17 de abril de 2010
Querido Paul:
Gracias por tu carta del 7 de abril. He estado en contacto con la gente de Einaudi y espero veros a ti y a Siri en junio en Pietrasanta.
Desde que me escribiste se han producido novedades en el caso Debenedetti, tal como estoy seguro de que sabrás. Resulta que tú y yo no somos más que dos de sus muchas víctimas. Yo apenas entiendo italiano, pero echando un vistazo a la entrevista inventada que me hizo deduzco que me usa como portavoz de ciertas ideas que tiene él sobre África y Sudáfrica, de la misma manera que usa a Philip Roth como portavoz de sus ideas sobre Barack Obama.
No he conseguido encontrar su entrevista contigo.
Si este es su modus operandi, entonces su meta global parece ser reunir a una hueste de celebridades literarias para promover la visión Debenedetti del mundo.
Vivimos en una época en la que solo las leyes contra el libelo impiden a aspirantes a escritores como Debenedetti convertirnos a nosotros —y aquí «nosotros» se refiere a cualquiera cuyo nombre sea más o menos conocido— en personajes de sus ficciones, haciéndonos articular sentimientos y llevar a cabo acciones que nos pueden hacer gracia, molestar, ofender, repeler o hasta horrorizar. Si florecen proyectos como el suyo, entonces las seudoidentidades que esos tipos han creado para nosotros, con sus opiniones felizmente simplistas, acabarán imponiéndose en la conciencia del público, mientras que nuestras identidades «reales» y nuestras opiniones «verdaderas» (y tediosamente embarulladas) solo las conocerán unos cuantos amigos. El triunfo de los simulacros.
Sacas el tema de Israel. A mí me cuesta mucho hablar de Israel, pero si a ti no te importa, intentaré poner un poco de orden en mis confusos pensamientos.
Sigo las noticias de Israel/Palestina con tales sentimientos de consternación y desagrado que a veces me cuesta horrores no emitir una maldición sobre ambas estirpes y largarme a otro lado. Sobre los palestinos se ha cometido una enorme injusticia, eso lo reconocemos todos. Se les ha hecho pagar las consecuencias de lo que sucedió en Europa, algo que no era culpa de ellos para nada, y que —tal como tú señalas en tu fantasía de un Wyoming para los judíos— se podría haber resuelto de otra media docena de maneras que no habrían requerido expulsar de su tierra a los palestinos.
Pero lo hecho, hecho está, y no se puede deshacer. Israel existe y va a existir durante mucho tiempo. Sé que a los políticos israelíes les gusta conjurar imágenes de ejércitos árabes apelotonándose en sus fronteras, matando a los hombres, violando a las mujeres y orinando sobre el arca del templo, pero lo cierto es que en medio siglo de intentarlo, los árabes no han recuperando ni un metro cuadrado de tierra palestina, y no hay observador desinteresado alguno que crea que les vaya a ir mejor en absoluto si vuelven a intentar otra invasión.
La derrota es algo que existe, y los palestinos han sido derrotados. Por amargo que sea ese destino, tienen que aceptarlo, llamarlo por su nombre y tragárselo. Tienen que aceptar la derrota y aceptarla de forma constructiva. La vía alternativa y no constructiva es seguir alimentándose de sueños revanchistas en que todas las injusticias son reparadas de forma milagrosa. Si quieren ver una forma constructiva de aceptar la derrota, que miren a Alemania después de 1945.
A esos que yo llamo sueños de venganza final, los palestinos los deben de llamar sueños de justicia final. Pero la derrota no tiene que ver con la justicia, tiene que ver con la fuerza, la fuerza mayor. Mientras los israelíes puedan ver que bajo la superficie de las peticiones palestinas de justicia sigue bullendo el sueño de que se vuelvan las tornas, continuarán mostrándose ambivalentes, o ni siquiera ambivalentes, ante los asentamientos negociados.
Lo que necesitan los palestinos es que alguien lo bastante grande diga: «Nosotros hemos perdido y ellos han ganado, dejemos las armas y negociemos los mejores términos de rendición que podamos, teniendo en cuenta, por si sirve de consuelo, que el mundo entero está mirando». En otras palabras, necesitan a un gran hombre, un hombre con visión y coraje, que surja de entre ellos y ocupe la palestra. Por desgracia, en términos de visión y coraje, los líderes que han salido hasta ahora de entre los palestinos me parecen enanos. Y si por casualidad saliera de allí un salvador, yo imagino que muy pronto se lo cargarían de un tiro.
