15. El cielo no es azul, lo confundo con la muerte SOANDRY

Están pasando un documental sobre Irak. Es semejante a filmar en una carnicería. Entrevistan hombres, niños, mujeres que en algún momento han sido partidos por una bomba o una bala. Sobrevivientes, objetos auténticos del milagro. Hay una mujer muy hermosa con una cicatriz horrenda que parece una serpiente cosida a su espalda. Me gustaría oír la opinión del cirujano del otro canal, que se la pasa con su voz aflautada ufanándose de cómo borró una mancha o la marquita de una quemada de cigarrillo. En Irak se metería en miedo. Seguro se iría a pique, porque esas cicatrices de carne solo las borra la muerte al transformarlas en cenizas.

En la casa del Menor reina un clima de fiesta. Esta mañana llegó la remesa que su madre manda desde Suiza. La abuela le adelantó dos mil pesos y salió a saldar las deudas del mes. La madre también telefoneó para decirle que, si quiere, puede dejar de ir a la escuela, pues en unos meses vendrá a buscarlo para llevárselo a vivir a Suiza. MacGylver desde hace rato le muestra en una revista una versión de Nintendo DS, para que se lo envíe tan pronto llegue. El Chupi-Chupi ha intuido que en el viaje del Menor está el futuro del grupo, porque nos abrirá las puertas al mercado europeo, que funciona en euros.

Lacacho enciende un cigarrillo. Se ve artificioso, se nota que no sabe fumar con estilo. Pero no doy mi opinión. Ayer la pasamos mal. Caímos por la construcción en que últimamente están hospedados Los Güelecemento, tú sabes, a ver si levantábamos par de pesos. Desde afuera no se veía a nadie, así que nos animamos a entrar. Nos metimos a un cuarto que estaba al fondo, y en ese momento aparecieron como medio millón de esos palomos, con las pupilas partidas por los relámpagos rojos. Pero ya no andaban semidesnudos. Algunos vestían ropa cara, otros lucían blimblines. Empezaron a llenar el cuarto y a bloquear la entrada, en actitud amenazadora.

«¿Qué es lo que? Vinimos a negociar un cemento», informó mi amigo. El jefe de ellos, con una voz que podía provenir de cualquier otra garganta, débil pero cruel, respondió: «Nojotro no andamo ya en cemento, palomo. ¡Tumba eso! Ahora le damo al crack». Haciendo un esfuerzo, uno de ellos logró colarse por la puerta. Era el carajito que nos amenazó la otra vez. «A ti y a ti lo vamo a picai como un coco ahora mimito, lagalto», anunció, señalándonos con determinación con un cuchillo, «guindán lo teni».

Estábamos fritos. Ahí cabía la frase célebre de Homero: «Normalmente no rezo, pero si estás ahí, por favor, sálvame, Superman». Claro, eso lo pienso ahora que el asunto es pasado, pero entonces la vaina era en serio. Discutieron entre ellos, con frases que a veces yo ni entendía, compuestas de oraciones incomprensibles y palabras mal cortadas.

Mirándolos en perspectiva, les pasó lo que a esos matones de las películas, que en el instante de matar al protagonista se ponen a tirar discursitos, con lo que dan tiempo a reponerse y a voltearles la tortilla. Ese recurso gastado precisamente nos salvó el pellejo. Resultó que de pronto uno de ellos dio la voz de alarma desde la calle, y todos huyeron en desbandada.

Al salir de esa maldita construcción nos enteramos de lo que había pasado. En las últimas semanas Los Güelecemento se habían dedicado a robar en tiendas de ropa. Entraban como pirañas y corrían desbandados, llevándose cuanta mercancía tuvieran a mano cuando recibían la orden de correr. El dueño de una tienda logró rastrearlos. Fue él quien se apareció acompañado de un par de policías justo antes de que esos tipos nos dieran para abajo.

Por supuesto, no contamos al grupo la historia completa. La acomodamos de forma que nosotros fuéramos los héroes. Regresamos en la tardecita armados con palos, piedras, machetes y tubos, a cobrarnos la humillación, pero allí no quedaba un alma. Los Güelecemento habían abandonado esa guarida. Sentí un gran alivio, pues no sé qué hubiera hecho yo de haberlos encontrado con un pedazo de palo en las manos... podrido, para colmo.

