19 de julio de 2010
Querido Paul:
En el comienzo de la reciente Copa del Mundo (de fútbol) he estado rumiando sobre la cuestión de por qué tú y yo —tú que ya no eres tan joven y yo que ya soy senecto— nos pasamos tanto tiempo viendo deportes a los que ya no podemos jugar.
Supongo que la respuesta es que los dos vemos en el deporte organizado, y en el hecho de que tanta gente devore el espectáculo del deporte, uno de los principales fenómenos sociales de nuestra época. Nos damos cuenta de ese hecho y tal vez también lo aprobamos: aprobamos el deporte en sí mismo y también esa forma indirecta de participar en él.
Así pues, el deporte nos parece bueno. Pero ¿por qué? Está claro que los deportes viriles no lo vuelven a uno mejor persona: hay demasiados ejemplos de individuos que destacan en los deportes pero no son precisamente seres humanos excepcionales. Aun así, tal vez haya cierto elefante en la sala que estamos fingiendo no ver. Teniendo en cuenta que no hace tanto que yo escribí que tal vez sería bueno que los palestinos aprendieran a tragarse la derrota, me gustaría transmitirte algunas ideas que se me han ocurrido sobre la derrota en el deporte.
Piensa en el tenis profesional. En un torneo participan treinta y dos hombres. La mitad pierden en la primera ronda y se van a casa sin haber probado para nada las mieles de la victoria. De los dieciséis que siguen, otros ocho se vuelven a casa tras probar una sola victoria seguida de la derrota y la expulsión. Hablando en términos humanos, la experiencia que predomina en el torneo es la derrota.
O piensa en el boxeo. Un boxeador llega al Caesar’s Palace con un registro de treinta y dos victorias y tres derrotas a sus espaldas. Pero ¿qué pasa con los treinta y dos tipos a los que ha derrotado, y que nunca van a llegar ni al Caesars Palace ni a ningún otro local lleno de glamour? ¿Qué pasa con los tipos que nunca ganan ni un solo combate, los perdedores profesionales, unos hombres que solo son empujados al ring porque no puede haber un ganador a menos que también haya un perdedor?
En el deporte hay ganadores y hay perdedores; lo que nadie se molesta en decir (¿acaso es demasiado obvio?) es que hay muchos más perdedores que ganadores. En el Tour de Francia, que se está disputando mientras escribo esto, empiezan la carrera unos doscientos ciclistas, de los cuales solo uno se proclamará el vencedor en el tiempo global, mientras que ciento noventa y nueve serán no ganadores, es decir —y no importa qué historias se cuenten a sí mismos para consolarse—, perdedores.
El deporte nos enseña más sobre la derrota que sobre la victoria, simplemente porque somos mayoría los que no ganamos. Lo que nos enseña por encima de todo es que perder no es malo. Perder no es lo peor que hay en el mundo, puesto que en los deportes, a diferencia de en la guerra, el ganador no degüella al perdedor.
Piensa en ese momento profundamente interesante de la vida del niño en que se gradúa del deporte de mentira, en el que los adultos o los chicos mayores lo dejaban ganar todo el tiempo y le permitían sentir en líneas generales que era el rey, para entrar en la realidad, donde si no le das a la pelota estás eliminado, le tienes que entregar el bate a alguien mejor que tú y retirarte sin ninguna gloria. Para la psique del niño es todo un shock. Le da ganas de berrear, de tener una pataleta y de probar todos los trucos que funcionan con sus padres. Quiere someter la realidad a su ego. Pero eso no lo lleva a ninguna parte. «¡Deja de lloriquear, chaval!» Pero también: «¡Deja de lloriquear, chaval, ya tendrás otra oportunidad!».
Porque esa es la gran lección del deporte. La mayor parte del tiempo pierdes, pero mientras sigas en el juego, siempre habrá un mañana, una nueva oportunidad para redimirse.
En esta gran escuela de la derrota no sales suspendido a menos que te niegues a aceptar que has perdido, a menos que rechaces el veredicto del juego y te retires a un estado de aislamiento mayestático.
Me gustaría ver a los israelíes y a los palestinos jugar al fútbol entre ellos una vez al mes, con árbitros neutrales. Así los palestinos tendrían la oportunidad de aprender que pueden perder sin perderlo todo (siempre les queda el partido del mes siguiente), mientras que los israelíes podrían aprender que no pasa nada aunque pierdan contra los palestinos.
Gracias por la carta (la del 5 de julio). Una breve nota sobre la historia de Sudáfrica («Sudáfrica no estaba amenazada por nadie de fuera de sus fronteras»). En la década de 1980 el ejército y la fuerza aérea de Sudáfrica libraron una importante campaña bélica contra las fuerzas cubanas en Angola, y la perdieron, o por lo menos sufrieron pérdidas que no se podían permitir. No fue una simple cuestión de inferioridad numérica: los cubanos pilotaban cazas rusos que maniobraban mejor y tenían más potencia de fuego que los Mirage franceses de los sudafricanos. Los generales se fueron a casa y se enfrentaron con los políticos. «Las cosas se nos han puesto en contra —dijeron—. Tenéis que hacer algo al respecto.»
Hay decenas de millares (¿decenas de millares?) de cubanos enterrados en tierra africana. Para los cubanos, su expedición fraternal a Angola fue uno de los puntos álgidos de su historia.
En tu carta citas el primer párrafo de una reseña reciente escrita por Jonathan Franzen, que a su vez cita a cierto académico amigo suyo. Me temo que la actitud que expresa el amigo en cuestión (¡y que encima es profesor de inglés!) es muy típica. Por lo general, los profesores de literatura no están al día de lo que se publica en los campos de la poesía y la narrativa, no lo consideran parte de sus atribuciones. Si quieres encontrarte a gente que lea novedades de narrativa, tienes que ir a los clubes de lectura y los círculos de lectores, donde los lectores suelen ser mujeres con ganas de darle alguna salida a sus licenciaturas de letras. Pero todo esto no hace falta que te lo diga yo.
En cuanto a la posición de Franzen —que a juzgar por el extracto que citas me parece bastante cargada de ironía—, sospecho que yo simpatizo con él más que tú. Si se me plantea la opción de leer una novela del montón o pasar el rastrillo por el jardín, creo que prefiero pasar el rastrillo. No me produce un gran placer consumir novelas; y lo que es más importante, creo que la indiferencia hacia la lectura de narrativa como forma de recreo se está extendiendo por la sociedad. Se ha vuelto muy respetable, por lo menos entre los hombres, decir que uno no lee narrativa. Yo soy un profesional, y tengo un interés profesional en el asunto, de manera que no me puedo usar a mí mismo como patrón. Pero confieso que no tengo paciencia para la narrativa que no intenta algo que no se haya intentado ya, preferiblemente con el medio en sí.
Cordialmente,
John