Brooklyn,

29 de septiembre de 2009

Querido John:

Entramos a ver la película sin muchas expectativas (no solo por tus observaciones, sino porque trasladar novelas al cine es un asunto bastante resbaladizo) y salimos agradablemente sorprendidos, con la sensación de que el resultado no estaba nada mal. Sí, no era un papel para John M., pero su actuación es más sutil y menos afectada que muchas de las cosas suyas que he visto en los últimos años; lo bastante buena, en cualquier caso, para no destrozar el clima de la obra. La hija nos pareció excelente: mucho más delgada y atractiva que el personaje de la novela, desde luego, pero es una película, y qué quieres, cuando lo principal en el cine son las mujeres bonitas. Dirección, fotografía, producción, decorados, exteriores: admirablemente realizados. Las críticas neoyorquinas que he leído son bastante favorables. El público sentado en el cine con nosotros estaba absorto, y dado lo malas que son en su mayor parte las películas de hoy día, daba gusto ver algo inteligente y bien estructurado. No, no tiene la fuerza del libro, pero intenta hacerle justicia, y si estuviera en tu lugar me sentiría razonablemente satisfecho, no traicionado en lo más mínimo. Para engrosar tu colección de objetos sin importancia, te adjunto nuestras entradas del Quad Theater, que está en la calle Trece, entre la Quinta y la Sexta Avenida, por si quieres presumir de ellas con tus amigos.

Hablas de la edad de oro de la poesía norteamericana en los años cincuenta y sesenta y de una suave decadencia después. Mi primera reacción fue decir «tonterías», pero ahora que he reflexionado un poco sobre el asunto, lamentablemente he de admitir que estoy de acuerdo contigo. La mayoría de los grandes modernistas seguía respirando por entonces (Stevens murió en 1954, pero Pound, Eliot y Williams vivieron hasta bien entrados los sesenta, con Williams en particular realizando sus mejores obras en esa época), los llamados objetivistas aún estaban florecientes (la siguiente generación, incluidos Zukofsky, Oppen y Reznikoff), Charles Olson se encontraba en pleno auge (cómo me gustaba Olson de joven), mientras la generación posterior (poetas nacidos en el decenio de 1920) estaba emergiendo: Kinnell, de quien haces mención, pero también Creeley, Ashbery, O’Hara, Merwin, Spicer, Ginsberg y otros muchos. Kinnell, Ashbery y Merwin aún siguen entre nosotros, pero ya son ancianos, ¿y qué ha ocurrido después de ellos? Hay varios poetas nacidos a finales de los años treinta y principios de los cuarenta cuya obra admiro y sigo ávidamente —entre ellos Michael Palmer (publicado por New Directions), Charles Simic (Harcourt) y Ron Padgett (Coffee House Press); por no hablar de Paul Muldoon, algo más joven (nacido en Irlanda del Norte, ahora ciudadano estadounidense)—, pero todos son amigos míos, he visto cómo evolucionaba su obra a lo largo de decenios, y esa relación personal quizá empaña mi juicio. Tendría curiosidad por saber lo que opinas de ellos, de cualquiera. También está Susan Howe (New Directions), muy admirada, muy debatida, pero aunque parezca extraño, el que considero su mejor libro es una obra en prosa, My Emily Dickinson, un texto asombrosamente brillante y original, en el espíritu de Call Me Ishmael, de Olson, o de En la raíz de América, de Williams: el poeta como crítico, la crítica como forma de la poesía, una maravilla. Pero no, ninguno de esos escritores es tan bueno como los gigantes del pasado reciente. Vivimos en una época de interminables seminarios de creación literaria, cursos universitarios de escritura (imagínate, licenciarse en escritura), hay más poetas por centímetro cuadrado que nunca, más revistas de poesía, más libros de poemas (el noventa y nueve por ciento de ellos publicado por editoriales pequeñas, microscópicas), competiciones poéticas, poetas de performance, poesía vaquera; y sin embargo, pese a toda esa actividad, poco se ha escrito de importancia. Las apasionadas ideas que alimentaron las innovaciones de los primeros modernistas parecen haberse extinguido. Ya nadie cree que la poesía (o el arte) sea capaz de cambiar el mundo. Nadie tiene que cumplir una misión sagrada. Ahora hay poetas por todas partes, pero solo hablan entre ellos.

Tu referencia al «estilo tardío» me ha recordado que todavía no he leído el libro de Edward Said. Intentaré localizarlo en los próximos días. Tolstói es un buen ejemplo, pero ¿y Joyce? Me parece que al principio su estilo es tardío (según tu definición, o según la definición de Said) y a medida que pasa de un libro a otro se hace cada vez más elaborado, complejo, barroco, culminando en un libro final tan complicado que nadie es capaz de leerlo (lamentablemente). Pero Joyce murió a los cincuenta y nueve años, y quizá pueda argumentarse que no vivió lo suficiente para entrar en su etapa tardía. En cualquier caso, el suyo es el único nombre que me llama la atención para refutar esa teoría. No, tal vez Henry James también, cuyos últimos libros, dictados, están llenos de las frases más tortuosas de la literatura inglesa. Otros escritores, quizá la mayoría de los autores, me parecen bastante consecuentes de principio a fin: Fielding, Dickens, Nabokov, Conrad, Roth, Updike, colman los espacios en blanco. Beckett no, por supuesto, y en paralelo con el Bach tardío, piensa en el Matisse tardío y en sus escuetas y sinuosas figuras recortadas. Más despojadas, menos despojadas, lo mismo. Esas son las tres posibilidades; lo que equivale a decir que cada uno elige su propio camino. Goya dijo: «En pintura no hay normas». ¿Hay normas en la vida del artista?

Parece que se ha acabado el verano. Ya refresca, de pronto se siente un frío cortante. Siri se sumerge en su novela, y yo desocupado de nuevo.

Muchos recuerdos,

Paul

Aquí y ahora
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