13. My destiny is my only enemy . YOMO
El ambiente está buenísimo. Trato de mantener la calma ante la emoción que me inyectan las luces de colores, la música estridente y esas bocinas que se levantan hasta el techo. Hago lo posible por desplazarme sin tropiezos entre las mesas y las parejas en hormigueo, temeroso del bochorno que me ganaría si supieran que estoy en una discoteca por primera vez. El sitio me hace sentir como esas ropas hermosas que nos quedan demasiado anchas; pero brego por dar a creer que es de mi talla.
Lacacho me había dicho par de días atrás, cuando regresábamos del Reformatorio: «El sábado toca un rave party en La Galaxia. Van a ir muchos grupos. Incluso de la capital. ¿Te anotas, montro?». Yo respondí que sí, pensando que eran palabras de aire. Pero esta tarde me volvió a recordar el asunto, de manera que me encontré sin más opción que idear un plan para escaparme de casa tan pronto los viejos cayeran rendidos.
La noche, cuando va alcanzando la madrugada, se vuelve mágica y se transforma en una caja oscura en la que falla la gravedad. Al llegar a la discoteca nos quedamos en el parqueo frontal, merodeando entre muchachos grandes que se situaban en coro junto a los carros. Pensé que Lacacho y yo no íbamos a pasar de allí, debido a la tara de la edad. Eso me daba el cómodo margen de poder regresar a casa en poco tiempo. Desde las puertas se filtraban los beats del rap y del reguetón acompañados de flashes. Sonaban Wissin & Yandel, Ingco Crew, El Lápiz, Don Miguelo, Vakeró, Daddy Yankee, luego Omega, y yo me figuraba que en un futuro no muy lejano en las discotecas tendrían que sonar los discos de los Fox Billy Games. Se lo grité a Lacacho al oído y creo que se sonrió.
Cerca de la puerta hay un grupo de chicas. Traen jeans tan bajitos de cadera que dejan al descubierto parte del pubis rasurado. Se cubren con blusas o camisetas que por el tamaño parecerían de una hermana muy menor, y eso provoca que sus tetas, de piel fresca y reluciente, amenacen con deslizarse al desnudo. El pelo bien arreglado, la nariz empolvada, los párpados saturados de un azul que les transporta la mirada al cielo, los labios esculpidos en una fresa. Están allí como si les diera igual. «Pero por dentro se mueren porque alguien les pague la entrada y les compre par de cervezas... Eso es suficiente para que se dejen quemar la cintura... Y si no tienen la luna, al final te regalan el cuerpo sin ropa», comenta el guardián del parqueo, comiéndoselas con los ojos y chupando cada palabra.
Pasamos casi una hora en el parqueo, el sueño empezaba a asomarse. Cuando pensaba que ya nos retiraríamos, alguien comentó: «¡Ya están entrando los capitaleños!», y hubo un notable desplazamiento hacia la puerta de la discoteca. «Vamos», dijo Lacacho, y yo lo seguí. Un tipo de la seguridad se interpuso entre nosotros y el portero. «Cantamos con MCD Etiketa Negra», informó autosuficiente mi amigo. «Y yo con Michael Jackson», escapó del anzuelo el tipo. Entonces hubo una movida rápida que terminó con un billete de cincuenta pesos en la mano del seguridad. «Ellos cantan con los capitaleños», le dijo al portero, mientras le indicaba apartarse para que pudiéramos pasar.
Debo reconocer que al principio estaba como quien entra al lugar de perderse. No sabía con precisión ni dónde estaba el suelo. Las luces girando a toda velocidad y el ánimo acelerado de la gente me creaban la ilusión de estar fuera del mundo. Tras observar el sistema discreta y detalladamente, pude tomar el gobierno de mi desplazamiento. Ocupamos un lugar cerca de la pista de baile. Pensé que estábamos en ese punto mientras ubicábamos una mesa. Tú sabes, la costumbre de ver tantas películas. Pero resultó que ese era nuestro lugar para la noche entera.
