4. Más personal que el hongo vaginal. RESIDENTE

Los pasos han terminado ante una puerta. Siempre quise venir a esta casa. Y aquí estoy, como traído por una ola, de pie en el umbral. No me lo creo. Si no fuera por salvarme del ridículo, me pellizcaría para ver si no me han vaciado en un sueño. Esta es la Casa de Muñecas. Esta casa vive llena de niñas que juegan recio. Niñas que fuman. Esta casa es de niñas que le dan a la carne de cocote. Las niñas de esta casa no juegan. Son niñas de cuerpos fáciles, que te los dan por poca cosa o por el gusto de sentirse mujeres grandes. Tú sabes, en esta casa se singa poderosamente.

Entro de último. Bueno, de penúltimo: el Aborto viene más atrás, con una guayaba clavada en los dientes, aunque no cuenta para la entrada. Lacacho lo descubre cuando se para en la puerta. «¡Maldito Citoté!», le grita de sorpresa. «¡Te voy a arrancar la cabeza si no te esfumas right now!». El Aborto abre gas como cuando le tiran un montante a un perro. Desaparece al doblar la esquina.

La casa es claroscura por dentro. Las paredes son de madera a medio carcomer, sin pintar o pintadas hace ya un fracatán de tiempo. El techo, armado con planchas de zinc, está agujereado, a juzgar por los rayos de sol que se filtran. Llama la atención la escasez de muebles y un sofá de felpa gastada, apoltronado en un rincón, muy vetusto, que parece traído de Nueva York hará cosa de veinte años. Da la impresión de que la casa posee muchas habitaciones. La casa huele a algo nada agradable, no sé exactamente a qué. Y por todas partes se superponen cortinas de humo de cigarrillo.

Los muchachos se desenvuelven con soltura en aquel lugar. Cuando entramos, había varias chicas recortando fotos de revistas. Ahora solo quedan dos a la vista. Las otras se esfumaron rápidamente con los muchachos en los diversos cuartos. Desde aquí logro divisar a algunos; no con mucha claridad, pues las cortinas tapan los huecos de las puertas; de todos modos en el interior de las habitaciones está muy oscuro.

Lacacho hace una señal a una chica de cabellera abundante que está sentada en la ventana. La jeva salta al piso, apaga el cigarrillo, hace una burbuja con el chicle y desaparece tras la cortina de un cuarto. «Cuidado con Cerebrito», me aconseja mientras aparta la cortina con la mano, «tenle miedo». Se va hacia la habitación agitando el dedo. «Ah», añade antes de dejarse tragar por el vano, «y no pierdas el tiempo con la que está en el cuarto del patio: Judy Ann está separada para la venta».

Quedo solo en medio de la sala. Es obvio que Cerebrito es aquella muchachita que está sentada de perfil en la mesa del fondo, con los ojos perdidos en los trazos que realiza en un cuaderno. El pelo rubio baja como un paño desde su cabeza, y así su rostro se oculta a mis ojos.

Me siento inútil en medio de la sala. No me posee la confianza de tomar asiento o de apoyarme a la pared. Allí hay un ambiente de película de misterio, pero sin la musiquita. Se trata de un limbo. A veces llega de las habitaciones un chillido como de ratones, que se acalla rápidamente.

He percibido unos ojos clavados en mi espalda desde el fondo de la casa. No sé si ha sido mi imaginación o simple coincidencia, pero el caso es que desde allí unos ojillos me observan. Junto a ellos, distingo una mano que me hace señas para que me acerque. La vislumbro por una brasa de cigarrillo que traza una línea ondulada en la penumbra. Voy. Se trata de una anciana sentada en una silla de ruedas. Junto a ella hay una cama desarreglada, sobre cuyo espaldar resalta una pequeña ventana que, más que la luz, deja entrar la sombra de algún árbol del callejón. Huele allí a mucha ropa sucia. La escena se complementa con el fondo musical de una canción de Paulina Rubio, sin duda sintonizada de una emisora AM que no entra bien al dial.

«Eres un niño decente», dice con voz susurrante mientras me da unas palmaditas en una mano. «Bonito como un novio nuevo», completa, sin quitarse el cigarrillo de la boca. Su mano estropajosa recorre las líneas de mi rostro. Me da cosquillas, como si me caminara una cucaracha por las mejillas. Me aparto un poco, por cortesía. Ahora sus ojos tienen un aspecto extraño, brillan más que hace un rato. «Me he hecho pipí en la ropa... Ven, cámbiame el vestido». «Con permiso», le digo y me escabullo hacia la sala.

