19. Yo soy amo de mi vida y dueño de mi propia mente. VAGOS & MALEANTES
La Pelúa, al referirse al mal genio mañanero de su madre, suele decir que la singaron sin hacerla venir. A la psi/cóloga sin duda le pasó eso anoche, a juzgar por el humor de pitbull que tiene esta mañana. Me recibe con una arenga contra «las locuras de la juventud». Dice que a mí me deberían dar choques eléctricos e inyectarme con trementina, para que se me quite ese «reforzamiento malsano del yo». Cuando no le queda una ponzoña más que sacarse conmigo, respira hondo mientras hace dos circulitos con los dedos. Entonces sonríe con una mueca de careta.
Abre una carpeta. «Bla, bla, bla. Tu madre afirma que tus sentimientos tienen la claridad de un Danián», persiste, pasando los ojos sobre sus notas. «Demian», le corrijo. «Aquí dice Danián», se defiende. «Pero es Demian, el personaje de una novela de Hermann Hesse. Seguro usted la ha leído...». Guarda las notas. «No importa», saca los pies al asunto, «tu madre habla maravillas de tu talento literario... Afirma que eres un genio. ¡Ah, sí!, las madres... Las madres siempre creen que sus hijos son superdotados...».
En eso último estoy plenamente de acuerdo. Pero no se lo digo, para no aportar ni un ápice a su satisfacción. Hago todo lo posible por no darle material sobre mí. Me harté de sentirme como un bicho de laboratorio en poder de otro bicho más raro. Incluso últimamente he dejado de responderle en inglés, desde la sesión en que le dije: «You are so ridiculous sometimes that I can’t even believe you’re a real person», y ella sonrió como si respondiera a un cumplido.
Abre una gaveta y me ofrece un caramelo. Lo rechazo con programada cortesía. Me informa que es parte de la terapia, que ese caramelo constituye un puente de doble vía para la confianza. Cojo el maldito dulce, para que no joda, pero lo guardo en el bolsillo. Es barato; además es de miel y los dulces de miel poseen un ligero sabor a mierda.
«A mí también me gusta escribir», retoma mientras paladea un caramelo. «Escribo cosas en una libreta. No sé si son poemas o qué, yo le llamo pensamientos. Me gustaría encontrar un escritor para contarle la historia de mi vida. Estoy segura de que le daría para un gran libro», se ufana. Ah, porque esto tiene la pendeja: a cada asunto relacionado conmigo, le añade un comentario de sí misma, como si al que le estuvieran pagando fuera a mí. «Sí... un escritor profesional», remata, remarcando la última palabra.
Últimamente he decidido sobrevivirla en pasado. Ya no le cuento cosas nuevas. Le transmito situaciones viejas como si fueran actuales. Le falsifico mi estado anímico. El asunto es bufear para no sucumbir ante esta caraja tan tediosa. «Bla, bla, bla... ¿Cuál fue el último libro que leíste?». Le menciono cualquier título de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. «¡Tremendo autor!», añade, «sus escritos son muy profundos. Yo los he leído todos. A veces lo utilizo en mis terapias. Soy su fanática número uno».
Me detengo en este punto. Ya descubro por qué la tipa me cae mal. ¿Recuerdan Misery, la película basada en el libro de Stephen King? Pues la caraja guarda un parecido con Kathy Bates, la gorda que le rompe las patas al escritor. Esta es más fea que la actriz, pero tiene un corte de pelo semejante y casi la misma gordura; incluso posee esa expresión de cerdo en el rostro. Este descubrimiento me coloca en una posición ventajosa.
La dejo hablar hasta que se le acabe la batería. Le ha cogido ahora con esbozarme los argumentos de los libros de Cuauhtémoc. He empezado a mirarla fijamente, con la misma mirada estúpida que ella suele poner en mí. «¿Y por qué dejaste la lectura de esas obras?», me pregunta exhausta, mientras vuelve a darse unos brochazos en la cara.
«Porque ese escritor es un idiota», le respondo. Frena los brochazos y se me queda mirando incrédula, con la boca abierta, estática. Parece una foto horrenda. Sin dejar que se recupere de la sorpresa, opino que el tipo es un comerciante de la conciencia, un escritor pésimo, una copia fallida de Richard Bach, un Paulo Coelho frustrado; para rematar, digo que se debe tener un espíritu insulso para hallar consuelo en sus libros.
