados.

—Tuvo una muerte rápida.

—¿Era miembro de los amemets? —preguntó Prenhoe, preocupado. Se sentó en un cojín, con una expresión desconsolada en su rostro—. Anoche soñé que nadaba en el Nilo con una muchacha desnuda a la espalda. Sus pechos eran pequeños y duros…

—A mí me gustaría soñar esas cosas —le interrumpió Asural.

—¡No, no! —el rostro delgado de Prenhoe era la viva imagen de la ansiedad—. Mientras yo nadaba, una serpiente entró en el agua. Le pregunté a Shufoy cuál podía ser el significado del sueño. Él me respondió que el sueño era el augurio de un gran peligro que amenazaba a alguien muy cercano a mí. —Miró a su pariente con los ojos como platos—. Shufoy tenía razón —murmuró.

—Shufoy siempre tiene razón —declaró Amerotke—. No se lo habéis dicho, ¿verdad?

—No pude encontrarlo —contestó Asural—. Supongo que estará por ahí, vendiendo amuletos y escarabajos.

—Ya no se ocupa de eso —informó Prenhoe—. Dice que los mercados están llenos de vendedores de baratijas, y que los hombres escorpión se han hecho con el monopolio de la venta de bisutería.

—Entonces, ¿qué vende ahora? —preguntó Amerotke—. Venga, Prenhoe.

—Ha comprado un viejo papiro sobre medicinas.

—¡Oh, no! —Amerotke se cubrió el rostro con las manos.

—Está ofreciendo una amplia variedad de remedios —continuó Prenhoe—. Para los labios partidos, la inflamación de oídos…

—¿Qué pasa con los amemets? —Asural interrumpió la charla, y miró con desdén al joven escriba—. Por cierto, ¿no estaba tu recado de escribir en el suelo? ¿No tendrías que poner tus cosas en orden?

Amerotke hizo un gesto hacia la puerta como una señal para que Prenhoe se marchara. Prenhoe se inclinó ante el camarín, exhaló un suspiro y se marchó rezongando por lo bajo.

Asural cerró la puerta y colocó la traba.

—Los amemets —repitió—. ¿Nehemu era miembro del gremio de asesinos profesionales?

El juez contempló la imagen de la diosa.

—Creía que estaban todos muertos.

—¿Por qué lo creías? —preguntó el jefe de la guardia, mientras se sentaba delante del enigmático juez.

—No lo sé. —Amerotke cerró los ojos—. Ya me he cruzado antes con ellos. —Recordó las oscuras galerías debajo de las pirámides de Sakkara, los pilares que se derrumbaban, las figuras vestidas con las túnicas negras que corrían hacia él, y que habían acabado aplastadas por los enormes trozos de granito.

—Hay más de un gremio —le advirtió Asural—. ¿Qué pasará si Nehemu pertenecía a uno de ellos?

—Asesinó a dos cortesanas, y lo hizo solo —replicó Amerotke, con un tono enérgico.

—No lo sé. —Asural se levantó—. El lema de ese gremio de serpientes es que atacar a uno es atacarlos a todos. —El capitán se encogió de hombros—. Pero si solo era una bravuconada, entonces no es más que arena arrastrada por el viento del desierto.

—¿Y si no lo era?

—Recibirás una torta de algarrobo untada con excrementos de gato y la sangre de algún animal —respondió Asural—. Los amemets te la enviarán como una advertencia de que su diosa Mafdet te persigue.

—¿O sea que, al menos, tendrán la cortesía de avisarme de que vienen a por mí? —bromeó Amerotke para disimular el miedo—. ¿No se les puede comprar, o amenazar para que desistan?

—No. —Asural caminó hacia la puerta—. Tienen sus propias reglas sanguinarias. Si envían el aviso, intentarán matarte dos veces. Si no lo consiguen, te considerarán como alguien sagrado para Mafdet, y nunca más levantarán una mano contra ti.

—Pero te tengo a ti para que me protejas, Asural —manifestó Amerotke, con un tono burlón.

—Soy tu fiel perro guardián. Pero recuerda, mi señor, que Mafdet siempre caza de noche. —Asural abandonó la estancia.

Amerotke se sentó sobre los talones; las amenazas de los amemets no le preocupaban demasiado. Tenía depositada toda su confianza en Maat. Había luchado en primera línea al mando de un escuadrón de carros de guerra y, como juez, se enfrentaba a las amenazas de los prisioneros todos los días.