Los ojos de la anciana me escrutan desde la sombra. La mesa de Cerebrito es el único lugar al que no llega el rayo de su mirada. Me refugio allí, silencioso, temeroso de molestar. Oigo claramente el roce del lápiz sobre la hoja de papel. El tiempo en esta casa no se marca. Una puerta da a un patio techado por las grandes hojas de unos árboles de almendra. Salgo a tomar aire o a escapar del silencio humano.

En el patio hay un pequeño cuarto de paredes de cemento y techado por planchas de asbesto. Los materiales y el cuidado de la construcción contrastan con el resto de la casa. El tono de un celular suena tras sus paredes. Me acerco a una persiana a espiar. Dentro veo una cama arreglada con una hermosa colcha y muchas almohadas. En el centro, sentado, descansa un enorme oso de peluche. Distingo la puerta abierta de un baño cuyas paredes están forradas por azulejos bien bruñidos. Hay televisor, nevera, aire acondicionado, el piso alfombrado, muchas comodidades. Parece el cuarto de una niña rica.

Descubro una chica en una mecedora. Está sentada frente a frente a la persiana desde la que observo. Es una muchacha grande, quizás de quince años. Es Judy Ann, a juzgar por una placa de oro que cuelga de su pecho con ese nombre. Tú sabes, ¡esa es una chica! Existe la diferencia entre una muchacha y una chica. Una muchacha es simplemente una mujer de no tantos años. En cambio, una chica es algo más: atractiva, moderna, con cierto veneno en el flow, decididamente chic. Todas las chicas, por supuesto, son muchachas, pero no al revés. ¿Te di luz?

Judy Ann detecta la luz fluorescente del celular. Aparta el cigarrillo de sus labios. Luego de responder, se quita unos audífonos. Es bonita y tiene las uñas bien arregladas. Le divierte hablar por el aparato. «¿Qué es lo que...? Sí, acabo de oír el saludo que me mandaste por el radio... No, sola... ¿De verdad soy tu baby girl?... ¿Una cerveza para mí?... Puedes traerla, pero te vas de una vez... El Viejo está por llegar... ¡Hey, oye! Que sea Heineken...».

Cuando cuelga, sus ojos se pierden en la pantalla del celular. Vuelve a colocarse los audífonos. Tararea un reguetón de Don Miguelo. Es bonita. Al rato tocan a la puerta del cuarto. No sé cómo se las ingenió para escuchar. Le sonríe a un muchacho que le entrega una Heineken. Se trata de Delivery, el repartidor del colmado. Sin dejarlo entrar, permite que le meta una mano por debajo del t-shirt y le acaricie las tetas. «¡Muerde suave, piensa bien, razona!», le canta, de Candyman, mientras intenta levantarle el t-shirt. Ella, apurada, le saca la mano y le pide que se vaya. «¡Me guayé!», lamenta el chamaco; le ruega que lo deje entrar, pero no consigue el paso. Ella, esbozando con hastío una sonrisa, tira las sobras del cigarrillo al piso. Le susurra algo al oído, como rogando. «No. Te digo que el Viejo está por llegar. Bye».

La jeva logra cerrar. Apoya la espalda contra la puerta. Desde afuera, sonríe al escuchar a Delivery rapear con angurria las rimas de una canción del Residente: «Te voy a echar agua caliente por tu vientre, y con mi lengua limpiarte los dientes, pa’ que rompas fuente y botes detergente por abajo, por el Occidente». «Lo tuyo te sale mañana. Ven a las 3:00», le dice Judy Ann sin abrir, «Ahora, vete, please». El tipo se retira complacido, rapeando aquella estrofa de El Poeta en la Charles Family: «No podemos hacer el amor, porque el amor nació hecho».

Judy Ann se pasa la mano por el pelo. Se sienta de nuevo en la mecedora. Sus ojos se cruzan con los míos. Parece que me ha descubierto. El miedo me pica, me inmoviliza con su veneno. Pienso que va a pegar un grito. No lo hace. Se coloca los audífonos. Enciende un cigarrillo. Ahora no sé si realmente advirtió mi presencia.

