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Guardó en el bolsillo los papeles que había perdido Olga y manejó al azar buscando un lugar donde abandonar el coche. En Saint-Germain-des-Prés encontró un sitio para estacionar y compró las máscaras de Laurel y Hardy. Le puso la del flaco al prócer y lo subió a babucha para cruzar hasta el Café de Flore. Cuatro turistas desocuparon una mesa en la terraza y Carré acomodó al prócer mirando al bulevar. Pidió un café con leche con medialunas y un coñac mientras el otro silbaba bajito con los brazos cruzados. Contó la plata que le quedaba y se dijo que tenía que conseguir una billetera con efectivo si quería comer de vez en cuando. Iba a instalarse en una pensión de mala muerte e imaginó al profesor Tersog en una mansión de Tokio, recostado al borde de la piscina, rodeado de geishas que le servían el té. Se preguntó si el mundo se enteraría de que el chip del año dos mil había sido inventado por un argentino. Se sintió vagamente orgulloso aunque Tersog fuese un traidor y tal vez un día tuviera que matarlo. ¿Dónde llevaba el prócer su chip? ¿En la cabeza o en el corazón? Cuando estuvieran a solas en la pieza le echaría un vistazo con más detenimiento. Mientras comía se acordó de Pavarotti que ya debía estar colgando de un mástil del barco, o en el fondo del mar con una piedra al cuello. Ahora se daba cuenta de que no era el Museo Británico el que quería al prócer. Sería la IBM o alguna empresa que iba a desarmarlo para estudiar el chip. Pero todavía estaba a salvo, tomando sol en la terraza del Flore, custodiado por un compatriota que no iba a abandonarlo.

Empezaría sus memorias con eso. No podía contar que los alemanes se reían de él. Tenía que cambiarlo todo. Buscarse un nombre inglés como le aconsejó Olga y escribir algo que fuera la verdad pero que no tuviera nada que ver con sus verdades. Terminó el café con leche, pidió cigarrillos y pagó con las últimas monedas. Le convenía seguir en ómnibus. Mientras anduviera con el prócer no podía bajar y subir las escaleras del subte. Apuró la copa de coñac y sacó los papeles que se le habían caído a Olga. Uno era la copia de las instrucciones de mantenimiento del prócer y el otro una servilleta en blanco del restaurante de Marsella. Por pura rutina Carré les acercó con cuidado la llama del encendedor y antes de que la servilleta tomara fuego alcanzó a leer la escritura que empezaba a aparecer en color violeta. «Presidente Nación toma conocimiento de falso contacto. Ordena abandonar la misión. CIA suprimirá agente. Regresar de inmediato a Buenos Aires. Mensaje recibido».

Carré se quedó mirando la servilleta que se quemaba sobre el cenicero. Tomó la máscara de Oliver Hardy con el bombín negro y se la puso. Era la letra de Olga. Había apuntado la conversación con el Presidente que lo mandaba a la muerte con absoluta frialdad. «CIA suprimirá agente», se repitió en voz baja, mirando al prócer. Por eso Olga le había indicado la pensión de la rue Alexandre Dumas, para que lo ubicaran enseguida y lo sorprendieran descuidado. Se lo había dicho antes de partir: podía matarlo sin ningún remordimiento. El Presidente le dejaba el trabajo a la CIA que tenía amigos por todas partes y no fallaba nunca. El prócer había dado la vida para fundar la patria y ahora terminaría su viaje en Washington, o en el Silicon Valley cortado en rodajas, metido en una maquina de picar carne para que el chip del profesor Tersog apareciera antes en IBM que en Toshiba. Carré echó un vistazo a su alrededor, preguntándose si la orden ya estaba lanzada. ¿Adónde ir? ¿A quién recurrir? Tenía que ocultarse con el prócer hasta la noche y después dormir en un parque o en las cloacas. Y así todos los días hasta el último de su vida.

Podía abandonarlo y subir a un tren que lo llevara a Siberia, pero era inútil. Todos los confidenciales trabajaban ahora para la CIA. Cualquier pistolero de morondanga le dispararía por la espalda. Prendió un cigarrillo y puso otro entre los labios de Stan Laurel que tenía un bombín caído sobre la frente. Se dijo que quizá le dieran un día de respiro y tenía que aprovecharlo. Vio un ómnibus de turismo de dos pisos con la propaganda de EuroDisney y no lo dudó un instante. Levantó al prócer y empezó a arrastrarlo hacia la salida. Dos muchachones de anteojos se levantaron, lo felicitaron por haberse ocupado del discapacitado y lo ayudaron a llevarlo hasta el micro. Carré les dio las gracias y alcanzó a quedarse con la billetera del más alto que tenía aspecto de intelectual. El chofer arrancó y puso en marcha una grabación en italiano que explicaba los monumentos por los que iban pasando. El prócer asentía con la mirada fija y Carré se durmió contra su hombro creyendo que estaba en Disneylandia.

Soñó con una voz chillona que hablaba como Mickey. Dejaban atrás castillos plagados de ogros que echaban fuego y entraban en paraísos donde danzaban Pluto, Minnie, Margarita y el Pato Donald con Huguito, Dieguito y Luisito. Llegaron a un pueblo del Oeste, entre tiroteos de cowboys y una horda de indios pintarrajeados que secuestraba a una muchachita blanca. Por todas partes se oían balazos y en los bares se abrían puertas batientes que arrojaban borrachos a la calle. Los chicos corrían locos de contento. En medio de un desbande de vaqueros le gritó al prócer que se animara, que iban a pasarla bien. Los disparos sonaban apagados y fríos. Un Búfalo Bill de bigote postizo le acercó un sillón de ruedas con la insignia de Disney y entre los dos subieron al prócer. Carré le dio una propina, se ajustó la máscara de Oliver Hardy y se fue a pasear con su amigo por las calles de Oklahoma City.