14. Dibuja una sonrisa y te regalo una rosa TIZIANO FERRO
Rápido se ha acostumbrado mi hermana a que le sirva de guardaespaldas en el camino al colegio. Antes íbamos cada cual por su lado, aunque ella a cada rato le metía mano a la alharaca para que no la dejara atrás, para que le ayudara con la mochila, para cualquier blandenguería de chica. Ahora, como resultado de la sentencia del viejo, me veo obligado a caminar a su mismo compás. Aprovecho las caminatas para que me cuente sobre las muchachas de su aula, donde, según me informa, tengo una especie de club de fans secretas que se formó a raíz del Reguetonazo.
«Con lo de Guanábanas te pasaste de la raya», me dijo ayer, primer comentario oficial suyo sobre el caso, «pero estuvo bien... Esa vieja embroma demasiado», consideró. De hecho, me hizo saber, el Reguetonazo le sirvió para romper la mala voluntad que le tenía una pandilla del curso, llamada Las Chicas Superpoderosas, precisamente las que ahora son mis fans. Las carajas la traían de vuelta y media. Se burlaban de ella porque siempre cumplía con sus tareas y era la primera que levantaba la mano cuando en la clase se hacía una pregunta.
Pero después de aquella tarde, automáticamente cambiaron de actitud. Ya no era la Sabelotodo, sino la hermana del Prócer. Dejaron de molestarla; incluso la invitaban a sus paseos por el patio durante el recreo y le pedían que les ayudara con las materias. Estaba cloro que se le atribuía alguna participación en el remix, debido a su conexión conmigo.
Hoy se ha pasado todo el camino preguntándome cómo son las discotecas. Yo le respondo escuetamente que música alta y luces de colores. Insiste en que le dé más detalles. Gente bailando. Quiere más detalles. Gente fumando y bebiendo. Quiere más detalles. No sé qué más decir. La discoteca es como el infierno, que desborda toda clase de descripción. Le prometo que dentro de algunos años la voy a llevar, a cambio de que deje de preguntar. No se lo he dicho, acaso nunca llegó a darse cuenta, pero esta mañana decidí excluirla de mi Mansión Foster para Amigos Imaginarios.
Quedamos en que esta tarde, durante el recreo, voy a pasar por su curso para que me muestre de lejitos mi fan club. Se inventará una excusa para que las chicas se queden en el aula. Le advertí con toda claridad que debía mostrármelas con discreción y que si mete la pata se las va a ver conmigo.
Voy por el pasillo abriéndome paso entre la gritería. Me peino, me arreglo el cuello, asumo en el caminar un tumbao a la altura de la situación. Me detengo en la puerta y, con sigilo, meto media cabeza para el curso, de la nariz hasta los cabellos. Hago un siseo a mi hermana. Ella tiene sentado en la pierna a un niño de segundo de primaria al que ha adoptado como una mascota escolar. Percibe mi presencia y, frunciendo los labios, dirige el rostro hacia un grupo de muchachas que están hojeando una revista en una esquina.
Me brotan los ojos de las cuencas. No creo lo que tengo frente a mí. Las Chicas Superpoderosas son cuatro o cinco carajitas flacuchentas, mal peinadas, de rostro con más espinillas que un guayo. Un fan club así nadie lo desea. Pierdo por un momento el equilibrio y termino de cuerpo entero en la puerta. Las chicas me han descubierto. ¡Maldición! Una se ha puesto colorada. A otra se le ha olvidado cómo cerrar la boca. La que estaba de pie ahora se encorva, está sin aire, como si acabaran de meterle una patada en el estómago. Consigo una sonrisa, estúpida por demás, pero sonrisa al fin, y me esfumo de la escena. Más tarde he prohibido tajantemente a mi hermana hacerme preguntas al respecto.
En la clase de Español me vi involucrado en un conflicto que me condenó a una visita a la Dirección. En realidad, hay días en que me propongo portarme bien, trabajo duro en eso, no se imaginan cuánto; entonces, sin quererlo, se me escapa una palabra, un movimiento, y todo mi propósito se va al carajo. Muchas veces la Directora, al verme entrar a su oficina, suspira hastiada y, tras observarme largo rato como a través de la mira de un rifle, me ordena regresar al aula, sin decir ni media palabra, con gesto desdeñoso.
