16. Amaneció bajo las alas de la muerte. DON OMAR
La mañana abre despacio la ventana y tiende sobre mi cuerpo una sábana de sol, cegadora de tan nítida, que me cubre hasta la frente. Me niego a abrir los ojos. Algo de mí está prisionero aún en el imperio del sueño. Percibo que mamá está sentada a mi lado. Debe llevar un buen rato allí. Violento los párpados y logro captar su imagen. Está apagada por la tristeza. Me sepulta los dedos en el cabello.
«Levántate», susurra. Siento en el corazón el golpe de que quiere decirme algo y no encuentra cómo. Me mira, me mira, me mira. Como renunciando al discurso apropiado, dice finalmente: «Tenemos que ir a la funeraria», y enseguida hace una pausa para observar mi reacción. «El niño de Angustia, la señora que tiene en su casa todas esas flores y matas de guayaba, murió anoche... Más tarde iremos a darle el pésame».
Pregunto si se trata de Américo. La afirmación mete a batazos una carga fuerte en mi pecho. O sea que murió el Aborto, me digo en secreto, como si hablara en medio de una levitación. «Ponte aquella camisa blanca y el pantalón negro que está en la puerta del armario», indica mientras avanza hacia la sala. «Ponte los zapatos...», alcanzo a oír que añade cuando ha desaparecido de mi campo visual.
Me llega el ruido de sus pasos. Busca algo en la cocina. Reubica una de las esculturas de la sala. Levanta el teléfono y lo vuelve a colgar para acomodar un libro en el estante. Pone una de esas canciones raras de The Doors, pero la quita al rato como si hubiera hecho algo malo. Se nota que no encuentra qué hacer y le molesta no estar haciendo nada.
Ha de haberle dolido mucho la noticia. Apenas pudo hablar. Ella, que es tan buena para discursear. El día que a mi hermana le pasó lo de la sangre, mama fue la única que me dio una pista de lo que había sucedido. Ni la Directora, ni las maestras, ni papá me pudieron decir. En vano traté de que mi hermana me diera una explicación. «No fue nada... Mira, ya estoy bien», me tranquilizaba mientras volvíamos a casa. Y realmente no se le notaba ninguna dolencia. No descifré el misterio sino hasta la noche, cuando mamá me comentó que era algo natural en las mujeres, tan natural que a partir de esa fecha le pasaría cada mes a mi hermana.
«¡Pobre Américo!», dejo escapar en un suspiro al encerrarme en el baño. Abro un archivo del disco duro de mi cerebro, en el que hay algunas imágenes del Abor... de Américo. En realidad era un alma de Dios, un tíguere sin veneno. Fue la primera persona que conocí en el barrio, cuando dejamos el apartamento en el residencial y nos mudamos a esta casa que, según mamá, nos permitiría ahorrar dinero en lo que terminábamos de construir una propia. Jamás ofendía, y para decir una malapalabra había que ponerlo entre la espada y la pared. Y tener que haberse muerto para que yo comprendiera estas cosas.
El estómago se me llena de aire. El terror me sobrecoge al escuchar a mamá que le habla por teléfono a papá. Según sus palabras, Américo murió al caer de una mata de guayaba. La mamá lo encontró inconsciente en el suelo cuando llegó del colmado, adonde había ido por los víveres de la cena. Lo llevaron a la clínica, pero no se pudo hacer nada. Las ramas estaban mojadas por el aguacero y parece que resbaló, dice antes de colgar.
Los Fox Billy Games están reunidos en el cuarto de Pádrax en Polvo. Hay un silencio fúnebre, porque se fue la energía eléctrica. Por momentos MacGylver ha intentado encender el ambiente con alguna estrofa del Rubiote o Don Omar, pero la canción se le apaga al poco tiempo. Se queda taciturno con los dedos congelados en los botones del Game Boy. Está claro que no hay ánimo en el ambiente.
Decido abiertamente poner la muerte sobre el escritorio. «Él siempre se subía a esa mata», trata de desentenderse el Licenciado, «era loco con las guayabas». «Sí, pero fuimos nosotros que lo obligamos a subirse más alto cuando llegó el aguacero», aclaro. Pádrax en Polvo está de acuerdo.