«Bla, bla, bla... No tienes absolutamente ninguna razón, pero no vamos a discutir ese tema», corta en seco tras recuperar el movimiento. «La pregunta es: ¿por qué has abandonado los libros?». No le respondo de una vez. Tengo mis dudas de si vale la pena decir a esta batata lo que pienso. Okey, vamos a darle: «Porque prefiero vivir la vida, no leerla», digo. Guarda con cuidado el estuche de maquillaje. Le saca otra vez los ojos a la víbora y se los coloca en las cuencas. «¿Y eso incluye también los libros del colegio?», me pregunta con veneno. Me claveteo una plancha de acero en la boca. Ni con una palanca lograría sacarme una palabra. «Sal un momento, por favor... Y dile a tu mamá que pase. Necesito hablar con ella en privado. Dile que toque la puerta antes de entrar...».
Es la hora de la cena. Mamá ha llamado a papá al aposento antes de sentarnos a la mesa. Me desplazo con sigilo hasta la puerta, instalo mi oído contra la madera y procedo a captar los sonidos que provienen del interior del aposento. Mamá se está refiriendo a su conversación con la psi/cóloga.
Basado en sus palabras, puedo imaginar sin dificultad aquella escena. Sobre todo porque me había tirado completita su conversación pegado a la puerta del consultorio. La batata, tras ponerse rápidamente una careta de maquillaje, le dijo que podía pasar. Lo primero que hizo fue mirar el rostro de mamá, hermoso y sin una gota de pintura, sin ningún esfuerzo más linda que ella. Le mordió la envidia. «Bla, bla, bla», empezó a darle a la lengua, tratando mi caso y, cada dos o tres comentarios, le preguntaba si ella usaba alguna crema en específico para tener ese cutis tan limpio, o qué champú le podía recomendar para esas horquetillas que le estaban arruinando el pelo, bla, bla, bla.
Mamá, haciendo lo posible por no perder la paciencia, trataba de hacerla aterrizar en mi caso. Luego de mucho bla, bla, bla, la batata le informó que no seguiría con la terapia, porque yo debía pasar a otras manos profesionales. «Claro, si yo fuera otra continuaría con las sesiones para ganarme el dinero. Pero yo soy una profesional muy capacitada para eso. Otros se aprovecharían. En este mundo no hay otra más digna que yo... Las podrá haber con mejor pelo, con un cutis más rozagante, pero más honrada, no».
Mamá, con un calculado tono de sumisión, le preguntó por qué abandonaba mi caso. «Las razones son dos», le contestó. La primera era que yo debía ser puesto en manos de un psiquiatra que tratara con métodos clínicos mi caso: yo debía ser inyectado, medicado con pastillas, quizás recibir algunos choques eléctricos. «Yo podría hacerlo, soy muy preparada, pero lo correcto es que lo haga un psiquiatra... Hay uno muy bueno, que es el único que me atrevo a recomendar».
«¡¿Qué?! ¿Y tuvo la cachaza de recomendar a ese psiquiatra?», pregunta alarmado papá, casi ahogado por las palabras. Lo describe como a un matasanos alcohólico, con fama de pendenciero, que le da una salsa de golpes a su esposa por lo menos una vez a la semana; para completar, gente bien informada decía que no era ningún doctor, sino que había comprado el título. «Se terminó el bregar con la mente del muchacho», sentencia papá, y estas palabras son válidas para acabar nuestro novelón con los psicólogos.
«Esa psicóloga es una pérdida de tiempo. Mejor debería aprender a combinar el maquillaje y buscarse un marido que le dure. Estoy de acuerdo contigo. Pero la Directora condicionó, para permitirle seguir en el colegio, que el niño fuera tratado por especialistas de la conducta». «¡Se acabó esa pendejada de psicólogos, he dicho!», reitera el viejo. «¿Y si ella se niega a recibirlo en el colegio?». «Entonces se queda ella sin colegio-revela papá—. Mi tío me confirmó que lleva tres meses sin pagar la hipoteca». Y con esas palabras perdió para siempre la psicología a uno de sus clientes. Ciertamente, habría que oír con mayor respeto a Homero Simpson: «¿Qué necesitamos de un psiquiatra? ¡Ya sabemos que nuestros hijos están locos!».