El problema vino de un poema que la profesora nos leyera. Se trataba de unos versos que ensalzan a Pedro Henríquez Ureña, tú sabes, el difunto con sombrerito negro que sale en el libro de Español. Las estrofas lo presentaban como un prócer inmaculado, lo cual no dejaba de ser extraño y vergonzoso, si tenemos en cuenta que el poema lo había escrito su madre, Salomé. «¡Si lo vierais jugar! Tienen sus juegos / algo de serio que a pensar inclina...» /«Amante de la Patria y entusiasta, / el escudo conoce, en él se huelga...» / «Así es mi Pedro, generoso y bueno; / todo lo grande le merece culto», etcétera, declamaba con engolada voz la profesora.
Cuando terminó, se enjugó una lágrima y pidió nuestra opinión. Nadie se atrevió a decir ni esta boca es mía. Yo levanté la mano. «A juzgar por el poema, pienso que se trataba de un niño pariguayo y aburrido». La risa se descarriló sin control. Fue entonces que, ante la imposibilidad de darme un rebencazo, la profesora me mandó a la Dirección. La Directora abrió un mataburro. Luego me observó por encima de la montura de sus espejuelos y escupió: «Novato, inexperto, bisoño, simple, pardillo, ingenuo, torpe, novicio, principiante, inhábil, aprendiz...». Al ver que yo no reaccionaba, cerró el diccionario y remachó: «¡Palomo!». Y no dijo más.
Nos han reunido a todos en el gimnasio. A la Directora, para variar, se le ha ocurrido que nos traigan a una charla sobre las gestas patrióticas. Todos estamos sentados con un zíper en la boca, que la Verduga monitorea continuamente. Está inquieta. Por lo visto el charlista no podrá venir. «La suerte para nosotros es que ella misma no la puede dar. Hoy tiene una ronquera que no la deja ni respirar», escucho un susurro del Número 15, que de inmediato es apagado por un «¡Shiiii!» del profesor de Deportes. Me volteo hacia el estudiante con una sonrisa, pero aparta el rostro de mí, con desprecio.
Aparece un visitante en la puerta del gimnasio. La Directora le hace una seña al profesor de Deportes para que lo conduzca hasta el escenario. La bruja lo saluda de forma escueta y lo insta a sentarse un momento junto al podio. Ella se para ante el micrófono. Tose. Golpea el aparato con dos dedos, como cuando se busca una vena de la muñeca para inyectarse la heroína. El profesor de Deportes corre hacia la consola y pone a funcionar el micrófono.
«Buenas tardes», dice la Verduga, «buenas tardes», repite, tras reponerse de un feedback. «El doctor Arcadio Disla Brito, charlista de hoy, excelso poeta de inmortales versos patrios e historiador disciplinado del alma nacional, a última hora no pudo acompañarnos por motivos ajenos a su voluntad. Para llenar el vacío, nos ha enviado a un pupilo suyo...». Tapa el micrófono con una mano y se inclina al visitante para preguntarle su nombre. Repite el mismo gesto durante cinco minutos, en lo que le extrae el currículum, hasta que por fin le da paso al podio.
El tipo, de entrada, se consideró indigno de ocupar el foro que le perteneciera al glorioso intelectual y finísimo aeda que no pudo venir. Sin embargo, al poco tiempo me doy cuenta de que el asunto seguramente es al revés, a juzgar por el hecho de que el otro doctor sin duda pensaba a la medida de la Directora.
Este charlista es distinto a lo que pude esperar. Está en lo suyo. No se emplea en una alabanza a la historia patria, sino que se dedica a mostrar aspectos débiles de la historiografía nacional. La Verduga lo mira de reojo, estrujándose los labios como si paladeara una pastilla de mierda.
El tipo sabe hablar y divierte con sus palabras. Señala que se debe retomar la obra de nuestros historiadores y replantearla a la luz de nuevas investigaciones. Exige un acceso libre a los documentos oficiales, a fin de que no sean patrimonio de un grupo de investigadores privilegiados. Y dice que la historia hay que aterrizarla, a fin de que a los jóvenes no les parezca cosa de periódico viejo. Incluso señala que en su divulgación deben utilizarse los videojuegos, el videoclip, la música popular.
