3. Este es el underground , aquí está la gente pura R1

La calle equivale ahora al aire acondicionado del mundo dañado infernalmente. El pegote del sol flota con saña; se ha vuelto con exactitud una moneda de un centavo que salta hacia la mano desde el fuego. Me da el tufo de mi pelo achicharrándose. El sudor borbotea a chisguetes, tibio, pero se queda enredado entre las hebras de mi cabello. No dudo que de manera democrática el sol ha echado en su asador la cabeza de cada uno de nosotros, la gente de los Fox Billy Games. Pero la mía se quema con mayor facilidad. Si no llevara yo este corte de pelo tan abundante e informe, quizás sufriera menos el lengüetazo solar.

Los que van a mi lado tienen la cabeza mejor moldeada para la ocasión. El Menor se cubre con una pañoleta que apenas deja afuera el lóbulo de la oreja del que le cuelga el arete. El Licenciado tiene una media luna sobre la frente, bien recortada, y nada más. Pádrax en Polvo trae el pelo recortado con el peine #1 y, en bajo relieve sobre la nuca, nítido, el símbolo de la Nike. El Chupi-Chupi trae un pajón que corona su flaca contextura, un erizo interminable a lo Tego Calderón. El único pasado de moda soy yo. Mi pelada ha sido tomada del álbum familiar. Ajá, han recortado de una foto el pelo de mi abuelo y lo han superpuesto con pegamento sobre mi cuero cabelludo.

El único corte más out que el mío es el del Aborto, quien viene siguiendo al grupo de lejitos, tratando de escabullirse entre mordiscos de guayaba, con ese cabello a mil leguas recortado por una mamá; pero ese ejemplo no me funciona como consuelo.

Yo soy el único pariguayo entre los que avanzamos en este instante por la calle vaporosa, desordenados, pero no al extremo de adelantarnos a Lacacho. Lacacho capitanea el escuadrón, con la luz del cielo concentrada y resplandeciendo en un punto de su cabeza rapada. El sudor, envasado en gotas aceitosas, se desliza por sus orejas, por el pescuezo, hasta desvanecerse en manchas por su camiseta de los Knicks.

La luz se fue cuando oíamos el programa de DJ Nelson en el cuarto de Pádrax en Polvo. Estábamos todos allí apiñados en aquel cuartito mal ventilado que, en lugar de oxígeno, estaba saturado de medias sin lavar, de tenis sudados y de pies sucios que, sumados, armaban un sicote tan irrespirable, mi hermano, como una rata gasificada en el aire. La habitación era del tamaño de un clóset; no tenía ventana, la pequeña cama ocupaba casi toda la superficie y una cortina de baño hacía de puerta para separarla del resto de la casa. Pero lo peor era la mamá de Pádrax en Polvo, paseándose como un guardia al otro lado de la cortina, amenazando con arrancar los cables eléctricos si por mano del diablo subíamos el volumen del radio. Y no jugaba la vieja: ya una madrugada había amenazado con quemar la casa si no apagaban la computadora, y casi lo hace de no haber sido por los vecinos. La tipa no coge corte. A esta tipa se le cruzan los cables del cerebro.

Por eso oíamos el programa bajito, dándole nariz a la rata. Y cuando en una la tipa salió al colmado de enfrente y la oímos aceptar tomarse un par de cervezas, le dimos con todo a la rueda del volumen. Pero ahí mismito se fue la luz. Ya yo estaba en línea, ya DJ Nelson iba a darme paso desde el celular del Menor para que rapeara una tiradera contra los estúpidos lagartos de Crapulandia City, cuando los cables se quedaron a nivel de morgue.

Desconexión total. Se nos desenchufó el plan de probar la nueva versión del juego de Naruto en la computadora de Pádrax. Nos tiramos a la calle. «Yo no puedo permitir que venga un loco y me vacíe un cartucho. Naah, yo soy la esperanza de muchos. Tengo amistades que se alegran cuando voy hacia delante, y aunque la calle esté mala trataré de ser cantante», rapea el Licenciado una canción de Arcángel; el Licenciado es célebre por ser el único que se sabe las primeras canciones de Arcángel. Pero hace demasiado sol para ponerse a cantar, opina Lacacho. Verdaderamente, cuando se pasa por el fuego es mejor caminar en silencio. Nadie ha escuchado un cerdo chillar mientras se asa en la candela.

Llegamos a la casa de Tatú. Digo «casa» por decirlo de alguna manera. En verdad es una construcción abandonada, con una habitación de ventanas cerradas por pedazos de cartón piedra, donde reside el anfitrión. Lacacho empuja la lámina de zinc que sirve de puerta. Entramos. Está oscuro, huele a orines, parece una réplica ampliada del cuarto de Pádrax en Polvo.

