9. Estoy en la calle, permanente, como un tatuaje JUDINY

Desde la esquina escucho desgañitarse el timbre del colegio. Volteo instintivamente el rostro y mis ojos rebotan en el largo paredón tipo fortaleza que encierra a los estudiantes. Alcanzo a Lacacho y avanzamos calle arriba. La ciudad es nuestra, al menos por cuatro horas. Siento un ligero temblor, fruto de la fascinación o del temor. Es la primera vez que me escapo del colegio. Aunque esto no es un escape: simplemente hoy salí hacia el colegio y viré el rumbo para irme a andar con Lacacho.

No me pierdo de nada. El profesor de Matemáticas es más enredado de la cuenta. La profesora de Español recién descubrió que su apellido llevaba acento en la primera sílaba; el descubrimiento, fruto de una observación que le hice en medio de la clase, me costó varios puntos. Está demostrado que la estúpida que imparte Literatura no ha leído ni siquiera las obras que se citan en el manual. La profesora de Religión parece que dirige una hora santa. El tipo que nos da Historia ni sabe de un Leif Erikson que estuvo en América.

El profesor de Deportes, que ya han tenido el gusto de conocer, es más un muchacho de mandados de la Directora. Y la teacher de Inglés... si la oyeran, es incapaz de establecer una conversación fuera de las que aparecen en las lecciones, y pronuncia el inglés con un cómico acento hindú. El instructor de Informática asegura que los disquetes de polivinilo son superiores al cidí. Y qué decir del profesor de Química, cuya única virtud es saberse la tabla periódica de memoria, y en la práctica de la semana pasada por poco le pega fuego al laboratorio.

Dejemos el colegio. Internémonos en la ciudad. Es la primera vez que la recorro en horario de clases. Ningún profesor me va a echar de menos en el aula. Para mi buena suerte, desde hace unas semanas no les importo un coño. A la Directora, salvo cuando me meto en litigio con los profesores, le da igual lo que hago. Si nota que no estoy, no se preocupará. Luego del Reguetonazo, desmitificó mi figura de patriota. Para ella volví a ser simplemente el Número 29. Ni siquiera llamará a mi casa preguntando el motivo de mi ausencia.

En realidad mi deserción produce un alivio en doble vía.

Más podría ser echado de menos por los estudiantes. Creo que acumulé algunos puntos entre ellos. No una cosa así que digan qué bruto, cuántos puntos se ha ganado este pedazo de animal, pero al menos han dejado de verme como al tipo a quien la varita de bruja de la Directora convirtió en un bicho raro. Todo desde la vez que cambié el cidí del Himno Nacional.

El día que retorné del exilio escolar, todos se sorprendieron al verme camino al aula. El pasillo entero, sin excepción, estuvo atento a mi entrada. Nadie parecía respirar. He grabado la escena en mi memoria. Tras haberla editado, la repaso en cámara lenta, con un solo de oboe de fondo, todos en atención y haciéndome el saludo militar. Ya ninguno me veía con sorna. Me seguían llamando «El Prócer», pero sin la reticencia de antes. Ahora me nombraban con admiración, pues yo era la ocurrencia que a ellos les faltaba y el par de cojones que la naturaleza les había negado. En suma, yo era su héroe.

El único que, para mi sorpresa, actuaba desconociendo mi valor era el Número 15. Desde que me vio entrar por aquel pasillo me observó con desprecio y se escabulló en el aula. Me saludaba solo cuando era necesario, sin mucho interés. En el Messenger, cuando lo encuentro en mi lista de contactos conectados, ¡zas!, se desconecta.

Yo creo que me cogió envidia. Aunque la idea original fue suya, sin duda lamentaba no haber tenido el coraje de protagonizarla. Su nombre no aparece en la gesta del Reguetonazo, primero porque no está supuesto que así sea y, segundo, porque mi misión no es chotear a nadie. Además, si quería que su nombre se relacionara con el hecho, debió asumir su parte de culpa con valentía, como hice yo.