Alarga el brazo y alcanza la cerveza. Se frota las mejillas con el vidrio frío. Destapa la botella con los dientes y se da un trago. Queda pensativa. Se ve más bonita así, medio ida, como embobada. Abre las piernas y vislumbro, frente a frente, el osito estampado en sus pantis blancos. La tengo como a dos metros, con la cabeza tirada hacia atrás. Se introduce una mano dentro de los pantis, de la otra le cuelga la botella. Enseguida extiende una pierna en dirección a mí y, de un golpe súbito, cierra la persiana.

Me aparto espantado. Regreso a la sala. No hay ninguno de los muchachos a la vista. Temo ser acorralado por los ojos de la anciana, cuyo rostro ondea tras una cortina de humo de cigarrillo. Me refugio detrás de Cerebrito, con estampa de fantasma. Ella se aparta con la mano el paño de cabello y me mira de soslayo. Es una mirada extraña, casi una media mirada. Mira como si dudara, sin decir nada con los ojos. No hay manera de imaginarse qué coño piensa mientras le clava a uno sus pupilas amarillas.

«¿Qué es lo que? ¿Qué estudias?», le pregunto para romper el hielo. Escurre los ojos. «¿En qué curso estás?», intento de nuevo. Me mira de reojo. «Terminé la tarea», responde. Le hago otras preguntas por el estilo. Contesta con pocas palabras. Casi da trabajo hilar una pregunta que le extraiga más de dos palabras. El monosílabo es su fuerte. Parece profesar a Tego Calderón: «A veces vale la pena el hablar lo indispensable».

«Se fueron», salta en una, refiriéndose a los muchachos. Miro alrededor. «No los vi cuando se iban», digo extrañado. «Ellos tampoco».

«¡Cocco! ¡Cocco!», grita la anciana, «¡Cocco! Ven, que se me salió toda esta vaina». Junto con el clamor, la casa se inunda de un vaho a mierda. La muchacha se levanta de la silla. Al pasar por mi lado, siento que me ordena seguirle. Llego detrás de ella al cuarto de la anciana. «¡Cocco! ¡Cocco!», lamenta con los brazos abiertos. Tiene un párpado mojado de lágrimas. El otro está seco. No se puede respirar por el tufo.

La jeva, sin ningún prurito, le levanta la falda para retirarle un pañal. «Alcánzame ése», pide, señalando un pamper limpio sobre una coqueta. Se lo paso. Limpia a la anciana con un paño húmedo, la espolvorea con talco y le pone el pañal nuevo; luego se deshace del sucio. Es una operación asquerosa.

La anciana suspira complacida. El olor del talco se mezcla con el del cigarrillo y el de la mierda. En el fondo se escucha la canción de Paulina Rubio, mal sintonizada, como si se estrujara contra el dial. Estoy entre ella y la muchacha, tan cerca que, si me descuido, podría rozarlas con las piernas. «¿Te llamas Cocco?», pregunto a la muchacha, que sigue en cuclillas junto a la silla de ruedas. Me mira de soslayo. Vuelve a bajar las pupilas sin responder. «¿Es tu abuela?». Vuelve a mirarme igual; tampoco contesta.

«Es un muchacho bonito, Cocco», interviene la abuela, «lindo como un novio nuevo». La muchacha le clava las pupilas sin expresión. «Se va a morir un día, Cocco. Se va a morir un día...», anuncia la vieja, angurriosa, recorriéndome con los ojos. Le pasa a la muchacha un puñado de monedas recogidas en una media de nailon.

Para mi sorpresa, la muchacha, sin ponerse de pie, se acerca a mí. ¿Cómo puedo explicar lo que sucede enseguida? Digamos que me baja el pantalón y toca mi pene. Me quedo helado por la sorpresa. Nadie, salvo mi madre, jamás me había tocado allí. Incluso, mi madre no lo ha hecho desde hace más de tres años. Intento recular. Entonces la anciana me agarra por la muñeca, para que me quede quieto. Me inmoviliza la fuerza de aquella mano de animal prehistórico.

Es imposible apartarme. Una sensación extraña me embarga. La boca de la muchacha cubre mi miembro. Siento su saliva tibia. Las piernas me tiemblan. Todo se me borra. De pronto el universo que me circunda se llena de ventanas, infinitas ventanas. No oigo nada, solo el silbido de la velocidad. Las ventanas se abren de golpe al mismo tiempo, se hacen pedazos y todo se llena de luz, y de agua.