Otros muchachos también se alojan en la pista. Sin salir de allí, a menos que no fueran al baño, tripean, se toman el trago, llaman a una chica a bailar, se descuajaringan con el breakdance. Caminan en pequeños círculos como pingüinos. Traen el cuello, los dedos y las muñecas saturados de blimblín de oropel. Y no visten nada que no les quede ancho... Me doy cuenta de una evidencia terrible: yo no tengo ropa. O sea, no ando con ropa adecuada para la ocasión. Parezco un mesero.
Empiezo a empequeñecerme, a consumirme progresivamente dentro de mi atuendo, cuando un gesto soez me salva de la desintegración. Una rapera se queda mirando en mi dirección desde el otro extremo de la pista y, tras hacer un guiño, se pasea la lengua por los labios. Noto que se trata de la que estuvo en la casa del Menor, la de las piernas de acero, la jeva del panti-shot. Justo en ese instante Lacacho se acerca y me pasa un vaso de Brugal con Coca-Cola. Bueno, creo que puedo sobrevivir el resto de la noche.
Los tres primeros tragos me ponen a volar. Empiezo a reír, y supongo que se trata de una risa idiota, a juzgar por la mala mirada del mesero en cuyos zapatos acabo de derramar mi trago. «Yo traigo otro, montro», dice Lacacho. Estoy cool. Evoco a Homero Simpson: «Querido Señor: los dioses han sido buenos conmigo. Por primera vez en mi vida todo es perfecto tal y como está. Así que este es el trato: Tú congelas todo tal y como está y yo no te pediré nada más. Si te parece bien, por favor no me des ninguna señal... ¡Eso es! ¡Trato hecho!».
La rapera vuelve a enfocarme con sus ojos; pero en esta ocasión descubro cierta inclinación en el rango de su mirada. Me volteo y descubro que no es conmigo que ha estado coqueteando, sino con Machine One, que está sentado a una mesa, mimado por tres chicas. Menos mal que ya estoy happy.
Lacacho conoce a los raperos de la ciudad. Se les acerca a todos y los llama por su nombre. «¡Guelo Furia!, mi pana», y el tipo se ajusta los lentes para darle la mano. «Fey, ¿qué traes con Virus para esta noche?», pregunta a otro. También conoce a algunos artistas de la capital. «¿Qué es lo que, Mahogany?». «¡Charlie Valens, mi hermano, un abrazo 100% pa’ ti!». «¡Strike One! ¡Choca estos cinco para la Charles!». Todos le responden, aunque pronto le dan la espalda y siguen en lo suyo.
De la segunda planta viene bajando una vejiga llena de aire. Es un condón; me quedo contemplándolo con la boca abierta, imaginando lo mucho que habría que crecer para alcanzar el tamaño que ajuste en esa cosa inflada. La vez que le pregunté a la profesora de Religión para qué es el condón, me respondió agriada que eso no se llama así, y que tampoco era para niños ni para gente de Cristo.
Hablando de Lacacho, no sé qué pasó con el otro trago que iba a traer. De hecho, desde hace un buen rato no lo veo. Cojo el ritmo de la música y me dedico a pasarla bien. Hay en la pista una jeva que perrea con más soltura que el diablo. Se desliza como si fuera de goma hasta el suelo, dando cintura, y con la misma facilidad se levanta. Se balancea a la perfección empalmando su vientre con el de uno de los dos carajos con los que baila. Mueve las nalgas con desenfreno, sobándose contra la bragueta del otro. Ahora está como un sándwich entre los dos, bien prensada, sin perder la gracia del movimiento.
Pregunto la hora a un tipo que está a mi lado. Responde que no tiene reloj. El de más allá me contesta que tiene un celular para ver la hora, pero que lo acaba de empeñar para seguir bebiendo. Le pregunto a un mesero. Dos de la madrugada. Mi primera impresión es que se trata de una hora irreal. Ni siquiera para la fiesta de Año Nuevo había permanecido despierto hasta tan tarde. Y, definitivamente, Lacacho se ha esfumado.
