24 de agosto de 2009

Querido Paul:

He estado pensando en nombres, en nombres que son adecuados y otros que no lo son. Yo me imagino que a ti también te interesan los nombres, aunque solo sea porque tienes que encontrar nombres oportunos y «adecuados» para tus personas imaginarias. No parece que a ninguno de los dos nos guste llamar a nuestros personajes A o B o Pim o Bom.

A mí me criaron con esa ortodoxia lingüística que dice que el significante es arbitrario, aunque por razones misteriosas los significantes de un idioma no funcionan como significantes de otro (¡Socorro, me muero de sed! no te lleva a ninguna parte en Mongolia). Se supone que esto es doblemente cierto con los nombres propios: se supone que no cambia absolutamente nada (no cambia nada práctico) el que una calle se llame calle Caléndula o calle Mandrágora o hasta calle Cincuenta y cinco.

En el ámbito de la poesía (entendida en el sentido más amplio), la doctrina de la arbitrariedad del significante nunca ha gozado de mucho crédito. En poesía las connotaciones de las palabras —las acumulaciones de significado cultural que las rodean— sí que importan. «Mandrágora», gracias a Keats, evoca éxtasis y muerte. «Calle Cincuenta y cinco», que a primera vista parece un nombre anónimo, lleva la connotación de anonimato.

A través de un acto supremo de poder poético, Franz Kafka le ha conferido a una letra del alfabeto fuerza alusiva (connotativa). El último libro de Roberto Calasso se titula simplemente K. Solo hay que mirar la cubierta para saber de qué trata.

Yo una vez llamé a un personaje K (Michael K) como intento de reclamar esa letra del alfabeto que Kafka se anexionó, pero no tuve mucho éxito.

Somos pocos los que escribimos novelas, pero la mayoría de nosotros, de un modo u otro, terminamos generando descendencia, y entonces la ley nos obliga a ponerles nombres a nuestros descendientes. Hay padres que aceptan este deber con alegría, y padres que lo aceptan con recelo. Hay padres que se sienten autorizados a inventarse los nombres que les den la gana, y padres que se sienten constreñidos (por la ley, la costumbre o la preocupación) a elegir un nombre de una lista.

Los padres recelosos intentan darle a su criatura un nombre neutral, que no tenga connotaciones, un nombre que no la avergüence en su vida posterior. Por ejemplo: Enid.

Pero hay un problema. Si le pones a demasiadas hijas Enid, el nombre Enid pasará a significar esa clase de criatura cuyos padres reaccionaron con recelo al deber de ponerle nombre a la niña, y por tanto le dieron el nombre más anónimo que pudieron. Así pues, «Enid» se convierte en una especie de fatalidad que espera a la criatura cuando se haga mayor: inseguridad, cautela, reparos.

O bien alguien que está muy lejos, y de quien no has oído hablar nunca, te fastidia el nombre. Te crías en el interior de Estados Unidos y todo va bien hasta que un día alguien te pregunta «¿No serás familia de Adolf Hitler?», y te tienes que cambiar el apellido en los registros por Hilter, Hiller o Smith.

Tu nombre es tu destino. Oidipous, pie hinchado. El único problema es que tu nombre solo dice tu destino de la misma manera que la sibila de Delfos: en forma de enigma. Solo cuando estés en el lecho de muerte descubrirás lo que quería decir «Tamerlán» o «John Smith» o «K». Una revelación borgiana.

Cordialmente,

John

Aquí y ahora
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