En la penumbra descubrimos un cuerpo, casi medio cuerpo, tirado en una camita de metal, envuelto en trapos estrujados. Ese es Tatú, el que hace los tatuajes, un artista de cuya tinta últimamente han salido la mayoría de los dibujos que adornan la carne del barrio. Claro, no se llama así por lo de los tatuajes, sino, tú sabes, porque es enano. Aunque debe tener la edad de mi viejo, sus gestos son los de un niño. En realidad es medio palomo.

Alcanzo a ver, casi enterrada en el polvo, una consola. Se trata de una vieja Comodoro 64, conectada a un televisor desvencijado. MacGylver señala que en ese aparato el enano todavía suele jugar PacMan. «No creo que en este mundo quede nadie que le pueda ganar en el Comecoco», completa impaciente mientras intenta arrancarle el Game Boy a Pádrax en Polvo.

Tatú es un tipo musicalmente rarísimo. Al pie de la cama hay una casetera en que El General canturrea, con el volumen muerto: «Una libra de cadera no es cadera. Dos libras de cadera no es cadera. Tres libras de cadera no es cadera...». Lo definen de la vieja escuela. Yo diría de la viejísima. Solo escucha casetes y elepés. Hay una mesa repleta de ellos, lustrados de polvo. Alcanzo a ver carátulas de Nando Boom, Black Apache, Chicho Man, Liza M. Tiene también algo de Vico C, de la época de piedra. Entre los elepés, resaltan uno de Shabba Rank y otro de El General. Aquello parece un altar a la vieja tecnología musical.

Según ha dicho antes, la música se dañó a partir de Playero 37. «Porque entonces empezaron a meter en los discos mujeres desnudas que uno no podía ver», explica. «Con los videoclips lo arreglaron un chin», admite, «por lo menos ahí podía uno ver las mujeres... Pero para verlos había que tener videocaseteras. ¡Tremendo biberón!». Hace quince años que a este tíguere el tiempo se le congeló.

Pisado por una botella de Don Rhon, junto al muñón de una vela, hay un recibo de compraventa. Por lo visto hace dos días empeñó el equipo de oír elepés. Un día los Fox Billy Games, tripeando, le hablamos de hacer una colecta para regalarle un iPod. «No suenan igual, no», se quejó, y con esa simple frase dejó establecido que prefería su tocacasete.

Lacacho lo zarandea con el pie, pero no logra despertarlo sino como hasta la mitad. «Levántate, palomo», le dice, y el carajo repite, como desde el quinto sueño, «¿Eh...? ¿Eh...? ¿Eh...?», sin animarse a dar el cruce hasta este lado de la realidad. Lacacho le arranca las sábanas. El tipo se espanta, como si le hubieran tirado ácido del diablo. Logra sentarse en la cama.

Tiene el ceño fruncido. Parece que le cae mal la zona despierta de las cosas. Busca a tientas bajo el colchón y logra extraer una botella de ginebra. Tira la cabeza contra la nuca, pero no consigue ni una gota. La botella está vacía. Extiende un dedo como en la película E.T., pero hacia el suelo, para apagar la casetera.

«¿Tienes algo ahí?», pregunta desde una nebulosa. Lacacho niega con la cabeza. «¡Ah! ¿Tú ves? Deberías estar en el negocio. Tienes tamaño y eres menor de edad. La piedra deja su billete. Además...», se le borran las palabras, pues el sueño parece halarlo nuevamente. Lacacho lo retrotrae y, quitándole la botella, advierte con dignidad: «El crack es negocio de churriositos. Yo no brego con ratas. Estoy en algo grande». Nos observa de reojo, quizás amenazador. «Levántate y lávate la cara. Vine a que me hagas el tatuaje». «¿Qué horas son?», pregunta con voz borrosa. «La hora del corazón», se burla el Menor.

Tatú se pone de pie. Intenta animarse, pero le falta energía para eso. Se queda cabizbajo, respirando por un fuelle. «Ahora no se va a poder», se excusa con los ojos clavados en las manos. Los dedos le tiemblan como si fueran de cuerda.

«¡Buen mamagüebo!», le espeta Lacacho, agarrándolo por el cuello. El tipo se deja zarandear sin oponer resistencia. «¡Ah! ¿Tú ves?», comenta Tatú luego que lo dejan caer en el lío de sábanas, «a mi hermana la mató el marido anoche. Le vació los cartuchos de la escopeta... Había más sangre que el diablo... Y el cabrón se ahorcó, como si nada; estaba guindando de un alambre... ¡Diablos! Yo no sabía que una gente tuviera tanta sangre... ¿Quieren ver? Tengo que ir a darle vuelta a la difunta. Ya lleva mucho rato sola».

