18. Viven en la isla, pero de la fantasía. EDDIE DEE
La banca de apuestas se halla repleta a esta hora de la mañana. Los jugadores bregan hasta con deportes de los que nunca en su vida habían oído una palabra, porque aparecen en la pizarra de las apuestas. Conocen los nombres de todas las academias americanas más que cualquier universitario, aunque solo sea por el equipo en que invierten su dinero. Estoy aquí a la espera de Lacacho. Los apostadores tienen el cuello tieso de tanto mirar hacia arriba, donde están los televisores. Sólo bajan la cabeza para revisar el tique de las jugadas.
Llega Lacacho. Pregunto la hora a la jeva que vende los tiques. Hace quince minutos el Número 15 debió haber estado aquí. Dijo que vendría a las tres, aunque en ningún momento juró que sería puntual. Antes de internarnos en la banca, leo un grafiti en el muro de enfrente que, según mi amigo, el Writer escribió por encargo del pulpero: «Si amas a tu esposa, déjala libre. Si no vuelve, es porque nunca fue tuya. Si vuelve, te jodiste otra vez». Nos entretenemos siguiendo un partido de hockey sobre hielo.
Es curioso que esta gente siga ese deporte en un país caribeño donde no cae nieve y donde no hay suficiente electricidad para congelar una pista de patinaje. «Ellos son apostadores, no fanáticos», aclara mi amigo con los ojos clavados en la pantalla.
Lo invité a la casa del Número 15. Anoche me encontré al Número 15 en el Messenger. Me saludó muy animado. Era la primera vez que me hablaba desde el Reguetonazo.
Ronpekreta: Prócer t as buelto muy popularrr en el kolegio.
MC Yo: Toy hasta la coronilla del fucking colegio.
Ronpekreta: Yes... pero t kedaste con el crédito.
MC Yo: Zzzzzzz.
Ronpekreta: ;-)
Ronpekreta: Tengo un plan pa quel colegio se baya ai karajo.
MC Yo:?????
Y me tecleó que ahora daríamos un golpe de verdad, para que me acabe de casar con la gloria. Quedamos en que me pasaría a recoger por la banca. Le informé que llevaría a un amigo.
En el barrio le pregunté a Lacacho: «¿Qué tienes para mañana, montro?». «Nada», respondió, porque nunca tenía nada que hacer. Le hablé de la visita a la casa de mi amigo y de que quería que me acompañara. Le comenté que era una mansión de gente rica, con muchos carros, muebles finos, aire acondicionado hasta en la cocina. Describí la casa con la desenvoltura de quien ha estado en un lugar. Claro, en ningún momento le di a entender que yo iría por primera vez.
Por fin llega un BMW negro, de un resplandor espectacular. Entramos al asiento trasero. Lacacho, apabullado, se arruga en una esquina, pegado a la puerta. El Número 15 va en el asiento delantero. «Quítese el cinturón, Prócer. No es a una pista de carreras que vamos», me dice. Veo en el retrovisor el rostro del chofer, negro, sonriendo, con un diente de oro partiendo en dos su dentadura. «¿Qué lo que? ¿Mandaron a pintar el carro?», pregunto al recordar que era rojo. «No. Este es otro, palomo», aclara, «el rojo papá lo está usando para ir a las sesiones del Congreso».
Trato de entrar en confianza, pero nadie me sigue la corriente, así que me desenrosco la lengua y me la guardo bajo el taco del zapato hasta nuevo aviso. Llegamos frente a un portón que se abre de forma automática. El BMW se interna por un jardín y se detiene junto a otros carros, todos nuevos y caros.
El Número 15 nos conduce al interior de la casa. Es más grande y lujosa de lo que imaginaba. En una coqueta, colocada de manera que es imposible no verla, se muestra la foto de su papá abrazando al Presidente de la República. «¿Qué te parece?», le doy un suave codazo a Lacacho. Él afirma con la cabeza. «Está a mi medida», opina con dignidad.
Entramos a un salón saturado de muebles finos. El anfitrión se sienta sobre unos almohadones en la alfombra. Enciende por control remoto una pantalla en la que las personas son de nuestro tamaño. En ese momento entra un grandulón, pregunta por alguien y sigue a otro lugar de la casa. Lacacho sabe fingir muy bien o realmente no se asombra, pues se mantiene en silencio, con absoluta naturalidad. «¿Cómo se llama el carajo?», me pregunta el Número 15, mirándolo con desprecio. «Este carajo tiene su nombre, montro», protesta. Intercedo de inmediato y los presento.
Entra una sirvienta con una bandeja de dulces, jugos, galletas. Le meto mano a las galletas, pero de pronto me siento huérfano, porque ninguno de los otros quiso probar la merienda. Una mujer con el pelo cortado a lo macho pasa por el medio de la sala sin saludar y se sienta en un mueble al fondo del pasillo. «¿Cuánta gente vive en esta casa?», le pregunto, sin atreverme a agarrar un vaso de jugo. «Papá y yo solamente».
El anfitrión se pone a rebuscar en una caja con películas. Mis ojos se pierden en un montón infinito de cintas de todos los juegos que existen en el mundo, puestos en desorden dentro de una vitrina en medio de controles, consolas y accesorios de videojuegos.