Lacacho se pone de pie en forma imperativa. Tenemos que apiñarnos un poco para que pueda caber bien en esa posición. «Eso no tuvo que ver con nosotros... Después que nos separamos, yo regresé a pedirle perdón por los guayabazos, pero ya no estaba en la mata. Lo vi adentro, jugando Pokémon con los ojos pegados al televisor... Si se cayó fue porque volvió a subirse a la mata después de eso», informa Lacacho. Sus palabras nos infunden un alivio que va más allá del suspiro. El corazón se me desinfla y encaja con normalidad en mi pecho. Ya puedo respirar bien. «No se hable más del asunto», ordena con tono militar, «ni nadie va a ir al velorio... El maldito Citoté no era de este grupo».
Voy de regreso a casa, a vestirme para el velorio. Logré que se me asignara ir a la funeraria para que pudiera contarles todo lo sucedido allí. Pienso en el testimonio de Lacacho, palabra por palabra, y me lleno de frescura por dentro. ¡Espérate!, me dice una voz desde el fondo de mí, ¿a qué vienes a hacerte el pendejo? ¿Te vas a decir que creíste el cuento de Lacacho? Verdaderamente no me lo figuro retornando a casa de Américo en medio del aguacero, para «pedirle perdón». Él es de esa gente a la que el perdón no le encaja ni siquiera en forma de una simple palabra. ¿El hijo de la gran puta habrá mentido?
Llegamos a la funeraria. Vamos todos, hasta mi hermana. Al cruzar la puerta me desoriento. Hay un millón de velatorios, cada uno en una sala distinta. Papá regresa al vestíbulo, se detiene ante un mural y vuelve con la información precisa. El velorio ocurre en una sala del fondo, que da a un jardín. Dentro no cabe ni un alma. No se puede respirar. Todo el barrio está allí, excepto el resto de los Fox Billy Games. Se oyen gritos, unos apagados, otros repentinamente descarnados.
Renuncio al intento de llegar hasta el ataúd. Salgo al jardín y me siento en un banco frente a una fuente con un ángel que expulsa el agua por los ojos. Mi hermana se sienta al lado. «Este sitio no me gusta», dice sobándose los hombros. «La muerte no le gusta a nadie», aclaro.
Ella señala las flores. Se sabe el nombre de cada una, cómo se siembra, cómo se debe cuidar. «Le sacaste el jugo a la maestra de Biología». «¡Qué va!», desmiente, «lo aprendí por mí misma. La maestra solo nos pone a recoger hojitas y pegarlas en una cartulina... Un día voy a tener una floristería grandísima». También asegura que cuando nos mudemos va a preparar un jardín en el patio de la casa nueva. «Eso será cuando la rana eche pelos», comento. «No falta tanto tiempo. Nos vamos a mudar dentro de un mes o dos», me dice. Mi hermana tiene esa capacidad de manejar información de primera mano.
La dejo entre sus flores. La sala está ahora despejada. Me acerco despacio al ataúd, dosificando la ansiedad. Américo está vestido con chaqueta y corbata. Tiene el rostro sereno, pero se le nota una leve expresión de dolor. Seguro le dolió mucho caerse del árbol y le sigue doliendo haberse ido hacia la muerte. Un grupo de curiosos entra y rebosa el lugar. Me desplazo en medio de la masa humana. Decido avanzar hasta el fondo para retornar hacia la puerta por una especie de pasillo que ha quedado a espaldas de los presentes.
Sin darme cuenta, me encuentro de frente con doña Angustia, la madre de Américo... ¿o debe decirse de quien ya no es Américo? Las lágrimas brotan con lentitud de sus ojos, muertos de cansancio de tanto ejercicio, y la empapan hasta los pies. Quiero pasar inadvertido, pero me acaba de enfocar con sus pupilas mustias. Tengo que decir alguna frase de consuelo. La situación es difícil. Por fin llega un pensamiento bonito a mi mente: «Dios se quiso llevar a Américo porque en el cielo necesitaban un angelito». Ella me escucha como en cámara lenta. «¿Y por qué mejor no te llevó a ti?», susurra sin veneno, con la voz aplastada por el dolor.
Logro salir al vestíbulo. Junto a la puerta, bajo el monitoreo de los curiosos, está el papá de Américo. No llora, se ve muy activo, pendiente de todo. Yo, que he visto la lentitud con que se maneja en su motor, sé que esa velocidad eléctrica es parte del shock en que lo ha sumido la muerte del hijo. Me pasa por la mente, de lejos, la idea loca de decirle que yo fui uno de los que obligó a Américo a subirse al árbol. Pero sería un disparate. El muchacho ya estaba en la mata cuando nosotros llegamos. Además, pensándolo bien, con todo y todo no deja de ser imposible lo que dijo Lacacho.