Hacemos un silencio que se nota. «¿Todavía están en la casa?», corta Lacacho. «Están en la morgue del hospital. A mí me dejan entrar porque soy de la familia. ¡Ah! ¿Tú ves? Puedo decir que ustedes también son hermanos de la muerta».

Partimos hacia la morgue. Lo correcto es que yo pida el permiso en casa para desplazarme tan lejos. De hecho, con venir al barrio de Tatú ya había abandonado el perímetro en que puedo moverme con libertad. Pero la noticia de la tragedia y la posibilidad de escrutar los cadáveres me atrae ciegamente.

Tatú va delante; con su voz asonsada nos lleva a todos hipnotizados como flautista de Hamelín, menos a Lacacho, que marcha a su lado. Según el vaivén de sus palabras, la mujer había decidido separarse del marido, pero él igual la seguía rondando; juraba que ella lo había dejado por otro, sin entender que ella lo había dejado por él mismo.

Se me graba la frase que, según Tatú, el matador siempre decía: «Este odio me tiene amarrado a ti, no me deja vivir», va repitiendo el enano, para siempre retornar al punto de describir los cadáveres. Aunque lo que le inyecta el tono trágico a esta frase son las notas de Tiziano Ferro que, a propósito, susurra el Menor: «Duele mucho dedicarte mi rencor».

«¡Ven acá!», exclama el Chupi-Chupi y detiene la marcha. Todos nos detenemos y dirigimos hacia él la mirada. «Ven acá... ¿Y quién se va a encargar de los huérfanos?». La pregunta cae como hacia un limbo. Lacacho golpea con el hombro a Tatú. «Tendré que ocuparme yo», responde con un terror que cae en el asombro. «¿Cuántos carajitos son?», inquiere Pádrax en Polvo. Tatú queda pensativo. Torpemente cuenta con los dedos. «Son cuatro... La más vieja tiene siete años. El chiquito tiene año y medio».

Recuperamos el movimiento. Nadie tiene el valor de reconocerlo, pero la vaina nos duele. Nos mete duro con manopla hasta el punto de que no nos queda ánimo ni para hacer algún chiste sobre la situación. Busco dentro de mí el consuelo que fuera no encontraría nunca. Tengo que hallarlo urgentemente, si no, no tendré forma de parar esta lágrima que empieza a empujar con fuerza desde la parte atrás de mis ojos. ¿Qué terrible dolor es este, que sin ser nuestro nos duele como si fuera de nosotros? ¡Tanta muerte! ¡Tanta muerte perreando alrededor de tanta gente!

Saco del cidí de mi memoria un MP3 de Vakeró: «Yo estoy desde carajito haciendo el show, bebiendo, peleando, borracho, metido en to». Me repito esos versos para sentirme fuerte. Pero la lágrima logra filtrarse entre los resquicios de las grafías y se instala en mis pupilas. Lacacho se ha volteado de repente y se ha detenido en mi mejilla navajeada por la lágrima. Para mi sorpresa no pone la alarma, ni siquiera se burla. Sin expresión alguna, se limita a mirarme a los ojos. Vuelve la cabeza hacia delante. Le oigo canturrear unas líneas de Héctor El Father: «Aquí no hay miedo: lo dejamo’ en la gaveta». No va a decir ni a decirme nada. Esa lágrima ha pasado al baúl secreto que ambos guardamos en silencio.

Abandonamos la morgue. Marchamos organizados en pelotón por la calle. Lacacho va al frente. Asumiendo mi condición de lugarteniente, me coloco discretamente un paso más adelante, entre el grupo y el líder. Nadie parece darse cuenta. Todos van pensativos, con las imágenes de la morgue caladas en el ánimo. Si son las mismas que las mías, se trata de imágenes en tinta china recortadas de un cómic de terror. Parece que no hay manera de borrarlas.

El cielo, quemado por el sol, se extiende de forma que cualquier persona o cosa, por ínfima que sea, pueda cubrirse con uno de sus pedazos. Los árboles ocultan la sombra a esta hora de las doce. La ciudad palpita en medio de... Dejémonos de preámbulos. Escribamos de una vez lo que sucedió en aquella morgue. Albergaba la esperanza de poder ocultar mis pensamientos bajo el manto de insulsas descripciones, como hacen los escritores de libros. En realidad hubiera sido maravilloso dispersar mi experiencia trágica en un juego de palabras, dejarla extraviada entre párrafos vacíos. Pero la impresión de lo terrible se me impone.

