10. La fábrica de Marlboro me quema los nervios DON MIGUELO & EL MESÍAS
Hay colillas de cigarrillo por todo el piso. Ceniceros llenos. Cajetillas de Marlboro estrujadas por todos los rincones. Palitos de fósforos que rematan en un punto negro por todos lados. Rastros de ceniza sobre la felpa gastada de los muebles. Y un olor acre, de humo encerrado por siglos entre las paredes de esta casa.
Las muchachas están reunidas en la sala, despatarrada una, otra sentada en la ventana. Hay dos más recostadas en el sofá, en sentido opuesto, acariciándose los pies. Cerebrito está en el área de lo que debería ser el comedor, escribiendo. Todas tienen cigarrillos y el humo se mezcla en una nube que llena todo y dificulta respirar; prácticamente hay que abrir un hueco en la masa del humo para meter la nariz y obtener un poco de oxígeno.
Los Fox Billy Games llevamos un rato allí. Habíamos ido al entierro del tecato que la policía cocinó a balazos. Lo pusieron contra la pared. Le quitaron la coca y la funda del efectivo. También le arrancaron el crucifijo, porque era de oro. Entonces lo fusilaron de espaldas ahí mismo, sin ningún orden: uno disparó primero y los demás le siguieron. Se dejó matar por tacaño. Siempre tenía una excusa para no soltarle su par de pesos a la policía. Era un mal ejemplo para el negocio, por eso lo explotaron.
El cortejo iba franqueado por una camioneta con bocinas que hacían temblar el asfalto. «Mando una carta al gobierno central: no tiren piedras si su techo es de cristal...», cantábamos todos a coro, marchando agarrados de la mano, porque el difunto era loco con esa canción de Héctor & Tito... antes de que la ley del negocio los partiera. Los policías merodeaban, sin animarse a intervenir. Tras la camioneta, iba el ataúd cubierto por la Bandera Nacional, como víctima de un crimen de Estado que fue. «Legisladores, violadores, dónde está el ejemplo, si están robando hasta en su mismo templo».
En el cementerio, unos gatilleros se apostaron sobre mausoleos para hacer disparos al aire, provistos de Glock, «chagones», Uzi, «chilenas». En ese punto hubo un silencio desenterrado de los sepulcros. Un teniente apareció en la escena, acompañado de un batallón. Avanzó directamente hacia donde se apostaban dos de los vendedores más pesados del barrio. Los demás nos quedamos levitando en el aire. No puedo decir que tuve miedo, pero sí que la tensión era para tener miedo.
A solicitud de los dos vendedores, los otros tecatos se bajaron a regañadientes de los mausoleos. A más de uno tuvieron que darle «cotorra» para que guardara el arma. Finalmente, quitaron la bandera del ataúd y se la entregaron al teniente. En seguida la policía abandonó el cementerio y nos dejó enterrar al muerto en paz. La situación pudo haberse vuelto gris. Los tecatos estaban mejor armados, aunque la patrulla policial era numerosa. Pero les convenía más dejar las cosas en ese punto y que los negocios de la calle se mantuvieran a nivel de tranquilidad.
Después del entierro fue que decidimos venir a la Casa de Muñecas. Yo aquí me he mantenido callado, tratando de que no se note mi asombro por encontrarme en esta casa. Los muchachos hacen chistes de todos los colores, rojos la mayoría, en lo que llegan las cervezas que pidieron en el colmado.
El sitio está como manda, no obstante la dificultad de meterme de lleno en el ambiente. Tú sabes, hay mujeres, chistes rojos, la libertad que produce la ausencia del adulto. Estar allí es agradable, pero solo de paso. No podría vivir todo el día dándole a un fuelle para buscar un vacío que me permita respirar. Además, estas chicas, aceleradísimas, se ven tan superficiales jugando con los vicios de las mujeres grandes. Definitivamente no me gustaría ver a mi hermana metida en esta casa.
El Menor se acerca a Lolo Frías, que está sentada en un rincón. La mira con una luz rara en los ojos. Le pone la punta de un dedo en uno de los tobillos y lo desliza por la pierna, la rodilla, los muslos, lo interna bajo la minifalda... «Stop!», ordena Lolo Frías, apresándole de un golpe la mano entre los muslos. «¿Qué es lo que?», se queja incrédulo. «No tiene panti, palomo», responde la Pelúa desde la ventana, y abandona una bocanada de humo en el aire.