Aquella vez en el patio, cuando la Verduga cruzaba entre las filas como perra de cacería tratando de hincarle el diente a un culpable, el miedo se podía olfatear en el aire. También debe sumarse que el tormento del sol recaía sobre todos, que se sabían inocentes. Por eso, cuando levanté la mano y asumí valientemente mi culpa, los liberé del castigo. Eso me elevó ante ellos a la categoría de héroe. Se ponían a mi disposición para cualquier mandado. Estaban pendientes de mis gestos. Incluso no faltó una que otra chica que me hiciera llegar notitas-anónimas, como es de mal esperar-en las que se arriesgaba a reconocer alguna simpatía por mi persona, y para ello usaban como mulas a los varones del colegio.

Entramos a un pequeño restaurante. Llevo algo de efectivo. Cuando supe que en vez de ir al colegio me iría a andar con Lacacho, realicé un retiro de mi alcancía. Tengo con qué pagar una pizza o algo semejante. Tomo una mesa al fondo. Mi amigo se sienta frente a mí. Un mesero nos alcanza y nos entrega a cada uno un menú. Se retira con mala cara. Le tiro el ojo a los precios. Efectivamente, puedo pagar sándwiches o una pizza, también refrescos.

Lacacho pasea los ojos por el menú. Más bien parece que analiza el material de que está hecho, a juzgar por la manera en que lo vira de un lado para otro. Algo no le gusta de lo que ve allí, tiene el ceño fruncido. Pasa un rato. El olor de la pizza inquieta mi estómago. De la cocina el aroma sale en forma de una mano imaginaria que embarra en mi nariz el queso, el pepperoni, el tomate, el pollo, el maíz, el jamón. Estoy haciendo cocote con una pizza cuya circunferencia sea la del globo terráqueo, suficientemente grande para desabollarme el estómago. Pero prefiero esperar a que Lacacho seleccione lo que vamos a comer. De todos modos, no me caería mal un sándwich de pierna de cerdo, o cualquier cosa.

El camarero se acerca a la mesa a tomar la orden. Me observa y yo miro a Lacacho. «¿Qué desea ordenar?», pregunta. Mi amigo no responde. Permanece internado en el menú como si fuera una pared de jeroglíficos. El mesero se retira fastidiado. Nos otea desde un extremo del mostrador. La situación me parece incómoda pero como Lacacho no reacciona, me mantengo al margen. Regresa al cuarto de hora. La misma escena. Retorna dentro de otros diez minutos, ahora con una actitud nada pasiva.

«Yo no tengo todo el día», advierte, y apoya la punta del lapicero sobre la libreta. Mi amigo parece descubrirlo por primera vez. Lo mira en silencio. Veo sus ojos, los leo, y entonces me doy cuenta de lo que sucede: ¡Lacacho no sabe leer! Por eso le da vueltas y vueltas desde hace un rato al menú sin saber qué hacer. Y es más: parece que nunca antes había estado en un lugar donde la comida se pida por menú. Este descubrimiento me inhabilita. Ahora sí es verdad que no puedo intervenir; una torpeza podría revelar lo que he descubierto.

«O piden o se van... ¿No será que andan sin dinero?», pregunta sin respeto el camarero. «¡Este negocio no es para que nadie venga a velar a los clientes!». Ante esta acusación mi amigo reacciona quillado. Le grita que llevamos en el bolsillo con qué comprar el restaurante completo. Me consta que él anda sin un centavo y que yo no tengo con qué pagar más allá de una pizza y unos refrescos. Pero mi intervención no tendría caso. Los dos se han puesto a discutir agriamente, hasta que el camarero nos exige abandonar el local.

Entonces Lacacho guarda silencio. Con dignidad se pone de pie y mira al tipo en son de amenaza. «¡Vámonos!», me dice. Y yo le sigo sin decir ni media palabra. Pero he aquí que cuando vamos llegando a la puerta, mi amigo patea cuantas sillas y mesas quedan a nuestro paso. El mesero salta sobre nosotros, pero no logra agarrarnos. De nada le servirá correr. Somos mucho más rápidos.

Detenemos la carrera cuando nos sentimos fuera de peligro. Los pasos nos han llevado a un vecindario de gente adinerada. Dando rienda suelta a su furia, Lacacho va pateando puertas de hierro y barricas de basura. Yo le acompaño en la furia, aunque es indudable que mis gestos no alcanzan la misma satisfacción que le producen a él. También estropeamos los jardines que nos brindan acceso.