Trato de mantener la calma. Cruzar solo la ciudad a esta hora para llegar a casa equivale a andar por la boca de un lobo. Súmenle a eso que no soy muy experto jangueando por sus calles, menos a esta hora. Decido fumarme el pánico. Poco a poco el paisaje de la discoteca empieza a transformarse. La figuro como aquel burdel de From Dusk till Dawn, tú sabes, cuando todos se convierten en monstruos.
Las mujeres que hace tres horas lucían una frescura de fresa, ahora, restregadas por el sudor, parecen gallinas matadas a escobazos. Los caballeros que entraron bien vestidos, ahora andan con la ropa estrujada, la camisa fuera del pantalón, y han cambiado el gesto de autosuficiencia por la mueca de estupidez que les presta el ron. Los muchachos, ya terminada la presentación de los raperos, se desplazan fuera de la pista con botellas hace rato vacías. En una mesa un tipo intenta pasarle a otro un cigarrillo, con una lentitud de tortuga.
Está escrito, y se va a escribir aquí nuevamente, que la discoteca es el sitio de perdición por excelencia para la gente joven. Y yo, para mi desdicha, soy el ejemplo de turno. Sucede que me encuentro cruzado de brazos en un extremo de la pista, observando a un viejo desconsolado al que dos jevas intentan componerle el peluquín, cuando una mano me toca en el hombro. Cuando miro me traga la tierra. Es papá. Tiene granadas y ácido del diablo en los ojos, pero no convierte en palabras ni en movimiento físico el contenido de sus pupilas. Simplemente me dice, con el desabrimiento de quien no se ha cepillado los dientes: «Tu mamá te está esperando en el parqueo», y se escurre en dirección a la puerta.
Yo lo sigo, disimulando mi terror. Tan pronto salgo, mamá empieza a gritar un millón de cosas. Está completamente histérica. Suerte que no hay más gente en el parqueo. Me apuro a entrar al asiento trasero. El viejo pone el carro en marcha. Mamá se voltea a mirarme por encima del asiento. Me llama irresponsable, desconsiderado, inmaduro, asegura que la voy a matar de los nervios. Todas sus palabras son graves. Yo casi no digo nada, salvo cuando tengo que responder a sus preguntas. ¿Qué puedo decir, si ya lo que está hecho está hecho? Además debo reconocer que tiene un poco de razón, aunque no para armar tanta alharaca.
Apenas me atrevo a preguntar quién les dijo dónde me encontraba. Se miran a los ojos. «Usted no está en condiciones de preguntar nada», me descarta mamá. Cuando se quilla conmigo me trata de usted. Papá conduce en silencio. Sin duda asume que la reprimenda de mamá se basta por sí sola. Y hace bien: mamá siempre es mejor en esas cosas. Él se ahoga en esas circunstancias. Solo es bueno eligiendo los castigos.
Me ordenan irme al cuarto, no sin antes recibir dos siglos más de reprimenda y la sentencia con el castigo. «Y se baña antes de acostarte. Se lava también la cabeza... No me le va a pegar a las sábanas ese tufo a cigarrillo», ordena mamá. Me meto bajo la ducha.
No estoy molesto. En realidad me siento orgulloso del viejo. Se portó con clase. Me trató como a un hombre. Se me acercó en la discoteca como una persona más, sin armar escándalo. En cuanto a mamá... bueno, las madres siempre son así. Ya se le pasará la cuerda en un par de días. Un beneficio colateral es que, al aparecerse allí, me resolvieron el asunto de tener que cruzar la ciudad solo en medio de la noche.
Me envuelvo entre las sábanas. Después de todo me pudo ir peor. No me causará mella pasar las mañanas encerrado en mi cuarto durante toda la semana. Tampoco sacarle los pies al televisor y al PlayStation durante ese tiempo. Lo que será un poco difícil es esa otra parte, la de acompañar a mi hermana todos los días en el camino del colegio. Luego de imponerme el castigo, el viejo me hizo prometerle que no volvería a la discoteca ni a ningún sitio semejante hasta que él mismo me llevara; que a partir de entonces podría ir solo o con quien me diera la gana. «Promesa de hombre», me recalcó con gravedad. Y yo le de mi palabra.