12. De vez en cuando hablo con Dios y no contesta ARCÁNGEL

Somos los repetidos invisibles. Apenas constituimos números para que la gente del censo haga la cuenta. En un universo inconmensurable, en un planeta donde existimos por millones, en un país donde, si se lo propusiera, jamás terminaría uno de conocer por su nombre, apellido y conciencia a cada persona, ¿qué razón de estar nos acompaña? Nosotros, que no tenemos un programa de televisión, que no nos terciamos la banda presidencial, que no gerenciamos un banco, nos apiñamos en desorden entre los repetidos invisibles. No tenemos un rostro más allá de lo universal, ningún rasgo en el cual detenerse; por eso nos pasan el rolo sin disculparse, porque en realidad es como si no estuviéramos allí. Resulta casi un milagro que no levitemos.

No he salido desde hace dos días. Todo lo que me quiera llegar debe hacerlo por la puerta de mi cuarto. Si tengo deseos de ir al baño, mejor orino en una botella. Yo mismo me he puesto de castigo, para dar un voto de censura al mundo. He desconectado el PlayStation. He vuelto a los libros, pero sin método: una página de este, par de capítulos de aquél. El asunto es mantenerme en algo.

Hace un rato escuchaba un tema de Jo-a. Llamó mi atención la parte que dice «Yo necesito un mundo pa’ mí solo». Me gusta más que el «The World Is Yours» de Tony Montana. Porque si eso llega a darse, significa que toda la basura del mundo también es nuestra. En cambio, Jo-a simplemente habla de necesitar un mundo, uno como lo queramos. Imprimo una hoja con esa frase de la canción y la pego en la puerta.

Por alrededor de una hora estuve bregando con mi Mansión Foster para Amigos Imaginarios. Entró un personaje nuevo: la Directora. Aquí se llama Verduga. No tiene cuerpo, sino dos patas conectadas directamente a un par de tetas de vaca. Su cabeza es un casco de vidrio transparente; en el espacio que debería ocupar el cerebro, solo hay una bolsa de papas fritas.

Apareció en la Mansión tratando de casarse con el Padre de la Patria. Pero este, que lleva traje negro de sepulturero y un tufillo a naftalina, le rehúye todo el tiempo. Es tan pariguayo que ni siquiera sabe si le gusta o no. El profesor de Deportes, que es una media pelota con dos rueditas como patas y un silbato por boca, se la pasa rastreándolo entre los cuartos, para delatarlo ante la Verduga.

Al final la psi/cóloga, con su rostro de paleta de maquillaje, decide casarla con Palo de Escoba, un personaje que vuela y se la lleva flotando a una luna de miel en un museo abandonado.

Me entran deseos de dar una vuelta a ver cómo sigue el rebaño de los inútiles. No se trata de un interés propio, digamos que la televisión me ha empujado a tomar esa decisión. Puse el volumen en mute y me fui guiando con el control remoto a través de canales que no dicen nada, no por la falta de sonido, sino por lo vacíos que son. Aproveché para observar en silencio las imágenes.

El Presidente es un canalla; tiene en el rostro el falso rosado de quien anda bien cuidado y comido; por eso al dar sus declaraciones se le nota esa despreocupación que quiere hacer pasar por serenidad. Se la pasa diciendo que apuesten a él, pero no se ha visto a nadie, salvo los ladrones de su gobierno, que haya ganado con él en el poder. Las presentadoras de televisión parecen una carnicería ambulante y ya no hallan qué enseñar: un gajo de teta, un tajo de vientre, un pedazo de culo. Ni siquiera las putas del cabaré de la otra calle tienen que mostrar tanto para ganarse el billete.

El que me acabó de quillar fue George Bush, con esos ojitos de yonofuí, dando órdenes para el despelote de Irak; ah, muy machito él desde la fortaleza de la Casa Blanca. ¿Por qué, si tiene tanta bujía como dice, no agarra un AK— 47 y cae en Bagdad? ¡Que haga como Rambo, cobarde! No encontré ninguna película que valiera la pena. Ya se acabaron los dos capítulos de Kill Bill. Habrá que esperar a la noche, para ver las tres secuelas de The Matrix. Mientras tanto, le doy de negro a la maldita pantalla del televisor.