Me aparto de la puerta, porque han hecho un silencio y ahora empiezan a oírse las risitas de mamá. Además, mi hermana va camino a su cuarto y podría descubrir mi acción detectivesca. Ahora hay que esperar que a mamá se le muera la risa en el interior del aposento. El asunto va para largo. Y yo cargo tanta hambre que me comería una de mis piernas, asada, doradita, la devoraría con un cubierto. Me desabollaría el estómago con cualquier cosa que baje por el tubo de la garganta.
Está claro que el dinero es amo y señor del mundo. Hay que hacer billete para meterse la vida en un bolsillo. Lo predica Vakeró: «Yo ‘toy puesto pa’ los cuartos. ¡A la olla san Alejo! A mí háblame de dinero...». Estoy feliz por la derrota de la Directora, de la batata. Y eso que mamá no le contó la parte más ridícula de su conversación con la psi/cóloga. Algo que más que risa puede inducir a las náuseas.
«Existen además —prosiguió la caresemilla— motivos profesionales que me impiden continuarle la terapia al niño. Esto, claro está, aparte que debe seguir un tratamiento psiquiátrico». «¿Qué motivos son esos?», preguntó sin entusiasmo mi madre. Hubo una pausa salpicada por golpecitos semejantes a las puntas de unos dedos tecleando sobre un escritorio. «Yo lo llamaría... conflicto de intereses», continuó la psi/cóloga, «verá...el niño suyo me idolatra...literalmente». «¿Cómo así?», se extrañó mamá. «Él escribe... Entonces ve en mí algo así como su musa... Incluso a menudo me observa y me dice frases en inglés...Yo finjo que no entiendo, pero recibí siete materias de Inglés en la universidad... Todas son frases de amor para cortejarme». (¡Guácala! Casi me voy en vómito.)
«Tras utilizar instrumentos de medición muy profundos, se pudo saber que la imagen que tiene de mí es la de una sirena...». «¿Una sirena?», tragó en seco mi vieja. «Yo soy su encarnación de la belleza. Su aspiración adulta. Incluso me simboliza en un afiche de Paulina Rubio que tiene pegado en su cuarto». Enseguida una silla se desplazó un poco. «Pues agradezco sus servicios. A propósito, a La Sirena acaba de llegar una nueva línea de maquillaje que a lo mejor le podría probar», recomendó mamá, y se despidió. Cuando salíamos por el pasillo, murmuró una frase. «¿Qué?», pregunté. «No he dicho nada», evadió. Sí, dijo algo, yo la oí. Dijo: «El manicomio no está completo».
Un carro pasa veloz, dejando sus huellas de fuego en el asfalto. Es un relámpago, a juzgar por su color azul y su celaje. Jaguar, todo una bestia en forma de metal, devorando la calle con las fauces redondas del cuentakilómetros. Escuchamos un fuerte estruendo. Corremos calle abajo, sumándonos a la avalancha de curiosos. De lejos se ve una nube de polvo. Al llegar nos encontramos con el Jaguar destrozado. Los testigos afirman que perdió el control y se estrelló a toda velocidad contra el muro. Ayudan a salir al chofer de la pelota de metal machacada. Milagrosamente no se mató. Solo quedó con algunos rasguños.
Nos olvidamos enseguida del milagro del chofer y retornamos al asombro de la máquina destruida. ¡Tanta belleza hecha mierda en un segundo! No queda nada que sirva, ni siquiera las ruedas. Los ladrones del barrio echaron un vistazo a ver qué se podía sacar, lo tasaron y se quedaron con la conclusión de que ni siquiera el jaguarcito del bonete. El chofer, envuelto en un tufo a ron barato, no quiere que llamen a la ambulancia ni a la grúa. Se ha sentado en una piedra, con los nervios apuñaleados, a contemplar la belleza que ha destruido. «La vida no trae mucho. Bébetela poco a poco», saca la lengua el grafiti del paredón contra el que la máquina se hizo papilla.