El hospital estaba repleto de curiosos atraídos por la noticia de la tragedia. La muchedumbre fluía disgregada por jardines y pasillos, comentando, preguntando, poniendo en práctica cualquier influencia para ver si la dejaban ver los cadáveres. Nos abrimos paso entre el gentío. Al llegar a la puerta de hierro que daba paso a la morgue, hubo un silencio morboso. El guardia no vaciló en darnos paso. El auténtico rostro de derrota de Tatú le indicó que se encontraba ante un familiar de los difuntos. Abrió sin preguntarle nada. Fue tan conmovedora la tristeza del enano, que el guardia ni siquiera dudó de nosotros, sino que nos dejó entrar sin hacer preguntas y, cuando el último del grupo cruzó el vano, cerró ruidosamente la puerta.

Había un penetrante olor a formol. Cada uno de los cadáveres reposaba sobre una meseta de cemento. Sorprendía la falta de dignidad con que los tenían allí. La mujer estaba sucia, con la ropa pintarrajeada por una mancha marrón. Los cabellos llenos de tierra. La boca entreabierta, con una mosca muerta en la comisura de los labios. El hombre tenía los ojos brotados, blancos como leche. La lengua afuera y sanguinolenta. Manchas de baba en la barbilla. El cuello desollado. Llamaba mucho la atención el fuerte olor a orines y mierda que despedía. Los dos cadáveres tenían una profunda expresión de tristeza, no tanto por la muerte como por el abandono en que los habían dejado.

Sin embargo, lo más horrendo no era la marca de la mala muerte. Lo peor eran dos periodistas, un gordo y un flaco, que se encontraban allí. El gordo grababa con una cámara. El flaco le daba indicaciones de los planos que debía tomar. Yo, por si las moscas, me las ingenié para mantenerme apartado del lente. «Grábalo despacio, que se vea todo. ¡Aguanta...! Deja la cámara un rato ahí, en el cuello... capta la marca de la soga», dirigía el flaco.

Tatú no se daba por enterado. Estaba junto al cadáver de su hermana, callado. Se notaba ido. El gordo se le puso delante con el lente. El flaco, mientras se acomodaba la corbata, le preguntó: «¿Usted era familia de la muchacha?». «¡Ah! ¿Tú ves? Sí. Pero no le pongan la cámara. Era una madre de familia. Estaba preñada». El tipo dio la orden de grabar y empezó a hacerle preguntas. Que si el marido era celoso, que si era cierto que ella guardaba una relación con un barbero, que si... Tatú respondía con cualquier cosa, con los ojos clavados en el lente.

De pronto, el flaco indicó al gordo que enfocara el cadáver. Tatú se negó. «Graba, gordo», ordenó y, mirando con arrogancia al entrevistado, anotó: «Yo tengo un permiso del hospital». Apartó con asco un mechón de pelo de la nuca de la difunta, dejando a la vista un hueco redondo, brutal, abierto por un cartuchazo. «Pon el lente aquí». El gordo se inclinó ante el cadáver.

De inmediato, sin ninguna transición, Tatú le arrancó violentamente la cámara y la estrelló contra la pared; enseguida sacó la cinta y la ripió. Impresionado, el gordo sollozaba asustado, mientras el flaco amenazaba furioso. En medio del bullicio aparecieron dos policías. Tras oír la acusación del periodista, le entraron a rebencazos a Tatú. Yo sentí indignación por el abuso, pero como Lacacho permanecía como si nada, me quedé contemplando la escena.

«¿Estos carajitos andan contigo?», le preguntó uno de los policías a Tatú, refiriéndose a nosotros. De sus palabras emanó un profundo desprecio. Pero el enano estaba demasiado golpeado para escuchar; además tenía la boca rota. «Nosotros ni conocemos a ese pariguayo», intervino entonces Lacacho.

Cuando a Tatú se lo llevaron preso, abandonamos la morgue. Al salir del hospital hicimos algunos comentarios sobre el estado de los cadáveres. Observé la basura pestilente que rebosaba las aceras; los perros defendiendo a dentelladas su espacio ante las mesas de fritura; la calle llena de dos series humanas: la mansa y la que esconde el cuchillo para degollar.

Luego miré todas las partes que pude de mi cuerpo. Escruté a los muchachos que venían a mi lado. Ninguno tenía un orificio fresco ni sangraba por ninguna parte. Todos respiraban con normalidad y tenían los ojos brillantes. «¿Recuerdan el final de la canción de Gallego con Don Omar?», pregunté para disolver una sustancia pastosa que se me aposaba en la boca, «la recompensa es estar vivo». Pero un silencio sepulcral nos tragaba la lengua. Desde entonces caminamos hacia el barrio como quien no lleva rumbo, con pasos perdidos que parece que nunca van a detenerse.