En algún lugar del templo sonó un cuerno de concha, la señal de que la corte estaba a punto de reanudar la sesión. Amerotke saludó a la estatua con una inclinación de cabeza, se levantó, y volvió a ponerse las insignias de su cargo: el pectoral, el anillo, y el brazalete. Se arregló la túnica, y después sacó de una caja de sándalo un espejo de turquesa pulida.

—El rostro de un juez —murmuró. Amerotke recordó el consejo de sus maestros: «Un juez sentirá muchas emociones pero no debe mostrar ninguna de ellas». Se acomodó mejor el pectoral, y a continuación se pintó con kohl dos anillos alrededor de los ojos. Oyó que alguien llamaba a la puerta. Era el director de gabinete.

—Todo está preparado, mi señor. Los tres querellantes esperan.

El juez lo interrogó con la mirada.

—Es el caso de la mujer que tiene dos maridos —le recordó el director.

—Ah, sí.

Amerotke se frotó las manos. Había leído el papiro con los detalles del caso. Entró en la sala. No quedaba ni un solo rastro del desorden provocado por Nehemu. El suelo de mármol negro era un espejo que reflejaba las flores plateadas que adornaban el techo verde. La mesa volvía a estar delante de la silla del juez, los escribas estaban sentados entre las columnas, y Asural y sus guardias ocupaban sus puestos cerca de la puerta, al otro lado de la sala.

El juez ocupó su silla y miró a las personas arrodilladas.

—¿Vuestros nombres?

—Antef, mi señor —respondió el hombre a la derecha de Amerotke.

Era alto, requemado por el sol, con el rostro típico de los soldados y el cuerpo nervudo. Su porte era orgulloso, con una mirada arrogante como si no solo esperara que se hiciera justicia sino que, además, se hiciera pronto.

—¿Y eres?

—Era, mi señor, oficial en el Nakhtuaa.

—Ah, sí. —Amerotke sonrió. Lo sabía todo sobre los muchachos forzudos, los curtidos soldados de infantería que seguían a los carros en las batallas—. ¿De qué regimiento?

—El regimiento de Anubis, mi señor. Combatí con la compañía Buitre en la gran batalla del faraón que se libró en el delta.

—Yo estuve allí —manifestó Amerotke con voz pausada. Quería ganarse la confianza de las tres personas, y al mismo tiempo demostrar a todos los presentes que el ataque de Nehemu no le había alterado.

El juez se apoyó las manos en las rodillas y miró al soldado; recordó la larga y fatigosa marcha, y la sangrienta batalla cuando Hatasu, feroz como Sekhmet, la diosa león, había derrotado a los mitanni y aplastado para siempre su poderío.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó a la hermosa joven con cara de muñeca, las mejillas muy maquilladas y los ojos pintados con kohl. Y que llevaba una peluca de trenzas con ribetes de plata que casi tocaban el blanco chal que le cubría los hombros.

—Dalifa.

—¿Y tú eres?

—Es mi esposa —respondió el soldado por ella.

El joven a la izquierda de Amerotke levantó una mano solicitando permiso para hablar.

—¡No lo es, mi señor! —exclamó, y después añadió precipitadamente—: Me llamo Paneb, y soy escriba en la Sala de la Verdad en el templo de Osiris.

El joven recordó a Amerotke a su pariente Prenhoe. Resultaba evidente que el escriba y la joven estaban muy enamorados. Amerotke se acomodó en la silla. Le encantaban estos casos; nada de asesinatos ni derramamientos de sangre, sino el juego de las relaciones humanas que mantenían unidas o separaban a las personas.

Hizo una señal y el principal de los escribas leyó los antecedentes del caso. Como Antef, en la estación de la siembra, seis meses atrás, había marchado al norte con los ejércitos del faraón, donde recibió un golpe en la cabeza, perdió la memoria y se había quedado en el delta hasta que sanó. Meses más tarde regresó a Tebas, donde se había encontrado con que su bonita y joven esposa, convencida de que era viuda, y con el permiso de los sacerdotes, estaba ahora casada con el joven Paneb.

Amerotke se rascó la barbilla.

—¿Debo decidir si el primer matrimonio es todavía válido y que el segundo debe ser anulado?

Antef asintió vigorosamente.

—¿Amas a Antef? —preguntó el juez a Dalifa.

—Nunca le amé —respondió la muchacha con voz clara—. Mi matrimonio fue decidido por mi padre.

