11 de mayo de 2009
Querido John:
Gracias por el fax de ayer. Me parece que por fin hemos dado con un sistema viable. Una carta lenta a través de los mares desde América a Australia y luego una rápida transmisión electrónica de papel desde una habitación en Adelaida a una estancia de una casa en Brooklyn.
La conversación sobre deportes bien podría tocar a su fin, pero la cuestión de por qué no han arraigado nuevos deportes en tantos años es buena, algo que, confieso francamente, nunca se me había ocurrido. Mencionas Inglaterra y las postrimerías del siglo XIX, pero también puede aplicarse lo mismo a Estados Unidos. El primer equipo de béisbol profesional se creó en 1869, el año en que Princeton y Rutgers jugaron el primer partido interuniversitario de fútbol americano. La única excepción que puedo mencionar es el baloncesto, que no se inventó hasta 1891 y no se popularizó hasta cuarenta años después, cuando una modificación de las normas suprimió el saque de centro después de cada canasta, acelerando el ritmo del juego. Ahora se juega al baloncesto en todos los rincones del mundo, y justo cuando a Inglaterra han dejado de pertenecerle el criquet y el fútbol, Estados Unidos ya no es dueño del baloncesto. Un buen ejemplo: hace dos o tres años, un equipo nacional norteamericano, con sueldo excesivo y demasiado confiado, perdió contra Grecia en la semifinal de la copa del mundo.
Pero en lo esencial tienes razón. Nada nuevo ha causado sensación desde hace generaciones. Cuando se piensa en lo rápidamente que diversas tecnologías han modificado la vida cotidiana (trenes, coches, aviones, películas, radios, televisores, ordenadores), la tozudez de los deportes resulta desconcertante a primera vista. Ha de haber una razón para ello, sin embargo, y la respuesta que se me ocurre es que, una vez codificados, los deportes dejan de ser invenciones y se convierten en instituciones. Las instituciones existen para perpetuarse a sí mismas, y el único modo de eliminarlas es mediante la revolución. Hay tanto en juego ahora en el deporte profesional, tanto dinero de por medio, tantos beneficios pueden lograrse alineando a un equipo triunfador, que la gente que controla el fútbol, el baloncesto y todos los demás deportes importantes es tan poderosa como los directivos de las más grandes empresas, o los jefes de gobierno. Sencillamente no hay espacio para introducir un deporte nuevo. El mercado está saturado, y los que ya existen se han convertido en monopolios que harán lo posible por aplastar a cualquier competidor advenedizo. Lo que no quiere decir que la gente no invente nuevos juegos (los niños lo hacen todos los días), pero los niños carecen de medios para poner en marcha empresas comerciales multimillonarias.
Hará unos veinte años, estaba viendo el informativo de la noche cuando dieron una noticia sobre alguna ciudad sureña cuya junta educativa —debido a dificultades presupuestarias, creo— había decidido prescindir de la enseñanza de lenguas extranjeras. Entrevistaron ante la cámara a una serie de ciudadanos de la localidad pidiéndoles su impresión sobre el cambio de situación, y un hombre dijo (y cito textualmente; sus palabras se cincelaron a fuego en mi cerebro y se me han quedado grabadas desde entonces): «A mí no me parece mal, no me plantea ningún problema. Si el inglés era suficientemente bueno para Jesucristo, también lo es para mí».
Por estúpido e inquietante que sea el comentario (y cómico también, desde luego), parece tocar un aspecto fundamental de la idea de lengua materna. Uno está tan imbuido de su propia lengua, la percepción del mundo se halla tan profundamente moldeada por el idioma que uno habla, que a cualquiera que no hable como uno se le considera un bárbaro; o a la inversa, resulta inconcebible que el hijo de Dios haya hablado un idioma distinto del propio, porque él es el mundo, y el mundo solo existe en una sola lengua, que casualmente es la propia. Hace solo tres generaciones, mis bisabuelos hablaban ruso, polaco y yidis. El que yo me criara en un país angloparlante me parece un hecho enteramente contingente, una casualidad de la historia. La madre de mi padre —mi abuela demente y homicida— pasó toda la vida en Estados Unidos pero hablaba inglés con un acento tan marcado que me resultaba difícil entenderla. Lo único que la vi leer alguna vez fue el Daily Forward, un periódico publicado en yidis. Más interesante aún es el padre de Siri. Noruego-americano de tercera generación, nacido en 1922, se crio en una comunidad rural tan aislada —habitada principalmente por inmigrantes noruegos y sus descendientes—, que toda la vida habló con un inconfundible acento noruego. ¿Cuál era su lengua materna? La madre de Siri, nacida en Noruega, no vino a este país hasta cumplidos los treinta, y como su madre se fue a vivir a Minnesota con los Hustvedt cuando nació Siri (lo que significó que el noruego se convirtió provisionalmente en la lengua familiar), el primer idioma que habló mi mujer fue el noruego. ¿Cuál es su lengua materna? Es norteamericana, una escritora soberbia cuyo medio es la lengua inglesa, y sin embargo de vez en cuando comete algún pequeño desliz, sobre todo con las preposiciones (el elemento más desconcertante de cualquier idioma). Ha corrido mucha agua bajo el puente. Ha llovido mucho desde entonces. Las dos expresiones significan lo mismo: eso es cosa del pasado. Pero Siri es la única persona que dice: Ha llovido mucho sobre el puente.
Tú naciste en un país bilingüe, lo que complica considerablemente el asunto. Pero si de pequeño hablabas inglés en casa, entonces tu lengua materna es el inglés. Un inglés sudafricano, posteriormente atenuado por tus largas estancias en las tierras del inglés británico, americano y australiano. También hay un inglés irlandés, indio, caribeño y Dios sabe cuántos más. Igual que a los ingleses ya no les pertenece su criquet ni su fútbol, tampoco son dueños de su propio inglés. Ríete del concepto de «americano» si quieres, pero el caso es que cuando los franceses publican libros de escritores estadounidenses, en la portada dice: traduit de l’américain, y no traduit de l’anglais. Tengo muchos motivos de queja contra Norteamérica, pero el inglés en su encarnación americana no se encuentra entre ellos.
Por otro lado, a los que somos escritores —sin importar cuál sea nuestra lengua— nos deberían animar estas palabras de Groucho Marx: «Fuera de un perro, el mejor amigo del hombre es un libro. Dentro de un perro está muy oscuro para leer». Me refiero, por supuesto, al hermano de Harpo. Cuyo verdadero nombre era Julius.
Con afectuosos saludos para Dorothy y para ti,
Paul