Estamos sentados en una esquina, bajo la sombra de una pared. No hemos intercambiado palabra desde que abandonamos el restaurante. Bueno, yo intenté motivar un par de conversaciones, para meterle punzón al hielo, pero no conseguí nada.

Me pregunto vagamente qué hacemos rondando por la ciudad. Lacacho me había dicho en la mañana: «¿Qué vas a hacer en la tarde, montro?», y yo, tomado de sorpresa, le respondí «Nada. ¿Por?», aun a sabiendas de que me tocaba ir al colegio. «Para que demos una vuelta por ahí», completó en tono imperativo. Y yo me encargué de hacer todos mis arreglos para «dar una vuelta por ahí».

Se pone de pie repentinamente. «Vamos al Reformatorio», dice y, como es natural en él, toma la delantera. Lo sigo un poco temeroso. ¿Qué vamos a hacer allí? Sé que un hermano suyo está preso en el Reformatorio; de hecho, entre los Fox Billy Games, el Manso, que es como se llama, constituye un paradigma en tanto posee lazos de sangre con el líder. Aparte de mí, estoy seguro de que algunos de ellos han soñado despiertos con haber acompañado al Manso en sus correrías, incluso con haber cogido cárcel junto a él.

En ningún momento Lacacho me había indicado que iríamos a visitarle. Le sigo en silencio. Ir a la cárcel, aunque sea la de menores, no deja de ser un mérito apreciable. Más aún si va uno a visitar a un tipo con fama de no detenerse ante nada. Si los compañeros del colegio se enteraran, duplicarían sus ganancias al vender las acciones que tienen invertidas a mi nombre.

Al fondo de un solar baldío, forrado de yerbas quemadas por el sol, se levanta el edificio del Reformatorio. Está pintado de gris. Lo había imaginado rodeado de guardias con cascos y chalecos antibalas, rostros pintarrajeados, armados de metralletas, y protegido con cámaras y dispositivos electrónicos de seguridad por todas partes. Me estremece la vergüenza al comprobar que lo había imaginado como en las películas.

Es un edificio de contextura para nada poderosa, construido sobre el modelo de cualquier escuela pública. Su apariencia es deprimente. Está rodeado por una verja metálica oxidada. Su exterior lo vigilan dos o tres policías fuera de forma, barrigudos, con uniformes desarreglados, cuyo desgano y despreocupación denuncian que no les produce ninguna emoción estar asignados a aquella cárcel.

Nos acercamos al portón. Uno de los policías se nos aproxima. «¿Qué desean?». Lacacho se reclina contra la verja de la puerta y, en tono de confianza, le dice: «Tú sabes, venimos a ver al Manso». El tipo nos escruta frunciendo el ceño. «Son dos menores. No pueden entrar sin un familiar que tenga cédula. ¡Circulen para otro lugar!». «Andamos con efectivo», le guiña mi amigo.

El policía se llena la panza de aire, lo lanza de una bocanada y se muerde los labios con impotencia. Hace un aparte con otro policía. Ese otro se desentiende encogiendo los hombros y haciendo un movimiento negativo con la cabeza. El policía retorna a la puerta. «Hoy no les puedo dejar entrar», confirma con cierto aire de frustración. «La gente del patronato del Reformatorio está aquí, en una inspección».

Sin embargo, se escarba el cerebro, literalmente se escarba el cerebro con los dedos, en busca de alguna excusa para dejarnos entrar. Inútil. No se puede hacer nada. «Bueno, tú te lo pierdes», le dice con tono desinflado mi amigo. «Déjate caer con algo de dinero ahora y mañana los dejo pasar». «No», responde Lacacho. Emprendemos la retirada. A los pocos pasos nos asalta la voz del policía, que ahora tiene el rostro pegado contra la verja. «Déjame algún dinerito para tu hermano, que se está muriendo de hambre». «Que se muera», contesta mi amigo, y percibo los huellas de la amargura en estas palabras. «Al menos dame algo para los cigarrillos», implora en un intento final, pero Lacacho se deshace de él tirando al aire un manotazo con desprecio.