—¿Dónde está tu padre?

—Era un mercader que comerciaba con incienso. Murió hace dos meses de una enfermedad en los pulmones.

Amerotke asintió, comprensivo. Advirtió la mirada de desesperación de Paneb.

—¿Tu padre era rico?

—Sí, mi señor —contestó Dalifa—. Yo soy su única heredera.

Un suspiro colectivo recorrió la sala. Amerotke sonrió. Se dijo que Antef no solo quería recuperar a su esposa, sino que también deseaba una parte de la herencia.

—¿Es esta una cuestión de amor, o de riqueza? —preguntó el juez—. Antef, ¿te darías por satisfecho con una parte de la herencia de tu esposa?

—No es suya —protestó la muchacha.

Amerotke levantó una mano para hacerla callar. Antef era demasiado astuto como para caer en la trampa.

—Esta es una cuestión de amor —afirmó con toda naturalidad—. Quiero recuperar a mi esposa.

—¡Quiere el dinero! —gritó Paneb, con el rostro rojo de furia—. Tú lo sabes, mi señor.

—No sé nada —afirmó Amerotke. Se pellizcó el labio inferior. Si fallaba que la muchacha se quedara con su segundo marido, Antef apelaría, valiéndose de la influencia de sus oficiales. A Senenmut le gustaba cambiar las decisiones judiciales de vez en cuando, como una manera de exhibir su poder. Miró a Antef atentamente.

—¿Dónde te hirieron en la cabeza?

El soldado se giró, y Amerotke vio la cicatriz en el lado izquierdo.

—Una porra de guerra mitanni —declaró, orgulloso.

—¿Qué ocurrió después?

—Perdí el conocimiento, mi señor. Cuando desperté, me habían dado por muerto. Una mujer que recorría el campo de batalla en busca de algún botín, me encontró y me llevó a su pueblo cerca del oasis. Me quedé allí antes de viajar a Memfis. Di gracias a los dioses por haber recobrado la memoria. Recordé a mi esposa y emprendí el camino de regreso a Tebas.

Amerotke miró los objetos que tenía sobre la mesa para disimular la inquietud. Había estado en aquel campo de batalla, y recordaba perfectamente todo lo sucedido en él. Los maryannou, los bravos del rey, habían cortado los penes de cada uno de los soldados enemigos muertos. Había sido una orden directa de Hatasu. Se los había enviado como un sangriento e insultante regalo a sus oponentes en Tebas y como una prueba de los muchos guerreros mitanni que había matado.

—Me resulta extraño. —Amerotke levantó la cabeza y vio que Antef desviaba la mirada. ¿El soldado le estaba mintiendo?

—¿Por qué es extraño, mi señor?

—Verás, tú eras un miembro de los maryannou, todos ellos bravos guerreros. Llevabas las armas del regimiento de Anubis. ¿Cómo es que ellos, cuando recorrieron el campo de batalla, no encontraron tu cuerpo?

—Me encontraba lejos de los demás, mi señor —replicó Antef—. Como seguramente recordarás, muchos de nosotros nos dispersamos en el ardor del combate. Encontraron un cadáver y creyeron que era el mío.

El juez asintió.

—Soy un soldado —añadió Antef—. Combatí por el divino faraón. ¿Es este el agradecimiento que recibo? Dalifa es mi esposa. —El hombre miró al público en busca de apoyo—. ¿No pueden los guerreros de Tebas dejar a sus esposas para ir a luchar contra los enemigos de Egipto, sin encontrar a otros en sus camas y sentados a sus mesas cuando regresan?

Amerotke vio la mirada de dolor en los ojos de Dalifa.

—Yo no le amo. —La mujer extendió las manos en un gesto de súplica—. Era un hombre cruel, un matón. Mi señor, he encontrado el deseo de mi corazón. Compartiré mi herencia para quedarme con Paneb.

—La justicia del faraón no actuará deprisa —anunció Amerotke—. La esposa de un hombre es la esposa de un hombre.

Dalifa se tapó el rostro con las manos y rompió en sollozos.

—Pero ¿de qué hombre? —añadió Amerotke con un tono zumbón—. Esto es lo que decidirá este tribunal. Y, hasta que lo haga, declaro cerrada la casa de Dalifa. La joven se alojará en la Sala de Reclusión del templo de Isis.

El juez se apresuró a mirar a Antef y, por segunda vez en aquella mañana, vio el deseo de matar en los ojos de otro hombre.