17. ¿Adónde van los pasos de los que se fueron? HÉCTOR & TITO
La familia de Américo rompe el alma de tan triste. Uno echa un ojo hacia la casa y es lo mismo que pararse frente al cementerio a mirar. Se reúnen varias veces al día ante el altar a rezar por el difunto. Algunos vecinos, incluso varios de los que luego hacen chercha con el dolor, intentan consolarlos. Les llevan un plato de arroz con leche, los convidan a una hora santa, les ponen ejemplos propios para consuelo. Pero no consiguen arrancarles una brizna de alegría. «Están aferrados a su dolor y no lo sueltan», dijo al tirar la toalla la mamá de Pádrax en Polvo.
La nostalgia no es para menos. Cualquiera que hubiese volteado el rostro hacia el nicho luego de que tiraran la última plana de cemento, tendría motivos para sobrecogerse. Empezó a caer una llovizna de esas que taladran la médula. Américo quedó allí, solo. No le dejaron amigos para jugar ni a nadie que le avise cuando esté lista la cena. No quedó alguien para pasarle una sábana en la noche fría o para que le abra una ventana cuando el calor arrecie dentro de la tumba. Yo hubiese sido con gusto esa persona, de haber tenido las posibilidades.
Las hermanas salen de la casa solamente a buscar lo indispensable. La que estudia Medicina decidió suspender el semestre en lo que recupera la concentración. En el colmado la gente se queda siempre a la expectativa de las más pequeñas, pues por cualquier motivo, al pedir un poco de gas para la lámpara o media libra de sal, saben que van a ponerse a llorar. Las amigas no saben qué más hacer cuando se apagan al punto de perder la voz. Mi hermana dice que a veces la tristeza las pone tan mustias como se volvieron las flores del ataúd.
Al día siguiente del entierro, el papá se levantó a las cinco de la mañana. En toda la calle se escuchaba un golpe seco, continuo, y cuando los vecinos abrieron las ventanas y salieron cobijados en sus sábanas para averiguar, encontraron al papá cortando todas las matas de guayaba de la casa. Empezó por la del frente, y anduvo todo el patio dándoles machete a todas las demás. No aceptó la colaboración de ningún vecino ni las observaciones de que dejara esta o aquella otra porque da las mejores guayabas de la ciudad. Doña Angustia lo observaba a cierta distancia, cuidando de que las ramas no fueran a arruinar las flores al caer.
La madre se ha quedado con un aura de penumbra. Aunque se ponga al sol, no hay manera de apartarle esa sombra del cuerpo, por más que se estruje uno los ojos. Puntualmente su voz resuena calle abajo: «¡Américo, ven a cenar, que son las seis de la tarde!». Se levanta a la hora en que al hijo le tocaba prepararse para el colegio. Dice «Américo, levántate» desde la puerta de su cuarto. Entonces entra a la cocina y vocea desde allí: «Cepíllate bien, que te está por salir el sarro» y, más adelante, «¿Le pongo canela al chocolate?». Y le prepara la mochila y entra al cuarto y organiza el uniforme planchado sobre la cama, en lo que supuestamente el muchacho se está bañando.
«¡Apúrate, muchacho, que se te va a enfriar el chocolate!”, vuelve a decir desde el comedor. Y cuando ya ha hecho todo lo que hizo durante casi diez años, cuando solo falta que Américo aparezca a tragarse el desayuno y darle un beso para correr hacia el colegio, cuando únicamente falta su presencia para que todo sea como antes, entonces la madre se queda sin aire en la puerta de la cocina, perdida en un llanto que provoca el aullido de los perros de los barrios lejanos.
A la hora de la comida o de la cena pone un plato en cada lugar, incluido el de Américo. Y cuando le toca recoger la mesa para fregar los platos, se detiene ante el del muchacho y exclama: «¡Mira, el plato está limpiecito! Eso es que no vino a comer por estar jugando en la computadora». Y entonces el papá dice que no, que seguro le pusieron demasiadas tareas en el colegio, y a las hermanas se les escurren las lágrimas.
Es tan insoportable el dolor y la nostalgia de esa familia, que se ha decidido borrar la tragedia de Américo y ponerlo de nuevo en la vida como si jamás hubiera muerto. Y aquí tenemos al muchacho de vuelta entre los mortales, de nuevo en el barrio. «Saluda, Américo», le digo. «Hola», responde con la voz apagada. Ha dormido mucho y es natural que esté cansado.
No hay recuerdo de velorio, ni de lágrimas, ni de ausencias. Se borró la tragedia de la historia del muchacho. Entra a su casa como si nada. Vuelve a salir. Se ve mejor que antes. Ahora estamos bregando con la posibilidad de que se incorpore a los Fox Billy Games.
«¡Choca esos cinco, Aborto!», exclama Pádrax en Polvo, y él levanta con timidez la mano y la golpea contra la otra palma. El Licenciado opina que no se pierde nada con darle un chance, que incluso podría servir para vender los cidís frente a las discotecas cuando el grupo lance su primera producción. El Menor lo recomienda, porque, dice, pronto van a ser cuñados.
Damos una vuelta por el barrio. Lacacho va delante, yo medio paso más atrás y el resto del pelotón a nuestras espaldas. De pronto nos tenemos que detener, pues el Américo se ha quedado muy atrás. Le decimos que debe apurar el ritmo, y le explicamos la manera correcta de caminar: tú sabes, las manos en los bolsillos, medio en diagonal y con el hombro derecho casi pegado a la mejilla.
MacGylver se va a encargar de enseñarle la expresión del rostro. Pádrax en Polvo le dará una práctica de las maneras de sentarse bien, con una pierna encorvada, la otra estirada, y colocando siempre el menos culo posible en la silla. El asunto es reprogramar al muchacho.