Caminamos sin rumbo hasta morder con los pies el asfalto del barrio. Sigo a Lacacho sin preguntar, hasta que nos detenemos en su casa. Nunca había estado allí. La pintura de las paredes se desprende como escamas. Al sentarme en un sofá, se levanta una nubecilla de polvo. Los alambres del armazón amenazan con clavárseme en el culo.

La casa parece abandonada. Un teléfono cortado, una estufa sin gas y un televisor con la pantalla rota, lustrados por la polvareda. Los aposentos lucen oscuros. No percibo ningún olor, como si me encontrara ante el pellejo de un animal muerto hace muchos años. Mi amigo sale por la boca oscura de un aposento. Se ha cambiado los tenis. «¡Vámonos de este cementerio!», ordena, «esta maldita casa no está a mi nivel».

Lacacho está triste. Le apaga el ánimo no haber podido ver a su hermano, aunque sé que no lo admitirá. Tampoco debo pasarle ninguna palabra de aliento. Es un chamaco siempre taciturno. Yo soy la única persona a la que guarda respeto. Ha sido así desde los primeros días en que me mudé al barrio. Claro, en un principio me trataba con la crueldad y la descortesía que trae inyectadas en la sangre. Pero sucedió que un día fui testigo de un encontronazo entre él y su madre.

No llevábamos ni dos meses en el barrio cuando mi mamá me condujo a un salón de belleza que quedaba a unas cuadras de casa. El lugar ya no existe, desde que la policía lo cerró debido a que la propietaria despellejó allí mismo a su marido con una olla de agua caliente. Pero eso no es lo que viene al caso. El asunto es que mi madre me llevó al lugar para que me cortaran el cabello. El salón estaba lleno de gente. Llamaba la atención una señora que tenía un cigarrillo en la boca, una botella de cerveza en la mano y la cabeza metida en la secadora.

Entonces Lacacho entró al sitio y le pidió veinte pesos. Por la discusión supe que aquélla era su madre. «¡Vete a trabajar, maldito vago! ¿Tú tienes que venirme a pedir lo mío?», repetía la mujer, mientras el muchacho le espetaba en el rostro cuantas malapalabras se estacionaban en su mente. «Ponte a joder, asqueroso. Si apuestas contra mí se te pela el billete... ¡A que te mando al Reformatorio, igual que a tu hermano! El drogadicto ese le quemó la casa a la abuela porque no le quería dar dinero para el vicio...».

Lacacho, furioso, se apartó hacia la puerta. La mujer, tras pegarse un largo trago de cerveza, se puso a abuchearlo. Enseguida dirigió sus palabras a las clientas del salón, en tono chistoso. «Yo he parido siete muchachos y me arrepiento siete veces siete por cada uno. El primero se llama “La Puntita”, porque era dizque la puntita nada más que me iban a meter», informó, ante la risotada de las mujeres. «Otro se llama “Brugalita”, porque yo tenía una borrachera de Brugal cuando me acosté con el papá. El que está preso se llama “El Rompío”, porque el condón se rompió cuando me lo tenían adentro. Y a ese desgraciado —dijo señalando con la punta del cigarrillo a Lacacho-le llamo “Aborto Criao”, porque no me valieron los mejunjes para abortarlo».

Mientras ella amenizaba con su testimonio materno, el hijo se desgañitaba con un tema de Tempo: «Conozcan otra parte de mí, otra forma de vivir, este es mi estilo de vida, digan lo que digan, tú eres un infeliz. ¿Crees que puedes contra mí? ¡Oye, cabrón, you can suck my dick!», y al vociferar la última parte de esta estrofa señalaba a la madre y de inmediato se apuntaba el güebo con el índice.

Recuerdo que mamá, calladamente escandalizada con el testimonio, apuraba a la peluquera para que terminara de cortarme el pelo. Temblorosa, se acercó a mi oído y me susurró: «Tú eres “Mi Amor”, porque te tuve con muchísimo amor». Pero en realidad me interesaba más seguir escuchando la disputa.

Lacacho logró apagarle la voz a la mujer con una gritería a ritmo de Tempo que se oía en toda la calle: «Voy a comprar condones y voy a clavarme a Lito en cuatro. Mientras me clavo a Lito le doy dedo por el culo a Polaco, que a gritos me pide que le siga dando a quemarropa, que cuando vaya a venirme me le venga en la boca. Suck it!». La mujer amenazó con lanzarle la botella y Lacacho dio un salto. Al reponerse, se dio cuenta de que yo estaba allí. Me clavó los ojos con expresión de náufrago. Entonces dio una patada a la puerta y se marchó.