Me he pasado el día con un alivio que desde hace tiempo no sentía. Esta mañana, como a eso de las diez, venía cabizbajo, empujando el ánimo con los pies. Pasé por la esquina donde el predicador azuzaba desde el megáfono sin batería. El hombre voceaba lo de siempre, Biblia en mano. Sin embargo, de pronto me pareció escucharle decir que todos tenemos por lo menos una culpa, que quien más se la da de santo tiene la culpa del pecado original. Me detuve en seco.
«¿Y no hay en el mundo nadie que viva sin culpa?», le pregunté. Se volteó hacia mí como si le hubiese retado. «¡Nadie!», gritó con absoluta seguridad. «Nacemos con la culpa del pecado original... Y al vivir en esta tierra gobernada por Satanás, el diablo, siempre acumularemos otras culpas. ¡El que quiere estar vivo, debe aprender a vivir con sus culpas!», y continuó con un discurso descarnado.
Yo sonreí. Sus palabras no me dieron felicidad, pero sí alivio. Tuve deseos de abrazarlo y ayudarlo a vocear por el megáfono; pero me di cuenta que tampoco era para tanto. En ese preciso instante abrí un espacio en mí para encajar las culpas de manera que ninguna anduviera por ahí suelta, desequilibrando la maquinaria del vivir.
El lunes empiezan los exámenes del colegio; estaré muy ocupado preparando las materias. Al Menor su madre le llamó esta mañana para avisarle que vendría por él la semana entrante. El papá de Chupi-Chupi se lo va a llevar por un mes a la capital, donde lo han contratado para montar un estudio de grabación clandestino. O sea que el grupo quedará medio desarticulado por un tiempo. Sumemos a esto que en menos de un mes mi familia se mudará a una casa grande que mis viejos mandaron a construir.
Cerca del mediodía estuvimos en casa del Menor. Fuimos a celebrar su viaje. A MacGylver se le ocurrió la idea de que anotáramos en una hoja el número de calzado de cada quien, para que nos mande unos buenos tenis desde Suiza. Yo anoté el mío, por si acaso, aunque no me imagino al Menor entre las montañas nevadas preguntando en su mal español dónde queda una zapatería. Su abuela se veía muy triste. Aseguraba que no podría vivir sola, sin el nieto de su alma, que su vida terminaría desde que a él se lo llevaran; pero al explicarle que de todos modos la remesa seguiría llegando, dio muestras de sentirse consolada.
El Licenciado tronó los dedos, porque le llegó a la mente una información. Alguien le había dicho que Los Güelecemento se estaban quedando en las ruinas de un hotelucho localizado en las afueras del barrio. Fuimos allí, pero la información era falsa. O al menos ya se habían esfumado. Solo encontramos una funda vacía de Frito Lay y envases de crack sin crack. Me alegré, porque no tenía ánimo de involucrarme en una pelea que me hiciera sentir protagonista de una película de zombis.
Estamos en la esquina. El sábado luce mustio, vencido, vestido de seis de la tarde. Ya nos cansamos de repetir el casete del accidente. Desde hace rato hablamos de otros temas. Lacacho está apoyado en el poste, con la mirada perdida en alguna cosa lejana y odiosa que no logra encontrar. El sol empieza a cuajarse, a perder brillo, mientras lanza sus últimos lengüetazos de luz sobre los techos.
Lacacho da unos pasos hacia el centro del grupo. Guardamos silencio, pues sabemos que va a decir algo. «¿Ustedes se acuerdan cuando les dije que habría venganza por los rebencazos que les han dado en sus casas?». Reforzamos la atención. «Ya resolví lo que se va a hacer... Está noche arderá Troya», revela, y hace una indicación a Pádrax en Polvo para que vayamos a su casa.
Hemos retornado a la esquina, cada uno con un envase de plástico en la mano. Todavía no se nos dice de qué se trata el asunto. «Huelan el pote», ordena. Quitamos las tapas y nos damos cuenta de que es gasolina. «Cada uno le va a pegar fuego a su casa esta noche», indicó. «Guardaremos los potes otra vez donde Pádrax, y a eso de la una de la mañana nos reuniremos en un punto para la operación».