«¡Chequeen esta vaina!», anuncia el anfitrión, y pone un DVD con imágenes atroces de la guerra de Irak. Se trata de gente volada repentinamente por una bomba, soldados partidos en pedazos, niños con la cara borrada por el golpe sanguinolento de una herida. Lo quita y pone Sin City. Nos muestra un video en que aparece su padre entregándole unos mazos de dinero a un hombre, mientras hablan de una ley. «El otro también es diputado», acota el Número 15. Lo cambia por un videoclip de Sean Paul.
«¿Quieren ver mujeres?», pregunta. Sin esperar la respuesta hace aparecer en la pantalla un grupo de mujeres desnudas, sobándose con angurria. Me sorprende que entre ellas no haya ningún hombre. Nunca había visto en pantalla una mujer así, desnuda... o sea, de ese tamaño. Una señora, más vieja que la que trajo la merienda, entra a retirar la bandeja. Se esfuerza por recoger todo sin ver las imágenes de la pantalla. «Esas mujeres trabajan en la fábrica de mi tío», informa el anfitrión, «las filmaron en esta misma sala».
Alcanzo el celaje de un hombrecillo rechoncho que se detiene en el salón de al lado, se desabotona la camisa y se tira a dormitar en un sofá. «Podemos grabar con cámaras o micrófonos a quien queramos», comenta. Se arrastra hasta el sofá donde estoy sentado y apoya un codo en mis muslos. «Si quieres, le ponemos una cámara a tus viejos, y así les sacas lo que quieras», dice convidándome. «Mi tío dice que todo el mundo tiene algo que esconder y que para eso están las cámaras y los micrófonos». Le repito que no me interesa. Me reacomodo en el sofá para apartar su codo de mi muslo. Desvío los ojos hacia la pantalla. Me asaltan las náuseas.
El anfitrión regresa a la caja de películas. Lacacho observa la pantalla sin ninguna expresión en el rostro. «Ya no escarbes más en esa caja», se escucha la voz de un adulto. «Si tu tío se entera, le va a echar un pleito a tu papá». «¿Quién se lo va a decir?», desafía el Número 15, mirando a su izquierda. «Deja de escarbar en esa caja», reitera el adulto, con un suave tono de amenaza. La voz es de un hombre que está sentado en un sofá de tal manera que un librero tapa todo su cuerpo, por lo que solo se le ven las piernas, muy largas, metidas en un pantalón negro. «Mejor dile a tu amigo la niñada esa que se te ha ocurrido hacer —propone—, falta poco para las seis».
El Número 15 cierra la caja. Se desplaza hasta el centro de la alfombra. Hace un recuento del Reguetonazo. Cuenta la historia como si él hubiera sido el protagonista que usó un muñeco de cuerda. Las piernas del adulto se cruzan. El anfitrión termina su versión de la historia y empieza a comentar «nuestro» próximo plan, que simple y llanamente consiste en tirotear la fachada del colegio. «¡Qué muchacho este!», deplora la voz, mientras zarandea una de las piernas, «perdiendo el tiempo, buscándose un problema por una niñada». «Tú quedaste de prestarme una pistola», le recuerda al adulto. «¡Qué muchacho este!», reitera con indulgencia la voz.
El anfitrión sigue armando «nuestro» plan. Las imágenes de la pantalla cada vez me caen peor. Las mujeres tienen ahora el pelo y el maquillaje desarreglados. Le pido que ponga otra vaina en la pantalla, pero no me presta atención. Está empecinado en el jodido plan. Tras retomar los elementos, establece que yo seré el gatillero. Él se encargará de suministrarme un carro con chofer y la pistola.
«¿Qué opinas?», me aborda seriamente. Las piernas del adulto quedan inmóviles, como a la expectativa. «Que no», le respondo. Me pregunta otra vez y otra vez. Mi decisión es la misma. Las piernas recuperan su balanceo. El Número 15 se pone a tirar maldiciones. Grita unas malapalabras que hacen eco por toda la casa. Pero no logrará que cambie de opinión. Me parece un plan estúpido. «¿Por qué no agarras la maldita pistola y lo haces tú mismo?», le digo. Me observa con el desprecio de costumbre. Me doy cuenta de que es su manera habitual de observar a la gente.
«¿Cuál es el biberón? ¿Hacer unos malditos tiros con una pistola?», interviene Lacacho. En sus ojos hay un odio profundo. «¿Tú te atreves a hacerlo?», le reta el anfitrión. Las piernas del adulto detienen el balanceo. «Le vacío el peine de la pistola a quien sea», afirma con determinación. Las piernas se descruzan y se apoyan con firmeza en el piso. «¿Y qué más te atreverías a hacer?», inquiere la voz del adulto. «Explotar las ventanas del colegio...». «Olvídate de esa niñada del colegio... ¿Qué te atreverías a hacer? ¿Participarías en un asalto? ¿Le darías un par de tiros a alguien?». Lacacho aprueba con decisión. «¿Te gusta el dinero?», pregunta ahora con un tono tentador. «¡Más que el diablo!», le tira mi amigo. «¡Qué muchacho este!», reitera la voz con indulgencia.