No solo yo me asombro. Todos los estudiantes están callados, procesando sus palabras. Es la primera vez que los veo atentos a una charla en el gimnasio. Cuando termina, los aplausos, con vítores incluidos, se extienden por más de un siglo y dos días. Abre un turno para las inquietudes. Yo levanto la mano automáticamente, y de inmediato unas treinta manos siguen la misma dirección.
El charlista me da la palabra. Le pregunto si, ya que habló de música, el reguetón podría ser un género valioso para cantarle a la Patria. El tipo afirma que sí con la cabeza y se dirige hacia el micrófono. Pero la Verduga se interpone y ocupa el podio. Informa que se perdió demasiado tiempo esperando el inicio de la charla, y que por eso tenemos que organizarnos en filas y retornar a las aulas. Pide fríamente que demos un aplauso de agradecimiento al charlista antes de retirarnos. En respuesta, lo aplaudimos entusiasmados por treinta horas, cinco minutos y veintidós segundos.
Cuando chilla el timbre, me detengo en la puerta en lo que sale mi hermana. Habíamos acordado esperar allí a mamá, quien nos llevará a la zapatería. Veo al charlista acercarse. «A la Directora no le gustó la charla. Pero a nosotros sí. No nos gustan las que ella da», lo abordo. El tipo sonríe. Se refiere a mi pregunta. Me dice que el reguetón es un buen vehículo para difundir la historia y que si yo tengo el talento, que me ponga en eso.
Llega mi mamá. Se queda mirando al charlista como quien ve a alguien desde la lejanía. «¿Este muchacho es hijo tuyo?», pregunta él, extrañado. Le responde que sí, que se casó hace tantos años, que también tiene una niña. «Es un muchacho muy despierto». «Demasiado para su edad», apunta mamá. Hablan con timidez. El tipo también está casado y tiene una hija. Por lo visto se conocen de otra época.
«¿Has seguido escribiendo?», pregunta, y ella le sonríe con la sonrisa de una fotografía de hace muchos años. Se miran un rato en silencio. Mamá baja la cabeza y se pone en el rostro una expresión que nunca le había visto. Cuando la levanta, trae una media sonrisa que le tiembla en los labios. Lo mira por cuatro segundos. «Bueno... adiós», dice con la voz apagada. Él hace un saludo inclinando el cuello. «Bye», lo despide finalmente mamá, pero moviendo los labios sin palabras. El tipo se esfuma entre la muchedumbre. En ese instante llega mi hermana. Mamá le estira las mejillas, se las pone rojas, me acaricia la cabeza y se dirige con nosotros hacia el carro.
En la siguiente clase de Historia, la profesora ha terminado por llorar. Fue tanto el agobio de los cuestionamientos, que la pobre tiró el tiro. Mi hermana me contó que en su curso hubo una avalancha semejante y que en los otros cursos había pasado lo mismo. Estoy bajo la sombra de una acacia dándole para abajo a una Pepsi y a unas papitas fritas. Me encuentro aquí realmente huyendo de la mirada de mis fanáticas, que han acrecentado su interés en mi imagen. No sé cómo pueden verse tan mal. Mi hermana es una estrella de Hollywood delante de ellas.
Me doy una vuelta por la biblioteca. Reviso el catálogo en busca de algo interesante, pero es inútil. Allí no hay un solo libro que no haya sido escrupulosamente elegido por la Directora. Retorno a la gritería sorda del patio. El niño que mi hermana usa de mascota se me acerca. Le tiro la mirada que solemos arrojar sobre los bichos raros. Está impresionado. «¡Tía se cortó! ¡Tiene mucha saaangre!», me informa con el desentono que caracteriza a su edad. «¿Qué?». «¡Mucha saaangre!», repite como un papagayo. «¿Cuándo fue eso?». «Ahora. La llevaron a la Dirección... ¡Mucha saaangre!».
Escéptico, avanzo por el pasillo. Llego a la Dirección. Una profesora viene saliendo. Me pone una mano en el pecho. «No puede entrar», determina con un tono impersonal. Me doy cuenta de que en verdad ha sucedido algo. Burlo la mano y entro. Mi hermana está sentada junto al escritorio de la Directora. Varias profesoras la acompañan. Al descubrir mi presencia, repentinamente se pone de pie y se abraza a mi cuello. La situación me pone en apuro. «¿Qué te pasó?», le pregunto intrigado, mientras trato de soltarle los brazos. Pero no se suelta. Guardo silencio y también la abrazo. De todos modos se trata de mi hermana.