Las Gemelas, sin dejar de acariciarse los pies en el sofá, cambian su conversación. Hace unos segundos hablaban de que, a diferencia de otras madres, la suya se empeña en vestirlas complemente distintas, incluso les tiñó el pelo con colores opuestos, una rubia, otra morena, para que ninguna se pareciera a la otra. «Ella dice que si somos iguales, tendremos más posibilidades de que nos caigan las mismas desgracias», decía una. «Y al revés», decía la otra, «cree que siendo distintas puede que en lo que a una le cae una desgracia, a la otra le pase algo bueno».
Pero acaban de cambiar de tema. Yo trato de perseguir su conversación, pero no es fácil. Al lado está el Licenciado detallando las jugadas de anoche entre los Knicks y los Lakers. Frente a su casa hay una banca de apuestas que tiene inversor y planta eléctrica, así que puede ver los juegos completos aunque se vaya la luz en el barrio. Junto a él, Pádrax en Polvo intenta imponer el argumento de una película de béisbol que vio recientemente en televisión.
«John Cena es una mujercita», me tira por la espalda el Licenciado. «Batista es lo que caga esa mujercita», le disparo. Nos cortamos con las miradas. La Pelúa tararea una canción de Paulina Rubio y los demás hablan de lo que les da la gana, a la vez que oyen y son oídos por los demás. El asunto es darle a la lengua y al oído. Lacacho y yo somos los únicos que permanecemos callados.
«¿Cómo es la mariguana?», pregunta una gemela, mirándome. Estoy indefenso. Aunque no podría propiamente decirse que me ha hecho la pregunta, el haberla tirado al aire con los ojos puestos en mí me coloca en una situación de compromiso. «¿Quién te la ofreció?», interviene, salvándome, Lolo Frías. «Nos la ofreció a ésta y a mí el marido de la que nunca se peina, la que vive frente a la banca». «Ah, el calvo cacoeñema que anda con una pila de libros», resalta la Pelúa. «Su mujer se las da de poeta. Vive con el culo en el aire; en el colmado dicen que ya no habla con nadie desde que hizo un libro... Como si eso le diera para comprarse un jean», aporta Lolo Frías.
«Sí, ese mismo es, el que le dicen Intelectual», confirman a mal coro las Gemelas, y una de ellas continúa sola el diálogo. «Tiene unos días dándonos cotorra con esa vaina. Le babea la angurria. Nos dijo que siempre ha hecho cocote con la fantasía de ver a dos gemelas besarse. Quedó de avisarnos un día que su mujer estuviera en el instituto. Dice que va a conseguir mariguana y dos jeans».
«¿Y ustedes qué le dijeron?», pregunta MacGylver, con los ojos hundidos en el Game Boy. Las Gemelas se encogen de hombros y vuelven a preguntar, con los ojos incrustados en el cigarrillo, «¿cómo es la mariguana?». «¡A la verdad que ustedes están desacatadas!», desaprueba Lolo Frías, «¡darle show a ese maldito calvo!». «Si los jeans son de buena marca, ¡qué importa! La boca se limpia con pasta de dientes», opina Pádrax en Polvo. «¿Y si después se las quiere singar?», lanza la Pelúa.
«¡Gran cosa!», desestima el Licenciado, «el cacoeñema tiene el güebo chiquitico. Lo contó en la banca un tíguere que lo estuvo brechando cuando se lo metía a la poeta la semana pasada». La noticia causa conmoción. «Mi abuelo aseguraba que leer libros encoge el güebo», remata entre la vocinglería el Licenciado. «Yo oí ese cuento en la barbería», confirma Pádrax en Polvo. «Dizque cuando le metió la pistolita entre la peluca del toto, la poeta se quedó inmóvil, como una tabla de planchar, tirada sobre la cama. El tipo se vino a los veintidós segundos. Entonces él le peinó los pelos del toto y se puso a hacerle la paja. Y ella, cuando se vino, ni se movió, sino que chirrió como una puerta oxidada». «¡El mucho libro cansa la vista y amema!», grita la Pelúa.