Ahí afuera está el barrio. Nada del otro mundo: un calco que encaja perfectamente sobre otros barrios. Me animo a dar unos pasos calle abajo. Dos policías con ropa de camuflaje pasan en una motocicleta, escopeta en mano, ojos de enemigos, sin duda indecisos sobre en cuál punto de drogas tirarse para darse un pase y tumbarle unos pesos al vendedor; pero en este barrio no es fácil hacer eso. Tú sabes, en este barrio los tecatos están en regla con los oficiales, con los de arriba, de manera que estos rasos no pueden venir a inventar.

En las aceras, así como apiñados en colmados y galerías ennegrecidas por el apagón, se encuentran los repetidos invisibles. Saltan, vocean, se mueven con estridencia, en un esfuerzo desesperado por dar a creer que en realidad están vivos. Su cielo, antes que de nubes, está repleto de alambres eléctricos apagados, que más bien funcionan como tendederos para una infinitud de tenis viejos. Veo un puñado de basura humana caminando por la acera de enfrente. Tienen por contraste un muro inacabable con un grafiti con letras y flechas: «Por aquí se va a la entrada principal del infierno. Por allá se va a la puerta trasera».

No quiero que nadie me vea. No será difícil, siendo uno intangible entre tantos ceros. Un cero a mano izquierda jamás discute con el de al lado. Simplemente se aparta un poco para que el otro se acomode. A diferencia de los demás números de la derecha, que se pelean entre sí: «No es el 7 que va ahí, sino yo, el 8; qué horror, ahí iba un 2, no un 4». ¡Ah, el reino de los ceros! Y ceros del sistema digital, más imperceptibles todavía.

Sé que muchos no creerán que un niño de casi once años pueda sentir todo esto. No escribo para ellos este relato: lo cuento a los que conocen mejor al ser humano. El adulto, que ha aprendido a modificar en ideas parte de sus sentimientos, echa de menos éstos en el niño y cree que las vivencias tampoco han existido.

El párrafo de arriba es de Demian, la novela de Hermann Hesse. En sus líneas, Sinclair trata de explicar que el mundo sensitivo de la historia corresponde a un niño de diez años. ¡Gran cosa! Como si escribir lo que se piensa sirviera de algo. ¡Al carajo Hesse! ¡Al carajo Emil Sinclair! De todos modos se trata de una novela más aburrida que un domingo a las seis de la tarde. Además yo soy mayor que Sinclair.

Si yo publicara esta historia en mi blog de Internet no sintiera la menor preocupación porque alguien dudara de que yo la hubiera escrito. ¿Qué ganaría refutando? Además, ya quisiera que estas páginas endiabladas no las hubiese vivido o escrito yo, sino otro, un tercero que no me importe, a lo mejor algún viejo de cincuenta años. Por eso no importa cuando en mi ausencia, madre, te metes a la computadora a poner comas, acentos y rehacer oraciones en lo que he escrito. ¿Te sorprendí, madre? ¡Prrraaa! Pero lo que importa no es quién escribe, sino lo que está escrito.

De hecho, es mejor, a veces, no ser el protagonista de nuestra vida; vale más hacer mutis, escurrirse del foco de la cámara y dejar que sean otros quienes se alcen con el crédito protagónico; después de todo, nadie puede ser el director de la película de su propia vida.

Registro en las sombras del atardecer las casas, las esquinas, las cosas. Trato de ignorarlas, pero ellas me abruman en forma de recuerdo. El recuerdo que más jode la memoria es el que está fresco y nos ofrece sus ruinas para desplazarnos en concreto sobre su historia. Así la memoria adquiere una insoportable consistencia material.