«¿Oyeron lo que me estaba cantando ese mal parido?», preguntó con asombro la mujer. «Ese es el famoso reguetón», dijo como si se enjaguara la boca con meados la peluquera. Se callaron de golpe cuando una camioneta pasó frente al salón con un volumen tan alto que casi hizo temblar los potes de champú y por poco destroza los espejos: «¿Quién le da a comer espinas a su hijo esperando que se ahogue con el pan que se ha comido? ¿Quién le da hielos a su hijo pa’ que masque, esperando la aguadita para darle jaque mate?», restalló la voz energúmena del Mexicano, con un flow aperísimo.

Las mujeres retomaron el panel solo cuando la camioneta se alejó varias cuadras. «Esa música es lo que está dañando a los muchachos», opinó una clienta, con el pelo atrapado en unas tenazas. «Yo no sé dónde irá a parar esta juventud con el mal ejemplo de esa música», retomó la madre de Lacacho, mientras se dejaba deslizar, espuma incluida, el último trago de la cerveza.

De camino a casa, mamá y yo vamos pensativos. «Eso que escuchaste en el salón es un desatino», dice, como tratando de subirme la moral. Pero yo no tengo en mi mente nada de eso. En el cajón de mi cabeza flotan los ojos de Lacacho cuando se dio cuenta de mi presencia en el salón. Su mirada fue brevísima, pero cargada de sentido. Me dijo, en ese corto tiempo, coño, montro, esta mierda soy yo, de esa basura vine al mundo, ¿me entiendes?, esta porquería soy, ahora lo sabes, pero nadie más debe saberlo, ¿me entiendes? ¡Nadie más! Y el ruego de su mirada fue aceptado por la mía, que le respondió no te preocupes, pana, eso no pasará de aquí, será un secreto de dos. Ese episodio selló mi amistad con Lacacho.

Nos separamos al entrar al barrio. En el preámbulo del crepúsculo ha quedado el restaurante, nuestro paseo por la ciudad, el Reformatorio. Son cerca de las seis de la tarde. Doblo la esquina para llegar a casa y... ¡tarán! He aquí que en la puerta me aguarda un comité de bienvenida integrado por papá, mamá y la Hocico de Puerco. Ninguno tiene cara de buenos amigos.

Bonus Track. Los que queman el lápiz y le sacan fuego. DADDY YANKEE

El barrio lucha por sobrevivir a la mañana del sábado. Es un milagro que contra todos los vaticinios las cosas sigan eternamente en su sitio. Desde mi ventana veo la gente; ninguno se da cuenta de que su paso lento se debe a tantos días muertos sobre sus hombros. Las casas duermen su sueño de piedra. El sol sigue ahí arriba, pues jamás se harta de alumbrar lo que solo merece penumbra. Ha de ser estúpido el sol: debería irse a calentar otros países, a otras personas que merezcan su luz.

He decidido escribir unas canciones sobre este universo podrido en que vivo. Le saco punta al lápiz y lo froto contra el papel, con energía, para que coja candela; porque no quiero rastros de grafito: deseo registrar las huellas del fuego. Me voy más allá de la palabra vieja, lápiz arriba, con las voces de 3 Dueñoss: «Cuando la fonética se pone explícita y luego la gramática se vuelve ilícita». Así me entretengo en algo, mientras dura el fin de semana de mi encierro. Supongo que tanta gente inútil, tanta basura, tanta cotidianidad sin sentido al menos deben servir para engordar algunas canciones.

Estoy condenado a un fin de semana en la ergástula de mi cuarto. Tengo prohibido usar la computadora, la televisión, el PlayStation y el radio. Es un suplicio calculadamente cruel que me extrae del presente, me lanza al vacío del tiempo y me convierte en una criatura del siglo 18. Todo por la asquerosa, estúpida, chismosa, chivata, lengüetera, papelera, nalgasucia, lambona, tortillera, macagrano, chupamedia, hija de la gran puta Directora. Cuando llegué de mi paseo por la ciudad, me encontré con el comité de bienvenida formado por los viejos y la Hocico de Puerco de mi hermana. La expresión de sus rostros anunciaba que iban a joderme.