En medio de la risotada, Lolo Frías hace un megáfono con las manos y dirige sus palabras hacia donde se encuentra Cerebrito: «Y le pone chiquito el toto a las mujeres». «¡Lo tengo más grande que el tuyo, mamagüebo!», le responde Cerebrito. El Menor se pone en pie de un salto y sacude el cuerpo con unos pasos de breakdance. «Mis hijos están creciendo en un ambiente enfermo, enfermo, enfermooo», imita MacGylver al Mexicano, punchando los botones de la consola, mientras Pádrax en Polvo lo acompaña haciendo notas musicales con la boca: «Veo a mi gente cayendo, veo, yo veo a los niños sufriendo del mundooo... los ángeles de Dios». «¡Vivan la vida, mis hijas! ¡Disfrútenla, que todo se acaba!», acarrea su voz la anciana desde el fondo del aposento. «¡Tráiganme un cigarrillo!».
La vocinglería cuartea las paredes, rompe las botellas vacías, dispara los clavos del techo. Lacacho se mantiene en silencio, como yo, medio al margen de la gritería aunque pendiente de todo. Su actitud es semejante a la del matón de las películas de vaqueros, que llega a la cantina en medio de la música del piano, del ruido de las fichas de juego, de los vasos golpeados contra el mostrador; toma su trago en silencio, sin meterse con nadie, aunque sabemos que su silencio es el dueño de aquello y que si a alguno se le ocurre meterse con él, sacará el revólver y lo coserá a balazos. Se acaricia los nudillos del puño derecho. Digamos que desde el silencio Lacacho contiene y gobierna todos los ruidos.
Una señora que hace su primer acto de presencia se para en la puerta de la sala y vocifera a todo pulmón: «¡Qué escándalo del diablo es este! ¡Esta casa es un manicomio!». El griterío se congela. La señora enciende un cigarrillo y se retira hacia el patio. «Llévale el cigarrillo a la vieja», le ordena de paso a Cerebrito, tirándole un Marlboro sobre la mesa. Duró poco en la escena, pero esa brevedad fue suficiente para considerarla digna de mi Mansión Foster para Amigos Imaginarios.
El vocerío asalta de nuevo la sala. Esta vez se trata de cien discusiones al mismo tiempo. Chistes, quejas, informaciones deportivas, piropos, preguntas en el aire, todo a nivel de la torre de Babel. «Llegaron las cervezas», informa Lacacho sin subir la voz, aunque con suficiente potencia como para ser oído. La vocinglería se deshace. Entra en escena Delivery, el chamaco del colmado. Lacacho da la orden a MacGylver y Pádrax en Polvo para que ayuden a entrar las botellas.
Entrego a Lacacho mi parte de la cuenta. Él me da una cerveza y se acerca a serruchar entre los demás la otra parte del dinero. Aprovecho la ocasión para apartarme del grupo, sobre todo porque sé que una vez pagada la cuenta a Delivery, todos se van a esfumar con las muchachas por los rincones de la casa. Voy a parar a la mesa en que Cerebrito husmea entre una pila de libros. Procuro adquirir la pose más varonil posible, ahora que tengo la botella en la mano.
«¿Qué estudias?», le pregunto para que levante el rostro y me eche un vistazo. Pero la muchacha, sin girar siquiera el cuello, apenas mueve los ojos y me capta en una posición que, se me ocurre, no debe mostrar mi mejor ángulo. Me inquieta esa simple mirada amarilla como de tierra. Pienso que merezco una atención mayor. «La cerveza tiene que destaparse primero, para cargarla así», corrige. Me corroe la vergüenza. Ahora no sé qué posición física adoptar. «Pásame eso», ordena mientras me quita la botella, «tú no sabes beber. Lo más que va a hacer es calentarse».
Se interna botella en mano en la habitación de la anciana. Me escabullo en el patio. Casi por instinto, con la respiración escondida en los pulmones, me acerco a la ventana desde la que en ocasiones he espiado a Judy Ann. Me gusta verla hacer cosas en la soledad de ese cuarto perdido bajo las ramas de los almendros. Pero esta vez no está sola. Se encuentra con ella la señora que hace un rato apareció en la sala. La jeva se ve nerviosa. Luce indefensa frente a la presencia avasalladora de la adulta.