Intento embullarme calle abajo leyendo grafitis. Siempre llaman mi atención los que complementan letreros anteriores. En una casa en ruinas quedó el mensaje «Dios es dueño de esta casa», que fue rematado con un grafiti pintado a brocha: «Pero el diablo es su inquilino». «¡Abajo la droga!», vocifera una valla, y más abajo, añadido a mano con pintura negra: «Firma: El Sótano». Sobre la publicidad de un seguro de automóviles, cambiaron la última palabra, de manera que terminó así: «Muévase seguro con un AK4». Mi favorito es uno en que aparecen dos muchachas fumando sobre un letrero: «El cigarrillo que nos refina», al que le escribieron a continuación «Hasta volvernos esqueletos». Y encima de un viejo mural electoral, pintarrajearon: «El Presidente y el pulpero de la esquina son dos ladrones».

Al final de la calle alcanzo a ver los rastros de la casa en construcción donde vive Tatú. Después que le ha tocado encargarse de los hijos de su hermana, su vida es distinta. Casi no bebe ni jala. Está más metido en lo de los tatuajes, peleando el peso. Dicen que ahora por fin parece los años que tiene.

Yo lo veo triste, ocupado en preocupaciones. En cualquier momento va a estallar. La locura le espera a la vuelta de la esquina. Y una cosa tiene la locura: no desespera nunca. Está lista para acompañarte en la quiebra económica, en la escena de cuernos, en el fracaso de los dados o en la hora de los tragos. Siempre está ahí, a la orden, aunque tenga que esperarte hasta los años de la vejez. Si no te tira el guante en esa última etapa, se mete contigo en el ataúd, y allí es más terrible, porque no hay locura más grande que estar metido en una caja oscura, llena de gusanos, olvidada, hasta el fin de la eternidad.

La vez que estuve en la morgue curioseando entre los cadáveres, pasé todo el día inquieto. Me sobrecogió el terror cuando apagaron la última luz de la casa. Me mantuve con los ojos congelados en medio de las sombras. No dejaba de ver la carne abierta, los orificios imperfectos de los cartuchos a quemarropa, el cuello magullado salvajemente por la soga. También me perseguían los párpados entrecerrados de la difunta, con una lucecita apagada en el fondo, y los ojos brotados del ahorcado. Fue una auténtica noche de pesadilla.

Cuando el atardecer cayó sobre el barrio el día que enterraron a Judy Ann, no me sobrecogió el terror. Pasé todo el tiempo, incluso durante el colegio, con su imagen grabada en mi imaginación. Ni siquiera la muerte había desterrado la gracia de su rostro. Pero al llegar la hora de dormir me asaltó una tristeza que me impedía pegar los ojos. La imaginaba como una jeva que se viste con sus mejores galas en espera de que la saquen a janguear, y al final del día nadie viene. Nadie se la llevó de la muerte. La dejamos allí, cruzada de brazos, con una rosa anudada en las manos.

Delivery había amenazado con robársela de la tumba. Sin embargo no pudo hacer nada. El dueño del colmado, en un golpe de habilidad, se lo llevó para el negocio y empezó a meterle ron. Lo convidó a beberse todos los estantes si quería. El resultado fue que cuando llegó la hora del entierro, el tipo estaba tan borracho que no sabía ni en qué mundo se encontraba. Pasó la noche tumbado en el patio del colmado, arrollado por la borrachera. Y durante los días siguientes continuaron metiéndole ron, hasta que el cadáver estuvo podrido y ya no tuvo caso sacarlo del ataúd. Después, como Delivery terminó por no servir para nada, lo botaron del trabajo. Fueron tantas las botellas de ron que debía en el colmado, que no hubo que darle un centavo de liquidación. Ahí anda, vuelto un guiñapo, vendiendo su alma al diablo a cambio de una botella o un pase. Ya no canta las canciones del Residente: ¡demasiado vivaces para él! Usa una tristeza tan grande que empapa a quien se acerca. Y no es para menos: dejó plantada en la muerte a la hermosa Judy Ann.