«¿Qué es lo que?», pregunté en medio de un carraspeo. Todos se mantuvieron en silencio por espacio de dos eternidades y media, hasta que mi hermana dio un paso adelante, me pasó una hoja de papel y dijo: «Mátate tú mismo». Abrí la hoja. Era una nota escrita a máquina. Esa impresión inicial me dio a entender que la vaina iba en serio, porque las letras de molde siempre dan una idea de gravedad. Tragué aire seco. Era una carta del colegio:

Estimados padres y/o tutores:

Cortésmente le notificamos que su hijo no se presentó hoy al colegio a cumplir con sus deberes escolares. Con suma y profunda preocupación fuimos debidamente enterados de que, no obstante, salió de su casa para este plantel (en ese cabrón instante levanté los ojos y los enterré en la Hocico de Puerco, que frunció los labios con altanería. Mías las cursivas). Sin embargo, desconocemos qué motivos le llevaron a ausentarse y a reducir los puntos de sus calificaciones en las diversas materias escolares. La presente se les remite en el sano interés de que tomen ustedes los correctivos de lugar. Ya nosotros, como educadores, hemos tomado por aquí los nuestros.

Atentamente,

Licda. Cirila Ruiz Vda. Smeter

Directora

Postdata: Aprovechamos para recordarles que la semana que viene son los cobros de la mensualidad del colegio.

Pero ese no es todo el rollo. El mal nunca viene solo, y en eso supera al bien, que siempre anda en soledad con un egoísmo tajante. No, el mal nos llega en grupo, en una cadena bien disciplinada. Sucede que la caresemilla hija de la Directora me vio en el Reformatorio cuando me alejaba con Lacacho. «¿Pero aquél no es el Número 29?», dijo haciéndose una visera con la mano, según le contaron en el colegio, y consecuentemente contara a mis viejos la Hocico de Puerco.

¿Qué podía hacer para defenderme ante estas evidencias? Me entregué estoicamente a las disposiciones del destino.

La decisión de mi encarcelamiento había sido tomada antes de que asumiera mi defensa. Por eso estoy aquí, en un fin de semana que sin duda será muy largo. Veo el barrio como un preso contempla la ciudad desde una claraboya, tan lejana y cercana a la vez. La ventana de mi cuarto es un telescopio enorme. Desde aquí puedo observar el gran laboratorio del mundo. «¡Soy una bestia! Todo humano me es ajeno», grita desde la pared de la esquina un grafiti. Los grafitis son páginas de un libro que permite leer la ciudad. Te dicen lo que hay, lo que se mueve, lo que se piensa, lo que no se dice. Sin verborrea, de corazón, palabra pura.

Cierro los ojos y trasplanto el hongo de la bomba atómica a estas calles. No les sentaría mal. Hasta se verían históricas, de película. Volarían mansos y cimarrones, el pulpero, el dueño de la farmacia, la vieja que lee la taza, los puntos de droga, el evangélico de la esquina... ¿Cómo habrá sonado el hongo, no la bomba, en el instante de abrir su sombrilla sobre la humanidad?

Si pudiera encender la computadora, mezclaría los beats para mi lírica. Sería un éxito en la radio. Hay una web con buenos efectos de sonido. Necesitaría el de un AK y el de los casquillos de una Uzi. También el chirriar de una carreta y los disparos de una pistola 45. El beat, bien mezclado con los efectos de sonido, me permitirá darle un perfil más realista y venenoso a esta realidad.

Toda esta basura barrial, adecuadamente sublimada, puede elevarse a la cima del universo. Y ese es el valor que tiene la música: el de enaltecer las miserias. Por ejemplo, cuando mi rap se grabe y se convierta en un éxito en la radio, la gente del barrio lo va a corear, lo va a perrear con placer. En medio de su regocijo dirá «Sí, es cierto, esos somos nosotros», abrazados como borrachos en Año Nuevo, emocionadísimos, y seguirán bailando y cantando sin detenerse a hacer cocote en que más allá de la sublimidad de la música, ellos siguen siendo la misma mierda que dio origen a esta canción.