Lacacho termina el cigarrillo y se ríe con una risa de dientes apretados. Sonreímos automáticamente, sin saber por qué. Finalmente me lanza una mirada burlesca. «MC Yo fue conmigo a La Galaxia al rave party del otro sábado», informa, tratando de contener la risita. Se detiene a describir algunos episodios de la noche. Después vuelve a destornillarse de la risa y, repuesto, revela: «Y en una hice yo así, llamé por celular a la casa de MC Yo y les dije donde él estaba a esa hora». Estalla la risotada. Incluida la mía.

«Yo ya lo sabía», miento, alabando su ocurrencia. O sea que la sospecha de mi hermana era cierta. Ese fue el hijo de la gran puta que llamó a casa para chotearme. Tremendas ocurrencias las de este mamagüebo. Mi hermana me hizo esa observación cuando regresábamos a casa, la tarde en que le pasó lo de la sangre en el colegio.

Salimos a caminar por el barrio. Lacacho trae un humor de mil perros. A cada rato exclama: «¡Lo bueno sería tener una Uzi y pasearse ametrallando a toda esta crápula!», refiriéndose a la gente que se apiña en las aceras y pasa por la calle. «¿Es que a ti te hiede la vida?», cita MacGylver el mambo de Omega, para animarlo. Pero Lacacho lo mira mal. Tiene ese humor desde hace varios días, específicamente desde que salimos del Reformatorio donde visitamos al Manso.

Esta vez el policía nos había dejado entrar con la condición de que le diéramos cien pesos. «Solo hay cuarenta para ti», informó Lacacho, y el tipo terminó por aceptarlos. El Manso, distinto a como me lo había imaginado, es un tipo desnutrido, sin tatuajes ni cicatrices a la vista. Parecía un tipo cualquiera. Los otros presos del Reformatorio se veían más ácidos que él y se notaba que ninguno lo respetaba. Para completar el cuadro de mi desengaño, reveló que estaba pensando iniciar un cursillo bíblico. «¿Te estás volviendo loco?», desaprobó su hermano. El Manso guardó silencio.

Mientras hablábamos, nos desplazábamos por diferentes instalaciones del Reformatorio. Era un lugar deprimente, no muy diferente de la casa en construcción ocupada por Los Güelecemento, en tanto constituía una especie de cueva llena de ratas. El sitio era extremadamente aburrido, sin televisor, sin computadora, sin máquinas de videojuegos, sin cafeterías donde tomarse un refresco. Además, sus habitantes se relacionaban más como enemigos que como socios de correrías. Había pensado que era otra clase de lugar.

En una, Lacacho abordó a su hermano en un rincón, donde más nadie pudiera oír. «¿Dónde guardaste el revólver?», le preguntó ansioso. En realidad su afán de visitar a su hermano era para conseguir esa información. El otro lo miró como si no supiera de qué le hablaba. «La noche antes de pegarle fuego a la casa me dijiste que tenías un revólver». El Manso se rascó la coronilla con un dedo, tratando de hacer memoria. «Yo no tenía ningún hierro», dijo, «la droga me tenía frito el cerebro. Hablaba por boca de la piedra, no por la mía... Yo nunca tuve revólver». La visita terminó en ese punto.

Comento sobre la posibilidad de incorporar elementos de la historia a las líricas de los Fox Billy Games. El Chupi-Chupi opina que la idea es buena, porque ni siquiera los boricuas han explotado eso. Lacacho desestima el proyecto. «Los Fox Billy Games son para tiradera, letras de singar y mucho plomo», determina, «eso es lo que vende». El Licenciado se anima a sugerir que podríamos tomar las guerras que ha habido y meter efectos de disparos, bombas y esas cosas. A Pádrax en Polvo se le ocurre que podemos hacer un rap en que el Padre de la Patria le pase la cuenta a los políticos corruptos.

Lacacho se detiene en seco. Nos señala con el puño derecho, como si nos diera a leer la palabra «HATE», y declara: «¡Los Fox Billy Games son míos, míos, y nadie me los quitará!». La discusión muere en esta sentencia. Cambiamos de conversación. Luego de rebotar de un tema a otro, caemos como por azar en una especie de reinado de belleza de nuestras madres. Al final gana mamá. Claro, no la he propuesto yo. Todos, sin pasarse de la raya, la consideran muy bonita, aunque, en la opinión de Lacacho, ella se las da de fruta fina. Pasamos a otros temas, pero por un buen rato conservo la imagen de mamá sonriendo con una corona.