Ninguno dice nada. Tienen la cabeza baja. «El Licenciado le prenderá el fósforo a la suya primero». «¿Yo?», protesta alarmado, «que empiece el Chupi o MacGylver». Lacacho los deja discutir entre ellos. «Muy bien, partida de blanditos», interviene, «MC Yo empezará por la suya, y se acabó la discusión».
Yo asiento moviendo la cabeza, como en el aire. Pero parece que este movimiento me pone a funcionar el cerebro. «¡Párate ahí!», digo, «¿y tú te estás volviendo loco?». Lacacho me mira con dureza. «¡Yo no voy a quemar nada!». Los muchachos bajan el rostro, aunque sé que han levantado las orejas.
«¡Pues la vas a quemar!», dice inflando el pecho. «¿Quién me va a obligar? ¿Tú?», inquiero dando un paso adelante. Nos miramos con los ojos como piedras en medio del atardecer que se dispone a borrar las calles y las casas. Lacacho levanta en cámara lenta el puño derecho y, sin orientarlo contra mí, lo deja bien colocado en el aire, de manera que se pueda leer el tatuaje «HATE». «¿No te sabes otra palabrita en inglés?», le critico. Lacacho vacila. Me doy cuenta porque no logra mantener la mirada. Baja el puño y se desplaza a un lado. «Muy bien... Yo me encargo de pegarle candela», amenaza, «se empieza por la tuya».
Al apreciar la forma desenfadada con que dice estas palabras, siento un coraje que me sube y me baja. Floto en el aire. «Ve a quemarla, maldito palomo», lo reto, «te voy a estar esperando, y si te acercas a menos de una esquina de mi casa, te voy a explotar la cabeza con la Glock de papá. ¡Ve, que te voy a quemar las patas!», amenazo con verdadera rabia, y remacho: «Porque la pistola de papá sí es de verdad, no como la tuya, que es puro cuento». Lacacho se queda callado. Ha renunciado a devolverme la mirada. «Estos palomitos que se lleven de ti si quieren, pero no cuentes conmigo para ese disparate», añado con una furia que me serviría para tragarme al diablo de un bocado. «Y métete tu pote por el culo», termino, tirando al suelo el envase. Por supuesto, papá no tiene ninguna pistola, pero Lacacho no lo sabe y su ignorancia será suficiente para mantenerlo lejos de mi casa.
«¡Tú estás fuera de los Fox Billy Games!», decreta señalándome con el dedo. Tengo ganas de decirle que los Fox Billy Games son nada, una lírica muerta que nunca se levantará más alto del suelo. Pero solo me brota una carcajada. Sin duda que mi risa transmite con fidelidad mis sentimientos, porque ha producido un efecto de desconcierto en su rostro. Me retiro hacia mi casa sin desprenderme esta carcajada. No me ocupo de voltear el rostro para prevenir algún ataque tardío. He descubierto que Lacacho es un cobarde.
Los días, que siempre pasan, esta vez no han sido la excepción. A cada segundo puedo chequear con alivio que la vida sigue allí sin abandonar su sitio. El barrio continúa con la normalidad habitual. No he visto a los muchachos, sobre todo porque los exámenes me absorben. Tampoco me interesa volver a su grupo. Me he quemado los alambres del cerebro para concluir que no necesito que ningún imbécil se tome la potestad de dirigir mis actos. En todo caso soy yo quien decido a quién dar esa potestad. Nadie vive por mí, nadie muere en mi lugar. Para vencer no necesito que otros hagan la carrera que me corresponde. Yo apuesto a mí.
Para Pedrito y Sebastián.
Musicografía
Yo tampoco sé de dónde son los cantantes, pero sí de dónde vienen las citas de las canciones digitadas en este libro. Las presento aquí, con mucho corazón y por respeto a esos artistas de la calle que tanto admiro. Búsquenlas, adquiéranlas, escúchenlas. Tienen mucho para ustedes...
Doctor P.
Página 15. 50 Cent: «You can find me in the club, bottle full of bub. Look, mami, I got the X if you into taking drugs...». Canción “In da Club”, del álbum Get Rich Or Die Tryin’, 2003.
Página 22. Tempo feat. Mexicano 777: «Tengo un problema en mi mente criminal, acabo de salir y me la quiero yo buscar...». Canción “¿Quién quiere guerra?”, del álbum Platinum Edition, 2006.
Página 23. Tempo: «???