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Fue el primer sueño feliz después de tantas pesadillas. Le pareció que lo estaba viviendo de veras y se le hacía más distante la idea de la muerte. Cualquiera de los cowboys podía ser un agente de la CIA mandado a liquidarlo. Pero qué podía importarle si estaba en el único mundo que recordaba con alegría. No iba a cambiar nada de eso si le daban tiempo para escribir sus memorias. Estaba dentro de las historietas, en las sesiones de tres películas del Mundial Palace y en el Italpark. Quería mostrárselas al prócer que no había alcanzado siquiera a imaginarlas, ocupado con tantas reuniones de Cabildo Abierto y campañas al Alto Perú. Cruzaron entre dragones y dinosaurios cabalgados por jinetes del futuro y ellos mismos cambiaban de colores bajo los efectos de las luces. Otros Laurel y Hardy caían por las escaleras y Terminator se desvanecía, de pronto, en una catarata de cristales tornasolados mientras pasaba el tren fantasma manejado por un Drácula de pacotilla. Carré se torcía de risa y de miedo y se paró en un quiosco colorado a comprar chocolatines y vasos de Coca Cola. Un sargento de la Quinta Brigada de Iowa se presentó, cortés y polvoriento, y lo ayudó a subir al prócer para que conociera el vagón del horror entre espejos deformantes y llamas abrasadoras. A Carré le pareció que su amigo reía aunque lo sentía crispado de espanto. Ahí pasaba la criatura de Frankenstein cosida con hilos gruesos, tambaleante y amenazadora, arrastrando cadenas como el Fantasma de la ópera. El Jorobado de Notre Dame saltaba por las torres llorando su amor imposible entre campanazos ensordecedores. Blancanieves y los Siete Enanitos iban perdidos en una noche de tormenta y los Tres Mosqueteros atravesaban Normandía en caballos tan blancos como el de San Martín. Figuritas que Carré todavía llevaba en el bolsillo. Micheli, Cecconato, Lacasia, Grillo y Cruz. Maschio, Angelillo y Sívori. Los goles de Sanfilippo. La voz de Perón enardecido. Luces encendidas de colores. Evita en el balcón y un perfume de yuyos y de alfalfa. Tarzán y Juana a las seis en punto de la tarde. El rugido de Tantor. El Indio Suárez acorralado y abajo un inquietante Continuará. Todos flotaban y se disolvían alrededor de un tren de plástico que pasaba por cavernas de gnomos y serpientes voladoras. Y de repente la puesta de sol en el asiento más alto de la Vuelta al Mundo. El prócer iba doblado hacia adelante, como si desafiara el vértigo, mientras Carré se tapaba los ojos para mirar dentro suyo antes de que llegara el último disparo. Se preguntó si el que moría escuchaba el ruido. Si sentiría el golpe y la angustia. Si alguien se acordaría de él. Expulsado por la red, muerto y sepultado, deformado por Stiller, al menos tenía el consuelo de ser útil a un muerto que tanto había vivido. Ahora solo le quedaban sus héroes de pibe, imaginerías de cartón pintado que revoloteaban a su alrededor. Echar una moneda en la ranura y soñar. Ir de nuevo por los mares con el Corsario Negro. Surcar el espacio en la nave de Flash Gordon y hablar por el reloj de Dick Tracy. Sin futuro, sentía mejor los estremecimientos de otros tiempos. El mecano y el trompo, la escondida y la mancha, las cosas que lo habían hecho como era. ¿Qué cosas habían formado al prócer? Acaso la payana y la gomera. Las cuadreras de Mataderos. Los carnavales de agua cristalina en el Paseo de Julio. ¿Eran del mismo palo ellos dos ahora que no quedaban ilusiones ni ríos cristalinos? En todo caso el tiempo los había juntado para sepultarlos.

Ahí estaba Jack el Destripador echándoles tierra en la tumba. Y un coro de chicos festejaba la escena. Desde lo alto de la rueda Carré miraba la ciudad de juguete y los fuegos artificiales. El ratón Mickey mil veces repetido en las calles y los actores que se preparaban para ofrecer otra función. Todos los ganadores llevaban la medalla de Disney y no quedaba en pie otro mundo que ese. Los descapotables de Al Capone con las ametralladoras de grandes tambores y un ruido de cohetes baratos. Dos gángsters los invitaron a subir a un viejo Oldsmobile manejado por el Pato Donald y se sentaron al lado de los chicos. Así bordearon montañas de cartón y se internaron en nubes de celofán. Vieron el Diluvio Universal y el paso del Profeta. Todas las edades del universo desfilaron en el apacible sueño de Carré, desde el primer fuego al último robot que giraba en el espacio acompasado por un vals. Qué lejos le parecían la bolita y el trompo, qué irreales las muñecas que cerraban los ojos y decían «mamá». Todo se lo había llevado un viento de indiferencia. Ahora que los veía sudar bajo las máscaras, sus héroes se consumían como una vela, se apagaban como una colilla tirada en la vereda.

A medianoche todo terminó. Los disfraces caían con el apuro y el sueño. Carré caminaba al azar empujando el coche de María Antonieta con el prócer desparramado entre almohadones y estrellitas de cotillón. Un flaco bajito que se había quitado la cabeza de Pluto comía una hamburguesa y le hablaba con la boca llena a una pecosa con plumas de piel roja. Clark Kent se limpiaba los anteojos y Pete se quitaba la pata de palo. Carré sentía un gusto amargo, como si otro chico le hubiera robado la figuritas. Qué le importaba estar vivo o muerto. Sus héroes parecían los mismos pero los gestos habían cambiado. Todos llevaban una máscara encima de otra. Caretas de vencedores que lo habían perdido todo en el camino.