«¿Qué hace este tarro vacío bajo la cama? ¡No me digas que has estado comiendo helado!», reprende la señora. «¿Qué te ha dicho el Viejo de no comer dulces? ¡Ah, te quieres poner gorda como una vaca! El Viejo ha sido claro como el agua: solo debes comer sopa con poca sal, sin fideos y baja en grasa. Tú no agradeces, no te llevas de una... ¡¿De dónde coño sacaste ese maldito helado?!». La jeva no puede decir nada. Tiene ojeras, los labios prensados con los dientes. Sus ojos reflejan un profundo miedo.
En ese momento tocan a la puerta. La señora, molesta, observa a Judy Ann. Le pregunta con un ademán quién diablos podría ser. La muchacha levanta las palmas de las manos a la altura de los hombros, como si no supiera, pero con el temor multiplicado en sus pupilas.
La señora abre la puerta. Queda colgada de un hilo al toparse con Delivery. El muchacho, más sorprendido aún, gaguea de una forma cómica. Trae en la mano, a la manera de un ramo de rosas, una Heineken y los oídos sepultados bajo los audífonos del iPod. La mujer le grita que se vaya al carajo; en medio de la reprimenda, le arranca la botella y la hace añicos contra la pared del patio. Delivery no responde. Baja la cabeza y se retira.
La mujer cierra de un portazo. Se enciende como un fósforo la antorcha de los ojos y los lanza contra la muchacha. Se pasea de un lado a otro del salón, mordiendo el cigarrillo, golpeando el aire con los bufidos que bombean el humo. «¿Tú te imaginas si el Viejo llegara a encontrarse con ese carajito aquí, dizque dándote a beber cerveza? ¡Con lo que engorda la cebada...! ¡La del diablo se arma!», exclama tras recuperar la voz. Judy Ann está con los brazos cruzados en una esquina del cuarto, temblando como de frío.
La mujer mira el reloj. Se nota que debe salir. Recoge su cartera. «Mi hija, llévate de mí. En el Viejo está empeñado tu futuro. Con ese hombre hasta te puede salir viaje. Él es uno de los pejes gordos de la fábrica. ¿Qué te cuesta cumplir al pie de la letra con lo poco que él te pide? ¿No ves que hasta te mandó a construir este cuarto aparte, para tenerte como una princesa? ¿Es tanto sacrificio no llenarte el estómago de grasa y porquería para que mantengas la línea? Él lo único que quiere es que te veas bien», le dice casi en tono suplicante.
«Tú eres mi última esperanza, Judy Ann. Mira a esas muchachas, que a cada rato tengo que sacarlas de abajo de la cama, donde se cuelan con todos esos tígueres a bajarse los pantis y a meterse mano... Y a la Cocco, que nada más se la pasa quemándose el cerebro con esos malditos libros, como si de una escuela se sacara dinero... ¿las escuelas son bancos, acaso? Apuesta a mí, hija de mi alma, que no vas a perder».
Apoya una mano en la cerradura. Aprovecha la colilla, que casi se le apaga, para encender otro cigarrillo. «Yo no le voy a contar nada al Viejo. Pero esto no se puede repetir. Ya tú sabes: solamente tu sopita y mucho descanso. Me tengo que ir para la fábrica». Abre la puerta; antes de cerrarla, voltea la cabeza y advierte con veneno: «Si el Viejo se entera de una vaina así, es capaz hasta de venirte a matar. Ese hombre da la vida por ti».
Ondea en el vacío, por un buen rato, la nube de humo del último cigarrillo. La jeva deja que los pies la muevan hasta el centro del cuarto. Levanta los ojos hacia el techo y se enmascara con una mueca desesperada. Parece que va a gritar con todas sus fuerzas. Pero solo levanta los brazos con los puños muy apretados, como si quisiera volar. Adivino que daría media vida por ser ahora mismo una de Las Chicas Superpoderosas, para salir disparada como un cohete y perderse en el espacio. Exhausta, se deja caer en la cama y esconde el rostro bajo las almohadas. Desde aquí le escucho proferir un extraño aullido parecido al llanto.