Me las ingenio para arrebatarle a MacGylver el Game Boy. Selecciono Mario Kart y me esfumo del grupo y del mundo acelerando por la pista a toda velocidad. «¿Qué pasaría si John Cena peleara en pareja con Batista?», tira al aire el Licenciado. Encojo los hombros. «Lo mismo que si Bush se hiciera pana de Bin Laden: se caería el negocio», responde el Chupi-Chupi. «Ya han sido pareja antes», les escarbo la memoria.

Ayer me volví a topar con el charlista en el colegio. Me lo encontré en el pasillo, al salir yo de la Dirección. La profesora me había sorprendido mientras curioseaba en un mazo de cartas de Yu-Gi-Oh!, propiedad del Número 11. La Directora lo confiscó y me mandó al carajo en lenguaje rimbombante. De regreso al curso fue que me encontré con el charlista. Había vuelto al colegio para hacer no sé qué.

«¿Cómo va el rap patriótico? ¿Te gusta Vico C?», dejó caer por saludo. Le conté lo del mazo y, sonriendo, me dijo que si los símbolos patrios vinieran en cartas o salieran de las bolas de Pokémon, sin duda los muchachos mostraríamos mayor interés. Le conté que un grupo de estudiantes habíamos inventado un juego de mesa con la guerra de la Independencia para las Olimpiadas de Ciencias del colegio. Se sobrecogió cuando le dramaticé la forma en que la profesora de Historia lo hizo pedazos.

«Tu madre es una escritora muy talentosa», aseguró luego, y, con una chispa en los ojos, quiso saber: «¿Le cuentas todas tus cosas?». Con un raro sentimiento de vergüenza, le respondí que sí. Me miró callado, hasta que, como saltando desde el pensamiento, me hizo un extraño comentario. «Una vez, cuando éramos muy jóvenes, ella escribió una pequeña novela sobre mí, en la que yo era el protagonista y el narrador... El personaje narraba como si fuera yo, pero quien lo hacía era ella».

Sus palabras me sonaban fascinantes y extrañas, como si hablaran de una mujer desconocida. Le pedí detalles de esa historia, pero se limitó a repetir que mi madre era muy talentosa. Cuando llegamos a la puerta del curso, me apuntó con un dedo y, risueño, me advirtió: «Cuídate de que tu madre no te esté escribiendo, como hizo conmigo». «No lo está haciendo», afirmé. «¿Cómo estás tan seguro?», preguntó con un guiño. Antes de alejarse, me pidió: «No digas que te hablé de esto, por favor».

El barrio se desluce aplastado por una carga de nubes negras. En la pared en que la policía acribilló al tecato del punto de crack, resalta un grafiti mal borrado: «Cuide la flora. Siembre mariguana». Todavía se ven los tiros que repicaron en la pared.

Pasamos frente a la casa del Aborto. El carajo nos llama desde una mata de guayaba, debajo de la cual hay un manto de frutas, partidas por la caída, podridas la mayoría. Lacacho sigue sin ponerle caso, gesto que los demás copiamos. De pronto se detiene y se devuelve, con nosotros detrás.

El Aborto se desplaza hábilmente hacia una rama más baja de la mata de guayaba. «¿Qué andan buscando por aquí?», pregunta. Lacacho lo observa en silencio. Enseguida recoge dos guayabas del suelo, apunta fijamente y se las pega en la espalda. El carajo grita que no le tiren. Lacacho agarra dos frutas más. Nosotros hacemos lo mismo. Lo estamos masacrando a guayabazos. El Aborto intenta evadir los disparos, mientras sube hacia las ramas más altas para alejarse de nuestro alcance; nos amenaza con sacar de una pokebola a Charmander y lanzarlo contra nosotros, para que nos destruya.

He dejado de tirar, porque está aterrado. Nos grita que si le seguimos tirando, se puede caer. Echo un vistazo a la casa; parece que no hay nadie. Lacacho dice entonces: «Ahora te vamos a tumbar a pedradas, maldito Citoté». Pero en ese preciso instante nos ametralla un aguacero que nos obliga a huir desperdigados.