Como es sábado, después de la comida mamá nos lleva a la misa. El ataúd está frente al altar, cerca de los padres y las hermanas del difunto. Aquí la tristeza se seca, se acalla, pero se comprime con fuerza en el interior del doliente. Si el velatorio es una especie de huracán, la iglesia viene siendo su ojo.
El cura dirige el rito con naturalidad. Es de los que han nacido para eso. Le ha llegado el turno de hablar. Todas las palabras son para él. Hace un silencio que pesa sobre toda la nave:
Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños
que la calle se llena
y la plaza y el puente
y el mercado y la iglesia
y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo atropella
y cuando se asoma al balcón
y cuando se arrima a la alberca;
y cuando un niño grita, no sabemos
si lo nuestro es el grito o es el niño,
y si le sangran y se queja,
por el momento no sabríamos
si el ¡ay! es suyo o si la sangre es nuestra...
He querido empezar con esas palabras del poeta Andrés Eloy Blanco porque dicen una verdad. Y esa verdad se aplica al niño al que esta tarde nos toca dar el último adiós en su viaje hacia la casa del Padre. Madre, padre, su hijo es también el hijo de todos y el dolor que les embarga ante su partida, a nosotros nos embarga también. No están solos.
La juventud, dijo un filósofo llamado Aristóteles, es como un perpetuo estado de borrachera. Para ellos el tiempo tiene la brevedad de su propia existencia. Viven en un presente corto, y es como si les pasara la vida en una hora. Por eso juegan todo el tiempo. Su vida es un juego. Pero ese juego a veces se les sale de las manos. El resultado es la tristeza y el cuestionamiento, porque se siente que la muerte ha sido injusta y absurda.
Solo el leñador loco corta un árbol cuando el tronco es apenas tierno cogollo, dice Miguel Otero Silva, otro poeta, y al final, como cualquiera de los presentes, comenta: «Mientras los niños mueran yo no logro entender la misión de la muerte».
Yo, madre, padre, hermanos, que no he hablado sino con palabras de otros, solo puedo decirles por mí mismo, recordarles, que Dios nos ama y no nos olvida, y que precisamente estos momentos terribles son grandes pruebas de que la voluntad divina es misteriosa. No olvidemos que Dios no nos quita nada que no nos haya dado previamente, y que no nos quita nada que no pueda multiplicarnos después. Y que así como en un momento nos quita lo bueno, con Su amor también nos quita lo malo. Hoy estamos tristes. Pero en un futuro cercano, madre, padre, hermanos, volveremos a reír como lo hicimos tantas veces en compañía de nuestro hijo Américo, al que siempre recordaremos como ese hermoso regalo que Dios en su Misericordia nos hizo por un tiempo muy especial, porque nos ama, y desde su bondad infinita siempre nos tiende un puente de esperanza.
Mamá nos pregunta si queremos ir al cementerio. Estamos de acuerdo. Mi hermana quiere ir por curiosear. No se imagina que la curiosidad podría costarle una noche de espanto. Yo me siento en el deber de acompañar a Américo hasta el final.
En el cementerio nos encontramos con una situación chocante. En uno de los nichos hay un grupo de dolientes bailando al ritmo del Trío Matamoros mientras los zacatecas bregan con la caja de muerto. Gimen, dan media vuelta, lloran, corean con voz lacrimosa: «La mujer de Antonio camina así...». Uno de los que andan en nuestro entierro se acerca respetuoso a los dolientes. Ellos, impotentes, explican que la última voluntad de su abuelo fue que lo enterraran bailando con Los Matamoros. Sin embargo, aceptan bajar el volumen.
De todos modos el nicho en que depositarán el ataúd de Américo queda al fondo. Tan pronto los zacatecas empiezan a hacer su labor, estalla un vocerío. Doña Angustia exclama que no lo entierren y se abraza a la caja. El marido hace un esfuerzo por despegarla, pero no es fácil. Cuando ella ve que sus brazos pierden fuerza, mira a los ojos al hombre. «Es tu hijo Américo... Mira dónde lo piensan meter... ¿Vas a permitir que lo dejen ahí?». Y el padre, como volviendo en sí, cambia la dirección de la fuerza y se abraza también a la caja. Los demás hombres se abalanzan para liberar al difunto. Cuando los padres se sienten casi vencidos, claman a las hijas para que les ayuden, y estas se suman al esfuerzo por retener el ataúd de este lado del mundo.