Anduvimos en busca del Writer. La idea era que pintara un mural inmenso a la entrada del barrio, conmemorando la vida de Américo. Pero en la casa donde vivió arrimado durante las últimas semanas, un tipo nos reveló que el Writer se había esfumado para la capital. Lo perseguían por los desarreglos que hizo durante una misa negra en el cementerio. De manera que adiós mural.
Da un poco de trabajo instruir a Américo. Tiene el cuerpo demasiado rígido. Lacacho no dice nada. Nos deja hacer, a ver lo que sacamos. Dos tardes atrás los muchachos lo llevaron a la Casa de Muñecas. Las Gemelas le tiraron el ojo y hasta se pelearon con Lolo Frías porque lo quería para ella sola. «Parece un angelito», describió más adelante la Pelúa, cuando el biberón estaba casi resuelto. Pero las chicas terminaron por sacarle los pies y restregarse bajo las camas con los muchachos, porque el Américo en una descubrió el retrato de Judy Ann y por más que le dijeron que esa se encontraba en otro mundo, él insistió en que con esa jeva era que quería estar.
Hemos hecho un esfuerzo increíble por actualizarle el verbo, pues en el corto tiempo que duró de aquel lado, salieron palabras nuevas a la calle. Hasta le hemos armado un diccionario para instruirle. Adiós = me quité. Botar = soltar en banda. Bregar = coger trote. Enseñar = dar cartas, dar luz. Estar en malas = guayar en el aro. Estoy tranquilo = estoy manzana. No entender = quedarse oscuro. No le pare = no le repa. Que lo sepas = que lo ‘epas. Ser lento = roncar.
Incluso le hemos copiado en MP3 la cancióndiccionario de Toxic Crow y el «Señor Oficial» de Eddie Dee, para que se le haga más fácil. Pero tiene la lengua dura y terrosa. No logra inyectarle a las frases el flow necesario. Por ejemplo, no hay forma de hacerle entender que «palomo» no se dice «palomo», sino «pa-loomo». Fastidiado, en una nos dijo que no tiene sentido coger el trote de aprenderse esas palabras, porque pasan de moda casi tan pronto uno se las sabe.
Nos comunicamos con DJ Nelson para que lo bautice como DJ USA. Nelson se extraña por el nombre. «Es que se llama Américo... y América es U.S.A.”, explica el Licenciado agarrándome por la muñeca para acercarse al celular. Pero cuando le toca decir el nuevo nombre, el bautizado se queda mudo. Entonces ponen un anuncio de Armería Rambo y se queda sin bautizar. Lo llevamos donde Tatú, para que le tatúe un dragón en un hombro. El enano prepara los instrumentos. Suda y ni siquiera logra acercar la aguja a la carne. «El ron de anoche me tiene el pulso tembloroso... Mejor que vuelva otro día», se excusa. Y se queda sin su tatuaje.
Lacacho aprovecha estos pequeños fracasos para hacer comentarios venenosos. «No va a dar la talla. En los Fox Billy Games hay que ser avivado», opina cada vez. En esos casos nos quedamos callados, pero lo seguimos intentando. Es nuestro deber. Tener al Américo entre nosotros nos libera de un cargo de conciencia.
En realidad, es un biberón tener al Américo en este mundo. Él es el primero que no se ayuda, con esa actitud tan fría. El Chupi-Chupi trata de acelerarlo poniéndole a perrear algunos reguetones. Le metemos a todo volumen lo más pesado de Trébol Clan, del Ingco Crew, de Big Family, pero no hay forma. No se estremece ni al llenarle el tanque de los oídos con la «Gasolina» de Daddy Yankee. Balancea el cuello en cámara lenta y cuando mueve el cuerpo lo hace con cuaja. A la menor oportunidad cambia el cidí y se pone a escuchar «Vuelve, Angelito vuela» y otras canciones así, lentas y tristes, de Don Omar.
El barrio no coopera en nada. Se le quedan mirando como a un leproso. En la banca siempre algún ocioso se escarba la memoria y se pregunta en alta voz: «Pero ven acá, ¿y ese no es el muchacho que...?», y enseguida lo interrumpe la algarabía de los demás apostadores porque han dado un cuadrangular o hecho un touch down. No falta alguna vieja odiosa que al verlo en el colmado lo contemple con la pena de quien observa la foto de un difunto. En el colegio a menudo lo dejan ausente. Sucede que como duró un tiempo borrado de la lista, a las maestras se les olvida incluirlo. Los compañeros de aula, de burla, le han puesto el mote de Zombi.
La familia tampoco pone mucho de su parte. Hay días que se queda sin comer, porque a doña Angustia se le olvida servirle el plato, acostumbrada sin darse cuenta a tantos días de dejarlo vacío. «Ay, Américo, se me olvidó. Pero no te apures, mi angelito, que mañana te echo el doble». Las hermanas no le pelean como antes, dizque porque le tienen pena, y por eso le ceden el televisor para él solo. Pero, tú sabes, un televisor del que uno no se ha adueñado con uñas y dientes, carece de sentido, por eso Américo pierde el interés y lo apaga. Como las matas de guayaba fueron taladas, no encuentra con qué entretenerse. Yo mismo hablé con el papá al respecto, y él dice que mañana mismo va a sembrar unas cuantas. Pero mañana siempre se queda para mañana. Además, esos árboles duran demasiados años para crecer.
Así que con dolor del alma se ha decidido volverlo a su estado anterior. Las intenciones fueron buenas, pero solo sirvieron para embellecer los jardines del infierno. Es mejor el dolor de su ausencia que el de su presencia. De manera que adiós, amigo, de corazón te deseamos un hermoso descanso al ritmo de la eternidad.