Tal vez haya llegado el momento de que cojan las riendas las mujeres de Palestina.
Después de decir lo que he dicho de los palestinos, debo continuar diciendo que hay algo tan asqueroso en la manera en que se han comportado los sucesivos gobiernos israelíes —gobiernos elegidos democráticamente, operando bajo una constitución espantosa que solo se podrá cambiar por medio de acciones extraconstitucionales— que a uno se le revuelve el estómago. Solo hay una palabra que describa lo que se ha hecho últimamente en Líbano y Gaza, y esa palabra es schrecklich. Schrecklichkeit: una palabra fea y dura, una palabra hitleriana que describe una forma asquerosa, dura e inclemente de tratar a la gente. Para cualquiera que se sienta inclinado a adoptar esa idea esencialmente progresista de que la historia de la humanidad enseña lecciones a las que tenemos que hacer caso si queremos convertirnos en mejores personas, la cuestión a la que hemos de atender es: ¿qué clase de lección le ha enseñado la Historia a Israel?
Yo he vivido la mayor parte de mi vida en Sudáfrica, donde había muchos blancos que hablaban de los negros con la misma gama de actitudes que van de la condescendencia amistosa al puro desprecio y el odio visceral que uno oye en boca de ciertos israelíes —muchísimos israelíes— cuando hablan de los árabes. Hay israelíes «buenos» (yo he conocido a muchos, son la sal de la tierra), igual que había blancos «buenos» en la Sudáfrica de antaño. Sin embargo, aquí no se esconde ninguna lección reconfortante. Si se derrotó a los sudafricanos blancos «malos» no fue porque los blancos «buenos» los convencieran de que se estaban portando mal y los llevaran a arrepentirse. Si alguna vez se derrota a los israelíes «malos» no será porque los israelíes «buenos» les hagan avergonzarse. Será por razones del todo distintas y que todavía nos resultan invisibles.
Debido a que a mí se me considera de izquierdas, se me pide a menudo que firme peticiones en defensa de los palestinos y que apoye en general su causa. A veces hago lo que me piden y a veces no; la decisión siempre me requiere cierta introspección. En este sentido estoy seguro de no ser el único. Igual que muchos otros intelectuales de Occidente, incluyendo a muchos intelectuales no judíos de Occidente, tengo los sentimientos divididos sobre Israel y Palestina.
Es por dos razones en particular que tengo esos sentimientos divididos. La primera es que el elemento judío de la cultura occidental ha tenido un efecto formativo en mí. Yo no sería el que soy sin Freud o Kafka, por no hablar de ese profeta judío aberrante que fue Jesús de Nazaret. En cambio, la cultura árabe y el pensamiento religioso musulmán no han tenido influencia alguna en mí.
Por supuesto, Freud y Kafka no significan nada para Benjamin Netanyahu, que no es el heredero de lo mejor del pasado judío, sino de lo peor. No tengo reparos en ansiar fervientemente la caída de Netanyahu y su cohorte, y la llegada de un nuevo líder que tenga arrestos para plantar cara a la derecha judía.
Pero hay una segunda consideración. Tengo amigos judíos para los que el destino del Estado de Israel es muy importante. Si he de elegir entre mis amigos y el principio de la justicia histórica, me temo que elijo a mis amigos; no solo porque sean mis amigos, sino porque creo que su compromiso con Israel (que no implica necesariamente el apoyo a ningún gobierno israelí en particular) está muy meditado y es muy hondo y en ciertos momentos conlleva una gran angustia. Yo no comparto ese compromiso, pero con la amistad pasa lo mismo que con el amor, donde la amada tiene razón aun cuando está equivocada.
En cuanto a Kleist, estoy de acuerdo con todo lo que dices. Leer una página de Kleist es enfrentarte al hecho de que existe una Primera División de escritores, que tiene muy pocos miembros y en la que se juega a algo muy distinto a lo que se juega en la mucho más cómoda Segunda División a la que estamos acostumbrados: un juego mucho más difícil, más rápido, más inteligente y donde hay mucho más en liza.
(Por cierto, hace poco volví a ver la adaptación que hizo Rohmer de La marquesa de O. de Kleist. Esa película me parece un tributo por parte de la civilización —Rohmer tenía una sensibilidad tan civilizada que me sorprende que pudiera progresar en el mundo del cine— al misterio de la genialidad.)
Cordialmente,
John