No he regresado a la Casa de Muñecas. No tengo planes de volver a poner el trasero por allí. Los muchachos siguen yendo. Yo siempre me invento una excusa para no ir. Esa casa siempre me va a oler a muerte.

Este barrio se repite en su porquería. Eddie Dee lo conoció a la perfección: «Distinto día, la misma mierda». Lo voy recorriendo de una banca de lotería a otra. Cada cuatrocientos metros hay una, ubicada con una precisión demasiado perfecta para un país como este. Si con la misma precisión ubicaran escuelas, hospitales, fábricas, no habría tanto tecato y tanto loco en el ambiente.

Me pongo los lentes de rayos X para observar a la gente. Siento unas náuseas semejantes a las que me producen los libros de Deepak Chopra. Salen del salón de belleza, de la banca de lotería, de la compraventa, pensando que al fin tienen la vida en un bolsillo. Siempre le han robado su queso, incluso cuando han comprado los estúpidos libros que pretenden encontrar al culpable de ese robo. Veo la gente ir hacia una misma dirección y se abre en mi mente Alexander Scott. Pienso que sí, que todas esas vacas se guayaron y que en un país como este no existen los rinocerontes; los hay en África, sí, pero allá están más fregados que nosotros.

Hay un predicador en una esquina, vociferando por un megáfono. Nadie le hace caso. Incluso cambian de acera en su caminar, como si el tipo tuviera lepra. Me paro frente a él, para hacerle de público. Pero parezco no importarle mucho. Apunta con el megáfono hacia los demás transeúntes. Me doy cuenta de que el aparato no tiene pilas, o las tiene en malas condiciones, de manera que el vozarrón que escuchamos brota íntegro de su garganta. Azuza con la otra mano un ejemplar muy maltratado de la Biblia, de forro negro. Si la Biblia es tan hermosa, tan luminosa y tan gozosa como él la define, ¿por qué la forran de negro y no de colores más vivos? La Biblia debería ser, entonces, de los colores del arco iris.

«¿Dónde está Dios?», le pregunto. Dudo que me haya escuchado. Vuelvo a repetir la pregunta. Por primera vez se fija en mí. Me grita, megáfono en boca, que está en la Biblia, y lee versículos sueltos. «¿Lo tiene usted ahí?», interrogo con curiosidad. Agarra el libro con la fuerza de un guerrero, para reafirmar la respuesta. «Y si tiene a Dios ahí tan cerquita, ¿por qué grita tan fuerte?», le pregunto. Pero creo que se hace el que no me ha escuchado. Lo dejo con su perorata. Está muy pasado en la vida. Supone que el único salvo es él y que todo el que le pasa por el lado está jodido. Le falta instrucción y sabiduría. En este barrio todos estamos jodidos.

Regreso a mi casa. Mi hermana está junto a la puerta de entrada, con todas sus pendejadas de la Barbie organizadas en el piso. Me mira con gesto amenazante, pero temerosa de que le patee los juguetes. Me echo un poco a un lado y logro pasar sin rozar nada. ¿Qué gano yo declarándole la guerra a una muñeca anoréxica?

Entro al cuarto. Enciendo la computadora. La apago. Tomo un joystick, pero lo abandono sin usar. Cojo el control remoto, pero se me ocurre que a la pantalla de la televisión el negro le sienta mejor. Hojeo algunos libros. Pienso cuál es el límite para escribir libros, o sea, si hay prestablecido un momento en que la humanidad se dé cuenta de que todo tiene un límite, un ya está bueno.

Me tiro sobre la cama panza arriba. Ahí está el techo, en el mismo lugar donde lo dejé, a nivel de tranquilidad, con una profunda sabiduría que le impide el vano intento de tratar de escapar de sí mismo. Pienso en la gente que ha muerto en el barrio, en los que están vivos, en la televisión, en los Fox Billy Games, en Dostoievski, que escribía tanto... En la mente cabe todo, por eso nos mete en tantos problemas. Pienso en mamá. A veces se me acerca y me susurra que no piense tanto. Decido hacerle caso. Oprimo un botón y pongo la mente en blanco.